domingo, 30 de diciembre de 2018

CARRETERAS AZULES (UN VIAJE POR ESTADOS UNIDOS)


Carreteras azules (Editorial Capitán Swing)
Fotografía: Lucía Rodríguez Vicario

Decía la escritora norteamericana Gamel Woolsey, autora de Málaga en llamas, que a los hombres su mujer siempre les parece la más fascinante del mundo, hasta que se cruzan con otra más fascinante que la anterior y la cambian. A las mujeres les ocurre lo mismo, y suelen cambiar de hombre cuando encuentran otro que las atrae más. Así, con una mujer que se va –y una pérdida de empleo–, arranca Carreteras azules, el libro de viajes y algo más que estoy leyendo ahora.
 Tras años de convivencia, William Least Heat-Moon, el autor y marido despechado, sale al asfalto a lamerse las heridas, conduciendo una furgoneta por las carreteras secundarias de los Estados Unidos, esas que aparecen dibujadas en azul en los viejos mapas de carreteras.

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Cuidado con los pensamientos nocturnos. No se analizan debidamente; se presentan torcidos, despojados de sentido y de toda contención y surgen de las fuentes más insondables. Pensemos, por ejemplo, en el 17 de febrero, un día de expectativas frustradas, el día en que supe que mi empleo como profesor de inglés había concluido a causa de un descenso en las matriculaciones en el instituto, el día en que telefoneé a mi esposa, de quien hacía nueve meses que me había separado, para comunicárselo, y el día en el que ella dejó caer algo acerca de su "amigo": Rick, Dick, Chick... o algo por el estilo.
 Aquella mañana, antes de que las noticias se precipitaran, Eddie Short Leaf, que trabajaba en unas tierras en el valle del Misuri y quitaba a balazos la nieve de las aceras del campus, me comentó que, si aquel frío intenso no cesaba pronto, los árboles se congelarían por dentro y estallarían. Eso fue lo que dijo.
 Aquella noche, mientras, tumbado, me preguntaba si me sobrevendría el sueño o haría explosión, se me ocurrió una idea. Un hombre incapaz de tirar adelante con su vida al menos podía tirar. Podía dejar de intentar esquivar la vida, aparcar la rutina y afrontar el peligro real de las circunstancias... por mera dignidad.
 El resultado: el 19 de marzo, la última noche de invierno, volvía a yacer despierto en la cama, entre una maraña de sábanas, en esta ocasión asediado por las dudas sobre la locura que suponía largarme sin más, dejándolo todo atrás, y dudando, en general, del plan que daría comienzo al amanecer: emprender un largo viaje circular (equivalente a la mitad de la circunferencia de la Tierra) por las carreteras secundarias de Estados Unidos. Seguir un círculo confería un sentido al viaje, el de regresar al punto de inicio, del que carecía desplazarme en línea recta. E iba a hacerlo viviendo en la parte trasera de una furgoneta. Pero ¿por dónde empezar aquel nuevo principio?
 Un extraño sonido interrumpió mi duermevela. Me acerqué a la ventana y noté el aire frío en los ojos. Al principio solo vi el fulgor de las estrellas. Pero luego los avisté. En el negro cielo de marzo vi dos bandadas entrelazadas de gansos azules y nivales graznando mientras volaban hacia el norte, dibujando una configuración ondulante con forma de uve doble en aquel cielo fosco, con sus blancos vientres resplandeciendo misteriosos por el reflejo de las luces de la ciudad y sus cuellos alargados hacia el norte. Divisé entonces otra bandada que abandonaba el sur, quién sabe por qué motivo, tal vez para criar y para reconstruirse. Una nueva estación. Allí estaba la respuesta: empezar por seguir la primavera, tal como ellos hacían, sombríamente, alargando el pescuezo.

 Creo que si a mí me ocurriese lo mismo, también saldría a que me diese el aire. No en furgoneta, porque sólo tengo la licencia para conducir motos, pero sí a pie. Caminar y caminar, sin una dirección concreta, dejándolo todo atrás. Distraer y fatigar la mente para no estar todo el día rumiando la pena.

Fotografía de la serie Resiliencia verde, obra de Lucía Rodríguez Vicario

–Y hacia dónde se dirige ahora.
–No lo sé.
–Entonces no se puede perder.

 Durante tres meses, Heat-Moon recorrió algo más de 20.000 kilómetros, visitando las ciudades y los pequeños pueblos que le salían al paso; deteniendo su furgoneta, bautizada con el nombre de Ghost Dancing (Danza de los espectros), para conversar con las personas que se encontraba y que conforman el paisaje humano de un país.

Ghost Dancing, la furgoneta de William Least Heat-Moon
Carreteras azules (Capitán Swing)

[...] bauticé mi furgoneta con el nombre de Ghost Dancing, un símbolo torpe en alusión a las ceremonias de la década de 1890 en las que los indios de las Llanuras, vestidos con camisas de tela que creían que los hacían indestructibles, bailaban por el retorno de los guerreros, de los bisontes y del fervor de la vida ancestral, que arrasaría la nueva vida. Las danzas de los espectros, rituales de resurrección desesperados...

Las 13.000 millas que recorrió William Least Heat-Moon en Carreteras azules (Capitán Swing)

 Viendo el mapa he pensado en que libros como éste van a ser la única opción que tengamos algunos de visitar los Estados Unidos. Me lo confirmó el pasado verano mi amigo Francisco Calzado, que estudió conmigo en el colegio Los Olivos y trabaja en una agencia de viajes. Al recoger mis billetes de avión para el sureste asiático le hice la pregunta, y él me confirmó el runrún que corría entre los viajeros. "Si has visitado Irán, no puedes acceder a los Estados Unidos. Aquí tenemos a una compañera que hizo un promocional a Irán hace unos meses, y ahora tenía que ir a Estados Unidos y le han denegado el visado. La única opción que le queda es ir a Madrid a la embajada y solicitar una entrevista para que estudien su caso y se lo concedan. Pero eso lleva mucho tiempo y no siempre te lo dan". "Pues entonces yo, que también he estado en Siria y en Líbano, me puedo ir despidiendo de mi viaje a Alaska". "Quizás cuando haya otro presidente". "Bueno, pero no me arrepiento. Irán es mucho Irán. Viajé por el país dos meses en el verano de 2016, y todavía me acuerdo de la hospitalidad de su gente, de sus paisajes, de sus ciudades y monumentos. Es un país al que me gustaría volver algún día. Un destino que siempre recomiendo".

Pedro Delgado en la Medersa Agabozorg (Kashan, Irán, verano de 2016)

 Pero bueno, olvidémonos de los viajes físicos y volvamos a Oregón, a Virginia, a Pensilvania, a Tennessee, Arizona o Misisipi, para viajar mentalmente por esos estados y vivenciar la aventura de William Least por esas carreteras azules.
Hay dos tipos de aventureros: los que salen realmente en busca de aventura y quienes salen esperando secretamente no encontrarla.

miércoles, 14 de noviembre de 2018

EN LOS SENDEROS (REFLEXIONES DE UN CAMINANTE)


Ana María Matute decía que no creía en las casualidades, sino en que había algo mágico en la vida. Sea como sea, disfruto de lo lindo cada vez que el azar se cruza en mi camino. Les cuento: cuando me topo en el periódico con un artículo que me interesa, pero no tengo tiempo de leerlo en ese instante, lo recorto y lo guardo para dar cuenta de él en otro momento: en el autobús de línea, en la consulta del médico, en los recreos o las guardias del instituto... El otro día, en una de esas guardias, leí unos cuantos recortes, entre ellos uno del diario El País que llevaba por título Caminante, sí hay camino. Estaba ilustrado con una bellísima fotografía de Ullstein Bild en la que se veía a un vaquero conducir el ganado por esas inmensas praderas del medio oeste de los Estados Unidos, una imagen que parecía sacada de un antiguo anuncio de Marlboro.

Fotografía: Ullstein Bild (Getty Images)

 Al empezar el texto me di cuenta de que no era un artículo periodístico, sino un extracto del libro En los senderos, obra del periodista y ensayista Robert Moor, recientemente publicado por la editorial Capitán Swing. Tras finalizarlo recorté el dibujo de la portada para no olvidarme del título y hojearlo cualquier tarde en una librería. Luego arrugué la hoja del periódico hasta hacerla una bola y la encesté en la papelera. Hasta ahí nada extraordinario. Terminé mis clases, cogí mi bicicleta y regresé a casa. Lo fascinante fue que al llegar me encontrase el libro sobre la mesa de la cocina, junto a una nota de Lucía que decía:
 Me topé con él esta mañana, leí el texto de la solapa y no me pude resistir. Por lo que dice sé que te va a gustar. ¡Este tío es de los tuyos! Y acuérdate que hoy trabajo de tarde y noche.
 Cómo no maravillarme ante aquella coincidencia. Sonreí, le deseé mentalmente un turno tranquilo en el hospital y cogí el libro para leer la solapa:
[...] En la entrevista que le hizo el reconocido reportero de viajes Rolf Potts, Moor afirmó: "Para escribir literatura de viajes debes viajar barato, aceptar la generosidad de los extraños, leer y releer el tipo de cosas que deseas escribir y expandir siempre los límites del género. Cuando viajas a un lugar nuevo, siempre tienes una o dos preguntas en mente, algún misterio que esperas resolver. El misterio puede ser vago, incluso el lugar mismo. Pero perseguir un misterio, en lugar de tu propio placer, evitará que caigas en la trampa de pensar que no fue suficiente –suficientemente nuevo, suficientemente brillante, suficientemente agradable, suficientemente lejos...–. Pero, sobre todo, evita comenzar tu historia de viaje con una descripción del aterrizaje en el aeropuerto. Tu historia no comienza donde lo hizo tu viaje, sino donde sea que tus preguntas lo hagan". [...]
 Viajar barato, aceptar la generosidad de los extraños, leer y releer... definía mi credo. Y por si eso no fuera suficiente, en el prólogo me encontré con que el último capítulo del libro estaba dedicado a la ruta de senderismo más larga, descabellada y loca del mundo, la que va desde Maine en Estados Unidos hasta Tarudant en Marruecos*. Como comprenderán, después de leer la palabra Marruecos, no pude evitar empezar la lectura por dicho capítulo, aunque el autor no aterrice en Marrakech hasta bien entrado el mismo.
*La Senda Internacional de los Apalaches (International Appalachian Trail).
Cuando llegué al aeropuerto de Marrakech, me esperaba un chófer con un letrero. En lugar de saludarme, me alargó su teléfono móvil. Asselouf estaba al aparato. 
  –¡Hola! ¿Robert? Soy Latifa. El chófer te llevará directo a mi casa. 
  –¡Genial! respondí. ¡Gracias!
  Luego colgó. 
 En un intento de confraternizar, intenté preguntarle su nombre al chófer.
 –Je ne parle pas l'anglais me respondió en tono de disculpa.
  –D'accord le dije yo. 
 Se lo pregunté de nuevo, pero esta vez en mi titubeante francés. Él volvió a darme su móvil. Era otra vez Latifa. 
 –¡Hola! ¿Robert? El chófer no habla inglés.
 –De acuerdo, gracias le dije.
 El chófer me llevó hasta un destartalado Mercedes blanco. Luego, mientras el vehículo abandonaba ligero la rosada ciudad de Marrakech, miré por la ventana y empecé a tomar nota de lo que veía –un carro y un caballo que transportaban sacos de grano, un rebaño de cabras que se dividió en dos con facilidad para rodear nuestro coche, dos mujeres montadas en una moto con un niño apretujado entre ellas–, pero luego caí en la cuenta de que solo estaba tomando nota de las cosas que me parecían "marroquíes" en lugar de hacerlo de las cosas que nuestros dos países tenían en común: los anuncios estridentes, los cables eléctricos zigzagueando por los valles, las carreteras asfaltadas hormigueantes de coches, las torres de teléfonos móviles de color rojo y blanco alzándose como esqueletos de naves espaciales desguazadas... 
 Cuando entramos en la población de Amizmiz, el aire se volvió más fresco. Asselouf nos esperaba en la puerta de casa, sonriendo abiertamente mientras se secaba las manos con un trapo de cocina. Tenía complexión de senderista: esbelta y de piernas largas. A diferencia de sus vecinos, que tenían la piel blanca, la suya era muy morena, una herencia de sus antepasados saharauis. Llevaba su "cabello de loca", como ella lo llamaba, recogido hacia atrás con un pañuelo violeta.
 Ahora que estamos en otoño y las hojas han empezado a cambiar de tono, que todavía no hace demasiado calor ni demasiado frío, os animo a salir a los caminos a respirar aire fresco y fundiros con la naturaleza, pero también a leer este ensayo sobre los caminos, estas reflexiones de un caminante escritas por un autor joven al que desde ahora seguiré la pista. Yo voy por la página 183, y al comienzo de la misma me encuentro con lo siguiente:
Una mañana de otoño salpicada de escarcha fui a buscar caminos con un historiador llamado Lamar Marshall, que estaba elaborando poco a poco un mapa de todos los grandes senderos del antiguo territorio cheroqui y que en ese momento tenía una nueva ruta que deseaba inspeccionar. Envueltos en varias capas de ropa de abrigo, que luego nos iríamos quitando conforme avanzara el día, enfilamos un camino de grava que atravesaba los bosques de la estribaciones montañosas de Carolina del Norte.
 ¿Cheroquis? 
 Realmente Robert Moor es de los míos.

domingo, 28 de octubre de 2018

EL LAGO IFNI


Hussein y Pedro Delgado (Matt en el relato) en el Tizi Ouanoums
Verano de 1999. Fotografía: Pastor bereber
"(...) y las serenas aguas del lago asomaban allá lejos, por entre las montañas".

   Un sendero tortuoso y empinado les llevó hasta el Tizi Ouanoums. El puerto, a 3.664 metros de altura, era impresionante. La vaguada, en primer término, estaba dominada por escarpes caídos de varios metros de altura, y las serenas aguas del lago asomaban allá lejos, por entre las montañas. Matt se sentó sobre un peñasco para disfrutar de la panorámica, mientras el guía, en cuclillas, encendía un pitillo.
   ¿Cómo puedes fumar ahora? A tu edad, cualquiera se tumbaría como una mula cansada.
   Hussein se encogió de hombros y, sin despegar sus agrietados labios, le brindó una sonrisa por respuesta. Tenía el rostro seco y enjuto, surcado por mil arrugas, y, como casi todos los habitantes de aquellas montañas, no tenía ni un gramo de grasa superflua. Matt se subió el cuello de la chaqueta y se frotó las palmas de las manos, pues soplaba un viento desagradable.

   Al iniciar el descenso de la garganta, estrecha y llena de acumulaciones de rocas, el lago desapareció y el andar se volvió cansino, ya que la pendiente era muy pronunciada, y la senda, que desembocaba en un cono de deyección, serpenteaba continuamente. Sólo cuando el cauce se ensanchó, volvió a verse el lago.

"Sólo cuando el cauce se ensanchó, volvió a verse el lago".
Lago Ifni, verano de 1999. Fotografía: Pedro Delgado

   Cuando llegaron, faltaba poco para que las cumbres ocultasen el sol. Matt nunca lo imaginó tan grande, y durante unos minutos quedó absorto en su contemplación. El lugar, situado en un altiplano encerrado entre altas paredes, tenía embrujo, un halo mágico que se podía palpar. Sin duda, aquel era uno de los sitios más bellos del Atlas. Matt calculó sus dimensiones: unos 400 metros de largo por 250 metros de ancho, aproximadamente.
   Vamos, no podemos perder el tiempo le dijo Hussein tirándole de la manga. Hay que buscar un sitio sin piedras para dormir.
   Aquello resultó una tarea difícil, pues el suelo estaba cubierto de guijarros y pedruscos de todos los tamaños. ¡Millones de ellos! En algunos sitios, donde los habían amontonado formando pequeños parapetos circulares, el piso estaba limpio de cantos, pero a esas horas ya los habían ocupado las tiendas de campaña de otros excursionistas, así que les tocó a ellos hacer una limpieza manual del terreno, extremando las precauciones por temor a los escorpiones.
   Al terminar, Matt decidió darse un baño.
   ¿Te vienes? le preguntó a Hussein.
   ¿Estás loco? El lago está infectado de djnoun: genios y diablos que podrían arrastrarte a sus profundidades.
   Bueno... Tú te lo pierdes.
   El agua no estaba muy fría y la entrada caía casi en vertical. Según el libro que llevaba Matt en la mochila, su fondo tenía una profundidad de cincuenta metros, aunque según Hussein, éste no tenía límites.

"El agua no estaba muy fría y la entrada caía casi en vertical".
Pedro Delgado (Matt en el relato) bañándose en el lago Ifni. Verano de 1999
Fotografía: Hussein

   Nadó hacia el centro, pero a medio camino tuvo que detenerse a recuperar el aliento. Durante unos pocos minutos se quedó allí flotando, observando las montañas que lo rodeaban: estaban tan erosionadas que parecían estar a punto de desmoronarse. El silencio, casi sobrenatural, podía cortarse. Un cascote debió de desprenderse y arrastró ruidosamente un montón de piedras hacia el lago. El deslizamiento terminó rompiendo su superficie y el estrépito se transmitió por todas partes. Un terror casi infantil, absurdo e irracional se apoderó de Matt, y se descubrió nadando como un loco hacia la orilla, temeroso de sus profundidades y de los espíritus que la habitaban.

   En el momento en que las primeras estrellas aparecieron en el cielo, la luna comenzó a trepar hasta asomar por encima de ellos, bañándolos con su luz blanquecina. En contraste, el lago, profundamente silencioso, pareció oscurecerse más. Matt y su guía viajaban ligeros de equipaje, sin mula ni tienda, así que, tras la cena, tan sólo tuvieron que extender sus esterillas y meterse en sus sacos.
   Hacía rato que Matt dormía cuando le despertó el sonido de una flauta. La música llegaba desde el lago. Se reincorporó y miró hacia la orilla. Un hombre, sentado sobre una roca, tocaba de cara al agua. La melodía se interrumpía a ratos, para dar paso a un canto triste y repetitivo.
   Hussein..., Hussein... susurró el inglés.
   Hussein se dio la vuelta y sin abrir los ojos le preguntó:
   ¿Qué pasa?
   Es esa música... ¿Quién es el hombre que toca?
   Es Brahim Ramani, un rays.
   ¿Un rays?
   Sí. Un músico ambulante.
   ¿Y por qué toca a estas horas?
   Hussein abrió los ojos. Parecía molestarle tanta curiosidad.
   Porque está loco le dijo llevándose un dedo a la sien. Su hijo se ahogó hace unos años en el lago y, desde entonces, viene a tocarle todas las noches le explicó. El niño tenía miedo de la oscuridad.
   A Matt súbitamente le invadió una pena infinita, acompañada de cierta opresión en el pecho.
   Pobre hombre... alcanzó a decir.

   Cuando Matt se despertó a las seis, el cielo se estaba llenando gradualmente de claridad, y pudo ver cómo la cumbre que cerraba el lago al este recibía sus primeros rayos de sol, adquiriendo una tonalidad dorada. Más abajo, a la derecha, la tumba de Sidi Ifni apenas se percibía. Hussein le había dicho que cada ocho de agosto, los fieles peregrinaban hasta ella para conmemorar su muerte, y la música y la algarabía resonaban por todo el valle. Sin embargo, a aquellas horas tan sólo se oía el murmullo del agua que, empujada por la brisa, chocaba suavemente contra las piedras de la orilla.

Pedro Delgado (Matt en el relato) tras vivaquear en el lago Ifni
Verano de 1999. Fotografía: Hussein

   Matt se incorporó y miró incrédulo a su alrededor. No podía creer que estuviesen solos. De madrugada, un confuso ruido de voces y el trasiego de las mulas le habían despertado, pero entonces no podía imaginar que fuesen a marcharse todos tan temprano. Bueno, quedaba Mohamed, el vendedor de té y refrescos cuyo establecimiento era un minúsculo refugio de piedras. A él le encargaron una tetera para el desayuno, que acompañaron con pan y mermelada de higos. Luego, Hussein se quedó conversando con él, y Matt se acercó al lago para lavar la ropa.

   Fue al agacharse en la orilla cuando se acordó del músico. Y entonces, decidió no profanar más aquellas aguas.


Pedro Delgado Fernández
El lago Ifni (Carta desde el Toubkal)



Nota: El lago Ifni está incluido en Carta desde el Toubkal, libro de relatos ambientados en Marruecos que fue finalista del VII Premio Desnivel de Literatura de Montaña, Viajes y Aventura del año 2005. Esta entrada va enlazada con el post "De la última novela de Pablo Aranda, el Toubkal y el lago Ifni", pues en La distancia Pablo hace referencia a este cuento.

https://cartadesdeeltoubkal.blogspot.com/2018/10/de-la-ultima-novela-de-pablo-aranda-el.html


 Si quieren leer más relatos de Carta desde el Toubkal pueden hacerse con un ejemplar en los siguientes enlaces:

https://www.libreriaproteo.com/libro/ver/id/1578270/titulo/carta-desde-el-toubkal.html

https://www.libreriadesnivel.com/libros/carta-desde-el-toubkal/9788416021536/

https://www.llibreriahoritzons.com/es/busqueda/listaLibros.php?tipoBus=full&palabrasBusqueda=carta+desde+el+toubkal

https://www.altair.es/es/autor/delgado-fernandez-pedro/

 También pueden adquirirlo en su librería habitual (si no tienen existencias que lo pidan al distribuidor).

DE LA ÚLTIMA NOVELA DE PABLO ARANDA, EL TOUBKAL Y EL LAGO IFNI


La distancia, Pablo Aranda (Malpaso, 2018). Fotografía: Pedro Delgado

En la pared había un mapa de Marruecos y lo miró desde muy cerca. Buscó Tánger y siguió con el dedo la costa atlántica hasta Asilah. Tamar nunca había querido que fuesen juntos a Asilah. Ese riesgo.
Viaja Pablo Aranda a Marruecos en su nueva novela, y lo hace de la mano de Emilio y Tamar, a los que mueve a capricho por su geografía, en una historia azarosa con ribetes noir sobre un fondo de rojo pasión. Un híbrido que también discurre por Granada y Málaga, con saltos en el tiempo y sello de la casa.
 Los que seguimos la trayectoria literaria de Pablo sabemos que acostumbra a meter pequeños guiños en sus novelas. Al igual que las muñecas rusas esconden otras muñecas dentro, Pablo introduce el nombre de una plaza, de un personaje, de un cantante, de un escritor, de una película, de un libro... en un juego cómplice del que a veces sólo sabe su destinatario. En esta ocasión la novela me incluye, y aparezco en dos páginas haciendo de mí mismo en la época en la que estudiaba Educación Física en el INEF de Granada. Son apenas dos instantes, en un papel equivalente al de esos actores que hacen de extras en una película.
Al bajar la mochila con sus últimas cosas, Emilio se cruzó con Pedro Delgado, que subía los escalones de dos en dos. Pedro apenas se detuvo para saludarlo y desde el rellano le deseó suerte con esa novia que le habían dicho que tenía. Iba a responderle que en realidad no era su novia, pero siguió subiendo las escaleras y él salió a la calle. En la casa que ya era su casa nadie respondió al timbre y esperó cerca de una hora que Tamar llegase.
 Son escenas nimias que, sin embargo, me han sabido a mucho. No porque ya pueda decir que pertenezco al club de los que han hecho de personajes en sus novelas –que también– sino porque me demuestra que, aunque nos veamos poco, me tiene alta estima. Por supuesto, el aprecio es mutuo. Y creo que él lo sabe. 
 Pero aún hay en la novela otro detalle hacia mi persona que me sorprendió y me emocionó más que el anterior, un gesto que dice mucho de su persona. Emilio, el protagonista, trabaja de guía durante diez días "subiendo y bajando montañas" en el alto Atlas en Marruecos, con la idea de ir después a buscar a Tamar a Casablanca. Y en la mochila lleva un libro que abre todas las noches para leerle un cuento al grupo. Supongo que a estas alturas ya lo habrán imaginado: Emilio lleva mi libro de relatos Carta desde el Toubkal, en el que se incluye El lago Ifni.
Bebió un trago del agua tibia de la cantimplora. Un mundo al que se zambullía a través de la sonrisa de una montañera que se le acercaba, admirada del mundo bello e idealizado que le mostraba el guía, donde dos personas de países diferentes se aman, como en uno de los cuentos que Emilio les leía por la noche del libro que llevaba, y escupió el último trago de agua y el agua caliente no cayó en el suelo de ningún cuento: alrededor todo era piedra y calor, tierra, hasta que al atardecer agotasen esa jornada y Emilio leyese al grupo el cuento triste que había preparado, El lago Ifni, junto al lago en el que Emilio no se atrevería a bañarse hasta que amaneciera.
¿Se puede ser más generoso? Emilio podría haber llevado encima cualquier libro de relatos de Paul Bowles o de Mohamed Chukri; sin embargo, Pablo le coloca mi libro en las manos. Como le decían los jugadores del Real Madrid a Ancelotti, "Pablo, ¡cómo no te voy a querer!"

 Para contribuir a ese juego de matrioskas, les dejo aquí el enlace a otra entrada de mi blog en la que pueden leer el relato al que hace referencia Pablo.

https://cartadesdeeltoubkal.blogspot.com/2018/10/el-lago-ifni.html

Vista del lago Ifni desde el noreste. Verano de 1999
Fotografía: Pedro Delgado

lunes, 14 de mayo de 2018

DE CARTAS DE ÁFRICA A EL ENIGMA RIMBAUD


Hugo Pratt y Arthur Rimbaud
Montaje fotográfico: Pedro Delgado

Dos cosas muy diferentes le atraían a Hugo Pratt de Rimbaud: su poesía y su personalidad, con esa vida tan peculiar que el francés había llevado. L'enfant terrible de las letras francesas creó una obra maravillosa y después, a los veinte años, dejó de escribir para lanzarse a una vida aventurera que le llevaría, entre otras cosas, a atravesar media Europa a pie, a embarcarse hacia puertos lejanos en los que comerciar con café, especias o pieles y a traficar con armas en Etiopía.

Arthur Rimbaud (de pie a la izqda.) en Abisinia

 "Lo que cuenta en sus cartas sobre su vida allí me parece apasionante. En 1937 visité con mi padre su casa en Harar, y nos encontramos con un clérigo que lo había conocido. Creo que era monseñor Jarosseau, que había sido obispo de Harar y preceptor de Haile Selassie. Hace poco, con motivo del centenario de la muerte de Rimbaud, hice unas acuarelas para el libro de Alain Borer Rimbaud, l'heure de la suite [*Rimbaud, la hora de la huida], que salió en la colección Découvertes de Gallimard", le decía Hugo Pratt a Dominique Petitfaux en 1991, en una de esas conversaciones que conforman El deseo de ser inútil y A la sombra de Corto (Confluencias Editorial, 2012 y 2013); un Hugo Pratt que, recordemos, pasó toda su adolescencia en Etiopía, entonces llamada Abisinia.
*publicado en castellano por la editorial mexicana Unam en 1999, pero sin las ilustraciones de Hugo Pratt.


 Esas mismas acuarelas de las que hablaba Pratt fueron recuperadas para Cartas de África, una selección de la correspondencia que Rimbaud mantuvo con su familia desde tierras africanas y que publicó, con algunas acuarelas extras, Edizioni Nuages en Italia y Gallo Nero en España en 1991 y 2011 respectivamente.
 Esta última editorial lanzó en noviembre de 2016 una nueva y cuidada edición (es la que yo he leído) con traducción de Marta Cabanillas (la anterior era de Paula Cifuentes) y un prólogo contundente de Manuel Ruiz Rico; aunque me habría gustado que también hubiesen incluido el prólogo que escribió Dominique Petitfaux para la edición de Nuages y que empleó la propia Gallo Nero en su primera edición.

Nueva (dcha.) y antigua edición (izqda.) de Gallo Nero

Ilustración de Hugo Pratt para las cartas africanas de Arthur Rimbaud (Gallo Nero Ediciones)
Fotografía: Pedro Delgado

De Rimbaud a su familia
Tadjoura, 3 de diciembre de 1885
 Queridos míos: 
 Estoy organizando un convoy para ir a la región de Choa. Va lento, como es habitual, pero cuento con marcharme de aquí a finales de enero de 1886, más o menos. 
 Estoy bien. Enviadme el diccionario que os pedí a la dirección que os indiqué. De ahora en adelante, mandad también vuestras cartas a esa misma dirección. Me las remitirán desde allí.
 Hace un año que Tadjoura se anexionó a la colonia francesa de Obock. Es un pueblo danakil con un puñado de mezquitas y palmeras. Tiene un fuerte que construyeron los antiguos egipcios donde ahora duermen seis soldados franceses bajo las órdenes de un sargento que controla el puesto. Han permitido que se queden tanto el sultán como la administración indígena. Es un protectorado. El principal negocio es el tráfico de esclavos.
 Desde aquí salen los escasos convoyes de europeos rumbo a Choa; cuesta mucho trabajo llegar, pues los indígenas de esas costas se han convertido en enemigos de los europeos desde que el almirante Hewett le hiciera firmar al emperador Juan un tratado que prohíbe la trata de esclavos, el único comercio indígena mínimamente próspero. Sin embargo, con el protectorado francés no se ponen trabas a la trata, y es mejor.
 No vayáis a pensar que me he convertido en un tratante de esclavos. La mercancía que importamos son unos fusiles (viejos fusiles de pistón que se retocaron hace cuarenta años) que los anticuarios de armas en Lieja o en Francia venden a 7 u 8 francos la pieza. Se los vendemos a Menelik II, rey de Choa, por unos cuarenta francos.
 Aún así, conlleva unos gastos importantes, además del peligro que entraña el camino, tanto al ir como al volver. La tribu que encontramos por el camino son los danakil: pastores beduinos, fanáticos musulmanes. Hay que temerles. Aunque vayamos con armas de fuego y los beduinos solo tengan lanzas, todos los convoyes sufren sus ataques.
 Tras cruzar el río Awash, se entra en las tierras del poderoso rey Menelik. Allí hay campesinos cristianos. Es una región muy elevada, a 3.000 metros sobre el nivel del mar, y con un clima excelente. La vida nace en cualquier parte, todos los productos europeos funcionan bien. El pueblo nos mira con buenos ojos. Llueve seis meses al año, al igual que en Harar, que es uno de los contrafuertes del gran macizo etíope.
 Os deseo un 1886 lleno de salud y prosperidad. 
 Saludos, 
A. Rimbaud 
Hotel del Universo, 
Adén

 La lectura de este libro, que adquirí en el stand de Gallo Nero en la penúltima edición de La noche de los libros de La Térmica, me llevó a pensar de nuevo en El enigma Rimbaud, una novela corta que escribí hace tiempo y que estuvo entre las finalistas del premio Juan March Cencillo de Narrativa Breve en el año 2010. Un manuscrito que está esperando a que alguien lo rescate del cajón, y que bien podría ir ilustrado con algunas acuarelas y dibujos de Hugo Pratt. Que de qué trata. Sobre un chico que se va a Abisinia a buscar a su padre que, dieciséis años antes, había ido a buscar las pertenencias de Rimbaud. Dicho así, quizás no les diga mucho, pero si empiezan a leer seguro que se enganchan. Hagan la prueba.



EL ENIGMA RIMBAUD

I

Mi padre siempre manifestó un gran interés por las librerías de viejo. Le gustaba rebuscar en sus anaqueles polvorientos y en las pilas de libros que se amontonaban en los pasillos que formaban las mesas y las altas estanterías. Allí, en la penumbra, en medio de aquel desorden aparente que a él le resultaba tan incitante, pasaba su tiempo libre, rodeado de polvo y del olor del papel.
 En Clermont-Ferrand, la villa en la que residíamos por entonces desde que llegamos a Auvernia desde Saint-Nazaire, sólo había dos librerías, así que cuando mi padre hizo su primer gran descubrimiento, comenzó a viajar a las poblaciones más cercanas para inspeccionar nuevas librerías. Las visitaba el día que libraba en el trabajo. Entonces, se levantaba aún más temprano que de costumbre y se marchaba sin ni siquiera desayunar. No regresaba hasta la noche, trayendo consigo unos cuantos volúmenes de cubiertas desgastadas y páginas amarillentas y quebradizas.
 Fue después de encontrar varios libros valiosos, como él los calificaba, cuando dejó su empleo de contable en la fábrica de neumáticos del Sr. Édouard Michelin, pues aquellos ejemplares, que decía le estaban destinados y parecían aguardarle en los estantes, le reportaron grandes ganancias y convirtieron aquel vicio sin fin en un nuevo trabajo. Creó una red de emisarios que rebuscaban por las librerías de lance del país, pero a medida que los encargos fueron aumentando en importancia, empezó a prescindir de ellos haciendo suya la máxima de Flaubert: A los intermediarios se les atraviesa como se atraviesa un puente y se va más lejos. Así, desde el momento en el que las casas de subastas más reputadas del país empezaron a llamar a su puerta, se puso en persona a perseguir títulos, autores y ediciones determinadas por toda Francia.
 Una fría mañana de enero recibió una carta de la sala de subastas Drouot Richelieu de París. En ella, el propietario le proponía un trabajo fuera de nuestras fronteras, en tierras lejanas. De esa manera, cuando yo sólo contaba nueve años de edad, mi padre se fue en pos de un tesoro.
 Jamás regresó.


II

En 1891, ocho meses después de abandonar el puerto de Adén con un tumor corroyéndole la rodilla, el poeta Jean-Arthur Rimbaud murió en Marsella, quedando en el cuerno de África la mayoría de sus pertenencias. Las mismas que, cinco años después, le encargaron buscar a mi padre aquella fría mañana de enero, pues acababan de pagar una suma más que considerable por un ejemplar de La narración de Arthur Gordon Pym; y no porque el libro fuese una primera edición de Poe, sino porque llevaba el exlibris del poeta.
 Abisinia, como si fuera un país de ensueño, debió de atraparlo como al mismísimo Rimbaud, y su figura pasó a ser para mí una mera secuencia de imágenes oníricas que venían a perturbarme en la noche, cuando me metía en la cama y mi madre me pedía que rezara por él. Unas oraciones para llenar el enorme vacío que dejó su partida.
 Mi madre nunca llegó a sobreponerse. La falta de ingresos económicos llevó nuestros pasos de vuelta a Saint-Nazaire, en la Bretaña, donde el mar golpeaba con fuerza los acantilados, y el viento y la lluvia azotaban los postigos de las ventanas y barrían las calles empedradas. Allí, en aquella esquina atlántica, donde el Loira se ensanchaba antes de entregarse al océano, buscamos cobijo en la casa de mi tía materna, una mujer severa y arisca que había enviudado sin concebir siquiera un hijo. Mi madre y ella se encargaron de mi educación, y si hasta entonces me habían educado al estilo autoritario de mi padre, a pesar de que yo lo recordaba como un hombre bueno y atento que solía traerme recortables a la vuelta de la fábrica, después de su desaparición se me concedió una libertad y una responsabilidad desacostumbradas para un niño de mi edad. Lo único que se me exigía era que no molestase, y que me mantuviese lo más alejado posible de la cocina y de la mesa camilla de mi tía.


III

Pronto tuve que resignarme a no saber de mi padre. Los primeros meses lo recordaba leyendo en su sillón, desembalando paquetes con libros o llevándome a caminar por el monte, su otra pasión; pero con el tiempo traté de que su recuerdo no aflorase a mi conciencia. Creía que si no rememoraba el pasado podría amortiguar el dolor de su ausencia, mas la herida era tan lacerante que nunca lo conseguí. Tan sólo los años pudieron emborronar aquellos recuerdos, y si no hubiese sido por la presencia de su fotografía en el dormitorio de mi madre, su rostro se me habría difuminado por completo. Aquella estampa color sepia fue lo que mantuvo su rostro nítido en mí e hizo que su imagen no llegase a abandonarme nunca.
 Mi madre tampoco pudo sepultar su memoria bajo la losa del olvido. Al principio la consumía una rabia inmensa que, muchos años después, todavía no se había desvanecido. No podía perdonarle que se hubiese ido a perseguir unos libros sin más, y, sobre todo, no podía perdonarle que no hubiese regresado. En tantos años nunca remitió ninguna carta, y la casa de subastas jamás contestó a los requerimientos de mi madre. ¿Dónde estaba? ¿Por qué no daba señales de vida? ¿Qué le había ocurrido? Eran interrogantes que cruzaban su mente todos los días como pájaros de mal  agüero. Unos días eran mejores que otros, pero no pasó uno solo de ellos sin que recordase el momento de su partida. La herida siempre estaba allí, abierta.


IV

Bretaña, además de ser la cuna de Chateaubriand, había sido tierra de corsarios, marineros, contrabandistas y proscritos. Quizás eso, junto a la independencia de la que gocé y las lecturas de los libros de mi padre, almacenados en la buhardilla, predispuso mi ánimo desde la adolescencia hacia la aventura. Sin duda, todas aquellas escapadas a Nantes, Rennes y Saint-Malo, y todos mis actos de rebeldía, que tanto habían disgustado a mi madre y a mi tía, no hicieron más que prepararme para aquel viaje, para aquella búsqueda tanto tiempo demorada.
 Así, dieciséis años después, en otra gélida mañana de enero, partí en tren hacia Bourges, viajé por carretera hasta Lyon y Villefranche, y me embarqué a los pocos días en un carguero rumbo a Port Said, atravesando Francia y recorriendo todo el Mediterráneo de un extremo a otro. Un velero me llevó por el canal de Suez hasta el Mar Rojo, desde donde proseguí, bordeando la península, hasta la Costa Francesa de los Somalíes. El mismo itinerario que ya hiciese mi padre años atrás. Estoy seguro de que nunca se le pasó por la cabeza que un día yo tendría que ir a buscarlo.
 Mi madre, consumida por la fiebre, me lo pidió entre escalofríos. Tifus, había dicho el doctor. Dos años después, en 1898, Almroth Wright descubriría la vacuna, pero para mi madre y para muchos de los habitantes de Saint-Nazaire, llegaría demasiado tarde.


V

Cuando desembarqué en el puerto de Djibouti, en la Somalia francesa, llevaba en el bolsillo interior de mi chaqueta la prueba de su identidad: aquella fotografía que había logrado preservar su rostro y que era capaz, por sí sola, de encender la chispa de su recuerdo.
 Siguiendo las recomendaciones del capitán del puerto, me alojé en el hotel Madame Piaff, un alojamiento con ínfulas, pintado de un azul turquesa, que frecuentaba la comunidad extranjera ávida de exotismo. Por la tarde, comprendí los motivos que atraían a la clientela al hotel. Comerciantes ociosos, caballeros de fortuna, vendedores de armas, traficantes de esclavos o de qat, y espías de las otras dos delegaciones occidentales que tenían sede en el país, se alojaban o se reunían allí por el mismo asunto: las chicas de la tal Piaff, cortesanas de ébano que podían ser salvajes o sumisas por unas horas o por toda una noche.
 Djibouti por aquel entonces me pareció el lugar más caluroso y seco de la tierra; pero allí estaban mis compatriotas, en plena rivalidad con los italianos. Aquella colonia, junto a la Somalia británica, ejercía de cuña entre los territorios anexionados por el Reino de Italia: Eritrea y toda la costa oriental, la que constituía la Somalia italiana. Los transalpinos, que el año anterior le habían declarado la guerra al débil imperio turco, acababan de hacerse también con Libia, de forma que sólo el pequeño estado de Liberia, en el extremo opuesto, y el Reino de Etiopía, permanecían libres. El resto de África, bajo el fino eufemismo de "imperios coloniales europeos", había sido fagocitado por las huestes del norte.


VI

A la mañana siguiente, correctamente aseado y vestido, me dirigí a ver al gobernador Léonce Lagarde. Un grupo de hombres estaba sentado en las escalinatas de la sede, mientras el sol inmisericorde los castigaba arrancando gotas de sudor de sus anchas frentes. Tenían la melena encrespada, y la luz que reverberaba en sus ropajes blancos acentuaba la negrura de sus pieles. [...]


¡¡¡Y que viva la Rimbaudmanía!!!

Ilustración de Benjamin Flao y Elhadi Yazi para la revista Télérama
Número especial sobre Rimbaud por el 150 aniversario de su nacimiento
Télérama, noviembre 2004


lunes, 23 de abril de 2018

ESCRITOS SOBRE NATURALEZA


Escritos sobre naturaleza de John Muir (Editorial Capitán Swing)
Fotografía: Pedro Delgado

Aprovechando las últimas lluvias y fríos de abril, he quemado la leña que me quedaba leyendo, frente a la chimenea, el primer volumen de Escritos sobre naturaleza de John Muir. Quizás a algunos no les suene ese nombre, pero estoy seguro de que si les menciono Yellowstone o Yosemite, saben que son dos de los parques nacionales más importantes de los Estados Unidos. Pues bien, John Muir fue el primer defensor de esos espacios naturales y una figura fundamental en la creación del sistema de parques nacionales estadounidenses; hasta el punto de que este naturalista, nacido en Dunbar (Escocia) y emigrado a América a los once años con su familia, está considerado como el “padre de los Parques Nacionales”. Para mí, como para muchos, su nombre está ligado a todos esos amantes del vagabundeo campestre y de los retiros voluntarios y austeros en una cabaña de madera en el bosque: Henry David Thoreau, Ralph Waldo Emerson, Edward Abbey y un largo etcétera a los que algunas editoriales están rescatando últimamente; entre ellas Capitán Swing que además de este volumen tiene editados los diarios de Thoreau y El solitario del desierto de Abbey, esa temporada en los cañones de Utah de potente portada que espero leer algún día.


 El John Muir que nos muestra la solapa tiene el rostro y la  barba pétrea de los tramperos y exploradores del Far West o de los balleneros de Nantucket.

John Muir (Dunbar, 1838 - Los Ángeles, 1914)

 Hay en ese medio perfil, en esa mirada clara y limpia que rehuye la cámara, un aura como de profeta evangélico, "una santidad laica de recogimiento y silencio". Sin duda, su credo es la Naturaleza, y sus escritos su evangelio. Estas páginas incluyen La historia de mi niñez y juventudMi primer verano en la sierra –en forma de diario–,  Stickeen, y tres breves ensayos: Salvad la secuoya roja, Lana salvaje y Los bosques americanos.
Cualquier imbécil puede destruir un árbol. Estos no tienen la capacidad de defenderse por sí mismos o de salir huyendo.
 En Stickeen, narración escrita en 1909, he encontrado ecos del mismísimo Jack London, del amor que éste sentía por los perros y la vida salvaje. Incluso está ambientado en Alaska, y, como en Colmillo Blanco, el nombre del perro protagonista es el que da título al relato.
El pequeño aventurero tenía apenas dos años y, a pesar de ello, nada le parecía novedoso ni abrumador. Sin precaución, curiosidad o miedo algunos, trotaba valientemente como si los glaciares fueran campos de juego. Su cuerpo recio y abrigado parecía formar un único músculo saltarín, y resultaba maravilloso verlo saltar sobre abismos aterradores de seis u ocho pies de anchura sin mostrar preocupación alguna. Su coraje era tan inquebrantable que daba la impresión de deberse a un fallo en su percepción de las cosas, a una mera audacia ciega. Yo trataba de advertirle que tuviera cuidado, pues me había acompañado en tantas excursiones que tomé la costumbre de hablarle como si fuese un niño y pudiera entenderme.
 Stickeen y John Muir viven una aventura en un glaciar plagado de grietas, un lugar que me trajo a la mente mi recorrido por el glaciar de Svínafellsjökull en el Parque Nacional Skaftafell de Islandia; la misma zona en la que una tormenta, como la que sorprendió a Muir y a su perro, hizo que desaparecieran dos jóvenes estudiantes de la Universidad de Nottingham en 1953. Ian Harrison y Tony Prosser debieron caer en alguna grieta, y no fue hasta 50 años después cuando la morrena del glaciar devolvió restos de su equipo –aunque no sus cuerpos–. Pero esa es ya otra historia.

Glaciar de Svínafellsjökull, Islandia.
Fotografía: Pedro Delgado Fernández











Escritos sobre Naturaleza de John Muir, editado por Capitán Swing con prólogo de Robert Macfarlane y traducción de Ernesto Estrella Cózar y Carlos Estrella Cózar.
http://capitanswing.com/libros/escritos-sobre-naturaleza/

El dogma que declara que el mundo fue creado especialmente para el uso del hombre es una de las opiniones más extendidas entre nuestra civilización. Este parece ser, además, el obstáculo principal para la comprensión adecuada de las relaciones entre cultura y estado salvaje. Cada animal, cada planta, cada cristal contradicen este dogma de un modo evidente. Y aun así, a lo largo de los siglos, se nos sigue adoctrinando con estas ideas, cuyo resultado es que, todavía hoy, vivimos bajo la oscuridad de una gran mentira que se ha vuelto difícil de contradecir.

¡¡FELIZ DÍA DEL LIBRO!!