viernes, 3 de mayo de 2019

CLAUDIA ULLOA, ERLING KAGGE Y EL SILENCIO EN LA ERA DEL RUIDO


Hay una escritora peruana que vive en Bodø, Noruega. Lleva allí más de ocho años sacándole partido a la maestría en Lengua española que cursó en la universidad de Tromsø y escribiendo cuando puede. Se llama Claudia Ulloa (Lima, 1975) y además de conocer los protocolos del frío, con el que tiene que medir sus fuerzas, es experta en escribir frases que parecen cinceladas a golpe de silencios.
"Ayer en el aserradero fueron cayendo palabras como virutas. Escribí mentalmente un cuento, pero cuando llegué a casa estaba muy cansada, me acosté en el sofá y me quedé dormida con el olor a pino impregnado en el cuerpo. Olvidé el cuento".
 Claudia dice que "los noruegos siempre andan silenciosos", y que "sólo cuando las cosas dejan de funcionar realmente y no hay solución, la gente empieza a hablar". El escritor y explorador  Erling Kagge, que vive en Oslo, a 839 kilómetros de Claudia, lo demostró en La Térmica el día que presentó El silencio en la era del ruido, y sólo cuando empezó el acto se echó a hablar, pero porque le preguntaba la coordinadora del ciclo, y luego el público, si no creo que se habría mantenido en silencio.
 Lo primero que hizo Erling Kagge al sentarse en el escenario fue quitarse las zapatillas, algo también muy nórdico, y luego se mantuvo callado hasta la hora convenida. Para ser sincero, abrió antes la boca unas cuantas veces, pero fue porque Patrícia Soley-Beltran se dirigía a él para apuntarle algo relacionado con la charla que iban a tener en breve o sobre el libro que parecía tener subrayado y anotado. Erling respondía en corto, y me pareció que hasta contrariado, como un atleta al que desconcentrasen momentos antes de una competición o de empezar uno de sus grandes retos, porque el noruego fue el primer hombre en completar el "desafío de los tres polos": Norte, Sur y cima del Everest.
 Al traductor del acto, Alberto López, también le gusta la aventura, así que debió de disfrutar con el encargo. Un ya lejano día de abril de 2007 lo empujé hasta la cima del Toubkal, y supuse que lo recordaría cuando nos saludamos. De lo extraordinario de su dominio del inglés me di cuenta a las ocho en punto, cuando iniciaron el diálogo.
 Erling Kagge dio otro lejano día de abril de 2015 una conferencia sobre el silencio en la Universidad de Saint Andrews, en Escocia, y a raíz de ella se dio cuenta de lo poco que él mismo sabía sobre el tema, de que sólo tenía ideas sueltas. De ahí que, ya en casa, siguiese dándole vueltas a las preguntas que le habían hecho los estudiantes y decidiese profundizar en tres interrogantes: ¿Qué es el silencio?, ¿dónde está? y ¿por qué es más importante que nunca? Con los treinta y tres intentos de respuesta que halló escribió su libro, y Patrícia, que ya les digo se había leído y analizado sus páginas de pe a pa, le fue sonsacando algunos.

El silencio en la era del ruido, de Erling Ragge (Taurus, 2017). Fotografía: Pedro Delgado

 Está el silencio que nos rodea y el que llevamos dentro, este último es más importante aún por lo que tiene de vivencia personal.
*** 
 Durante miles de años, las personas que han vivido aisladas consigo mismas, como los monjes en las montañas, los eremitas, la gente de mar, los pastores de ovejas y los descubridores que regresan a casa, han tenido la certeza de que los misterios de la vida se hallaban en el silencio. Esa es la cuestión. Surcas el mar en un velero y al volver quizá sepas que aquello que ibas buscando se hallaba dentro de ti.
 Aunque aparezcan entre sus páginas, El silencio en la era del ruido no es un libro sobre sus exploraciones y aventuras, sino un ensayo sobre el silencio y el placer de evadirse del mundo. Yo estoy acostumbrado a relacionarme con mi silencio: cuando salgo a correr; cuando dejo la bicicleta en casa y voy caminando hasta el instituto; cuando arreglo las macetas del porche; cuando escribo; cuando leo; cuando cruzo valles y asciendo montañas; cuando esquío en Port Ainé; cuando me siento a oír el crepitar de los leños que arden en la chimenea; cuando me tomo un spritz en el porche o junto a la piscina; cuando me baño en el mar; cuando Lanita se tumba a mi lado y la acaricio; cuando junto mis manos bajo el grifo de la cocina para que se bañen mis agapornis o cuando dejo pasar el tiempo sin más, por lo que me acerqué a La Térmica esperando que Erling hablase más de sus expediciones y aventuras que del silencio en sí, pero predominó lo segundo, quizás porque a Patrícia, tal como ella dijo, no le impresionan nada los exploradores. Aún así, leyó un capítulo que aúna las dos cosas y que alivió mis ansias de aventuras; y recomendó al finalizar el acto un segundo –el quinto– al que he vuelto varias veces, quizás porque en él existe lo que Jack London denominaba La llamada de lo salvaje.
5 
Esta claro que el sonido no es solo sonido. 
 Tuve ocasión de comprobarlo en la primavera de 1986, mientras navegaba en un velero rumbo al cabo de Hornos, a lo largo de la costa de Chile en el Pacífico Sur. De madrugada, durante la guardia de doce a cuatro, oí lo que me pareció un suspiro profundo y prolongado por el flanco oeste. No me imaginaba qué podía ser. Me giré noventa grados en la dirección del sonido y allí mismo, a estribor, vi una ballena. A un simple tiro de piedra. Calculé que tendría aproximadamente la misma longitud que el barco, unos veinte metros. A juzgar por el tamaño, supuse que sería una ballena de aleta, un mamífero cosmopolita a la caza constante de cangrejos, peces y kril. La ballena azul es más o menos igual de grande, pero ya está extinguida casi por completo, de modo que las probabilidades de que se tratara del animal más grande del mundo me parecían ínfimas.
 Las velas estaban bien tensadas, el barco navegaba prácticamente solo, así que yo no tenía otra cosa que hacer que contemplar a la ballena. Delgada, aerodinámica, casi como un torpedo, con el lomo de un negro grisáceo. Según la regla general, las ballenas de gran tamaño pesan tres toneladas por cada metro de longitud y calculé que aquella pesaba alrededor de sesenta toneladas. Iba nadando al lado del barco. Durante unos minutos, la ballena y yo navegamos con el mismo rumbo. 
 Oí varias veces el sonido denso que procedía del espiráculo dorsal. Pausadamente, entrando y saliendo de los pulmones, hasta que la ballena desapareció en el mar. El mundo ya no fue el mismo después de aquello. Me quedé allí, con las manos en el timón, aguzando el oído y escudriñando las aguas en busca del negro lomo de una sola aleta, pero ya no volví a verla. 
 Tres días después, cuando arribamos a tierra, oí el sonido de una aspiradora. Los dos sonidos eran más o menos igual de intensos. El uno me hacía pensar en tareas normales y cotidianas. Algo que hago periódicamente para que no se acumule la suciedad en casa. El otro es un sonido que todavía hoy me complace revivir. A diferencia del primero, es un sonido auténtico, una fuerza primigenia. Pienso a veces en aquella manifestación profunda y mayestática: aún hoy sigue siendo enriquecedor.
 Tuve el libro de Erling en las manos en octubre o noviembre, cuando asomó por las mesas de novedades de Luces, su exquisito diseño me hizo querer comprarlo pero, al final, salí de la librería sin él. Por eso, cuando al terminar el acto vi el mostrador de Luces junto a la puerta de salida, me dije que el destino era bien caprichoso y que esta vez sí que me iba a llevar un ejemplar, y además con la firma del autor. Decirles que no me arrepentí.

Pedro Delgado y Erling Kagge en el encuentro de La Térmica, 31 de enero de 2019
Fotografía: Lucía Rodríguez

Dedicatoria de Erling Kagge. Fotografía: Lucía Rodríguez

No hace mucho trataba de convencer a mis tres hijas de que los secretos del mundo se esconden en el silencio. Era domingo y estábamos sentados a la mesa de la cocina para cenar. La del domingo ha resultado ser la única cena de la semana en la que todos tenemos tiempo de quedarnos sentados charlando cara a cara. Los demás días hay demasiadas cosas que hacer. Las niñas me miraron con escepticismo. ¿El silencio? Pero si el silencio no es nada... Antes de que yo hubiera empezado a explicarles que el silencio puede ser un amigo y que es un lujo mucho más valioso que ese bolso de Marc Jacobs que tanto desean, ya habían sacado sus conclusiones: el silencio está muy bien cuando te vas a dormir. Aparte de eso, no tiene ningún valor. 
 Mientras estábamos allí, sentados a la mesa, recordé de pronto la curiosidad que las tres sentían de niñas. Cómo se maravillaban pensando en lo que habría detrás de una puerta. Su expresión cuando miraban un interruptor y me preguntaban si podía "abrir la luz". 
 Preguntas y respuestas, preguntas y respuestas. La capacidad de maravillarse es el motor mismo de la vida. Pero mis hijas tienen trece, dieciséis y diecinueve años y cada vez se asombran menos. y cuando lo hacen, sacan rápidamente el móvil para encontrar respuestas. Siguen teniendo curiosidad, pero la expresión de su cara es menos infantil, más adulta, tienen en la cabeza más ambiciones que preguntas. A ninguno de nosotros le interesaba lo más mínimo seguir hablando del silencio, así que decidí contar una historia con la intención de provocar eso, precisamente, silencio: 
 Dos amigos míos tenían planeado escalar el Everest. Una mañana muy temprano dejaron el campamento base para subir por la cara suroeste de la montaña. Escalaron sin problemas. Los dos alcanzaron la cima, pero entonces estalló una tormenta. Enseguida comprendieron que no podrían descender con vida. El primero consiguió ponerse en contacto telefónico vía satélite con su mujer, que estaba embarazada. Entre los dos decidieron cómo iba a llamarse el niño que estaban esperando. Y luego se durmió en la cima misma de la montaña. El otro no pudo localizar a nadie antes de morir. Nadie sabe lo que pasó en la montaña aquella tarde. Gracias al clima seco y frío que hay a más de ocho mil metros de altura, estarán congelados. Estarán allí tranquilamente, como eran, más o menos como estaban la última vez que los vi hace veintidós años. 
 Por una vez se hizo el silencio en la mesa. Se oyó el pitido de un mensaje en uno de los móviles, pero a nadie se le ocurrió ir a mirarlo en ese momento. El silencio se llenó de nosotros mismos.
 En el libro se mencionan muchos filósofos, pintores, escritores y poetas, un substrato del que brotan sentencias, preguntas y respuestas. Añadamos a las primeras ésta: El silencio es gratis. Pero no lo digan muy alto, por eso de no hacer mucho ruido.

 Durante el acto, mientras seguía la conversación, grabé algunos pasajes con mi iPad. La calidad no es óptima, pero les permitirá vivir la experiencia si no estuvieron allí.





Nota: El primer texto a color de esta entrada es obra de Claudia Ulloa, y los restantes pertenecen a la primera edición de El silencio en la era del ruido, de Erling Kagge, editado por Taurus con traducción de Carmen Montes Cano. El próximo libro de Erling será sobre el placer de caminar, un tema muy de moda desde hace unos años, y llegará a las librerías para este mes de abril. Así que quizás volvamos a verlo por La Térmica dentro de un tiempo. En esta ocasión ha venido invitado por Patrícia Soley-Beltran, coordinadora del ciclo Hablar del silencio. Y al hilo de dicho ciclo, quiero anotar aquí las palabras que escribió Giovanni Pozzi: "Vivimos una época en la que el silencio está proscrito. El mundo está oprimido por una pesada carga de palabras, sonidos y ruido. Los babilonios pensaban que los dioses habían enviado el diluvio porque estaban hartos del parloteo de los hombres". Unas palabras que me recordó el otro día Fernando R. La Fuente en su homenaje a Rafael Sánchez Ferlosio.

Ciclo Hablar del silencio, coordinado por Patrícia Soley-Beltran
La Térmica, Málaga. Fotografía: Lucía Rodríguez