lunes, 25 de septiembre de 2023

LA URUGUAYA


La uruguaya, de Pedro Mairal
Fotografía: Lucía Rodríguez

Me topé con La uruguaya en la biblioteca de la Colonia Santa Inés. Había ido a devolver unos deuvedés y a retirar unos álbumes de Hugo Pratt y de Hergé para mis hijos. A modo de expositor, la bibliotecaria había colocado sobre un par de mesas un montón de libros, y me acerqué a echarles un vistazo. Así fue que me encontré con La uruguaya. El título ya me sonaba, pues me lo había recomendado mi primo Sergio hacía unos años. Lo sostuve entre las manos. Leí la sinopsis en la contraportada y la biografía del autor en la solapa y luego miré el número de páginas y de capítulos que tenía: 142 y 11, unas cifras ideales para dar cuenta del libro en pocos días. La recomendación de mi primo, un sibarita de la lectura difícil de contentar, volvió a resonar en mi cabeza, y ya no lo solté. Además, cabía en el bolsillo trasero de mi vaquero, donde lo he llevado unos cuantos días.

 Leí La Uruguaya en el metro, camino de casa de mis padres, y mientras me desplazaba a pie al instituto, levantando de cuando en cuando la cabeza del texto para no chocar con ninguna farola. La idea inicial era leerle la novela a mis padres, pero antes quise avanzar yo en la lectura. Cuando me encontré en el segundo capítulo con el piercing en el sexo de la uruguaya y con aquel «–Hijo de puta. Quiero que me cojas.», descarté dicha idea.

Mi mano despacio por sus caderas, por su panza chata, la piel bronceada y el borde de la tanga de su bikini, mi mano ya en territorio comanche, un poco más allá, estaba depilada, y de pronto con la yema del dedo toqué algo no humano. Metálico. Un mínimo punto extraterrestre. Un arito. La miré a los ojos y le divirtió mi sorpresa. Guerra tenía un piercing en el clítoris.

 Demasiado atrevido para dos octogenarios. Sin embargo, yo no podía dejar de leer. Me había enganchado la voz en primera persona del narrador, ese escritor de cuarenta años que se despide bien temprano de su mujer y de su hijo pequeño para hacer un viaje de ida y vuelta en el día entre Buenos Aires y Montevideo, donde ha de cobrar unos anticipos de derechos de autor. Contrabandear su propia plata.

 Había abierto en abril la cuenta en Motevideo. Recién ahora en septiembre me llegaban los anticipos de España y de Colombia de dos contratos de libros que había firmado hacía meses. Si me transferían los dólares a la Argentina, el banco me los pesificaba al cambio oficial y me descontaban el impuesto a las ganancias. Si los buscaba en Uruguay y los traía en billetes, los podía cambiar en Buenos Aires al cambio no oficial y me quedaba más del doble. Valía la pena el viaje, incluso el riesgo de que me encontraran los dólares en la aduana a la vuelta. Porque iba a pasar con más dólares de los que estaba permitido entrar al país.

 A veces uno se pregunta si la historia es real o ficticia. Si es Pedro Mairal (Buenos Aires, 1970) el escritor que le larga toda la historia a su mujer o si Lucas Pereyra es un ente nacido de la imaginación del autor.

Pedro Mairal (Buenos Aires, 1970). Fotografía: Augusto Starita

 ¿Cuál es mi destreza? ¿Combinar palabras? ¿Armar frases elocuentes y expresivas? ¿Qué sabía hacer yo al fin y al cabo? Cada vez que gané guita en mi vida, ¿fue a cambio de qué? Juntar palabras en una hoja no me había dado mucha plata. Enseñar, un poco más, quizá. Mis clases en la facultad, mis cursos de redacción, mis talleres. El truco en los talleres era no intervenir demasiado, contagiar entusiasmo literario, dejar que la gente se equivoque y se dé cuenta sola, alentar, guiar, dejar que el grupo se mueva por su cuenta, que cada uno encuentre eso que está buscando y se conozca mejor. Algo así. Por eso me pagaban en instituciones y universidades. Pero ahora era distinto, ahora me estaban dando plata para que me sentara a escribir. Les quedaba debiendo. Y la deuda era algo invisible que estaba oculto en mi cerebro. Una sucesión de imágenes relatadas que debían salir de mi imaginación. Aquello con lo que yo tenía que pagar no existía, no estaba en ningún lado. Había que inventarlo. Mi moneda de cambio eran una serie de conexiones neuronales que irían produciendo un sueño diurno, verbal. ¿Y si no funcionaba esa máquina narrativa?

 Las cosas no le van bien a Pereyra con su mujer, y éste pretende aprovechar el viaje para reencontrarse con Guerra: Magalí Guerra Zabala, la uruguaya, a la que una vez conoció en un festival literario en Valizas.

 Hay dos o tres frases de Guerra que me quedaron sonando en un eco de meses y atravesaron el invierno sin apagarse. Esa fue una. Vamos más lejos.

 Retirar el dinero y quedar con ella. Tomar algo primero y encerrarse después en la habitación de un hotel. Visitar a última hora de la tarde a Enzo Arredondo, su viejo profesor del taller literario, y coger el buque de vuelta a las nueve de la noche.

 Entré en uno de los cubículos de los inodoros pero no tenía traba, me metí en otro y tampoco. Tenían la traba pateada. Le di la espalda a la puerta para que no se abriera y saqué de la mochila el cinturón de viajero para la plata. Guardé rápido el fajo dentro con el cierre y me lo puse alrededor de la cintura. Me desabroché el pantalón. El fajo me quedaba contra el pubis. Ajusté el elástico y cerré encima el pantalón. Quedé como una mula que trata de pasar droga por la frontera. Me miré, me alisé la ropa. Parecía un poco de panza, pero con el suéter y la remera suelta no se notaba. Era más seguro que andar con la plata en la campera.
***
¿Y si venía el novio en lugar de ella a cagarme a trompadas? O quizá venía a hablarme. ¿Vos sos Lucas Pereyra? A mi amigo Ramón una vez le pasó eso. Se había citado frente a un telo con una mina que estaba de novia. Ya se habían visto dos o tres veces. De pronto cuando la está esperando aparece un tipo y le dice: ¿Vos sos Ramón? Sí. Yo soy el novio de Laura. Quedate tranquilo que no te voy a pegar. Pero si la volvés a buscar a Laura yo te voy a tener que matar. ¿Estamos? Estamos, le dijo Ramón y el tipo se fue. Me contó que no era muy grandote pero tenía una actitud decidida y controlada que lo aterró. Por supuesto no la vio a la mina nunca más, ni le contó el episodio. Me imaginé que si se enteraba el novio de Guerra –ese tipo que vi en Valizas cuando ella se bajó de la combi– estaría menos dispuesto al diálogo.
***
 –¿Adónde estamos yendo, Guerra?
 –Al final del arcoíris, a buscar un tesoro –dijo, y sacó el porro que le había dado la amiga.
***
 –Es más gurú que profesor. Daba un taller muy atípico en Almagro, en Buenos Aires en los noventa, y yo fui un tiempo ahí. Podías hacer cualquier cosa menos escribir con tus palabras. Te hacía grabar pedazos de la radio y editarlos, hacer trailers de películas viejas, armar poemas con titulares del diario, grabar ruidos o conversaciones en la calle, sacar fotos de cosas muy específicas: zapatos, espaldas, nubes, árboles, manifestaciones, ciclistas, la gente de tu cuadra.
 –¿Y no podías escribir?
 –Un texto con tus palabras, no. Podías armar historias con fotos. Hacer entrevistas por el barrio preguntando cosas como: ¿Alguna vez estuviste enyesado?, ¿qué lugar del mundo te gustaría conocer? Y le preguntabas a la coreana del súper, al verdulero, a todos. Te enseñaba a mirar y escuchar. Te hacía ir a ver una tarotista, o a un templo evangélico, a convenciones de ufología. Te hacía entrevistar a gente...
 –Bizarro el viejo.
 –No es tan viejo, eh. Debe tener setenta por ahí. ¿Querés venir conmigo a conocerlo?

 He ahí el plan. ¿Lo conseguirá? De momento, quédense con la sombra de la duda. Y aguarden a la página 109 (el final del capítulo 8) donde, para deleite del lector, la primera ley de Murphy cobra toda su vigencia.



Nota: Los textos en naranja pertenecen a La uruguaya, de Pedro Mairal, editada por Libros del Asteroide en 2017.


jueves, 14 de septiembre de 2023

DE LA PRESA, MI POSITIVO EN COVID-19 Y LOS LIBROS DE WALLAPOP


De La presa, los libros de Wallapop y mi positivo en COVID-19
Fotografía: Pedro Delgado

Leí La presa, de Kenzaburo Oé (Uchiko, 1935–Tokio, 2023), en los primeros días de agosto, en unas condiciones muy parecidas a las del protagonista, ese piloto del ejército estadounidense capturado en una remota y aislada aldea japonesa en los días de la guerra del Pacífico. Si aquel soldado estaba encerrado en una bodega, a la que se accedía por una trampilla que hacía pensar en una madriguera, yo me encontraba encerrado en mi cuarto por haber dado positivo en un test de COVID-19. La claustrofobia, la fiebre, la tos, la asfixia y el malestar no hacían más que acercarme a aquel prisionero herido. Además, la narración también se desarrollaba en el corazón del verano.

 La voz del narrador, de ese crío que vemos madurar a marchas forzadas, y lo que nos cuenta, me enganchó de inmediato.

Cerca del alba, me despertó un fuerte ruido; algo se había estrellado contra el suelo y propagaba por él un furioso fragor. Vi a mi padre medio incorporado encima de sus mantas colocadas sobre su lecho, con la mirada aguzada por la codicia, al igual que una fiera al acecho de noche en el bosque y a punto de saltar sobre una presa. Sin embargo, en lugar de eso, se tumbó de nuevo y pareció dormirse.
 Esperé largo rato, con el oído alerta; pero el estruendo no volvió a repetirse. Aguardaba pacientemente, respirando en silencio el aire húmedo que olía a bichos y a moho, a la pálida claridad de la luna que se colaba en el almacén por un elevado tragaluz. Pasó mucho rato. Mi hermano, que dormía apretando contra mi costado su frente empapada de sudor, comenzó a gemir suavemente. También él había esperado que la tierra volviera a retumbar; pero sin duda la espera había durado demasiado y no había podido aguantar. Puse la mano sobre su cuello grácil y fino como el tallo de una planta; y reconfortándolo con levísimos achuchones, acunado por el movimiento de mi brazo, me dormí de nuevo.
 Cuando me desperté, la brillante luz de la mañana penetraba en el almacén por todas las rendijas de los tablones de madera. Ya hacía calor. Mi padre no estaba allí. Tampoco estaba su escopeta colgada en su lugar habitual. Sacudí a mi hermano para que se despertara y, semidesnudo, salí al umbral del almacén. Una claridad implacable inundaba la carretera y la escalera de piedra. Los niños de la aldea ya correteaban por allí gritando como cachorros; algunos estaban de pie distraídamente inmóviles, otros despulgaban a sus perros tumbados al sol, con los ojos entornados por la intensidad de la luz... pero no se veía a ningún adulto. Mi hermano y yo corrimos hasta la herrería, bajo la sombra densa del alcanforero; al fondo del oscuro recinto no se alzaba ninguna llama de las brasas; el fuelle estaba silencioso; tampoco se veía al herrero, por lo general ocupado en levantar con sus brazos extraordinariamente tostados y descarnados, enterrado hasta medio cuerpo, los hierros incandescentes. Era la primera vez que encontrábamos vacía la forja en plena mañana. Cogidos del brazo, regresamos en silencio por la calle mayor. En toda la aldea, ni un solo adulto. Las mujeres, invisibles, debían de permanecer dentro de las casas. Sólo quedaban los niños, envueltos por el sol que caía a raudales. Una extraña inquietud embargó mi corazón.
 Morro de Liebre estaba echado en los escalones que bajaban a la fuente. Nos vio y, agitando los brazos, se nos acercó corriendo. Se esforzaba en adoptar una actitud presuntuosa, y de su labio partido salía una ligera espuma blanca de saliva.
 –¡Eh! ¿Sabes lo que ha ocurrido? –me gritó al tiempo que me daba una palmada en el hombro–. ¿Lo sabes?
 –¿Qué? –vacilé.
 –¡El avión que vimos ayer se estrelló anoche en la montaña! ¡Todos los hombres están batiendo la zona, con sus escopetas, para encontrar a su tripulación!
 –¿Piensan matar a los soldados enemigos? –preguntó mi hermano, agitado.
 –Seguro que no, no tienen suficientes cartuchos –explicó Morro de Liebre amablemente–, más bien intentan capturarlos.
 –¿Qué puede haberle ocurrido a ese avión? –pregunté.
 –Cayó en el bosque de abetos y se partió –contestó apresurado Morro de Liebre, con los ojos encendidos de excitación– [...].

 Y si entrañable es el narrador, también lo son su hermano pequeño y el crío al que apodan Morro de Liebre, a los que el color negro de la piel de aquel prisionero les causa asombro y pavor.

[...] Fue una sorpresa para mí descubrir, rodeado por nuestros mayores, a un gigante negro. Me quedé petrificado de miedo.
La comitiva avanzaba, con los labios apretados gravemente, rodeando la «presa», los torsos echados hacia adelante, igual que a la vuelta, en invierno, de una cacería de jabalíes. La «presa», por su parte, no llevaba un mono de vuelo de seda ocre ni botas negras de aviador de piel suave, sino una cazadora y un pantalón caquis y, en los pies, unas botas nada especiales que parecían muy pesadas. La «presa» caminaba con su ancha cara negra y reluciente levemente levantada hacia el cielo, donde todavía se demoraba un resto de luz, y cojeaba ligeramente arrastrando una pierna. Le habían rodeado los tobillos con una cadena de trampa para jabalíes que rechinaba con un sonido metálico. Inmediatamente detrás de los hombres que escoltaban a la «presa» iba el enjambre, silencioso, como está mandado, de la chiquillería. El cortejo avanzó con lentitud hasta la plaza, delante de la escuela, y se paró sin agitación ni ruido. Abriéndome paso en medio de los niños, llegué hasta la primera fila; pero el viejo jefe de la aldea nos ordenó, levantando la voz, que nos largáramos. Retrocedimos hasta los albaricoqueros, en una esquina de la plaza, fijamos allí resueltamente el límite de nuestro repliegue, y, de lejos, a través de la oscuridad que se iba espesando, seguimos contemplando [...].

 Poco a poco, el soldado, «al igual que los perros, los niños y los árboles», acabará formando parte de la vida de la aldea, hasta el punto de que sin él, el verano «sólo sería una concha vacía» para los críos.

 El prisionero acabó por convertirse en algo que llenaba por completo la vida cotidiana de los niños de la aldea, en la única y exclusiva preocupación de los chiquillos que ocupaba cada minuto, cada segundo, de nuestra existencia. Era como una enfermedad contagiosa que nos contaminó sucesivamente a todos. Pero los adultos, en cambio, eran inmunes al contagio, tenían otras cosas de que ocuparse; no tenían tiempo para estarse de brazos cruzados esperando las instrucciones del ayuntamiento, que, además, no acababan de llegar nunca. Y cuando mi padre, por su parte, a quien tocaba la misión de vigilar al prisionero, volvió a cazar, el acceso al soldado negro encerrado en la bodega dejó de estar restringido.

 Y si es impresionante el arranque de la novela, más impresionante aún es su desenlace, ese final que te golpea en el estómago y te deja sin aliento, que te produce un nudo en la garganta y cierta desazón en el espíritu. Parece mentira que esta sea una obra de juventud del autor. Con ella ganó el premio Akutagawa del año 1959, otorgado a las jóvenes promesas de la literatura japonesa. Así, no es de extrañar que se alzara con el Premio Nobel en 1994, a los 59 años de edad.

El escritor japonés Kenzaburo Oé (1935-2023)
Fotografía: Ricard Cugat (elperiodico.com)

 Mi hermano Marcial había adquirido aquella novela corta o relato largo en una de las tiendas benéficas que tiene Cudeca en la ciudad, y después de leerla me la había pasado para que también la leyera yo y después se la vendiera por Wallapop. El libro color crema, como todos los de la colección Panorama de narrativas de Anagrama, era una 3ª edición del año 2000, y tenía una pequeña pegatina de la Fnac en la contraportada, donde figuraba su precio en pesetas (1.425) y en euros (8,56), lo que me hizo pensar en lo mucho que han subido los libros desde entonces. Nunca me deshago de un libro que he leído con agrado, así que no tuve que ponerle un precio para subirlo a Wallapop. La presa se quedaba en la biblioteca de casa. Además, Kenzaburo Oé había fallecido recientemente, el 3 de marzo, y me pareció una falta de respeto hacia el escritor deshacerme de su libro.

 Por cierto, La presa fue llevada al cine por el prestigioso Nagisha Oshima, director entre otras de películas como El imperio de los sentidos o Feliz Navidad, Mr. Lawrence. A ver si Filmin la añade a su catálogo y puedo verla.

Cartel de la película japonesa Shiiku (La presa)
Nagisha Oshima

 Destacar también del libro el prólogo de Justo Navarro, el escritor granadino afincado en Nerja (Málaga) que dirige ahora el Centro Andaluz de las Letras; aunque recomiendo dejar su lectura para el final de la novela.

 Por arte de birlibirloque, unas semanas después de terminar La presa, me encontré en EL PAÍS con este artículo de Ana Iris Simón. Llevaba por título Los libros de Wallapop, así que no pude evitar acordarme de mi hermano y de Kenzaburo Oé y todos esos otros autores que no conseguimos echar de nuestros hogares ni a patadas.

Ana Iris Simón rodeada de libros en la cuesta de Moyano, Madrid
Fotografía: Leticia Díaz de la Morena

Los libros de Wallapop

Comparto vida y hogar con un bibliófilo. Así dicho suena bonito y la verdad es que lo es, pero tiene sus cosas, como la dificultad que eso añade a las mudanzas. En la primera que hicimos juntos, me puso una condición: a la casa común solo nos llevaríamos 10 títulos cada uno. El resto se quedarían en la de nuestros padres hasta que tuviéramos una propia. Me imaginé entonces que estaba renunciando a acumular libros por un tiempo, pero simplemente estaba dejando espacio.
 Porque a esa veintena inicial se le han ido sumando, casi cada semana, libros antiguos y nuevos, de tapa blanda y dura, ediciones refinadas y ejemplares intonsos. E incluso colecciones como la Gredos Clásica, que tenemos repetida porque la muchacha de la inmobiliaria nos dijo que iban a tirar una de un piso que habían vendido y ¿cómo íbamos a dejar que hicieran eso? Mucho mejor subir los casi cien ejemplares a pulso a un cuarto sin ascensor.
 Nuestras últimas adquisiciones, sin embargo, no han sido donadas ni compradas en librerías. Ni siquiera en IberLibro, donde debemos tener la distinción vip, sino en Wallapop, una aplicación en la que se venden bicicletas estáticas que ya se utilizan solo como perchero, cunas portátiles que uno no ha usado jamás y, por lo visto, también libros.
 Wallapop está siendo la madriguera de Alicia de mi pareja. Se mete, hace scroll y el tiempo se para. Allí encuentra tesoros que lleva años buscando a cinco euros o libros que no se han reeditado y son difíciles de conseguir. Cuando llega el pedido siempre le hago la misma pregunta: que para qué quiere tantos libros si no tiene tiempo de leer todos. Ni siquiera es retórica, porque conozco la respuesta: algunos compran más libros de los que leerán para construir un yo al que aspiran; otros, porque quieren dejarle una biblioteca en herencia a sus hijos, que en realidad es legarles una forma de mirar el mundo; otros, porque cuando compran libros creen estar comprando tiempo para leer, y los mejores porque saben, simplemente, que hay lecturas que no pueden quedarse sin comprar. Pero detrás de todas ellas subyace una sola razón: compramos más libros de los que podemos leer porque queremos ser mejores.
 Mientras barrunto esto, empezamos a abrir las cajas. Detrás de cada paquete de Wallapop no hay un obrero cobrando cuatro duros como en los que manda Amazon, sino un particular. Un particular que a veces tiene a bien enviarte tus nuevos libros con sus fotocopias del curso de alemán hechas bola a modo de acolchamiento, o envueltos en un trapo de cocina para que no se le doblen las esquinas, o cuidadosamente forrados en un almanaque de 2021 de la Carnicería Antón de Santander donde hay apuntadas un par de citar médicas.
 Después los abres y resulta que alguno tiene subrayados y apuntes, y en otro descubres, porque de pronto deja de haber anotaciones, que se lo dejaron a la mitad. Algunos, los más desgarradores, tienen incluso dedicatoria. Casi siempre acabas planteándote quién lo vende, si su dueño o el nieto del que un día lo compró, si el ex despechado o el intelectual que está sin un duro. Así, los libros de Wallapop acaban teniendo no dos sino tres vidas: la que viven con su primer comprador, la que viven con el segundo, y la que quien los compró de segunda mano imagina que tuvieron antes de llegar a él.
EL PAÍS, sábado, 26 de agosto de 2023

 Como la pareja de Ana Iris Simón, soy incapaz de deshacerme de un libro que me guste. Por eso no encontrarán libros míos en mi Wallapop, sino de mi hermano mayor, que por falta de espacio se deshace de los que no le convencen.

Nota: La presa, editada por Anagrama en 1994, tiene una traducción del japonés de Yoonah Kim, con la colaboración de Joaquín Jordá. Y la ilustración de la portada es del veteranísimo Ángel Jové, arquitecto, cineasta, actor y diseñador, uno de esos artistas pluridisciplinares del Renacimiento.


miércoles, 6 de septiembre de 2023

LONELY PLANET Y LIBRERÍA LUCES DE ANIVERSARIO


Maureen y Tony Wheeler, creadores de las guías Lonely Planet

Hace 50 años que Tony y Maureen Wheeler crearon la popular guía de viajes Lonely Planet. Medio siglo ya de aquella Across Asia on the cheap (A través de Asia a bajo precio) que escribieron a la vuelta de un viaje de 18 meses que los llevó desde Inglaterra a Australia, recorriendo toda Europa y Asia en un automóvil destartalado y con muy pocos dólares en los bolsillos. A través de esos años, la Lonely se ha convertido en el evangelio para varias generaciones de mochileros entre los que, por supuesto, me incluyo (aunque en mis primeros viajes era la guía Trotamundos la que me acompañaba). Pienso en aquellos primeros viajes, en la fugacidad y la linealidad con la que avanza el tiempo, y me parece mentira que de todo haga ya tantos años.

Pedro Delgado en Nepal, verano de 1994. Fotografía: Lucía Rodríguez

 También han pasado rápido los años para la librería Luces de Málaga, que anda celebrando este verano sus 20 años de vida. Veinte años mirando a la Alameda.

Librería Luces: 20 años mirando a Málaga
Fotografía: Lucía Rodríguez

 El deporte y los libros me unen a José Antonio Ruiz y su librería, esa que fundó junto a Pilar Villasana en la Alameda Principal en 2003, y que ha aparecido numerosas veces en mis blogs. A veces, a cuenta de mis libros, porque los presentaba allí o porque lucían en sus escaparates, y otras, por libros ajenos que me descubría José Antonio o su mesa de novedades.

Librería Luces de Málaga
Fotografía: Lucía Rodríguez

 Hoy, con la librería situada justo en la diagonal donde se encontraba el anterior local, me uno a la celebración del personal y de los lectores asiduos a ella, y, a modo de recordatorio, les dejo aquí los enlaces a las entradas de este blog en las que aparece la librería Luces.

ESTE AÑO NO TE QUEDES SIN VIAJAR

Carta desde el Toubkal en el escaparate de Luces
Fotografía: Lucía Rodríguez

https://cartadesdeeltoubkal.blogspot.com/2022/08/este-ano-no-te-quedes-sin-viajar.html

VIAJES CON HERÓDOTO

Ryszard Kapunscinski, Nueva York 1986
Fotografía de Czeslaw Czaplinski

https://cartadesdeeltoubkal.blogspot.com/2016/02/viajes-con-herodoto.html

FOTOS DEL ENCUENTRO CON LOS LECTORES DE LA LIBRERÍA LUCES

Presentación de Carta desde el Toubkal en la Librería Luces
Fotografía: Lucía Rodríguez

https://cartadesdeeltoubkal.blogspot.com/2015/12/fotos-del-encuentro-con-los-lectores-de.html

ENCUENTRO CON LOS LECTORES EN LA LIBRERÍA LUCES DE MÁLAGA

Encuentro con el autor en Librería Luces
Fotografía: Pedro Delgado

https://cartadesdeeltoubkal.blogspot.com/2015/12/encuentro-con-los-lectores-en-la.html

Carta desde el Toubkal en el escaparate navideño de la Librería Luces
Fotografía: Pedro Delgado

Carta desde el Toubkal en la mesa de novedades de la Librería Luces
Fotografía: Pedro Delgado

 ¡Que sigáis cumpliendo muchos años más!