lunes, 22 de noviembre de 2021

EL AÑO QUE NO VIAJÉ A BUENOS AIRES


El año que no viajé a Buenos Aires, de Saray Encinoso (Ediciones Menguantes)
Fotografía: Lucía Rodríguez

Hace dos semanas llegó una alumna nueva al instituto en el que trabajo. A esta altura de curso, me pareció extraño. Fue al oírla decir su nombre cuando noté su origen argentino. Le pregunté si venía de allá, y me dijo que sí. Entonces quise saber de qué ciudad, y al hacerlo estuve tentado de imitar su acento bonaerense, como un acto de empatía, pero temí que pensara que su profesor de Ed. Física era un boludo y me contuve. Me dijo que venía de Mar de Plata. Le comenté que había estado un día entero en Buenos Aires en el año 2008, mientras aguardaba una conexión aérea a Bolivia, y volvió a repetirme que ella era de Mar de Plata.

 Uno no cambia de ciudad, ni de país, como el que cambia un cromo. No. Uno cambia de vida, y tiene que haber un buen motivo, una razón poderosa para ello. Le pregunté qué motivo la había llevado a mudarse acá, y me dijo que muchos: el encarecimiento de la vida («no alcanza con lo que vos ganás»), la falta de futuro, la delincuencia...

 Realmente los argentinos son especialistas en encadenar una crisis económica con otra, así que lo único que pude darle fue la bienvenida. 

 Al contrario que mi alumna, la autora de El año que no viajé a Buenos Aires, la tinerfeña Saray Encinoso Brito, decidió realizar ese mismo viaje pero en sentido inverso.

 En enero de 2020, sin saber lo que iba a ocurrir unos meses después, tuvo el impulso de comprar unos billetes de avión a Buenos Aires, un viaje con el que llevaba mucho tiempo soñando, un anhelo heredado de su padre. Aterrizaría allí en verano, nuestro verano, porque allí sería invierno, ese que llamamos invierno austral.

Hice clic en el botón para que me cargaran el importe de los billetes en la cuenta corriente sin sospechar lo que se avecinaba. (…) Luego llegó marzo y todas las predicciones se rompieron en mil pedazos.
***
Lo que me daba la sensación de estar tocando con la yema de los dedos se alejó de repente y volvió a ser lo que siempre había parecido, un objetivo inalcanzable. Ni siquiera duró lo suficiente como para permitirme disfrutar de uno de los placeres del viaje: los preparativos.

 La pandemia dio al traste con sus planes, como seguramente le ocurrió a muchos de ustedes. Sin embargo, ella supo cruzar el Atlántico sin moverse de su casa. Y no solo hizo eso. También escribió este libro originalísimo que es una verdadera delicia.

El nombre de Buenos Aires siempre me ha parecido una invitación al optimismo. Su origen está en la patrona católica de los navegantes sevillanos, Nuestra Señora del Buen Ayre. Cuentan que el conquistador español Pedro de Mendoza dio ese nombre a la ciudad en su honor, pero prefiero pensar que en realidad lo hizo alguien que un día desembarcó allí y notó que el viento fresco de la ciudad le despejaba la cara, se le metía por las cuencas de los ojos y le hacía ver la vida de otra forma. Como si no fuera necesario pensar constantemente en un horizonte.

 La primera conexión que tuvo Saray Encinoso con Argentina fue a través de la música que escuchaba su padre.

La música ya me había servido como excusa para descubrir parte de la historia de Argentina: los vuelos de la muerte, el tesón de las madres de la Plaza de Mayo o los cientos de fallecidos que escondían aquellas islas que también respondían al nombre de Falkland Islands.

 Y la segunda fue al enterarse de que su bisabuelo había nacido en Buenos Aires, adonde habían emigrado sus tatarabuelos «cuando Argentina se abrió al mundo y empezó a recibir a ciudadanos de muchos puntos del planeta. (…) Según las cifras del censo de 1914, una tercera parte de los habitantes del país estaba compuesta por foráneos, (…) sobre todo, italianos y españoles, pero también europeos del Este. La personalidad de la ciudad –desde la gastronomía hasta la pasión por el teatro o la música– no se entendería sin ellos».

Permanecieron allí solo durante unos años, el tiempo suficiente para que algunos de sus hijos fallecieran de las enfermedades propias de la época y para darse cuenta de que el milagro de la emigración no era tal. Acabaron dando media vuelta y regresando a Tenerife.

 Saray Encinoso acompaña esta guía imaginaria con un listado de canciones, libros, películas y series que la ayudaron a sentir Argentina cuando aún no había salido de Tenerife, cuando recorría Buenos Aires en su cabeza.

 Junto a ese viaje imaginario, Saray Encinoso nos habla de otros viajes reales a la antigua Yugoslavia, Japón, Noruega, Qatar…, y nos lleva a reflexionar sobre por qué viajamos, las variadas formas de hacerlo y cómo nos preparamos para esa aventura. También denuncia cómo el turismo está sentenciando a muchas ciudades.

Quizás estamos asistiendo a un «urbanicidio bienintencionado» (…). Es decir, a la agonía de muchas ciudades que durante siglos fueron opulentas y frenéticas, que sobrevivieron a guerras, plagas y terremotos y que ahora han quedado reducidas a meras representaciones turísticas de lo que fueron.

Y nos interroga sobre muchas otras cuestiones, entre ellas las fronteras visibles e invisibles que no están en los mapas o el postureo que se da en las redes.

¿Viajámos porque queremos conocer otro lugar o elegimos el lugar al que viajar con la pretensión última de que este también defina quiénes somos? ¿Pensamos antes en la foto que nos vamos a sacar que en lo que significa para nosotros estar en ese lugar? (…) La industria turística sabe muy bien que estamos más preocupados por quiénes queremos que los demás piensen que somos que por ver, sentir, oler, saborear.

 Sobre este librito (apenas tiene 100 páginas) planea el mimo y el detalle que pone Ediciones Menguantes en cada uno de sus trabajos, desde la fotografía de la portada al código QR para descargarte el playlist con la banda sonora que acompaña al texto, y que incluye una canción que me encanta (Patagonia, de Xoel López) y que tengo de fondo mientras remato esta reseña. Por cierto, la autora incluyó en su lista a Ariel Rot, pero no a Alejo Stivel, y uno, que de adolescente adoraba a su banda y todavía conserva algunos casetes y vinilos de sus álbumes, se extraña por la ausencia de Tequila en el listado.


 Volviendo al objeto de la entrada, y para cerrar, les voy a plantear un reto, un desafío para aquellos que aman los viajes y la pandemia les abortó el que tenían programado. Lean este libro, analicen con atención sus páginas y, tras ello, prueben a imitar a Saray y escriban su propio texto. El año que no viajé a ¿...? Así podrán tachar una de esas tres cosas que, según el poeta cubano José Martí, todos debemos hacer en la vida. Después de eso, plantar un árbol y tener un hijo les parecerá cosa fácil.

 Y viajen siempre. No dejen de viajar. Físicamente o a través de los libros.

Dedicatoria y cita viajera de José Saramago
El año que no viajé a Buenos Aires, Ediciones Menguantes
Fotografía: Lucía Rodríguez

Nota: Los textos de color naranja pertenecen a la segunda edición de El año que no viajé a Buenos Aires, de Saray Encinoso Brito, publicada por Ediciones Menguantes en julio de 2021.

lunes, 15 de noviembre de 2021

MAKONGO, UNA PELÍCULA DE ELVIS SABIN NGAIBINO


Makongo, una película de Elvis Sabin Ngaibino

El festival de cine francés de Málaga, celebrado el pasado mes de octubre, programó dos películas, en su sección Focus Documental, por las que mereció la pena desplazarse hasta las instalaciones de La Térmica: Makongo y 143 Rue du Desert. Muy distintas en su realización, ambas tienen en común que reflejan realidades del continente africano y que están hechas por directores autóctonos que conocen bien la problemática que retratan.

 Makongo está dirigida por Elvis Sabin Ngaibino, y ha cosechado varios premios en su paso por festivales de Europa y Canadá. El film, que se preestrenaba en España, se centra en dos jóvenes pigmeos aka, André y Albert, que viven en Mongoumba, un pueblo de la República Centroafricana situado cerca de la frontera del Congo y de la República Democrática del Congo. Ambos asisten al instituto con el sueño de acceder a la Universidad de Bangui, la capital, donde esperan obtener sus títulos de profesores. Mientras tanto, en sus ratos libres, se dedican a ir de pueblo en pueblo cargando con una pizarra al hombro, alfabetizando a los niños que viven en la selva. Estamos ante una obra de no ficción, por lo que André Ikpeou y Albert Mondogue hacen de ellos mismos en el documental, al igual que las otras personas que aparecen.

Escena de la película Makongo, de Elvis Sabin Ngaibino

Escena dela película Makongo, de Elvis Sabin Ngaibino

 Mi amigo Silvio Testa es una de las personas que más sabe sobre la estigmatización y las dificultades del pueblo pigmeo en la región ecuatorial de África, pues está involucrado en varios proyectos que desarrollan los misioneros de la Consolata en la zona; aunque en este caso al otro lado de la frontera, en la República Democrática del Congo. Allí, en Bayenga, una localidad de la provincia del alto Uele, hay unos 24 campamentos pigmeos que viven en chozas minúsculas al borde de la selva, una floresta que las compañías madereras están destruyendo con total impunidad. Silvio viajó allí en dos ocasiones. «Programamos un proyecto de salud contra la lepra y la tuberculosis que afectaba a los poblados, y al mismo tiempo se puso en marcha con un misionero de allí un plan de etnoeducación para que los pigmeos pudieran concienciarse de su riqueza cultural (despreciada por la etnia bantú que es la mayoritaria y dominante en el país), de su sabiduría en relación a la naturaleza que los rodea y su simbiosis con ella», me contó en una ocasión.

 Por todo eso, lo primero que hice esa mañana al levantarme fue enviarle un correo proponiéndole que me acompañara a la proyección. Pero Silvio no se encontraba aquel día en Málaga.

Hola Pedro,
Estoy en Italia que acaban de operar a mi madre, así que nada. Estoy contento porque acaban de llamar los cirujanos que todo ha ido bien. 
Ya me contarás de qué va la peli. Gracias x avisarme. 
Un abrazo

Silvio

 Quizás por ello, traté de absorber a conciencia todo lo que ocurría en la pantalla. Para poder contárselo otro día con una cerveza o un café por delante. La vida austera y autosuficiente en comunión con la naturaleza; su identidad y sus costumbres; la aceptación de la muerte (impresionan las escenas del enterramiento del bebé); la globalización que se infiltra sibilinamente en esa cultura ancestral; el contraste con los que viven más allá de la selva, el choque con el capitalismo y don dinero…

Escena de la película Makongo (Rep. Centroafricana 2020)
Dirección: Elvis Sabin Ngaibino

 Por si el altruismo de André y Albert no bastara, todos los años se implican en la cosecha de makingo, las orugas que se crían sobre la corteza de los árboles y que constituyen la principal fuente de ingresos de los pigmeos.

Makongo (orugas). Escena de la película de Elvis Sabin Ngaibino

 Hasta Bangui llevarán los dos protagonistas sus sacos de orugas para sacar un dinero con el que escolarizar a algunos de sus alumnos. Y uno sufrirá con ellos al verlos a merced de pícaros y timadores.

Trailer Makongo

 Sin duda, estamos ante una película que, por su temática, debería verse en todos los centros educativos, y junto a ella comentar la idea central con la que trabaja Silvio desde hace años: «Lejos de pensar en los pigmeos, yanomami, etc., como pueblos primitivos, tendríamos que preguntarnos ¿qué tienen estos pueblos que han sabido vivir en una relación absolutamente armónica con su entorno natural? Creo que en los tiempos que corren no es una pregunta baladí, sino una pregunta que nos sitúa a un nivel correcto de interlocución con estos pueblos, desde la humildad de saber que nosotros no hemos sido capaces de gestionar la vida en la tierra como lo han sido ellos. Es tiempo de aprender de los pueblos indígenas. Así nos lo piden ellos en el intento de salvar su existencia, así es como tenemos que dialogar con ellos para reconstruir las relaciones humanas y con la naturaleza que nos rodea».

 En la pasada cumbre del clima de la ONU (COP26) que acogió la ciudad de Glasgow, uno de los líderes de la comunidad amazónica, Fany Kiuru, del pueblo uitoto, en Colombia, subrayó que no es posible lograr el objetivo de contener el calentamiento global sin ellos. «Lo que hace falta no es dinero, sino medidas concretas para asegurar que su territorio queda protegido de los intereses de la agroindustria y de otros intereses extractivistas que destruyen su hábitat, algo que pasa por aplicar restricciones a esas actividades económicas». Atendamos sus súplicas de socorro, protejamos su territorio antes de que lleguemos a un punto de no retorno.

Nota: Sobre la otra película documental, 143 Rue du Desert, dirigida por el argelino Hassen Ferhani, les hablaré en otra entrada.

Cartel del 27 Festival de Cine Francés de Málaga


lunes, 8 de noviembre de 2021

EL SENDERO DE LA SAL


El sendero de la sal, de Raynor Winn (Ed. Capitán Swing)
Fotografía: Lucía Rodríguez

Por esa magia que se produce cuando abrimos un libro y nos adentramos en sus páginas, esta semana he estado viajando por el camino costero del sudoeste de Inglaterra. Más concretamente, desde Minehead hasta Poole: 630 millas, lo que equivale a unos 1.014 kilómetros, que se dice pronto. Y tengo los pies y la espalda molidos.

 El libro en cuestión es El sendero de la sal, de la escritora Raynor Winn, publicado recientemente por Capitán Swing.

 El sendero al que hace referencia el título bordea la zona costera de los condados de Somerset, Devon, Cornualles y Dorset, repleta de bahías y de calas ocultas donde, en el siglo XVIII y principios del XIX, los contrabandistas trapicheaban con encaje, té, alcohol y tabaco para salvar los desorbitados impuestos a las importaciones. Para tratar de impedirlo y vigilar mejor la costa, la Guardia Preventiva de Aduanas creó aquellos caminos de patrulla que hoy recorren los senderistas.

 Recientemente había leído sobre ese camino en Una historia del mundo en 500 rutas (Editorial Blume), y aún tenía presente las palabras de su autora, Sarah Baxter:

Se trata de un largo y sinuoso desfile de pueblos costeros refugiados en puertos naturales, colinas cubiertas de tojos, arenas doradas y promontorios rocosos que se asoman al mar. Algunos puntos de la ruta están abarrotados en verano, pero lo mejor del Camino Costero es que basta con caminar hasta salvar el siguiente cabo para dejar atrás a los turistas. Hecho esto, solo quedarán usted, el aroma del salitre y los helechos, el trino de los pájaros y el camino que serpentea frente a sus pies. Si observa las olas, incluso es posible que vea una foca o un tiburón danzando en el agua.

Una historia del mundo en 500 rutas y El sendero de la sal
Fotografía: Pedro Delgado

 El libro de Raynor Winn es una novela de no ficción que nos demuestra que el crecimiento se encuentra al otro lado de la desesperación, y que estoy seguro será llevada al cine.

 De crío devoré un libro increíble que llevaba por título La ley de Murphy, en el que un tal Arthur Bolch exponía una serie de leyes y sentencias. Aquello era una humorada, pero a esa edad algunas de sus leyes me parecían tan consistentes como las de Einstein.

 Creo que era la primera ley de Murphy la que decía que «si algo puede salir mal, saldrá mal», y la segunda que «si algo va mal, siempre puede ir a peor». Conmigo no fallaba la de la tostada, que siempre caía por el lado untado de mantequilla y mermelada.

 No sé si Raynor Winn y su marido Moth conocerán este libro, pero lo cierto es que en cuestión de días el tal Murphy se cebó con ellos. Primero, el desahucio por una mala inversión, y a continuación, un diagnóstico médico aterrador: Moth sufre una degeneración corticobasal, una rara enfermedad cerebral degenerativa que afecta al área del cerebro que procesa la información y las estructuras cerebrales que controlan el movimiento. Dicho en plata, que acabaría sus días postrado en una cama ahogado por su propia saliva. Ante ese panorama, ¿qué hacer?

 «Podríamos caminar», pensó Raynor Winn, inspirada por Five Hundred Miles Walkies (Caminatas de quinientas millas), el libro que había leído con veinte años, sin pensar que no es lo mismo preparar una mochila con cincuenta años que con veinte, y que tendrían que caminar mil catorce kilómetros por un camino que en muchos tramos no tiene  más de treinta centímetros de ancho.

Volví a leer Five Hundred Miles Walkies y me repetí a mí misma que podíamos hacerlo. Mark Wallington había recorrido el Sendero de la Costa Sudoeste con una mochila prestada y un perro zarrapastroso. Podíamos hacerlo, sin problemas.

 Raynor tampoco se paró a pensar que Mark Wallington tenía veinte años cuando realizó el camino, y no cincuenta como ellos.

–Pero ¿qué estás diciendo, mamá? ¿Te has vuelto loca? ¿Y si se cae por un acantilado? –La voz de Rowan me devolvió a la realidad–. No tenéis dinero, ¿qué vais a comer? ¿De verdad crees que podéis pasar el resto del verano en una tienda de campaña? ¿Cómo? Pero si hay días en los que papá casi ni puede levantarse de la silla. ¿Qué pasará si le da un ataque en un acantilado? ¿Dónde vais a campar? ¿Sabes cuánto cuesta un camping? ¿Se lo has contado a Tom?

 Desoyendo a su hija, y con las cuarenta y ocho libras semanales del subsidio del gobierno, una tienda de campaña que compraron por eBay, dos mochilas y dos sacos de dormir ultraligeros que compraron en Tesco por cinco libras cada uno, Raynor y Moth se lanzaron a la aventura. En el bolsillo de la pierna de los pantalones, una guía: The South West Coast Path: From Minehead to South Haven Point, de Paddy Dillon, el Speedy González del camino.

La guía de Maddy Dillon (The South West Coast Path)
Fotografía: Penguin

 La Ley de Vagancia de 1824, a pesar de las modificaciones sufridas a lo largo de los años, aún sigue parcialmente en vigor hoy día en Inglaterra, incluyendo en la categoría de «maleantes y vagabundos» a «toda persona que no hace otra cosa que deambular y se aloja en un granero o cobertizo, o en un edificio abandonado o desocupado, o al aire libre, o dentro de una tienda de campaña, o en un carro o vagón, sin tener ningún medio visible de subsistencia y sin estar registrada su situación», así que aquel verano Moth y Raynor se unieron a las filas de maleantes, vagabundos y holgazanes, acampando al aire libre y alimentándose principalmente a base de té y fideos, sintiendo en su piel el rechazo a los sintechos.

 Quizás la pareja pensaba en otra ley de Murphy, la que dice que «No se puede saber cuál es la profundidad de un charco hasta que no se ha metido el pie en él».

Las multitudes disminuían a medida que nos acercábamos al monumento de las gigantescas manos de metal sujetando un mapa que marca el inicio del sendero. Nos quedamos en el monumento más tiempo del previsto haciendo fotos, reorganizando las mochilas, tratando de convencernos para dar ese primer paso. Emocionados, asustados, sin hogar, gordos, moribundos, pero, por lo menos, si dábamos aquel primer paso, tendríamos un sitio adonde ir, un propósito. Realmente, a las tres y media de la tarde de un jueves, no teníamos nada mejor que hacer que empezar un recorrido de mil catorce kilómetros.

Escultura de Sarah Ward en Minehead
Inicio del sendero de la costa sudoeste de Inglaterra
Fotografía: Pinterest ArtPolitika

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Frío por arriba, frío por los costados, frío por abajo. ¿Qué es lo que permite que un saco de dormir sea ultraligero? Nos quedó muy claro a las cuatro de la mañana, bajo la luz gris azulado de la tienda. A medida que el frío nos devoraba, comprendimos que el saco era ultraligero porque el aislamiento era menor, muchísimo menor.
***
Las primeras veces que nos habían preguntado cómo era que disponíamos de tanto tiempo libre para caminar hasta tan lejos, habíamos contestado la verdad: «Porque no tenemos un hogar, lo hemos perdido, pero no ha sido culpa nuestra. Vamos viendo adónde nos lleva el camino». La gente se apartaba y se quedaba tan impresionada que hasta se olvidaba de respirar. Siempre que pasaba esto, la conversación terminaba abruptamente cuando nuestros interlocutores se alejaban de nosotros a toda velocidad. Así que tuvimos que inventar una mentira que resultase más aceptable. Para ellos y para nosotros. Les decíamos que habíamos vendido nuestra casa con el propósito de vivir una aventura de madurez y que íbamos allí donde nos llevara el viento. (...) Esto provocaba resoplidos de «¡Guau!, ¡fantástico!, ¡inspirador!». ¿Qué diferencia había entre una historia y la otra? Solo una palabra, pero una que a ojos de la opinión pública lo cambiaba todo: vendido. Podíamos no tener un hogar después de haberlo vendido y haber metido el dinero en el banco. Eso era inspirador. O podíamos no tener un hogar después de haberlo perdido y habernos convertido en pobres y en unos parias sociales. Elegimos la primera opción. Con ella era más sencillo mantener conversaciones superficiales; más fácil para los demás, pero también para nosotros.

 Lo que no pierden Raynor y su marido es el sentido del humor, ese humor británico tan característico.

Bordeamos la punta y pasamos por el monumento en recuerdo a «los caídos». Estaba demasiado cansada para sacar las gafas y ponerme a leer toda la placa, así que no comprobé si había sido erigido para los caídos en la guerra, para los que se habían caído por el acantilado o para nosotros, caídos de la sociedad, de la esperanza, de la vida.
***
Estábamos desmontando la tienda cuando vimos que un grupo de ancianos en pantalón corto tipo cargo venía hacia nosotros con paso decidido.
 –Prepárate. Estamos a punto de recibir nuestra primera regañina por acampar donde no se debe.
 Moth puso su mejor "cara de amigo de los abuelitos" mientras yo intentaba mirar para otro lado.
 –¿Dónde está el Sendero de la Costa? –exigió jadeante un hombre que tenía la cara roja y respiraba entrecortadamente.
 –Estáis en él.
 –No, no es esto. El Sendero de la Costa está en la costa. Vamos a caminar hasta Tintagel.
 –El sendero es este. No está en la playa, está aquí, en el acantilado.
 –Bien. ¿Hay más colinas como esa de ahí?
 –Seis o siete. No lo sé, he perdido la cuenta.
 –Muy bien. Pues entonces ya nos podemos ir olvidando.
 Dieron media vuelta y se fueron refunfuñando y pisando fuerte por donde habían venido.
 –Debería llamarse Sendero de los Acantilados, no Sendero de la Costa.
***

Raynor Winn y Moth. Fotografía: Penguin

Nos sentamos a la entrada de la tienda metidos en los sacos de dormir hasta que se fue la luz y, con ella, el último de los surfistas. La marea se alejó y, cuando parecía como si dudara antes de regresar, llegaron las aves y reclamaron la playa vacía para ellas solas. Para corretear y llamarse unas a otras durante la noche, entre la arena y el agua.

 Después de esas líneas tan poéticas, quiero cerrar esta entrada con una estrofa de The Stone Beach, poema de Simon Armitage, con el que confundían a Moth durante una parte del camino, unas líneas para recordar en la playa el próximo verano:

«Spoilt for choice - which one to throw,
which to pocket and take home».
«Difícil elección: cuál tirar,
cuál guardar en el bolsillo y llevar a casa».
Simon Armitage,
«The Stone Beach» 

El sendero de la sal, de Raynor Winn (Capitán Swing)
Fotografía: Lucía Rodríguez

Nota: La gaviota que aparece en la fotografía que abre esta entrada pertenece al Museo de Ciencias Naturales del instituto Nuestra Señora de la Victoria de Málaga (Martiricos), y fue disecada por Manuel Garrido Sánchez, encargado también de la conservación de la colección del museo.