sábado, 19 de agosto de 2023

COMO SI EXISTIESE EL PERDÓN


Como si existiese el perdón, de Mariana Travacio
Editorial Las afueras. Fotografía: Pedro Delgado

"Esto va a acabar mal", sentenció mi madre. Con Quebrada* lo dijo ya muy avanzada la lectura, pero con Como si existiese el perdón lo soltó casi de inmediato, en cuanto apareció Loprete en el bar del Tano preguntando por Pepa.

En una de las vueltas del viento norte, se nos apareció Loprete. Llegó lúgubre, un poco perdido, preguntando por Pepa. Hablaba sin urgencia, pero decidido. Busco a Pepa, dijo, apenas lo vimos en lo del Tano. Lo dijo seco, como si tuviera la boca vacía y se le llenara con eso. Lo miramos extrañados, un poco sorprendidos por su figura concreta en la tarde abrasadora, como si la bruma de polvo que nos envolvía esa tarde lo hubiese materializado para que así de repente preguntara por Pepa.

 Se lo estaba leyendo a mis padres en pleno mes de agosto, en tres días de terral que tenían a toda Málaga enchufada al aire acondicionado, al ventilador y al abanico. Estábamos sentados en el salón bajo las fatigadas aspas de un viejo ventilador, de ahí que nos identificáramos con el narrador, Manoel, nada más leer las primeras líneas.

Allá, donde vivíamos, venía el viento norte. Era un viento de calor que nos cercaba despacio hasta instalarse como un perro hambriento. Cuando nos tenía rodeados, dormíamos unas siestas interminables. Nos despertábamos cuando el sol se iba y el cielo quedaba con un resplandor que seguía levantando el olor de la tierra seca.

 La escritura de Mariana Travacio (Argentina, 1967) crea una atmósfera casi poética, por la que pululan sus personajes, a los que trata con una ternura que contrasta con el duro destino que les aguarda. La novela, publicada por la editorial Las afueras, es del año 2016, pero ahí ya está la voz que me sorprendió gratamente en Quebrada (Editorial Las afueras, 2022), su última novela. Esas historias cortas, pausadas, retenidas, pero a la vez plenas de sucesos, que se desatan con intensidad al final, y esa estructura de capítulos cortos que no alcanzan la media página, junto a otros más largos de dos, tres o cuatro páginas, podados hasta la extenuación para que no haya nada superfluo que nos distraiga. Y ese narrador –narradores en el caso de Quebrada– que te agarra por las solapas y te arrastra con él.

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Al principio nos daban ganas de golpear la tierra, donde jugábamos a las cartas, ahí donde lo sepultamos. Queríamos golpear la tierra para que se despertara. En esos días nos agarraba seguido el recuerdo. No lo hablábamos, pero todos sabíamos. Nos juntábamos a tomar unas ginebras, como antes, pero la mirada se le iba al Tano, o se me iba a mí, o a Juancho, y todos sabíamos para dónde se iba. Se iba al vientre tajado de Loprete, a las manos del Tano queriendo taparle las tripas, a la sangre que lo mismo caía y que la tierra nuestra se tragaba sedienta, a las paladas de polvo cayendo sobre el cuerpo todavía caliente de Loprete. Y a las palabras del Tano haciéndonos jurar: esto nunca pasó.
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Dos semanas después de que lo sepultáramos aparecieron tres hombres, a caballo, en lo del Tano. Juancho no estaba: su esposa lo había mandado a llamar porque iba a nacerle el hijo. Pero estábamos el Tano y yo. De eso me acuerdo. Los caballos venían levantando la polvareda desde el horizonte. Se oían los cascos contra la tierra seca. Todavía quedaba el resplandor de la tarde cuando llegaron. Uno solo, el más alto, se bajó del caballo cuando lo vio al Tano. Lo miramos bajar y pensamos que era Loprete, recién resucitado, que venía a reclamarnos lo que le habíamos hecho. Buenas tardes, dijo, ando buscando a mi hermano. Y el Tano, calmado, como si le hablaran de una gallina, o como si esa figura que se había bajado del caballo no fuera el mismísimo Loprete, les invita una ginebra. Siéntense, amigos, tomemos unas ginebras antes de que oscurezca. Así supimos que eran nueve hermanos. Estos tres salieron a buscar al que se había perdido cuando su madre avisó que lo había visto correr detrás de una cabra, al sol del mediodía, y que ya no lo había vuelto a ver. Desde entonces lo buscaban. Y el Tano, tranquilo, diciéndoles que nunca habíamos visto a un hombre así, ni tan alto ni tan delgado ni mucho menos tan parecido al que teníamos enfrente: José es mi hermano mellizo. Así nos describió al hombre que buscaban. Y el Tano, imperturbable, que no. Y debe haberles sonado convincente, porque tomaron esa sola ginebra y se excusaron: sabrán disculpar, pero tenemos que seguir; su madre lo quiere de vuelta.

 Que estamos ante un western es obvio. Un western gauchesco, como indican la imagen de la portada –Gauchos en la provincia de Chubut, Argentina, del fotógrafo Reiner Harscher–, los mates que beben los protagonistas y los sabés y nomás que salpican el texto.

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Los hermanos de Loprete volvieron a lo del Tano unos días después. Llegaron a media mañana, bastante decididos. Estábamos el Tano y yo, solos, tomando unos mates. Sentimos el galope, a lo lejos, mucho antes de que llegaran. El Tano enseguida me dijo: ahí vuelven, hablo yo. Así me dijo, tranquilo, mientras me daba el mate. Llegaron al rato.
 Se bajaron de los caballos los tres juntos y lo increparon al Tano: usted no dice la verdad. El Tano le clavó los ojos al mellizo de Loprete, como si lo hubiese ofendido, y sin parpadear, lo retó: disculpe, ando un poco sordo, ¿cómo dice? Yo empecé a temblar. Tuve que apoyar el mate sobre la mesa para que no se me notara el espanto. Solo me calmaba verlo al Tano, impasible, mientras les retrucaba. En una de esas la cosa se puso fea. Yo me había distraído, con mi miedo, en alguna parte, y en eso levanto la vista y escucho: sordo lo vamos a dejar como que no nos cuente dónde lo tiene. Y el Tano seguía con la bravuconada, sereno, sin titubear: deben estar equivocados, amigos, siéntense a tomar unos mates y ponemos esto en claro. Lo agarraron al Tano ahí nomás y le rebanaron una oreja. Para que piense, amigo. Mañana nos damos una vuelta. Tal vez mañana usted recuerde que José estuvo aquí tomando unas ginebras.
 Fue Juancho. Así me dijo el Tano apenas se fueron. Yo lo miraba, todavía espantado, sin reaccionar, mientras él recogía su pedazo de oreja de la tierra seca.

 Eso sí, la música que me sonaba de fondo al leer esta historia de venganzas de idas y vueltas, era la del italiano Ennio Morricone en los spaghetti western. Sin duda, aquí hay una buena película, algo que me confirma mi hijo Pedro, que también se acaba de leer la novela –ya empieza con Quebrada–. Él la ve dirigida por Craig Zhaler, por el ritmo y el tempo narrativo, pero yo preferiría que resucitara Sergio Leone o el mismísimo Sam Peckinpah, de cuyo Grupo Salvaje me acordé en un momento; aunque la forma del director no sea tan lírica como la de la autora. Por supuesto, también me acordé de los westerns del recientemente fallecido Cormac McCarthy, al que siempre voy a echar de menos.

 Y hablando de muertos, aquí, como en Quebrada, también nos encontramos con muertos que no terminan de morirse y se les aparecen a los vivos.

 El Tano nos dijo que no tuvo que pedirle nada: no tuvo que pedirle nada. Dice que le contó todo y que enseguida Miranda le ofreció ayuda: diez hombres de confianza y un dinero para que no tuviéramos dificultades en el camino. Y que después le dio un consejo, que el Tano nos repetía, todavía incrédulo, aquella madrugada: a los fantasmas hay que pelearlos de entrada, Tanito, porque sino se afianzan, ¿sabés?, y se acaban instalando y no se van más.

 Podría mencionar en esta reseña a Aballay (Adriana Hidalgo Editora), la novela corta de Antonio Di Benedetto, y a Juan Moreira, el folletín escrito por Eduardo Gutiérrez para el diario La Patria Argentina, obras llevadas al cine por Fernando Spiner y Leonardo Flavio, respectivamente.  Pero de esas obras ya les hablé en otra reseña** y no quiero repetirme, solo recordar, como ya dijera Fernando Spiner, las coincidencias geográficas y sociales que se dan entre la vida rural del lejano oeste americano y la pampa sudamericana: las grandes extensiones no conquistadas, los hombres que viven a caballo y la ley ausente, que deja lugar al culto de las armas y la pelea.

El gaucho Juan Moreira en 1868
Fotografía: Eugenio Courret

 A pesar de que el tempo es lento, en Como si existiese el perdón suceden muchas cosas, de ahí que cada tarde, antes de iniciar la lectura, sacara una chuletilla para recordarles a mis padres todo lo acontecido hasta el momento, un breve esquema para que, a sus ochenta y muchos años, no perdieran el hilo. A veces, mi padre cerraba los ojos, y yo paraba la lectura y le hacía una seña a mi madre. Y ante su pregunta –ese "Paco, ¿estás dormido?"–, abría los ojos y nos decía que no, y nos repetía lo último que yo había leído.

 La última tarde, justo delante del punto final, apareció el título del libro, y mis padres asintieron satisfechos con la cabeza y me miraron como si existiese el perdón. "Este libro tiene mucha «comía» –dijo mi madre". Le pregunté qué quería decir con eso. "Que tiene mucha tela", me respondió. Me quedé igual, y volví a preguntarle. "Que pasan muchas cosas", me aclaró. "Pensar todo eso..., qué cabeza tiene esa mujer. Y qué de gente «metía» en tan pocas páginas". Sonreí ante sus comentarios. Luego le pregunté a mi padre si le había gustado, y volvió a asentir con la cabeza, enfatizando el gesto con un «Muucho». Tras eso, me llevé a mi madre a la cocina para comentarle (sin que nos oyera mi padre al que todavía no se la he leído) las conexiones que había entre esta historia y Quebrada, que no les contaré aquí para dejar que las descubran ustedes mismos.

 Háganme caso, que aún les queda un resto de verano por delante, pónganse a la sombra, ceben el mate y lean a Mariana Travacio. Me lo agradecerán.

 Y como no termino de decidirme entre las dos imágenes para abrir esta entrada, aquí les dejo la fotografía descartada.

Como si existiese el perdón, de Mariana Travacio
Editorial Las afueras. Fotografía: Pedro Delgado

***

Reseñas propias mencionadas:

*https://cartadesdeeltoubkal.blogspot.com/2023/06/quebrada-o-la-expectacion-ante-un-libro.html

**https://cartadesdeeltoubkal.blogspot.com/2021/09/aballay-el-western-gaucho-de-antonio-di.html


lunes, 14 de agosto de 2023

CICLOVIAJES EN EL GRAN LIBRO DE LAS BICICLETAS DE BLACKIE BOOKS


Cicloviaje por La Pampa. Fotografía: Juan Miguel Jiménez Peñuela

En verano, a pesar del calor, aumenta el número de cicloturistas o cicloviajeros que vemos por las carreteras. Unos se conforman con itinerarios asequibles y de corta duración dentro de su localidad o región autónoma, pero otros cargan las alforjas y recorren a pedales largas distancias. Los hay con alma de peregrinos, y realizan el Camino de Santiago por cualquiera de las rutas que conducen a la tumba del apóstol Santiago el Mayor, situada en el interior de la catedral de Compostela. Y también los que quieren salir del país, y meten sus bicicletas en la bodega de un avión (o las alquilan al llegar) para aterrizar en cualquier país del mundo y recorrerlo a dos ruedas. Tengo una amiga que viene repitiendo esta última fórmula desde hace muchos veranos y que habla bondades de ella, pero también es cierto que en algunos de mis viajes me encontré con cicloturistas que maldecían en arameo debido a las inclemencias meteorológicas (no hubo ni un solo ciclista en Islandia que, al llegar a los campings, no se quejase de la lluvia o del viento (al parecer, este siempre parecía darles de cara)).

 Junto a esos tres tipos de cicloturistas, están los de gran recorrido, los que salen de su ciudad prestos a dar la vuelta al mundo o a recorrer un sinfin de países para llegar a algún punto lejano cuyo nombre tiene fuertes reminiscencias: Estambul, Vladivostok, Pekín, Nueva Delhi...

 En ese tipo de viajeros, sobre todo, se centra el apartado Cicloviajes de El Gran Libro de las Bicicletas (Blackie Books, 2022).

El Gran Libro de las Bicicletas
Editorial Blackie Books

 En él encontraremos dos relatos (Más complicado de lo que parece y A toda máquina) de la irlandesa Dervla Murphy (Lismore, 1931-2022), que soñaba desde niña con ir a la India en bicicleta, un sueño que llevó a cabo en solitario al cumplir los treinta y dos años.

Dervla Murphy (Lismore, 1931-2022)

Por mi décimo cumpleaños, mis padres me regalaron una bicicleta y el abuelo me envió un atlas, ambos de segunda mano. Por aquel entonces ya era una ciclista entusiasta, aunque nunca antes había tenido una bicicleta. Poco después de mi cumpleaños decidí que algún día iría en bici hasta la India. Nunca he olvidado el lugar exacto en el que tomé esta decisión. Era una colina empinada cerca de Lismore. A mitad de la subida me miré con orgullo las piernas, que empujaban poco a poco los pedales, y me asaltó la idea: «Si siguiera haciendo esto durante el tiempo suficiente podría llegar hasta la India». La simplicidad de aquel pensamiento me cautivó.

 Lo que más me encanta de ella, en estos tiempos en los que predomina el postureo, es la respuesta que dio a los que le proponían buscarse un patrocinador.

 Varias personas sugirieron que me buscara un patrocinador para el viaje, tal vez el fabricante de mi bicicleta o la cerveza Guinness, dada la regularidad con la que este producto nutría el cuerpo que iba a emprender ese supuesto maratón. O incluso un periódico, al que podría remitir historias dramáticas sobre lugares inverosímiles. Pero aquellas sugerencias me consternaban. Cualquier patrocinador habría convertido mi viaje privado en un ardid público, y la sola idea del consiguiente protagonismo me hacía sudar horrores. Además, un patrocinio habría provocado un sesgo deshonesto al conjunto de la experiencia. A esas alturas había tenido que admitir que, objetivamente, había algo un tanto peculiar en la idea de ir a la India en bicicleta. Empeñarme en negarlo habría sido afirmar que el resto del mundo estaba desfasado. Aunque en mi fuero interno seguía siendo cierto que yo no veía nada de particular en hacer aquello, presentar el proyecto ante el público como algo exótico y osado habría sido del todo falso.

 En Ciclogeografía, el escritor, académico y ciclista británico Jon Day (Londres, 1984) replica el viaje en bicicleta que el poeta anglogalés Edward Thomas (1878-1917) hizo desde Londres hasta las colinas de Quantock, en el condado de Somerset.

El poeta Edward Thomas
Hutton/Stringer Archive, circa 1905

 Y en Quien tiene la voluntad tiene la fuerza, acompañamos a su autora, la bicimensajera Emily Chappell (Bath, 1982), en un tramo de la durísima Transcontinental, una carrera que en lugar de tener un itinerario establecido, tan solo tiene cuatro puntos de control repartidos por todo el continente europeo.

Emily Chappell (Bath, 1982)

En paralelo a la convicción de que afrontaba algo que sobrepasaba mis capacidades, de que las cosas acabarían saliendo mal –de hecho, ya lo habían hecho, es decir, no más de lo esperado– discurría el conocimiento intuitivo de que me hallaba en mi elemento. A lo largo de esta carrera y en la del año anterior me había quedado ligeramente sorprendida al oír las quejas de los demás ciclistas referentes al calor, al viento, a la rozadura del sillín y al agotamiento. Era como si no esperasen que fuera a ser difícil, o como si hubieran creído que su meticulosa preparación, la buena planificación de sus listas de equipamiento y sus costosos artilugios y accesorios para bicicletas tuvieran que haber obviado cualquier sufrimiento susceptible de poder ser experimentado durante la propia carrera.

 Pol Suñol y Mireia Bartomeus (bajo el seudónimo El bon pedal), nos cuentan en Sin prisa cómo decidieron dejarlo todo para viajar por Asia en bicicleta durante un año, y cómo de ahí nació su taller de bicicletas.

Taller El bon pedal, Barcelona.

Abrirían un taller de bicicletas. De esta manera alargarían al máximo la vida de estas. No sería cuestión de cambiar piezas porque sí, sino de repararlas, entendiendo a la figura de la mecánica no como una recambista sino como la que arregla, recompone o restaura. Recuperar el oficio. Como la zapatera que te vuelve a pegar la suela del zapato o la costurera que te acorta el pantalón.

 En La magia de viajar en bicicleta, de la gallega Iria Prendes (A Coruña, 1981), impulsora del proyecto Soy Cicloviajera, se nos aclara que, para serlo, no hace falta ser deportista, mecánico o aventurero. Y nos cuenta alguna anécdota que demuestra que, cuando sales, confías y le sonríes al mundo, el mundo te devuelve la sonrisa.

Iria Prendes (A Coruña, 1981)

 Recuerdo en una ocasión en el sur de Chile, llevaba meses adentrada en la parte más inhóspita de la Patagonia, esa que hace que tengas que cargar con provisiones para varios días (en plural, porque eso es lo que tardas en conectar un pueblo con otro).
 Había llegado a un pueblo que parecía cerrado. La mayoría de sus casas tenían las persianas bajadas y no había ni comercios ni personas por la calle. Pasé por delante de la iglesia y vi movimiento. Era típica de esa zona, con mosaicos de madera, pequeña y de color chillón. Tenía un terreno bien cuidado a un lado y, lo más importante, una verja que aseguraba la propiedad y manifestaba el poderío de la Iglesia. Todo esto que os explico lo pensé mientras se me ocurría dar la vuelta y esperar a que el cura terminase de oficiar la misa para pedirle permiso para acampar en ese flamante terreno. Entré, con mi indumentaria ciclista, nómada, vagabunda, y esperé en el último banco. Como digo, hay que hacerse ver. Cuando salió la última señora, el cura ya lo había cerrado todo, así que ni me dio opción de pedirle nada. Con el beneplácito me puse a buscar la mejor esquina en ese campo donde poder montar mi casita para esa noche. Faltaba poco para que anocheciera, ya no iba a ponerme muy exigente. Montada la tienda, empecé a calentar agua cuando apareció una señora junto a la verja.
 –Pshhh, mi hijita, mi hijita –me gritaba mientras me hacía gestos con la mano para que me acercara.
 Yo, imaginando que iba a llamarme la atención por estar acampando en terreno de la iglesia, en un primer momento la ignoré. Pero como la mujer insistía, me acerqué dispuesta a explicarle que contaba con el permiso del cura.
 Cuando estuve bien cerca, me encontré a una señora bajita con un rostro bastante simpático que me preguntó si iba a pasar la noche allí.
 –Sí, señora, pero el cura me dio permiso. Mañana por la mañana continúo mi viaje, solo es esta noche.
 La mujer abría los ojos, no daba crédito a lo que le decía.
 –¿Y no querrá venir a casa a dormir, mi hijita? Yo vivo aquí enfrente, ya la vi a usted antes cuando llegaba y esperaba en la misa con su bicicleta. Yo estoy sola, mis hijos están estudiando en la ciudad, mi marido vuelve mañana del trabajo. ¿No querrá venir y dormir en una cama caliente y cenar algo rico? Es muy grande la casa para mí sola.
 Ahora era yo la que no daba crédito. Una desconocida, una señora desconocida que estaba sola en casa acababa de invitar a otra desconocida que estaba sola en su tienda a compartir una cena y una charla. Una invitación que tendía una mano de humanidad, de compañerismo, de hermandad.
 –¿Usted está segura? –recalqué por si acaso.
 –Totalmente.
 Desmonté la tienda, volví a meter todo en las alforjas y crucé la calle hasta la casa de Rosa.
 Tomamos once, ese clásico merienda-cena chileno que comen en las zonas rurales.
 Conversamos, nos reímos, compartimos como dos amigas que lo pasan bien, aun con cuarenta años de diferencia. Sentimos que mutuamente nos hacíamos mimos al corazón.
 Yo, que ese día no tenía pensado ducharme con agua caliente ni descansar con ropa limpia, me vi ahí, recién duchada y cenando como una invitada.

 Por cierto, que al copiar aquí este fragmento, me acordé de Juan Miguel, el marido de una compañera del instituto, que recorrió también la Patagonia en solitario, en este caso la argentina, y, por enriquecer más la reseña, le pedí que me enviara un pequeño texto sobre aquella experiencia, un relato como estos que vienen en el apartado de Cicloviajes del libro, para compartirlo con ustedes. Lo que me llegó, obtuvo el Primer Premio de Microrrelatos de la Revista Pedaleo que convoca la Asociación Ruedas Redondas de Málaga.

Juan Miguel Jiménez Peñuela (Málaga, 1967)
Recorriendo La Pampa en 2008

To bike or not to bike
Por Juan Peñuela

La tortura de la sed; el sol implacable reverberando en la carretera y formando charcos de luz a los que no llegaré jamás. Silueta fantasmal, agigantada por la llanura, de un molino chirriante que saca agua salada de las entrañas de ésta tierra reseca. Beatífica sorpresa, la del fugaz paso de ñandúes que desaparecen al primer golpe de vista entre los grises matojos. La palpitante conciencia de estar demasiado pervertido para sobrevivir más allá de un par de días en este entorno desmesurado y hostil. Sensación alucinatoria de estar montando en una bicicleta estática o en una cinta sinfín con un paisaje de fondo que se repite una y otra vez como en los viejos dibujos animados. La reconciliación con el género humano al llegar al primer lugar habitado: ¡Una Quilmes, por favor!
Primer Premio de Microrrelato Revista Pedaleo

Recorriendo en bicicleta La Pampa en 2008
Fotografia: Juan Miguel Jiménez Peñuela

 Por último, quiero mencionar Vacaciones ideales, donde el escritor Paul Fournel (Saint-Étienne, 1947) entrelaza verano, naturaleza, bicicleta, soledad y Tour de Francia.

Paul Fournel. Fotografía: Astrid di Crollalanza

 Cinco elementos, cambiando soledad por siesta, que aparecen en la reseña que escribí sobre El Gran Libro de las Bicicletas y las crónicas del Tour de mi amigo Luis Muriel (Siestas con Tadej) en Calle 1, y que pueden leer al clicar en el siguiente enlace:

Siestas con Tadej, Crónicas del Tour de Francia de Luis Muriel
Fotografía: Facebook de Luis Muriel

https://pedrodelgadofernandez.blogspot.com/2023/07/el-gran-libro-de-las-bicicletas.html

«Lo mejor: la gente se parece a su bicicleta. Sí, igual o más que a su perro. Tanto en el cuidado y en el aspecto como en el tipo de uso. ¿Os habéis fijado?»