lunes, 19 de octubre de 2020

LOS SENTIDOS DE LAS AVES: QUÉ SE SIENTE AL SER UN PÁJARO


Los sentidos de las aves: Qué se siente al ser un pájaro, de Tim Birkhead
Fotografía: Lucía Rodríguez

Uno de los mayores placeres que me proporcionó el encierro fue poder despertarme al alba con el canto de los pájaros –un placer similar al que experimentaba en los países mahometanos cuando escuchaba llamar a la oración a esa hora temprana–. La mayoría de las veces ni siquiera abría los ojos, y permanecía en estado de semiincosciencia unos minutos pensando que el mundo comenzaba a desperezarse allí fuera y que la naturaleza, sin coches de por medio, recuperaba terreno. Luego me daba la vuelta en la cama y seguía durmiendo unas horas más.
 Durante ese periodo, también me acostumbré a observar con detenimiento a las aves que se acercaban al porche, a la terraza y al patio de la casa: gorriones, mirlos y palomas que venían en busca de algo que echarse al buche o de un lugar tranquilo en el que poner e incubar sus huevos.

La tercera pareja de pichones que se criaron en la terraza durante la reclusión
Fotografía: Lucía Rodríguez

 Tengo desde hace unos años una pareja de agapornis, y quizás sea por eso que las aves han cobrado para mí una mayor importancia. Intentando meterme en sus cabecitas de pájaro, he estado leyendo estos días Los sentidos de las aves: Qué se siente al ser un pájaro, del ornitólogo británico Tim Birkhead, un ensayo editado por Capitán Swing que nos desvela los misterios del comportamiento de las aves. 
«¿Qué se siente al obedecer un impulso repentino de comer sin cesar y en una semana más o menos estar tremendamente obeso y entonces echar a volar de manera implacable –movido por una fuerza invisible– en una dirección a lo largo de miles de millas, como hacen muchos pajaritos cantores dos veces al año?», «¿cómo consigue un diamante cebra acicalarle las plumas a su pareja con semejante sensibilidad?», «¿qué se siente al zambullirse cual pingüino emperador en la negrísima oscuridad de los mares antárticos, a profundidades de hasta cuatrocientos metros?», «¿cómo es volar a más de cien kilómetros por hora?», «¿cómo un pico puede ser sensible e insensible a la vez?», «¿cómo perciben e interpretan el mundo?», «¿cómo interactúan entre sí?»,...
 El autor analiza los sentidos de las aves –la vista, el oído, el tacto, el gusto y el olfato–, para ver la forma en que estos moldean su comportamiento.
De niño, una vez tuve una conversación con mi madre sobre lo que nuestro perro podía o no podía ver. Basándome en algo que había oído o leído, le dije que los perros veían solo en blanco y negro. A mi madre no le convenció. «¿Y eso cómo lo saben? –dijo–. No podemos ver a través de los ojos de un perro, así que ¿cómo puede nadie saberlo?».
 En realidad, hay varias formas de saber lo que ve un perro, un pájaro o, de hecho, cualquier otro organismo, ya sea observando la estructura del ojo y comparándola con la de otras especies o bien mediante pruebas de comportamiento.
 Y también diserta sobre el sentido magnético que poseen muchos pájaros y las emociones que pueden llegar a sentir.
Resolute, en la isla Cornwallis del territorio Nunavut, en Canadá, es uno de los asentamientos más remotos del mundo. Casi todos los que realizan investigaciones en el alto Ártico canadiense llegan primero aquí en un avión a reacción y luego cogen un avión ligero o un helicóptero hasta su destino final. Mientras el aparato desciende, veo a los lados de la pista los restos de las aeronaves cuyo aterrizaje o despegue no salió bien. Estresante toma de contacto con el Ártico. Pero lo peor está por llegar. Lejos de cumplir con mis expectativas románticas del polo norte, me decepciona el paisaje yermo y embarrado, el olor a combustible de aviación que todo lo invade y sobre todo, la despreocupación con la que los inuits del lugar utilizan a las aves para hacer prácticas de tiro.
 Mi llegada, a mediados de junio, coincide con el deshielo de primavera y ese mismo primer día reparo en una pareja de barnaclas carinegras junto a una charca helada: siluetas negras contra un fondo gélido esperando a que la nieve se derrita para poder reproducirse. Al día siguiente vuelvo a pasar con el coche por la charca helada, pero me entristece ver que han disparado a una de las barnaclas. Junto a la figura sin vida del ave se encuentra su pareja. Una semana después vuelvo a pasar por la misma charca y las dos aves, una viva y la otra muerta, siguen allí. Me marché de Resolute aquel día, así que me temo que no sé cuánto tiempo veló el ave a su pareja muerta.

Barnacla carinegra

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Bryan Nelson, que ha dedicado toda su carrera a estudiar alcatraces y piqueros, describió la ceremonia de bienvenida del alcatraz atlántico como «una de las exhibiciones más magníficas del mundo aviar». Si visitas una colonia de alcatraces, como la de Bass Rock, en Escocia, puedes ver esta exhibición muy fácilmente. Cuando un miembro de la pareja regresa al nido junto a su compañero, las dos aves se yerguen, pecho contra pecho, con las alas abiertas y los picos apuntando al cielo. En un arrebato de entusiasmo, entrechocan los picos y bajan la cabeza de manera intermitente recorriendo el cuello de su pareja, emitiendo estruendosas llamadas todo el tiempo.
 En circunstancias normales, esta ceremonia de saludo dura uno o dos minutos, pero Sarah Wanless, que estudió a los alcatraces en los acantilados de Bempton, al norte de Inglaterra, observó un caso particularmente largo. En uno de los nidos que tenía controlados, la hembra de la pareja desapareció, dejando solo al macho para cuidar del pollito, y él, contra viento y marea, lo cuidó. Una tarde, la hembra regresó tras una notable ausencia de cinco semanas y por suerte Sarah estaba allí para presenciarlo. Para su sorpresa, las dos aves realizaron una intensa ceremonia de saludo que duró ¡diecisiete minutos! Puesto que las ceremonias de saludo de los humanos (besos, abrazos y demás) también son más elaboradas cuanto más tiempo hayan estado separados los participantes, resulta tentador pensar que las aves experimentan emociones placenteras similares cuando se reencuentran.
Alcatraces atlánticos. Fotografía: Peter Chanet

 Una de las cosas que más me ha gustado del autor es la forma que tiene de invitarnos a la aventura, a acompañarlo a alguna zona montañosa, a un rincón perdido de la selva, a un pantano o a un acantilado de vértigo batido por la lluvia y el viento.
Estamos en un coche, atravesando el monumental paisaje montañoso de Ecuador, y empezamos a descender hacia un valle de bosques por una carretera tan empinada que parece que estamos haciendo zum en Google Earth. Bajamos, bajamos, bajamos, deslizándonos y serpenteando por el camino lleno de baches hasta que, cuarenta y cinco minutos después, al fin paramos en medio de una nube de polvo junto a un pequeño barranco. No parece muy prometedor: un armazón de bambú toscamente construido sostiene una tubería de plástico negro que sale de una grieta entre las rocas. Pisoteando restos de plásticos, pedruscos y hojas muertas, nos abrimos camino con cautela y subimos por la sombría garganta. A los pocos minutos, doblamos una esquina y de repente nos vemos enfrentados a tres guácharos posados en un saliente bajo y embarrado. Se muestran igual de sobrecogidos por nuestra intrusión que nosotros por su proximidad. Sin previo aviso, salen volando como demonios en una escandalera de alaridos y chasquidos. De hecho, eso es justo lo que parecen, aves medievales más propias de una película de Harry Potter que del trópico. Su nombre, guácharo, quiere decir literalmente «el que llora y se lamenta» y es posible que sea onomatopéyico…, algunos lo comparan con el sonido de la seda al rasgarse. Su nombre científico, Steatornis, que literalmente significa «pájaro de aceite», remite al hecho de que antiguamente se derretía la grasa de sus pollos, que acumulan mucha, para hacer aceite que después se usaba para cocinar.
Guácharo (steatornis, ave de las cavernas o pájaro aceitoso)
Usan la ecolocalización, como los murciélagos
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Estoy en los pantanos de una zona poco conocida del norte de Florida, en el río Choctawhatchee. Es territorio redneck, parecido al de la película Defensa, de los años setenta. Recostado en silencio en mi kayak, observo embelesado a cuatro picamaderos norteamericanos perseguirse ruidosamente entre los árboles.

Picamaderos norteamericanos
Fotografía: Jim Ridley

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Estoy en la isla de Skomer descendiendo con cuidado por una pendiente abrupta y rocosa hacia un grupo de araos desprevenidos. La mayoría de las aves están criando un único pollo, cada uno de los cuales, me gusta imaginar, está pensando de dónde le vendrá su próximo almuerzo. Muy por debajo, las olas rompen contra las rocas de basalto negro y a lo lejos, por el este, bajo el cielo azul y despejado, se ve el perfil brumoso de la costa agreste de Pembrokeshire.

Araos (The Wildlife Trust of South & West Wales) 

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Cuando estaba realizando el doctorado sobre araos en la isla de Skomer, me hice escondites en varias colonias para poder observar su comportamiento de cerca. Uno de mis escondites favoritos estaba al norte de la isla y me permitía, tras un incómodo trámite a gatas, sentarme a pocos metros de un grupo de araos. Había unas veinte parejas criando en el borde de este acantilado en particular, algunas de ellas mirando al mar mientras incubaban su único huevo.

Araos incubando en el borde de un acantilado
Fotografía: hablemosdeaves.com

Al estar tan cerca de las aves, tenía la sensación de ser casi parte de la colonia y me había familiarizado con todas sus exhibiciones y llamadas. En una ocasión, un arao que estaba incubando, de repente, se levantó y empezó a emitir la llamada de reclamo…, aunque su pareja estaba ausente. Este comportamiento me dejó desconcertado, pues parecía estar ocurriendo totalmente fuera de contexto. Miré hacia el mar y allí, poco más grande que un manchurrón oscuro, había un arao que volaba hacia la colonia. Me quedé mirando al pájaro del acantilado, que continuaba con su llamada, y entonces, para mi asombro absoluto, con un fuerte aleteo, el pájaro que venía volando se posó a su lado. Las dos aves pasaron a saludarse mutuamente con evidente entusiasmo. Apenas podía creer que el ave que estaba incubando pareciese haber visto –y reconocido– a su pareja a varios cientos de metros en mar abierto.
 He leído el libro con la tablet a mano, para poder buscar en Google los pájaros que desconocía. Imágenes, vídeos y audios de sus cantos han sido el mejor complemento de esta lectura.
El récord de transmisión sonora lo tienen dos pájaros cuyas llamadas profundas y retumbantes a veces son perceptibles al oído humano hasta a cuatro y cinco kilómetros.
 El primero de ellos es el avetoro común, magníficamente descrito por Leonard Baldner, pescador y naturalista que vivió en el Rin a mediados del siglo XVII. Balde se dio cuenta de que el avetoro emitía su mugido con la cabeza alta y el pico cerrado y de que el ave tiene «en las entrañas un largo estómago de cinco codos» (un codo es una unidad de medida antigua), en referencia al prolongado esófago del avetoro, empleado en la producción del sonido.
 El segundo es el Kakapo, el loro gigante y no volador de Nueva Zelanda, cuya llamada retumbante ya conocían bien los maoríes cuando llegaron los primeros colonos europeos: «Por la noche […] las aves salen y se reúnen en los […] lugares de encuentro o zonas de juego comunes […]. Una vez reunidos, todos los pájaros […] llevan a cabo una extraña actuación en la que baten las alas en el suelo y emiten su grito raro, a la vez que forman un agujero en la tierra con el pico».

Puedes oírlo en el minuto 3:00
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Lo más insólito de este lugar, sin embargo, es el crek-crek monótono y repetitivo de los guiones de codornices que nos llega desde los prados sumidos en la oscuridad. Hay uno bastante cerca, otro está más lejos, pero es difícil calcularlo, pues la llamada tiene una curiosa cualidad ventrílocua: a veces alta, a veces baja, dependiendo de la dirección en la que estén mirando las aves.
 Deseando a un mismo tiempo disuadir a otros guiones de codornices macho y atraer a una hembra con su llamada mecánica y áspera, este pájaro […] puede pasarse toda una temporada de cría sin que nadie lo vea ni una vez. Es un pájaro cuya presencia es delatada únicamente por su voz.

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Las aves son de los animales más coloridos que existen; por eso, entre otras razones, las encontramos tan atractivas. Uno de los pájaros sudamericanos más intensamente coloridos (y hay muchos) es el gallito de las rocas peruano. El macho tiene el cuerpo de un rojo de los más intenso; la cola y las plumas de las alas, negras azabache, y las terciarias, de un inesperado blanco plateado.
Gallito de las rocas, tunqui o tunki en lengua quechua
Ave representativa del Perú
Esta ave del tamaño de una paloma, que se llama así porque anida entre las rocas en los salientes de los acantilados y por su cresta a lo mohicano, es uno de los grandes atractivos para los observadores de aves que visitan Ecuador. El macho realiza sus exhibiciones en grupos, llamados leks, en la profundidad de la selva, y con un grupo de unos quince pajareros más nos abrimos paso por un camino empinado y resbaladizo hacia una zona de exhibición. Mucho antes de que los viésemos, los pájaros anunciaron su presencia con distintivos chillidos, que los nativos quechuas reproducen como «iuiií».

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En 1989, Jack Dumbacher, doctorando en la Universidad de Chicago, hizo un descubrimiento sensacional: encontró el primer pájaro incomible del mundo. Jack estaba estudiando aves del paraíso de Raggi en el Parque Nacional de Varirata, en Papúa Nueva Guinea. Sus compañeros y él desplegaban redes para atrapar aves del paraíso, pero, como suele suceder, atrapaban otras especies también. Una de las capturas accesorias más comunes era el pitohuí bicolor, un ave con un llamativo plumaje naranja y negro. Los pitohuís eran un incordio, sobre todo porque olían mal y siempre se ponían bravucones al retirarlos de la red. En una ocasión, un pájaro arañó a Dumbacher cuando lo estaba manipulando y le levantó la piel. Al rato, mientras se chupaba la herida, Dumbacher se dio cuenta de que se le había dormido la boca. En el momento no le dio importancia, pero cuando otro estudiante comentó poco después que le había pasado lo mismo, empezó a preguntarse si no tendría el pitohuí algo especial.
Pitohuí bicolor, pájaro venenoso de Nueva Guinea
Fotografía: Fréderic Pelsy (eBird)

 Al inicio de cada capítulo hay un dibujo en blanco y negro hecho a lápiz por Tim Birkhead, y quizás hubiese estado bien añadir algunas ilustraciones de John James Audubon, uno de los mejores pintores de aves de todos los tiempos del que nos habla el autor en el capítulo dedicado al olfato.

John James Audubon
Ornitólogo, naturalista y pintor francés nacionalizado estadounidense en 1812
Todo un personaje, Audubon era el hijo ilegítimo, dinámico, imprevisible y encantador que un capitán de la Marina francesa había tenido con una sirvienta. Nació en Haití en 1785 y se mudó a Francia cuando tenía seis años, donde vivió con su padre y la mujer de este, Anne, que no había tenido hijos. A los dieciocho años, su padre lo mandó a Pensilvania a supervisar una plantación, pero John James no valía para la agricultura ni, a decir verdad, para nada con lo que pudiera ganarse la vida. En cambio, le apasionaban las aves: observarlas, cazarlas y dibujarlas. Mediante la práctica de estas actividades, descubrió especies nuevas, hizo algunas observaciones originales acerca del comportamiento de las aves y pulió su talento artístico. También encontró tiempo para cortejar a Lucy Bakewell, la hija de un vecino inglés, con quien se casó en 1808.
 Empeñado en vivir de sus ilustraciones de aves, Audubon se marchó a la costa este de Estados Unidos, donde, a pesar de hacer muchos y valiosos contactos, no consiguió convencer a nadie del mérito de su creación artística. En busca de fortuna allende los mares, Audubon se embarcó hacia Inglaterra en 1826, dejando atrás a Lucy y a sus hijos pequeños. Se sentía seguro de sí mismo, envanecido y orgulloso de sus habilidades como ornitólogo de campo y su primera exposición en Liverpool fue un éxito. Nadie pintaba aves así: a tamaño real, en posturas realistas, con todos los rasgos distintivos plasmados. Era precisamente por lo bien que conocía Audubon a sus aves por lo que era capaz de capturar su esencia de manera tan exacta.
Ilustración de John James Audubon

Ilustración de John James Audubon

Ilustración de John James Audubon

 Cerraré esta reseña con una anécdota que nos cuenta el autor y que a mí me parece enternecedora.
Durante varios años, cuando mis hijos estaban creciendo tuvimos un diamante cebra de mascota que se llamaba Billie. Como había nacido ciego, a Billie le encantaba la compañía humana y tenía especial predilección por mi hija Laurie, que lo había criado desde que era un polluelo. Conocía su voz, pero lo más impresionante es que reconocía sus pasos, aunque cómo lo hacía era un misterio, ya que Laurie tiene una gemela idéntica y Billie nunca se emocionó con el sonido de los pasos de su hermana. Al oír que Laurie se acercaba, Billie se ponía a cantar y volvía a hacerlo en cuanto le abría la puerta de la jaula y saltaba para posarse en su dedo. Tras el entusiasmo inicial, Billie le pedía a Laurie que le acicalase el cuello, inclinando la cabeza a un lado y levantando las plumas de la nuca; adoptaba exactamente la misma postura que adoptaría si estuviese invitando a otro diamante cebra a acicalarlo.

Diamante cebra o mandarín

 Los ornitólogos lo llaman acicalamiento social cuando es un individuo el que acicala las plumas a otro, para distinguirlo del más común autoacicalamiento. […] Mi hija, que tiene las manos pequeñas, era capaz de realizar algo parecido al acicalamiento social con su dedo índice y a Billie le encantaba, cerraba los ojos y de vez en cuando giraba el cuello como para facilitar el acceso a zonas nuevas, igual que una persona a la que le están rascando el cuello o la espalda.
 Me recuerda a cuando Tiberio no tenía pareja y le gustaba que le acicalara el cuello con mi dedo índice.

Baño de Tiberio y Leonardo, mis agapornis 
(Tiberio es hembra, pero lo supimos tiempo después de ponerle el nombre)

 ¿Por qué los diamantes cebras, los agapornis o inseparables y otras aves se acicalan las plumas mutuamente? Tim Birkhead nos lo explica en este ensayo. Eso, y cientos de cosas más.
Quitando la publicación de la novela de Jane Austen Orgullo y prejuicio y las guerras napoleónicas, que se estaban librando, el acontecimiento más importante de 1813 fue el descubrimiento del kiwi por parte de Europa.




Nota: Todos los textos a color pertenecen a Los sentidos de las aves: Qué se siente al ser un pájaro, de Tim Birkhead, editado por Capitán Swing en una traducción de Ana González Hortelano.