Prólogo


Prólogo de Jorge Dezcallar


He leído a Pedro Delgado desde que, hace ya algunos años, me hizo llegar sus primeros manuscritos. Comparto con él la admiración por Marruecos, ese país que ha salido por fin de un sueño secular que Pierre Loti identificaba con inmovilismo para vivir hoy un dinamismo que -como tantas veces se ha dicho- trata de conciliar tradición con modernidad en su ardua pelea por salir del subdesarrollo y ofrecer mejores condiciones de vida a sus sufridos habitantes.

 Marruecos puede gustar o puede no gustar, conozco a gentes de una y de otra opinión. Lo que nunca hace es dejarle a uno indiferente. Es un país de fuerte personalidad que constituye un caso único en toda la ribera sur del Mediterráneo al no haber sido ocupado nunca por el Imperio Otomano que se extendió durante 500 años desde los confines de Siria, en el este, hasta las tierras occidentales de Al-Maghrib en Argelia, con una importante influencia homogeneizadora en tradiciones y arte que se reflejan todavía hoy en ámbitos tan diferentes como la cocina o el vestido. Marruecos, situado en la confluencia de Europa con el África subsahariana, no estuvo nunca sometido a esta influencia y en consecuencia guarda un fuerte sello personal que lo diferencia de los demás países del Mediterráneo meridional y que lo convierte en un caso especial que combina de forma única cultura, paisaje, monumentos, historia, costumbres e incluso pintoresquismo en lo que constituye una auténtica divisoria norte-sur a tan sólo 14 kilómetros de Algeciras.

 Este libro nos habla de historias relacionadas con las montañas del macizo central del Atlas que junto con las del Rif, en el norte, conforman el espinazo del país. También nos trae a la mente las enormes extensiones saharianas salpicadas de dunas -erg- con esporádicos oasis donde se refugia y renueva la vida en tres niveles de productividad que permiten el máximo aprovechamiento del agua disponible. Un mundo duro de cimas nevadas, arenales y pedregales inhóspitos donde ganarse la vida supone un esfuerzo titánico en lucha permanente con una naturaleza hostil que no perdona los errores. Allí viven los bereberes (también los tuareg lo son) que todavía hoy constituyen el 40% de la población marroquí y que poseen unas raíces culturales muy fuertes.

 Los bereberes son la población originaria del Magreb, esa isla de occidente encajonada entre el Mediterráneo, el Atlántico y ese otro mar de arena que forman las arenas del Sahara. Herodoto cree que son los descendientes de los troyanos y Salustio cuenta que los bereberes proceden de la dispersión de las tropas de Hércules derrotadas en Hispania. Más recientemente y con mayor rigor científico e histórico, aunque con menos poesía, el historiador marroquí Abdallah Laroui afirma que los bereberes llegaron al Marruecos actual en dos oleadas sucesivas, ambas procedentes de Oriente Medio: La primera, más numerosa, vino por el sur, por Etiopía y Sudán, donde "se mestizó con negros" mientras que la otra, más reciente, arribó atravesando el sur de Europa y el estrecho de Gibraltar. Según Laroui, este segundo grupo era menor pero culturalmente más evolucionado. Ambos aportes se mezclaron y hace 9.000 años establecieron una civilización floreciente en una tierra que entonces era más húmeda y fértil que hoy y nos han dejado algunos petroglifos ilustrativos de este esplendor. Dominaban el bronces y utilizaban el carro de origen hitita en sus correrías y peleas. El camello llegó al Magreb mucho más tarde, apenas 200 años antes de Cristo y revolucionó su vida al permitirles ampliar sus horizontes y también el comercio con los ricos reinos de Ghana y de Songay, sobre el río Níger, a través de las inmensidades desiertas del Sahara. Uno de los relatos de este volumen se refiere precisamente a lo acontecido durante los cincuenta días que las caravanas tardan en llegar desde M'Hamid a Tombuctú en un ritual de vida y de muerte que no ha cambiado demasiado en dos mil años. José Corral en su libro "Ciudades de las caravanas" nos habla de esas rutas medievales que trasportaban sal desde el Tafilalet, la cuenca del Draa, Tinduf o Gulimin a cambio del oro y los esclavos de los reinos de Songay y Ghana y que están en el origen del esplendor de ciudades como Walata (Mauritania) y Rissani en el valle del Ziz, donde por esa razón se producen todavía hoy en día las únicas joyas de oro que se usan entre los bereberes.

 Ferozmente individualistas, los bereberes siempre lucharon contra quienes pretendieron invadirles, que fueron muchos a lo largo de la Historia, desde los fenicios a los europeos, pasando por griegos, romanos, bizantinos, vándalos y por fin los árabes que les convirtieron al Islam en un proceso que no debió ser fácil pues como dice figurativamente Ibn Jaldún "entre Trípoli y Tánger apostataron doce veces". De su amor por la independencia nos hablan héroes como Tacfarinas que se inmoló luchando contra Roma o la reina Kahena, que lo hizo contra la invasión árabe.

 Hoy son más hospitalarios con los forasteros aunque son puntillosos y exigen el debido respeto a sus costumbres y tradiciones, de forma que no conviene bajar la guardia en su presencia para no cometer errores. Pedro Delgado los conoce bien -uno de sus personajes afirma tener "un vínculo sobrenatural" con Marruecos- y de este conocimiento nos habla en su libro, impregnado de cariño y de respeto que no oculta la crueldad de algunas de sus reacciones, como tampoco la dureza de un mundo donde la vida tiene otro valor. Tampoco se deja llevar por un romanticismo trasnochado y refleja en alguno de sus cuentos ("Los años de plomo") la dureza de la represión política hace muy pocos años.

 Pedro Delgado ha vivido en sus casas de adobe, admirablemente preparadas para combatir los rigores de un clima extremo (aunque los emigrantes que retornan favorezcan incomprensiblemente los tejados de chapa o de uralita que convierten las casas en hornos), se ha ensimismado con la laberíntica arquitectura de sus kasbahs y ksares, ha pernoctado en las desnudas jaimas del desierto, ha recorrido los valles verdes y ha visitado pueblos y aduares en los más recónditos senderos del Atlas, donde torrentes o lagos deslumbrantes suavizan ocasionalmente la dureza de un paisaje siempre bello y agreste, y ha enfrentado también el terror que despierta una tormenta de arena en medio de la inmensidad vacía del desierto donde no se encuentra lugar de abrigo. Pedro ama los lugares que describe y ese amor se refleja en su prosa porque sólo quien ha disfrutado la cadencia del lento caminar de un camello durante días por el silencio atronador del desierto puede contarlo como él lo hace.

 Conoce como la palma de su mano las alturas de Imchil, señoreadas por la mezquita desde donde se desbordaron las masas almorávides para fundar Marrakech y conquistar más tarde Al andalus. También los almohades fueron bereberes y de ellos conservamos hoy las torres de la Giralda en Sevilla, la Hassan en Rabat y la Kutubía en Marrakech, en recuerdo de aquél efímero relámpago histórico que fue el imperio que levantaron a ambas riberas del estrecho de Gibraltar.

 Yo también he visitado esa mezquita y me he maravillado con la ensoñación de aquellos iluminados con el rostro cubierto que un día bajaron de aquellas montañas para fundar Marrakech y conquistar luego su mundo. Y como coleccionista de joyas bereberes, las que llevan las campesinas de esos montes y valles, también me he adentrado en su geografía aprovechando las ferias semanales de ganado o los mussems (peregrinaciones) anuales a las tumbas de los hombres santos. Son joyas de plata -el color de la luna asociada a los ciclos femeninos- medievales en sus diseños y siempre cargadas de valor mágico para proteger a sus portadoras de los omnipresentes yenún o genios maléficos que anteceden al Islam y que pueblan el universo mental bereber escondidos en sus cuevas, manantiales, ruinas o espesuras. También ellos, que tienen nombres aunque los bereberes les llamen "esos otros" -por el miedo que tienen incluso de pronunciarlos- encuentran su espacio en alguno de los cuentos de este interesante volumen pues son reales como la vida misma en la medida en que las creencias populares así los consideran. Cualquiera que haya vivido en Marruecos -y no necesariamente en el campo- puede atestiguarlo.

 Un libro hecho con respeto y con cariño -no exentos de una cierta melancolía- que ayudará a que en España se conozca algo mejor la mentalidad, la cultura y las ricas tradiciones de un país vecino con el que tenemos tanta historia compartida y que merece mucha mayor atención desde la ribera norte del estrecho.



Jorge Dezcallar (Fotografía: Nuno Sousa Dias)
Jorge Dezcallar de Mazarredo (Palma de Mallorca, 1945).
Amante y estudioso de la cultura bereber, de la que es un reconocido experto, posee una importante colección de joyas bereberes, gran parte expuesta en la Fundación Coll-Bardolet de Valldemossa, Mallorca. Como diplomático ocupó el cargo de Embajador de España en Marruecos, la Santa Sede y Washington. También fue director del Centro Nacional de Inteligencia (CNI). Actualmente ejerce como columnista en numerosos medios y ha escrito dos libros deliciosos publicados por Ediciones Península: Valió la pena: Una vida entre diplomáticos y espías y El anticuario de Teherán.