domingo, 15 de diciembre de 2019

EN LA CIUDAD LÍQUIDA CON MARTA REBÓN


En la ciudad líquida de Marta Rebón en Málaga, otra ciudad líquida. Fotografía: Lucía Rodríguez

Durante unos días me he dejado poseer por la voz y la mirada de Marta Rebón. Sin oponer resistencia, me he sumergido en las páginas de En la ciudad líquida; en la corriente de sus palabras, que te arrastran por el texto como por las aguas de un río o te llevan a la deriva en un mar en calma. Aguas próximas a las orillas, en cuyas superficies se reflejan las ciudades líquidas.
Cuando estudiaba Eslavas, después de jornadas en que casi me rompía la crisma debido a los traspiés que daba por los vericuetos de la lengua rusa, recuerdo que a menudo tenía pesadillas. En concreto eran dos, y ambas compartían escenario: San Petersburgo, la metrópoli que el zar Pedro I erigió hace algo más de tres siglos en una marisma inhóspita junto al mar para poner coto al dominio de los suecos y abrir las ventanas de Rusia de par en par a la ciencia, la cultura y la moda de Europa. En el primero de esos sueños inquietos, me encontraba perdida en la ciudad sin lograr hacerme entender por ningún viandante, pues cualquier frase que balbuceaba obtenía por respuesta una mueca de infinita incomprensión. En otro de esos desvaríos nocturnos cobraban vida las avenidas, los palacios y los puentes que el emperador ruso mandó edificar sobre el agua a arquitectos extranjeros. Un colosal monstruo de granito, mármol y hierro forjado me perseguía sin tregua hasta que yo despertaba con alivio. De estas visiones alucinadas tenía la culpa un puñado de escritores que, inspirándose en la ciudad líquida, crearon la imagen de una urbe fantasmagórica en que el ensueño constituía una realidad tangible, y cuyas calles, más que la morada de personas de carne y hueso, daban la impresión de ser el telón de fondo ideal para una secuencia de escenas literarias.
 Empecé a pasar algún verano que otro en la ciudad más premeditada del mundo cuando aún eran muy visibles, tanto en los comercios casi desiertos como en los rostros pétreos cual pisapapeles de sus habitantes, la hecatombe económica y la profunda herida emocional causadas por la disolución de la Unión Soviética. La ciudad, en lugar de emerger de las aguas, parecía un barco a la deriva a punto de hundirse en el Nevá. Arrojados al capitalismo sin un manual de instrucciones, quienes un día fueron leningradenses parecían cautivos en una jaula dorada hecha de una profusión de fachadas barrocas, neoclásicas, modernistas y estilo Imperio, aderezadas con un sinfín de columnas, pilastras, frisos y cariátides.
Las cinco esquinas, San Petersburgo
Fotografía: Ferran Mateo
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Las calles de Oporto, salpicadas de cabinas rojas como las londinenses, siempre te arrastran hacia el río. Sigues los dibujos geométricos de la calçada, lees las tipografías y los rótulos antiguos de los comercios. Oporto es como un verso que espera paciente la siguiente rima. No tiene prisa, incluso el tiempo parece llegar tarde.
 […] La ciudad se movía como un barco. No. Tal vez el suelo se abriera en alguna parte. No. Era el mareo. La despedida. No. La ciudad tal vez fuera de agua. ¿Cómo sobrevivir a una ciudad líquida?
 En Oporto te atrapan el graznido de las gaviotas, el vapor de las máquinas de café, el silencio condensado en las pequeñas librerías…
 La ciudad parecía de cristal. Se movía con las mareas. Era un espejo de otras ciudades de la costa.
 Los habitantes de Oporto tienen branquias y la ciudad se mueve como un barco a la deriva.
 En los primeros compases de En la ciudad líquida, Marta Rebón, que es una de las más importantes traductoras españolas del ruso, nos narra sus inicios en el mundo de la traducción, esa profesión que te permite "trabajar por cuenta propia, estar rodeada de libros y tener un ordenador portátil a modo de oficina, con libertad plena para viajar".
Un día, desde la precariedad de mi mesa de becaria en una agencia de Barcelona, escribí a Jorge Herralde y me ofrecí como traductora de ruso para su editorial. Estudiaba las últimas asignaturas de Filología Eslava –hoy ya una carrera inexistente– y no veía la hora de sacudirme el polvo de las aulas universitarias.
Atrezzo, Mosfilm, Moscú
Fotografía: Marta Rebón – Ferran Mateo
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Cuando empecé a pasar textos literarios de una lengua a otra, ignoraba que ocuparse de traducir libros es como enfundarse a diario el mono de buzo. Hay que sumergirse en las profundidades de una voz ajena que, si es lo suficientemente embriagadora, sugestiva e inteligente, logra hundirte en una placentera suspensión del tiempo, como si flotaras en una suerte de líquido amniótico. Si emerges a la superficie antes de lo previsto, la sensación es de un acusado malestar. Los enemigos de la inmersión son los ruidos, las llamadas y los estímulos externos que te expulsan violentamente de ese estado de ingravidez. En la ascensión vertiginosa se produce una brusca descompresión. El traductor es un escafandrista, un hombre rana que, pertrechado de diccionarios a modo de linterna y de fusil submarino para alumbrar y cazar palabras, trabaja en las entrañas de un mar de letras, perdido en remolinos de frases o sumido en un pozo de dudas. Lleva zapatos con suelas de plomo y un cinturón de lastre para no asomar fácilmente al exterior.
 Durante años disfrutó "de los chapuzones diarios en las alborotadas aguas rusas"; sin embargo, Marta Rebón concibió ese trabajo como la antesala de la escritura. Algo nada disparatado pues, al fin y al cabo, como bien dice ella, ambas actividades "son ramas de un mismo árbol", y "muchos autores aprendieron su oficio haciendo traducciones, y viceversa".
Quería escribir sin saber del todo bien de dónde venía ese interés y si solo obedecía a una temprana afición a la lectura. […] Entendía, pues lo había experimentado frente a la hoja en blanco, que ponerse a escribir sin haber acumulado vivencias, lecturas y horas malgastadas carecía de sentido. Me apetecía viajar. [] Lo que a mí me seducía del viaje, no obstante, era más bien esta idea de Rilke: "Para dar a luz un solo verso hay que haber visto muchas ciudades, hombres y cosas, hay que conocer los animales, hay que sentir cómo vuelan las aves y saber con qué ademán se abren las flores pequeñas al amanecer". […] De entre todos los tópicos literarios, pocos me atraen tanto como el del homo viator, el hombre como viajero. El que viaja suele sentir la necesidad de escribir el viaje y de homo viator pasa a homo scribens.
 "En el trabajo de los traductores hay una suspensión de la propia voz para ponerla al servicio de un autor", de ahí que tuviese tanto interés en descubrir la verdadera voz de Marta. Y he de decir que me encanta, pues fluye de manera natural, sin artificios, nada pretenciosa.
 Y encima Marta Rebón ama dos de las cosas que más amo: los viajes y los libros, de ahí que por las páginas de En la ciudad líquida asomen tantos lugares y se citen tantísimos libros y autores.

Sala circular, Biblioteca Nacional Rusa, San Petersburgo
Fotografía: Ferran Mateo

 Y mientras Marta va desgranando sus afinidades literarias, enhebrándolas entre ellas, o con ciudades y países, a uno le dan ganas de agarrar un lápiz y un papel y hacer uno de esos diagramas sagitales que poblaban los libros de matemáticas del colegio.
Bruce Chatwin, el infatigable escritor de viajes cuya vocación literaria estaba íntimamente ligada a ese mal, según Pascal, de no ser capaz de estarse tranquilamente sentado a solas en una habitación, se preguntaba por qué los hombres vagan por la tierra en lugar de quedarse quietos. El inglés, que en un lúcido autodiagnóstico confesó padecer eso que Baudelaire llamaba la gran maladie: horreur du domicile, recogió en Anatomía de la inquietud una reflexión del historiador árabe Ibn Jaldún acerca de la inocencia original que persigue el viajero: "Los nómadas están más cerca del mundo creado por Dios y más lejos de las costumbres censurables que han infectado los corazones de los asentados".
 En el segundo capítulo aterrizamos con Marta en Ecuador en el último trimestre de 2009, con "casi dos mil páginas en ruso para traducir en los próximos" trece meses. Marta "en la línea del ecuador, en la ciudad de la eterna primavera", traduciendo una novela que "transcurría en la nevada estepa rusa" y que no era otra que la aclamadísima El doctor Zhivago de Borís Pasternak.
Hacia el este estaba el valle, recordatorio de que no muy lejos de allí nacía la selva tropical, aunque una parte de mí tenía que vivir aún más al este, en Rusia, mirar por la ventana como lo había hecho Pasternak en su dacha de Peredélkino
Escritorio de Borís Pasternak, Peredélkino
Fotografía: Ferran Mateo

 Es curioso, pero fue la traducción de esta novela, publicada por Galaxia Gutenberg en octubre de 2010, la que nos hizo contactar a través de las redes, a Lucía, a mi hermano y a mí, rendidos admiradores de su arte –pues qué es sino una buena traducción–.

El Doctor Zhivago, óleo sobre tabla (20 x 20)
Obra de Lucía Rodríguez Vicario

 Lucía escribió una entrada en su blog Manchando lienzos manejando colores* sobre pintura y literatura rusa, en la que hacía mención a El doctor Zhivago, libro que leyó durante uno de esos veranos que pasamos en Casarabonela. Al terminarlo escribió otra entrada que llevaba por título Aventuras con libros rusos y con las personas que los traducen**, y se la envió a Marta. Ella contestó y, a partir de ahí, intercambiamos periódicamente algunos correos, uniéndose a los mails mi hermano Marcial, que, como ya les he dicho más arriba, es un fervoroso seguidor de sus traducciones.

*http://luciarodriguezvicario.blogspot.com/2012/08/los-rusos-llegaron-para-quedarse.html

**http://luciarodriguezvicario.blogspot.com/2013/08/aventuras-con-libros-rusos-y-con-las.html

En la ciudad líquida de Marta Rebón en el puerto de Málaga
Fotografía: Lucía Rodríguez

 En 2018, Marta vino a Málaga a presentar En la ciudad líquida en el Museo Ruso, dentro de la programación cultural en torno a la exposición La mirada viajera, Artistas rusos alrededor del mundo, y allá que fuimos los tres para conocerla en persona.

Marta Rebón, junto a Pablo Aranda, en el Museo Ruso de Málaga
Fotografía: Ñito Salas

Programación en torno a la exposición La mirada viajera. Artistas rusos alrededor del mundo
Museo Ruso de Málaga, 2018

 Aún conservo la cartela del acto, y al mirar la fecha he visto que fue el 14 de marzo de 2018. Lo que no me hace falta mirar es quién presentó a Marta. Fue mi amigo Pablo Aranda, escritor y director del Aula de Cultura del diario Sur, que, como siempre, estuvo brillante y divertido, manteniendo con ella un diálogo de los más ameno. Al terminar, mientras hacía cola para que me firmase un ejemplar, estuve hablando con él de su nueva novela, La distancia, que llegaría a las librerías en mayo de la mano de Malpaso, y sobre la que ya escribí en este blog*.

*https://cartadesdeeltoubkal.blogspot.com/2018/10/de-la-ultima-novela-de-pablo-aranda-el.html

 También conversamos acerca de escritores rusos y de las últimas traducciones de Marta. Mi hermano temía que ella, ahora que se había convertido en escritora, dejase de traducir, y, cuando nos llegó el turno, le rogó que no lo hiciera. Recuerdo que mi hermano le preguntó si las traducciones eran propuestas por las editoriales o si ella podía hacer alguna traducción de una novela que le gustase y ofrecérsela luego a una editorial. Marta le dijo que imperaba lo primero, pero Marcial, que se había divertido mucho leyendo Muerte con pingüino, de Andrei Kurkov, le pidió que tradujese algunas de sus obras, pues sólo existía esa en castellano. Marta se apuntó el título (al igual que Pablo) y le dijo que curiosearía en internet el resto de la obra de Kurkov. Y he aquí que, no sabemos si por la insistencia de mi hermano o por azares editoriales, que Blackie Books publicó este año El jardinero de Ochákov, una divertida y lúcida sátira de Kurkov sobre el antiguo régimen soviético, con traducción, claro está, de Marta Rebón.

https://www.blackiebooks.org/catalogo/el-jardinero-de-ochakov/
Las pasiones literarias se rigen por fuerzas gravitatorias misteriosas. Algunas son tan potentes y su atracción es tan grande como las que ejercen los agujeros negros, esas regiones del espacio-tiempo de las cuales ni siquiera escapa la luz. Schopenhauer clasificó a los escritores comparándolos con cuerpos celestes: estrellas fugaces, astros errantes y planetas. Los primeros son un deleite momentáneo, atraen nuestra atención el tiempo que dura un fogonazo. Los segundos brillan con intensidad, pero solo para sus contemporáneos o compañeros de órbita, y por un tiempo limitado. Por último, invariables en el firmamento, están los planetas. No pertenecen a una sola galaxia o sistema, sino al universo entero.
 Como a Marta, a mí también me gusta "pasear por las mismas calles que recorrieron los artistas que admiramos, sentarnos a su mesa, mirar por las ventanas de sus escritorios, tomar un café en el local que frecuentaron y entrar en las habitaciones donde los embargó la felicidad más inmensa o una tristeza desconsolada".  Visitar sus tumbas para rendirles homenaje: dejar unas flores, unos cigarrillos o un trago de alcohol.

Fosa común donde descansan los restos de Isaak Bábel, Moscú
Fotografía: Marta Rebón

Tumba de Lev Tolstói en Básnaia Poliana
Fotografía: Marta Rebón

 Marta no se limita a los escritores, y cita a cineastas, fotógrafos, pintores y músicos, llenando las páginas de nombres asociados a una historia o a una anécdota. Y encima lo ilustra con fotografías: imágenes suyas y de Ferran Mateo, su pareja sentimental y artística, con el que ha expuesto en Moscú, La Habana, Barcelona, Granada y Tánger. Me gustan sus instantáneas, sobre todo las que se muestran a doble página. Detienes la lectura, contemplas un paisaje, una calle, el interior de una biblioteca, un museo o una casa y te zambulles de nuevo en el libro.

Ksar de Ait Ben Hadu, Marruecos
Fotografía: Marta Rebón

La habitación y media, San Petersburgo
Fotografía: Ferran Mateo

Biblioteca Nacional Rusa
Fotografía: Marta Rebón

 En la ciudad líquida Marta Rebón va enlazando una historia con otra, deteniéndose aquí y allá para hacer una digresión, cambiar de escenario o de época, haciendo que la lectura sea muy placentera.  En unas páginas podemos estar en Siberia con Dostoievski y en otras en Marruecos con Saint-Exupéry, Burroughs, Chukri, Paul y Jane Bowles.
Sea cual sea la hora a la que os hayáis ido a la cama, o si ni siquiera habéis dormido, el Gran Café de Paris os espera con sus butacas de cuero marrón orientadas en su mayoría a la calle para disfrutar del espectáculo urbano: rostros, colores, retazos de conversaciones en una multitud de idiomas. En la ciudad blanca nunca se hace dos veces el mismo recorrido. En una de sus mesas tu amigo, el fotógrafo lisboeta Daniel Blaufuks, te dijo que los camareros eran los mismos desde hacía décadas. El portugués cumplió con un peregrinaje habitual entre los extranjeros interesados en el mito de Tánger y viajó a la ciudad para conocer a la persona que más alimentó, aun sin quererlo, esa leyenda. Le atraían los libros de Paul Bowles, pero sobre todo su vida. Se presentó en el inmueble Itesa y llamó a su puerta con el pretexto de tomarle algunos retratos para una publicación. Al contrario que otros colegas, le dijo que no tenía prisa, algo que sin duda sorprendió gratamente al americano. Por las tardes acudía a visitarlo, lo acompañaba al mercado y a la oficina de correos. Gracias a esa cotidianidad compartida, pudo fotografiarlo con una calma que se percibe en sus instantáneas en blanco y negro. Para el visitante de Tánger, sobre todo el occidental todos los caminos acaban por conducir a los Bowles, a Paul y a Jane.
Paul Bowles en su escritorio (1990)
Fotografía: Daniel Blaufuks

 Tánger, Tarfaya, Cagliari, Tiksi, Moscú, San Petersburgo, Sajalín, Quito, Oporto…, donde sea, las palabras de Marta siempre son como un abrazo cálido. Ojalá no deje de traducir a los rusos, pero tampoco de escribir libros como este.

 Y como me gustan las entradas ríos, quiero terminar esta con las fotos de Daniel Blaufuks, más sabiendo que Marta sigue viviendo a caballo entre Barcelona y Tánger, donde la vida es más barata y el canto del almuecín te llega como una ensoñación en la madrugada.

Pessoas en la ciudad (Tánger)
Fotografía: Daniel Blaufuks

Flores en la cama (Tánger)
Fotografía: Daniel Blaufuks

Paul Bowles (Tánger)
Fotografía: Daniel Blaufuks

Fin del día en Tánger
Fotografía: Daniel Blaufuks

Viejo con ventanas
Fotografía: Daniel Blaufuks

My Tangier, fotolibro de Daniel Blaufuks y Paul Bowles
(1991)

 Ferran Mateo también me recomienda otros dos fotolibros del fotógrafo lisboeta: Terezín y Sob céus estranhos, uma história de exilio. A ver si alguien se anima a traducirlos y los publican en castellano.

Fotolibro Terezín
Daniel Blaufuks

Fotolibro Sob céus estranhos
Daniel Blaufuks

 Gracias mil a Marta Rebón, Ferran Mateo, Daniel Blaufuks y Lucía Rodríguez por proporcionarme las fotos para la elaboración de esta entrada.

miércoles, 20 de noviembre de 2019

LIBRERÍA PROTEO-PROMETEO, 50 AÑOS DE SERVICIO A LOS LECTORES


50 aniversario de Librería Proteo-Prometeo
Fotografía: Lucía Rodríguez

El pasado viernes, 8 de noviembre, la librería Proteo-Prometeo celebró su 50 aniversario, un evento al que no pude acudir por culpa de una lumbalgia, pero que he seguido atentamente por internet.
 De entre todas las fotografías que he visto, quiero destacar ésta.

Jesús Otaola, Pepe Ramírez y  Paquito Ramírez en la librería Proteo-Prometeo de Málaga
Fotografía: A mediados de los años 90, archivo de la librería.

 En ella aparece, junto al ya jubilado Pepe Ramírez (sus atinadas recomendaciones de libros emparentaba el oficio del librero con el del médico que te prescribe un medicamento en una receta) y el tristemente fallecido Paquito Ramírez, un jovencísimo Jesús Otaola. La ilusión que denota su rostro no se ha apagado, ni el ingenio con el que desempeña su trabajo, timoneando la nave para, en estos tiempos tan complicados en los que el libro tiene que competir con tantos reclamos, no tener que perder a ninguno de sus empleados.

Jesús Otaola y Paco Puche, fundador de la librería, cuando recibieron el premio a la mejor Librería Cultural de España en octubre de 2017. Fotografía: ARCINIEGA (La Opinión de Málaga)

 Para mí, por edad, Proteo-Prometeo no es "la librería antifranquista" que tenía que sortear a la autoridad para vender los libros prohibidos por la dictadura, volúmenes obtenidos en Madrid, Barcelona, Francia o la Unión Soviética.

Librería Proteo. Fotografía: Lucía Rodríguez

 Para mí, Proteo-Prometeo es la librería de mi padre y, por ende, la mía. Mi padre, Francisco Delgado Acosta, empleado de banca y contable a tiempo completo, escritor a tiempo parcial cuando las obligaciones diarias se lo permitían, tuvo durante treinta años una cuenta de cliente en la librería. No sé cuántas pesetas pagaría al principio, cuando se dio de alta el 1 de enero de 1983, tal vez 200 o 300 pesetas al mes, pero eso, aunque la cuenta quedase en números rojos, le permitía llevarse a casa todos los libros que quería. Gran amante de los libros, nos inculcó a todos los hermanos el hábito de la lectura, y aunque la biblioteca de casa era, y sigue siendo, extensa, cuando necesitábamos algún libro que no estaba en los estantes, allá que nos mandaba con la tarjeta de socio. En 1999, cuando se introdujo el euro en España como moneda de cambio, mi padre ya pagaba una cuota de 6 euros (1.000 pesetas), que en 2001 subió a 12 euros. Conste que la cantidad a pagar la estipulaba el cliente en función de sus posibilidades o del mayor o menor uso que hiciese de la tarjeta. El nuestro debía de ser alto, porque en 2009 cambió la cuota a 15 euros. Todos estos datos los sé gracias a Jesús Otaola, pues ni mi padre ni yo los recordábamos. La tarjeta se dio de baja el 1 de julio de 2012, pero, aun sin ella, hemos seguido siendo clientes de la librería.

Imagen antigua de la librería Proteo
Fotografía: Facebook de la librería

 Por todo eso sigue siendo tan especial subir por la calle Puerta Buenaventura hasta el número 3 y 6. Después de tantos años, uno cruza cualquiera de sus soportales y enseguida se siente como en casa.

Interior de la librería Proteo. Fotografía: Lucía Rodríguez

Interior de la librería Proteo. Fotografía: Lucía Rodríguez

 Recordar también a la ya desaparecida librería de ocasión que tenían al doblar la esquina, en la calle Carretería, donde tantos libros infantiles les compramos a nuestros hijos, hoy felizmente buenos lectores.

 Felicito desde este blog a todo el equipo de la librería. ¡Enhorabuena por esos 50 años! ¡Y ahora, a por el siglo!

Paco Puche, cofundador de la librería, junto a parte del personal de Proteo-Prometeo (50 aniversario)
Fotografía: Diario Sur


viernes, 1 de noviembre de 2019

ENTRE LOS BEREBERES. RECORDANDO A ALEXANDRA BOULAT


Artículo Entre los bereberes, un recorrido por el Alto Atlas de Marruecos, escrito por Jeffrey Tayler con fotografías de Alexandra Boulat, y publicado en la revista National Geographic España en enero de 2005. En la imagen, un bereber besa a su novia en una boda múltiple celebrada en Taarart, en el Alto Atlas oriental.

Hace casi cuatro años que escribí en este blog un entrada* en homenaje a la fotógrafa francesa Alexandra Boulat, fallecida en trágicas circunstancias el 5 de octubre de 2007, con 45 años de edad. Desde entonces llevo varios años pendiente de la efeméride para compartir con ustedes algo que guardo como un tesoro y que está relacionado con ella; y aunque este año se me ha vuelto a pasar la fecha, no quiero posponerlo más. Se trata de un National Geographic de enero de 2005 en el que viene un artículo (Entre los bereberes) ilustrado con fotografías de La Boulat. Las imágenes están tomadas en el Alto Atlas marroquí, y el texto está firmado por el estadounidense Jeffrey Tayler, del que tengo un libro sin leer en la estantería (En los reinos perdidos de África) al que espero hincarle el diente pronto.


Artículo Entre los bereberes, escrito por Jeffrey Tayler, con fotografías de Alexandra Boulat, y publicado en la revista National Geographic España de enero de 2005. Texto de la imagen: Llamativas pinceladas de azafrán señalan a esta mujer de Zaouia Ahansal como la madre de un niño que va a ser circuncidado.


 Igual los de la National Geographic me dan un buen tirón de orejas, pero, como fui suscriptor durante muchos años y aún compro algunos números sueltos, me he tomado la libertad de transcribirles el relato con la fotos de Alexandra, añadiendo al final un enlace por si quieren subscribirse a la revista, algo que desde aquí les aconsejo.


Entre los bereberes

Un recorrido por el Alto Atlas de Marruecos


Por Jeffrey Tayler
Fotografías Alexandra Boulat

Los dos pastores adolescentes surgieron de pronto, como un par de espectros, y mientras nos seguían desde el reseco lecho fluvial hasta el inclinado pedregal de la ladera, con el pelo desaliñado y los hombros cubiertos con embarradas capas de lana, nos observaban en actitud huraña y recelosa. Mis compañeros Driss y Khalid los llamaron en tamazight, la lengua bereber utilizada en las montañas del Alto Atlas, y sus palabras resonaron a través del cañón. Los pastores no respondieron. Pero al oír que Khalid se dirigía a Driss en árabe, intercambiaron una mueca de preocupación y descendieron la cuesta a toda prisa, lanzándonos miradas de temor. Con mi piel quemada por el sol y la mochila de colores, debí de parecerles un marciano, y Driss y Khalid, pese a ser bereberes, vestían ropa occidental y eran claramente forasteros, hecho que el árabe, una lengua que rara vez se oía en aquellas elevaciones, no hacía sino corroborar.
 Estaba a punto de desatarse una tormenta y empezaba a anochecer. Montamos pues las tiendas y entramos a refugiarnos justo cuando estallaba el primer trueno. Me tumbé, contento de tomarme un descanso.
 Pero no duró mucho. En una cresta cercana, silueteados contra las nubes de tormenta, aparecieron dos hombres de mediana edad armados con bastones. Empezaron a increparnos en tamazight, agitando las capas al viento mientras se acercaban a la ladera pedregosa donde estábamos. "Calmaos, por favor, sólo estamos de paso", les gritó Driss desde la puerta de su tienda.
 "¿Quién os ha dado permiso para cruzar nuestro valle?", vociferaron los hombres, blandiendo sus bastones.
 "El jefe de Bou Terfine –respondió Driss, en alusión a una autoridad local a la que habíamos visitado unas horas antes–. No pretendemos hacer daño a nadie. Se prepara una tormenta; os lo ruego, dejadnos acampar aquí esta noche."
 La referencia al cabecilla local sólo sirvió para aumentar su cólera. Tras calificarnos de intrusos, el más fiero de los dos dio un ultimátum: con o sin tormenta tendríamos que salir de su territorio, y rápido, o atenernos a las consecuencias.
 Nos faltaban 600 kilómetros de montañas por recorrer, y éste era un inicio de viaje muy poco halagüeño, aunque previsible dada la azarosa historia de los beréberes (ellos prefieren el nombre de amazigh, o "persona libre", pero el término bereber prevalece fuera de la región). Formado por unos 25 millones de individuos originarios del norte de África y hoy asentados en Marruecos y Argelia, se trata de un pueblo tribal étnicamente diferenciado que habitaba estos montes y desiertos miles de años antes de que la invasión árabe implantara el islam en el siglo VII.
 En los siglos subsiguientes a la conquista muchos bereberes tuvieron que desplazarse de las llanuras a las montañas, donde buscaron tierra cultivable, pastos para el ganado y, sobre todo, la libertad. Los bereberes de la planicie adoptaron las culturas, religiones y lenguas de sus conquistadores, entre los que figuran –además de los árabes– los romanos y los franceses. Pero los que se aislaron en las tierras altas lograron preservar su identidad, su idioma y, como yo mismo acababa de constatar, su independencia.
 Había iniciado la andadura cerca de Midelt, en el centro de Marruecos, y tenía previsto terminarla dos meses después en uno de los puntos más pintorescos del país, las cascadas de Imouzzer des Ida Ou Tanane, junto al Atlántico. La ruta debía llevarme a través del corazón de los dominios bereberes. Había contratado como acompañantes a dos hombres de esta etnia: Driss Hemmi, un afable guía de montaña de 30 años natural de Midelt, y Khalid Ouamer, un campesino de 23 años natural de una aldea cercana.
 Para transportar el equipo y las provisiones compré una dócil mula parda, cuyos ojos tristes y recias patas me confirmaron su capacidad de soportar las vicisitudes del trayecto. Ahora mismo, sin ir más lejos, nos enfrentábamos a una prueba inmediata: los truenos retumbaban en la garganta, se cernía la oscuridad y unos pastores nos amenazaban con hacer uso de la violencia. Sugerí a Driss que les ofreciéramos dinero, el medio más usual de zanjar este tipo de disputas en Marruecos. El frunció el ceño. "Ya lo he intentado y no quieren escucharme." Entonces sacó su licencia de guía, se la mostró a los pastores y les comunicó que nuestra misión era atravesar el Alto Atlas. El documento pareció legitimar a Driss, y la explicación les apaciguó los ánimos.
 Tras acuclillarse frente a mi tienda, uno de los pastores conversó conmigo a través de Driss. Me explicó que, en 1992, llegó al paraje un grupo de extraños de habla árabe con planes de derrocar a Hassan II, a la sazón rey de Marruecos. Los conspiradores fueron capturados cuando el pastor y su familia alertaron a las autoridades. No es pues sorprendente que algunos beréberes sospechen de los desconocidos que hablan en árabe, en cuyas filas puede haber también funcionarios gubernamentales de las llanuras con las manos prontas a recibir un soborno.
 Me disculpé por haberles molestado y prometí que nos iríamos a la mañana siguiente. Sin esbozar ni una sonrisa, el hombre accedió y partió. Al cabo de unos minutos las nubes se condensaron, los rayos iluminaron los cerros y la llovizna se transformó en una cortina de agua. Intenté conciliar el sueño, pero los frecuentes pateos de la mula me despertaron.

Mapa con la ruta de Jeffrey Tayler por el Alto Atlas
National Geographic España, enero 2005

 Los bereberes viven repartidos por el norte africano, pero en ningún lugar la negación de su identidad ha sido tan sistemática como en Marruecos, étnicamente el más bereber de los países de la región. Aunque el 60 % de la población dice ser de ascendencia bereber y casi el 40 % conoce uno de sus tres dialectos, la Constitución marroquí inscribe a la nación como parte del África árabe, proclama el árabe como lengua oficial y obvia cualquier mención a los bereberes. Es éste un legado del nacionalismo árabe que impulsó movimientos independentistas durante la época colonial y que, en nombre de la unidad, ignoró e incluso reprimió las culturas y las lenguas de los pueblos no árabes.
 Durante la mayor parte de los trece últimos siglos, los macizos del Alto Atlas estuvieron en poder de caudillos armados bereberes que rehusaron someterse a los sultanes árabes que gobernaban las llanuras de Marruecos. De 1912 a 1956, cuando casi todo Marruecos era un protectorado de Francia, los galos designaron las montañas como distrito tribal y las dejaron bajo el control de adalides locales adeptos al régimen. El más famoso de todos ellos fue Thami el Glaoui, un tirano que sojuzgó a los bereberes del Alto Atlas. Pero la resistencia bereber nunca cedió, y los maquis, junto a con los rebeldes árabes de las ciudades, expulsaron a los franceses en 1956.
 Tras la independencia, el gobierno marroquí, de predominio árabe, adoptó en las montañas una política de no injerencia. En las ciudades, las protestas, la prensa clandestina, la enseñanza del antiguo alfabeto bereber, llamado tifinagh, y las consignas revolucionarias han sido otros aspectos de una incipiente campaña bereber en favor del reconocimiento cultural que se ha ido fortaleciendo con el tiempo.
 Los bereberes urbanos que encabezan este renacimiento son intelectuales que hablan más francés, idioma que ellos asocian a la cultura y los derechos humanos, que árabe, menospreciado por ser la lengua del opresor. Pero lo que realmente promueven es el tamazight, o bereber. En la última década del reinado de Hassan II (que acabó con la muerte del monarca en 1999) fundaron asociaciones lingüísticas y culturales, publicaron páginas web y periódicos, y en 1994 ya emitían noticias en bereber por la televisión.
 En marzo de 2000 varios centenares de intelectuales de esta etnia firmaron el Manifiesto Bereber, que da cuenta de la humillación y marginación sufridas por muchos bereberes como miembros de una minoría reprimida. En él se exige el desarrollo de las áreas rurales bereberes, el apoyo financiero estatal a sus instituciones culturales y la revisión de los libros de texto para que reflejen con rigor el papel desempeñado por su comunidad en la historia marroquí.
 El movimiento consiguió una victoria en septiembre de 2003 cuando, por primera vez, el gobierno de Marruecos autorizó el aprendizaje del bereber en casi un 15 % de las escuelas primarias del país y anunció el proyecto de ampliar la enseñanza en este idioma a todos los niveles educativos. No obstante, los activistas aducen que no es suficiente y presionan para obtener el pleno reconocimiento de su pueblo y su lengua vernácula en la Constitución. "Lucharemos pacíficamente para que se nos reconozca –me dijo Mohamed Chafik, padre espiritual del movimiento beréber marroquí–, pero si no se atienden nuestras demandas, la iniciativa podría radicalizarse. Los jóvenes podrían sublevarse."
 Quizás en las ciudades suceda eso, pero muchos bereberes de Marruecos viven lejos de cualquier centro urbano, en lo alto de las montañas, donde la sequía, la pobreza y la hambruna imponen a menudo su ley. Una de las finalidades de mi viaje era descubrir si el exaltado espíritu radical de los bereberes metropolitanos se había extendido a las montañas.

Fotografía de Alexandra Boulat. Texto de la imagen: Absorta en la música, una mujer danza durante una boda en Taarart, donde hombres y mujeres se encuentran a cara descubierta. Comparadas con sus hermanas de otras partes de Marruecos, las mujeres bereberes de esta región gozan de una relativa libertad en sus relaciones con el sexo opuesto, en su modo de vestir y en la toma de decisiones domésticas.

 Ya los nubarrones de tormenta habían dado paso a un calcinante sol matutino cuando bajamos por un sinuoso sendero hasta una quebrada. Aquel barranco discurría hacia un distante promontorio en cuya cima se apiñaban las casas de piedra y adobe de la aldea de Tamalout, donde Driss tenía un amigo, un tal Hossein Ounaminou.
 Encontramos a Hossein cabalgando una mula esquelética por el camino que salía del pueblo. Era un hombre enjuto y barbudo entrado en la cincuentena. Bajo un raído turbante negro, sus cálidos ojos y una sonrisa medio desdentada transmitían su alegría por volver a ver a Driss y darnos la bienvenida a Tamalout. El lugareño se inclinó, nos estrechó la mano y después de cada apretón se besó las yemas de los dedos, conforme a la costumbre local. Driss le preguntó si podíamos hospedarnos en su casa. Y Hossein respondió que nada le complacería más. En la cultura bereber, la hospitalidad preside el más humilde de los hogares.
 En las afueras de la aldea pasamos junto a una era circular de unos 15 metros de anchura, en la que un robusto poste sobresalía entre la cebada recién segada. Tres jóvenes con turbante y blusón blanco se ocupaban de la trilla, apremiando con el látigo a media docena de asnos atados en fila al poste. Al avanzar por las mieses, los animales levantaban una polvareda que atrapaba los rayos solares como polvo de oro. En los campos circundantes de trigo y alfalfa, los hombres araban con mulas y cosechaban a mano.
 Al llegar al pueblo los niños me vieron y gritaron "¡Arrumi!" (¡Romano!), tributo improvisado a unos gobernantes que dejaron de existir 16 siglos atrás y el nombre con el que los bereberes se refieren aún a los occidentales.
 Hossein vivía en la típica morada de los bereberes del Alto Atlas, una casa achaparrada con las paredes de piedra y vigas de madera en el techo. La planta baja era un establo en el que cobijaba a su mula, una vaca y unos pollos escuálidos. En el salón del segundo piso había una deslustrada daga de bronce sujeta a un gancho; de otro colgaba un reloj parado a perpetuidad. Descoloridas alfombras de lana en tonos naranjas, rojos y verdes se superponían en el suelo. Hossein abrió las ventanas para renovar el aire, y al punto se colaron las moscas del establo. Después de ahuyentarlas nos recostamos en las alfombras y Hossein ordenó a unas mujeres invisibles, reunidas en otra habitación, que preparasen la comida.
 Al rato se sumaron a nuestro grupo Bassou, un vecino adolescente que llevaba pantalones vaqueros y un sombrero de fieltro negro, y las hijas pequeñas de Hossein, Itto y Hadda, que vestían blusas y faldas floreadas con leotardos de lana. (Itto es un nombre bereber que rara vez se oye en el Marruecos urbano, e incluso fuera del Alto Atlas oriental. Durante décadas las autoridades marroquíes prohibieron inscribir en el registro a niños con nombres bereberes, pero en los últimos años se han vuelto más tolerantes.) Pregunté a las niñas qué edad tenían, y ambas se encogieron de hombros. En el Marruecos rural no se considera importante llevar el recuento de los años. Itto aparentaba tener unos diez; su hermana Hadda parecía mayor.
 Bassou señaló al dueño de la casa. "Ni siquiera Hossein conoce su edad –dijo con jovialidad en árabe–. ¡Simplemente sabe que es viejo y senil!" Hossein me sonrió, aparentemente como si se hubiera quedado in albis. Para salir adelante en las ciudades, donde los hombres buscan empleo, los bereberes deben aprender árabe. Pero aquí en el Alto Atlas, donde la mayoría habla bereber, la soltura de Bassou en la lengua oficial le distinguía de los demás. Gracias a una beca cursaba estudios de secundaria cerca de Midelt, y estaba muy satisfecho. Aspiraba a usar su formación para escapar de la miseria de su pueblo y forjarse un futuro prometedor en la ciudad, aunque el acceso al trabajo en Marruecos, tanto para un bereber como para un árabe, con frecuencia no depende del talento sino de los contactos.
 Hossein nos trajo el primer plato del almuerzo, un cuenco de mantequilla rancia y pedazos de pan horneado en casa. Nos contó que tenía una vaca, pero que para ganar dinero se la alquilaba a un vecino acomodado, quien consumía casi toda la leche; que era propietario de un pequeño campo donde cultivaba cebada y trigo, y que recogía leña en el bosque de cedros colindante. Pese a dar gracias eternamente a Dios por su destino, Hossein era tan pobre y tan flaco como la mayoría de los bereberes con los que íbamos a toparnos a lo largo de nuestro periplo, y sería un hombre afortunado si podía conseguir la comida justa para alimentar a su familia.
 Mientras degustábamos el plato principal, un acuoso estofado de cebollas y carne de cabra servido en cazuela de barro, Hossein nos demostró que tenía al menos unas nociones de árabe.
 Nos explicó que hacía poco le habían citado para testificar en el juzgado contra un paisano acusado de talar ilegalmente en el bosque. A través de un interprete bereber-árabe, Hossein declaró en favor del encausado, pero entendía suficiente árabe para sospechar que el traductor, quien probablemente había sido sobornado, estaba tergiversando su testimonio de manera que condenaran a aquel infeliz. "Le expuse mi versión al juez con mis propias palabras", afirmó Hossein. El acusado salió absuelto.
 Hossein tuvo mucha suerte de contar con un traductor de oficio, una de las exigencias del Manifiesto Bereber. No obstante, en su afán de proteger a los bereberes de la discriminación por motivos lingüísticos, el manifiesto ignora otro problema capital: los marroquíes de habla árabe también se enfrentan a dificultades, especialmente en todo lo relacionado con el gobierno, donde está muy generalizado el uso del francés.

Fotografía Alexandra Boulat. Texto de la imagen: Una fiesta anual a las afueras de Imilchil congrega a los bereberes de los montes orientales durante tres días de vorágine comercial en los que se venden desde mulas hasta teteras o cebada, el principal cultivo de la zona. Aunque presumen de ser autosuficientes, los beréberes de las montañas tienen que recurrir a los mercados para conseguir productos básicos que no encuentran fácilmente, como naranjas, azúcar y medicinas.

 A nuestra llegada a Imilchil, decidí que necesitábamos otra mula. Driss y Khalid visitaron el mercado dominical y compraron un hermoso macho de color ébano. Al igual que la otra mula, parecía lo bastante fuerte como para recorrer los arduos caminos que teníamos por delante. Partimos, adentrándonos cada vez más en las montañas rosáceas y de aspecto lunar que conducían desde Imilchil hasta la meseta de Kousser, la tierra de los nómadas bereberes.
 Cuatro días después alcanzamos la altiplanicie, un mar de ondulaciones pétreas y valles que nos dejó tan agotados como lo hubiera hecho cualquier montaña. Al ponerse el sol nos aproximamos a la única vivienda que veríamos en la meseta. La madre de familia, Fátima, salió envuelta en el baturrillo de paños multicolores que visten las nómadas de etnia bereber. Le pedimos alojamiento; circunspecta, nos invitó a pasar.
 Nos sentamos a tomar el té en la sala de estar, una habitación fresca situada al lado del telar en el que Fátima tejía alfombras con la lana de sus ovejas. Mientras su marido trabaja como jornalero en la cercana Zaouia Ahansal durante el verano, ella y Alí, su hijo de 15 años, se quedan en el monte para cuidar de sus pequeños hatos de cabras y ovejas, además de unos cuantos pollos. Una situación habitual que deja a las mujeres bereberes a cargo de la casa durante varios meses consecutivos.
 Fátima me había visto llegar a lomos de una mula, y ahora nos relataba que recientemente una muchacha se había caído de su cabalgadura y había muerto, ya que no había ningún médico en las proximidades para asistirla, ni tampoco forma de avisarlo. En el Alto Atlas escasean los facultativos y prácticamente no hay farmacias, teléfonos ni estafetas de correos, circunstancia nada sorprendente habida cuenta de lo abrupto que es el terreno. Pero los bereberes citan estas deficiencias como prueba de que el gobierno ha eludido desarrollar la región a fin de mantener todo el poder en sus manos.
 "Ningún rey ha subido nunca hasta aquí a ver cómo vivimos –denunció Fátima, tapándose el tatuado mentón con su pañuelo verde–. Nuestros representantes en el Parlamento sólo se dejan caer en época electoral para hacer promesas que jamás cumplen." Acto seguido emitió una letanía de quejas: los funcionarios de la administración local roban los fondos enviados desde Rabat para la construcción de carreteras (lo que la obliga a caminar cinco horas hasta la pista de tierra más cercana), el suministro de agua (el pozo más próximo está a una hora de camino) y la apertura de dispensarios (no hay más que un hospital en Azilal, a una distancia de diez horas). Y a estas carencias había que añadir la sequía.
 Fátima nos contó que durante el reinado de Hassan II, 300 bereberes se congregaron en Ouaouizarht para ir a Rabat y protestar por la desidia administrativa. El gobernador provincial envió soldados para detenerlos. La aparición del ejército dispersó a la multitud. Desde entonces nadie se ha atrevido a proponer otra acción similar.
 Al caer la noche Fátima encendió un quinqué y, mientras en la marmita bullía un estofado de patatas y pollo, se puso a trabajar en el telar. Nos había hablado sin tapujos, como suelen hacer las mujeres montañesas de su etnia. Pero incluso los bereberes que son francos en otros asuntos procuran evitar, a diferencia de Fátima, las críticas directas al rey y al Parlamento. Esperan muy poco de su gobierno, y no manifiestan el menor interés por el movimiento que afirma actuar en su nombre dentro de las ciudades.
 "El movimiento amazigh [bereber] es mera palabrería –sentenció Khalid–. En estos parajes a nadie le importa." Inquirí si estaba a favor de que enseñaran el bereber en las escuelas, y su respuesta fue negativa. "Los bereberes queremos mantener nuestra lengua en secreto, pero la gente de ciudad desea conocerla para hacer negocios en el campo." Driss disentía, y dijo esperar ilusionado el día en que todos los marroquíes aprendiesen bereber. Ambos hombres discutieron en el transcurso del viaje, lo cual tomé como un indicio de lo difícil que era que los bereberes rurales y urbanos se pusieran de acuerdo en nada, desde el Manifiesto Bereber hasta los turnos para lavar los platos.
 "¡Vaya a informar al mundo de la desgracia de los nómadas!", me encareció Fátima a las siete de la mañana del día siguiente, cuando comenzamos la última etapa de nuestro recorrido.

Fotografía de Alexandra Boulat. Texto de la imagen: Las mujeres de Anefgou lloran la muerte de un anciano miembro de su comunidad. Ligadas al campo por la tradición y la falta de estudios, las mujeres llevan "el peso de la casa", según la investigadora de la GEOGRAPHIC Marisa Larson, que ha trabajado en la región con los Cuerpos de Paz. Ellas aran los campos y crían a los hijos, mientras que sus hombres se emplean cada vez más en las ciudades.

 Unos magníficos estratos verticales de piedra caliza anunciaban las cascadas de Imouzzer de Ida Ou Tanane, situadas encima del pueblo homónimo. Hacía 51 días que habíamos abandonado Midelt. Una vereda conducía hasta las cataratas, y Driss y yo la seguimos tras dejar a Khalid al cuidado de las mulas. Al llegar no nos encontramos con los espléndidos torrentes que había visto precipitarse en las fotografías, sino con un hilo de agua vertiéndose por el saliente rocoso en una balsa llena de musgo. La sequía que afectaba al Alto Atlas había incitado al gobierno a desviar el río para el riego, poco menos que dejando secas las cascadas.
 La escena encerraba cierto simbolismo. En nuestro viaje habíamos atravesado un terreno abrupto, tan reseco y desolado como solitario. La falta de lluvia y la miseria fuerzan a los bereberes a trasladarse de las montañas a las ciudades, donde necesitan el árabe para defenderse, y el francés, para prosperar, y donde adoptan la cultura urbana en un esfuerzo de integración. La hambruna, como había comprobado en mi caminata, amenaza más que ningún otro factor la cultura del Atlas.
 Miré a Driss, que tantas veces había expresado el deseo de ayudar a su pueblo. Si a las analfabetas gentes de las montañas no les interesa el movimiento bereber, con sus tendencias laicas y francófilas, los ciudadanos cultos como Driss lo encarnan a la perfección. Pero en nuestras últimas semanas de convivencia me reveló una esperanza más práctica: la emigración a Canadá. "En Marruecos no tengo futuro", dijo, refiriéndose al lamentable estado del turismo en su país.
 Naturalmente, los bereberes del Alto Atlas no tienen esa opción. A los millares que se mudan a las ciudades, Marruecos les ofrece una penosa existencia: chabolismo en los arrabales de Casablanca o Rabat y la batalla constante por unas monedas con las que sobrevivir. También a los bereberes que se quedan atrás les aguardan hambre y penalidades. Pero cuentan con la sólida roca del hogar bajo los pies, la tranquilidad absoluta y el orgullo inalterable de la "persona libre".

Fotografía de Alexandra Boulat publicada en la revista National Geographic España (Enero 2005). Texto de la imagen: Tras reencontrarse con su abuela en Taarart, este joven no tardará en volver a Rabat, donde deberá ganar dinero para mantener a su familia en el Alto Atlas. El futuro de los bereberes se apoya cada vez más en estos emigrantes. ¿Pueden ellos contribuir a la supervivencia de sus aldeas? Y, a medida que se adapten a la vida en la metrópoli, ¿abandonarán la cultura bereber… o alimentarán su renacimiento?

*Pueden leer el relato que escribí en homenaje a Alexandra Boulat pinchando sobre el siguiente enlace:
https://cartadesdeeltoubkal.blogspot.com/2016/02/homenaje-alexandra-boulat.html

Alexandra Boulat fotografiada por Jerome Delay (AP)

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Nota: La música del vídeo pertenece al libro CD Cantos y danzas del Atlas (Marruecos) de Miriam Rovsing Olsen, editado por Ediciones Akal en 1999 dentro de la colección Músicas del Mundo. Una verdadera joya que adquirí en la librería Áncora un 23 de febrero del año 2000, y de la que ya les hablaré otro día.