jueves, 28 de diciembre de 2023

LA PAGA DEL SOLDADO


La paga del soldado, de Antonio Hernández Palacios
Fotografía: Pedro Delgado

Mi suegro tenía las paredes de su casa llenas de fotografías familiares, sobre todo de sus hijos y sus nietos. Entre todas aquellas instantáneas, la que más atraía mi atención, quizás por ser un rostro desconocido para mí, era la de aquel soldado uniformado que, sentado en actitud relajada, parecía cruzar su mirada con la mía. Un retrato de cuerpo entero en blanco y negro que actuaba sobre mí como un imán.

 Una vez le pregunté a Enrique por aquel hombre, y me dijo que era un pariente suyo que había luchado en la Guerra de Marruecos, más, como suele ocurrir cuando uno no los anota, olvidé los detalles.

 Tal vez por ello, pensaba continuamente en ese militar al leer La paga del soldado (Ponent Mon, 2018), de Antonio Hernández Palacios.

La paga del soldado, de Hernández Palacios
Editorial Ponent Mon

 La Guerra de Marruecos tuvo tales características y tal dimensión, que uno no llega a comprender que permanezca tan olvidada. No me cabe duda de que de haber sido ingleses o estadounidenses los que se enfrentaron a los rifeños, se habrían escrito más libros y rodado más películas sobre esas campañas.

Antonio Hernández Palacios en el estudio de su casa
Años 70, archivo fotográfico de la familia del autor

 La paga del soldado recrea la campaña de 1909 en cinco historietas, con dibujo y guión a cargo de uno de los grandes del cómic que hemos tenido en España: Antonio Hernández Palacios (Madrid, España, 1921-2000), autor de obras tan destacadas como Manos Kelly, Mc Coy o El Cid.

 Y por si no bastara con ello, ni con el exquisito mimo con el que está editada la obra (basta ver las guardas impresas con el mapa del Protectorado Español en Marruecos y el croquis del teatro de operaciones en Melilla del Cuerpo del Estado Mayor), la editorial Ponent Mon ha tenido el acierto de arropar las viñetas y los guiones de Hernández con una serie de dosieres históricos, intercalados entre cada historia, que enriquecen tremendamente la lectura. A cargo de ellos, los historiadores José Manuel Guerrero Acosta y César Labarta Rodríguez-Maribona, y para complementar sus aportaciones, se incluyen fotografías, cuadros, mapas y portadas de revistas de la época que tienen un inmenso valor histórico.

Hernández Palacios realizó veinte planchas que conforman cinco episodios basados en hechos reales de la campaña militar de Marruecos que se desarrollaron entre julio y diciembre de 1909. Estos acontecimientos se desencadenaron prácticamente nada más iniciarse el establecimiento del llamado Protectorado Español en la zona norte de Marruecos, que estaba formado por las regiones del Rif, el Kert y la Yelaba. Esta zona fue asignada a España en la conferencia internacional de Algeciras de 1904, donde se repartió un país con un amplio territorio prácticamente desatendido por la autoridad del Sultán. La zona norte era la más atrasada y agreste y estaba poblada en gran parte por diferentes tribus –denominadas cabilas– de origen berebere, muy opuestas a cualquier forma de autoridad, incluida la del propio sultán marroquí, que era en nombre de quien iba a actuar la administración española.
 La campaña de 1909 fue una guerra impopular, que llegaba al iniciarse un nuevo siglo, para sumarse al largo rosario de conflictos del siglo anterior: el final del imperio de ultramar, las guerras civiles carlistas, la guerra y pérdida de Cuba y Filipinas. Un ataque de los rifeños a los obreros que construían un ferrocarril minero cerca de Melilla provocó el primer encontronazo con la escasa guarnición militar de la plaza. El gobierno acudió en el mes de junio a la movilización de reservistas para reforzar el ejército, hombres que ya habían finalizado su servicio militar obligatorio, lo que provocó manifestaciones de las familias de los soldados y desembocó en graves desórdenes de orden público en varias ciudades, los más graves en Barcelona.
 Mientras tanto, se enviaron tropas a ocupar distintas posiciones en el extrarradio de la ciudad de Melilla, lo que causó la insurrección generalizada de todas las cabilas de la zona.

Blocao construido por las tropas españolas
Campaña de Marruecos 1909

***
El soldado español del ejército regular que reflejó Palacios en sus historietas llegaba a Marruecos con poca motivación y escasa moral de combate. Procedentes mayoritariamente del mundo rural y del proletariado de las ciudades, muchos dejaban atrás a familias con graves problemas de subsistencia. El injusto sistema de la «redención en metálico», que permitía eludir la guerra a quien podía pagar la fuerte suma de dinero necesaria (2.000 pesetas de la época), era un motivo más de desánimo. La presión social, las críticas desde sectores de la política y desde dentro del propio ejército derogaron el sistema de redención en 1912, aunque se estableció el del soldado de cuota, que, en la práctica, era casi lo mismo. La ley de reclutamiento de 1921 declaró el servicio militar universal sin excepciones, aunque continuó habiendo formas de eludir la incorporación a filas mediante influencias y corruptelas, de manera que siguieron siendo las clases populares las que constituían el grueso de la recluta.

Evacuación de un herido. Campaña de Marruecos de 1909

En cuanto al enemigo, los guerreros rifeños que componían las harkas que se enfrentaban a los españoles, cabe decir que eran unos hombres duros, acostumbrados a una vida de privaciones y guerras contra sus vecinos para sobrevivir. Conocían perfectamente el terreno en que combatían, recorrían grandes distancias rápidamente y sabían moverse con sigilo aprovechando chumberas, piedras y matas para emboscarse bajo sus chilabas de colores pardos. Solo necesitaban una magra ración de alimentos al día y apenas agua. Su más apreciado tesoro era su arma, «la fusila», que disparaban con precisión letal. Era un enemigo imponente, al que los españoles solo podían vencer con la superioridad numérica y de fuego, más una maniobra flexible, enérgica y adaptada al terreno. Cualquier titubeo o retirada en precario eran aprovechados para causar elevados números de bajas y solían rematar a los heridos con puñales o armas blancas.

 La paga del soldado apareció por primera vez en la revista juvenil Trinca en el año 1972, y lo hizo en forma de episodios independientes en los números 41, 46, 48, 50 y 60.

Revista juvenil Trinca

 Su autor, quizás porque lo vivió en carne propia –con apenas dieciocho años sirvió en el Ejército Popular de la República, y ya en la posguerra fue uno de los tantos ex republicanos que se alistaron como voluntarios en la División Azul–, siempre mostró predilección por el combatiente abnegado sobre el que recae el peso de la batalla y el sufrimiento de la guerra, de ahí que siempre buscara dar voz a esos protagonistas anónimos de la historia o a esas héroes sencillos que, como el cabo Luis Noval Ferrao, acabarían por tener un monumento dedicado a su memoria en la Plaza de Oriente, frente al Palacio Real de Madrid.

Monumento al cabo Luis Noval Ferrao
Escultor: Mariano Benlliure
Plaza de Oriente de Madrid
Fotografía: Asqueladd

 Además, Hernández Palacios retrata los episodios valiéndose de una ingente documentación, lo que le da un marchamo de autenticidad a los hechos que retrata, sin entrar en ningún momento a juzgarlos.

 Una de esas acciones bélicas que retrata es la del combate de Taxdirt, ya al final de la campaña, cuando un escuadrón del Regimiento de Cazadores de Caballería Alfonso XII evitó una tragedia a la infantería que se replegaba. Un episodio que comparto aquí con los lectores para que aprecien la maestría artística de Palacios, su uso del color y de los volúmenes, así como su original técnica narrativa, donde el dibujo sobrepasa el mero espacio de la viñeta para invadir los márgenes contiguos.

La paga del soldado, de Antonio Hernández Palacios
Editorial Ponent Mon

La paga del soldado, de Antonio Hernández Palacios
Editorial Ponent Mon

 Ni qué decir que, acabada la lectura, la fotografía de aquel familiar siguió en mi cabeza, un retrato que, creo no lo he dicho antes, conservamos ahora en casa. Intrigado por saber si aquel soldado combatió en aquella campaña, o si fue en Annual u otra, le insistí a Lucía para que preguntara por aquel hombre a su familia paterna. Y como supongo que ustedes también estarán intrigados, les anoto aquí el resultado de sus indagaciones: El hombre de la foto es, nada más y nada menos, que su abuelo, Antonio Rodríguez Gálvez, el padre de mi suegro Enrique. Efectivamente, fue a la Guerra de Marruecos, pero no saben en qué año, y el uniforme que viste pertenece al regimiento de infantería nº 17.

 A la vuelta de Melilla, Antonio Rodríguez Gálvez entró a trabajar de encargado en las bodegas de vino 'los Ruiz' en Campanillas, donde seguramente brindaría por lo afortunado que fue, pues fueron muchísimos los que no regresaron.

Nota: Esta reseña está dedicada a Amiram Reuveni (1951-2023), fundador y director de la editorial Ponent Mon, que falleció el 20 de mayo de este año. Descanse en paz.

domingo, 17 de diciembre de 2023

GILGAMESH. MÁS ALLÁ DEL CONFÍN DEL MUNDO


Gilgamesh, de Annamaria Gozzi y Andrea Antinori (Ediciones Siruela)
Fotografía: Pedro Delgado
 Observábamos tan atentamente la Vía Láctea que cada estrella se convertía en cien, y cada una de las cien en otras tantas. Entonces nos hacíamos las eternas preguntas desde que el hombre se puso en pie en algún lugar de África, quizá en un rincón desolado del lago Turkana, de aguas de color jade infestadas de cocodrilos. ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Hay vida después de la muerte? Preguntas tan antiguas como la épica de Gilgamesh, el primer relato literario conocido, en el que el joven e impetuoso rey de Uruk, desesperado por la muerte de su compañero Enkidu, decide partir a los confines del mundo en busca de la planta de la inmortalidad.

Casualmente, después de leer estas líneas en El impulso nómada (Galaxia Gutenberg, 2021), las apasionantes memorias de Jordi Esteva, me topé con un álbum ilustrado que versa sobre el rey sumerio.

 El encuentro ocurrió en la sección infantil de una librería, la portada llamó mi atención y me senté en uno de esos taburetes de colores que tienen allí colocados para los niños. Aquel era un álbum ilustrado en el que se conjugaban textos e imágenes, uno de esos libros que, según Babelia, gozan de tan buena salud en el ámbito de la literatura infantil.

 Aunque conocía la figura de Gilgamesh, su historia se había difuminado en mi mente, como si una espesa niebla hubiera cubierto los actos de su vida, de ahí que me pusiera a leerlo.

Guardas de Gilgamesh (Ediciones Siruela, 2023)
Fotografía: Lucía Rodríguez

Gilgamesh, de Annamaria Gozzi y Andrea Antinori
Fotografía: Lucía Rodríguez

Inicio de Gilgamesh. Más allá del confín del mundo
Fotografía: Lucía Rodríguez

 El libro se abre con un rey que llora y vela el cuerpo inmóvil de Enkidu, y los que hemos pasado por la devastación de perder a un amigo, empatizamos al momento con el rey Gilgamesh.

Había una vez un rey que lloraba.
Había perdido a su mejor amigo.
¿Cómo se puede perder un amigo?
Los amigos siempre están ahí.
–Enkidu –llamaba el rey–. Enkidu, responde.
Y al rey ya no le importaba nada ser poderoso y gobernar una ciudad toda dorada si su amigo seguía mudo. Inmóvil.

 Nunca nos sentimos tan aturdidos y desvalidos, ni nos parece el mundo tan cruel y desapacible como cuando perdemos a un amigo. Es un dolor físico.

 Abatido, Gilgamesh ya no puede permanecer sentado tranquilamente en su trono y, abandonando la ciudad dorada, se embarca en la aventura de buscar la inmortalidad.

Gilgamesh navegando hacia el confín del mundo
Fotografía: Lucía Rodríguez

Y cuando comprendió que nunca más despertaría, partió hacia el confín del mundo.
Porque se rumoreaba que más allá vivían un hombre y una mujer que  nunca habían muerto ni iban a morir.
Gilgamesh quería conocerlos para recuperar a su amigo perdido y vencer el miedo a aquel sueño eterno. Un sueño que, algún día, le llegaría también a él.
–No vayas –le dijeron los sabios del reino–. Nunca nadie ha regresado.
Pero el rey se marchó.
Vagó durante días y atravesó las noches.
Su barba creció hasta cubrirle el pecho.
Su pelo se llenó de canas, se le hundieron las mejillas.
Y el rey seguía buscando.

Custodios de la Montaña del Sol
Fotografía: Lucía Rodríguez

 Tras atravesar la Montaña del Sol por sus oscuras y peligrosas galerías, el soberano llegará al Jardín del Sol y a las playas donde, en un palafito, la cantinera de los dioses escancia vino en copas de plata. «Quien se ha marchado ya no puede volver. La vida que buscas, no la encontrarás. Bebe, olvida y regresa a tu ciudad», le aconsejará ésta. Pero Gilgamesh no cede en su empeño. Quiere conocer a quien nunca a muerto, y para ello está dispuesto a todo.

– [...] Estoy dispuesto a todo. Y ahora que ya casi he llegado, nada podrá detenerme.
–¿Que casi has llegado? –La mujer se rio–. Para llegar a la Lejanía, tendrás que cruzar el Mar de la Muerte, el más vasto de todos los mares, cuyas aguas están envenenadas. Nadie puede cruzarlo. [...]
–Ayúdame –suplicó el rey–. Enséñame a cruzar esas aguas.
A la mujer, que solo conocía las necesidades de los dioses, le sorprendió la desesperación humana del rey.
–Ve al bosque –le dijo–, construye una barca honda que te proteja. Luego corta ciento veinte pértigas para hacer los remos. Los necesitarás todos. Cada vez que una madera toque las aguas mortíferas, deberás soltarla y usar otra, y otra más...
El rey trabajó día y noche en el bosque, hasta que la barca y los remos estuvieron listos.

Gilgamesh preparándose para cruzar el Mar de la Muerte
Fotografía: Lucía Rodríguez

Gilgamesh cruzando el Mar de la Muerte
Fotografía: Lucía Rodríguez

 No les contaré más para no desvelarles la historia, esa que el propio Gilgamesh mandó grabar en tablillas de arcilla para conservarlas en la memoria; un tesoro arqueológico que fue descubierto, a mediados del siglo XIX, en Irak, la antigua Mesopotamia, y que el inglés George Smith logró descifrar en 1870. «Soy el primer hombre que ha leído esto tras miles de años de olvido», dijo. Tras muchas excavaciones, viajes y estudios, se lograron reunir las tablillas que devolvían a la vida la epopeya de Gilgamesh, soberano de la ciudad de Uruk, la primera ciudad del mundo antiguo. Por cierto que las gestas de Gilgamesh están incompletas, pues aún quedan fragmentos de la saga durmiendo bajo tierra a la espera de ser descubiertos.

La última tablilla fue hallada recientemente y añadió información a los acontecimientos de una historia de la que se sigue hablando y que no deja de sorprendernos.

Gilgamesh. Más allá del confín del mundo (Ediciones Siruela)
Fotografía: Lucía Rodríguez

 Porque es parte de la vida, la muerte abre y cierra Gilgamesh. Más allá del confín del mundo (Ediciones Siruela, 2023), de la escritora Annamaria Gozzi y el ilustrador Andrea Antinori, en una traducción del italiano de Ana Romeral Moreno. Unas páginas que nos hablan de la existencia, con su dolor pero también con su parte de luz.

Nota: Como no podía ser de otra manera, esta entrada está dedicada a los amigos ausentes.

martes, 21 de noviembre de 2023

VIAJAR TIENE QUE VER CON LA MUERTE


Breviario del viejo corredor, de Lluís Alabern (Ediciones Siruela)
Fotografía: Pedro Delgado

Recientemente reseñé Breviario del viejo corredor (Ediciones Siruela, 2023), de Lluís Alabern, en mi otro blog, Calle 1, dedicado al atletismo y otros deportes. En las páginas de ese breve ensayo, me encontré con estos dos textos que, por la referencia que hacen al viajar y al caminar, he querido compartir aquí con ustedes.

Correr tiene que ver con la muerte. Macfarlane narra cómo al final de sus días, su abuelo, gran trotador, explorador, aventurero, arrastraba los pies al andar, se ayudaba de bastones y redujo los paseos a un radio que apenas lo alejaba unos metros de su casa. En esa misma época, paradójicamente, sus hijos, bisnietos del abuelo, «pasaron de arrastrar los pies a dar zancadas» y de ahí a corretear por los campos. Solo la muerte frena el trote. Pero ahí, donde se para en seco el trotar, empiezan las zancadas de los siguientes. Claudio Magris, en el prefacio de El infinito viajar, recuerda el status viagiotoris del hombre, su condición existencial de caminante. Viajar tiene que ver con la muerte, nos dice, pero también con diferirla, «aplazar lo máximo posible la llegada, el encuentro con lo esencial [...], el momento del balance definitivo y del juicio. Viajar no para llegar sino por viajar, para llegar lo más tarde posible, para no llegar posiblemente nunca».
 Corremos por correr, y porque correr es dibujar cerca de la muerte. Cuando corro vivo el instante. Apenas pienso en la siguiente zancada. Correr es una forma de habitar el presente, una forma de ser, a sabiendas de que nada de lo que nos rodea nos pertenece. También es la manera en la que le decimos al presente que no le pertenecemos. Porque somos nómadas, estamos en movimiento, y solo importa la siguiente zancada.

Claudio Magris. Fotografía: Danilo De Marco

***
En noviembre de 1974 le comunican al director de cine Werner Herzog que Lotte Eisner está gravemente enferma en París. Herzog, sin apenas pensarlo, decide partir de Múnich caminando al encuentro de la «Eisnerin», como llamaban afectuosamente en los corrillos del cine alemán a la afamada ensayista. Lotte Eisner había publicado los primeros estudios sobre Murnau y Lang, así como el famoso trabajo sobre cine expresionista titulado La pantalla demoniaca (1952). Herzog dedicó dos de sus films a la Eisnerin e incluso llegó a utilizar su voz de narradora en la película experimental Fata Morgana (1970). Ante la noticia de la gravedad de Lotte Eisner, Herzog resuelve ir a verla andando hasta París. Herzog dedica un libro a ese desplazamiento chamánico, el texto de culto Del caminar sobre hielo. 

Del caminar sobre el hielo, de Werner Herzog
Editorial Gallo Nero, 2015

No importa realmente si la crónica del mismo es absolutamente veraz, si pudo recorrer la distancia entre Múnich y París en un mes, como sugiere. Lo importante es la idea del caminar como conjuro, la relación del hombre con el paisaje, el carácter metafísico del camino. «Tomé una chaqueta, una brújula, una bolsa de deporte y los enseres indispensables [...]. Me puse en camino hacia París, por la ruta más directa, convencido de que, yendo a pie, ella sobreviviría». El caso es que Lotte Eisner, anciana y enferma, vivió nueve años más. Herzog explicó en alguna entrevista, que también había recorrido mil kilómetros a través de los Alpes, hasta llegar a la frontera con Eslovenia, para pedir la mano de la que sería su esposa. «Hago a pie todas las cosas esenciales de la vida».
 Bruce Chatwin decía que las drogas eran vehículos para gente que había olvidado caminar. Chatwin también creía que el viaje a pie era un acto primario, una posible cura para la melancolía, una forma primigenia de vagabundeo existencial. Suponemos que la religión es una respuesta a la angustia, una respuesta a la desazón que genera la vida sedentaria. El nomadismo, según lo entiende Chatwin, satisface alguna aspiración humana básica que el sedentarismo no colma.

Bruce Charwin leyendo en la estación de Parakou, Benín, en 1976
Fotografía: John Kasmin

Nota: Pueden leer la reseña de Breviario del viejo corredor, clicando sobre el siguiente enlace:

https://pedrodelgadofernandez.blogspot.com/2023/11/breviario-del-viejo-corredor.html

Breviario del viejo corredor, de Lluís Alabern
Siruela Biblioteca de Ensayo
Fotografía: Pedro Delgado


lunes, 23 de octubre de 2023

EL MIRADOR DE LOS PEREZOSOS


Dedicatoria de Sergio Barce en mi ejemplar de El mirador de los perezosos
Fotografía: Pedro Delgado

Estaba oscuro todavía cuando el escritor salió de Málaga. Condujo en dirección a Tarifa con la música de Rachid Taha. No había tráfico a partir de Marbella, y no cambió de CD hasta ver en el horizonte los molinos de viento, ese ejército de aerogeneradores que aprovecha el elemento que distingue a la ciudad. Ahora sonaba Ennio Morricone, y ya estaba clareando.

 El tráfico volvió a hacerse denso cerca del puerto, y al llegar a la altura del castillo califal un operario le hizo señas para que se pusiera en la cola de embarque. Quitó la música, apagó la calefacción y bajó la ventanilla del coche. Entró el aire frío, pero al escritor, que tenía la chaqueta puesta, pareció no importarle. Durante un rato contempló a su izquierda los muros de la fortaleza, gruesos e imponentes. A esa hora todavía no asomaba nadie por detrás de las almenas. Un tipo uniformado recorría la larga fila de autos revisando los billetes. El escritor lo vio venir y buscó su pasaje en el maletín de cuero que llevaba. Cuando el hombre llegó, observó su billete, pero ellos apenas se miraron. Sí confrontó su mirada con el policía al pasar la aduana. El agente de la cabina pareció reconocerlo y lo saludó sin pedirle que le mostrase el pasaporte. El buque ya estaba amarrado, y en cuanto abrieron la puerta de embarque, los conductores encendieron sus motores y, lentamente, empezaron a moverse. Algún capullo hizo sonar su claxon. Los niños del coche de delante del escritor habían salido a juguetear, y la madre los llamó a gritos. La mujer era marroquí, y llevaba una chilaba, arrugada después de quién sabe cuantas horas de viaje. Tenían la baca hasta los topes, y el escritor mantuvo las distancias al arrancar, temeroso de que aquel auto sobrepasase la altura permitida y lo sepultasen todos aquellos bultos. No sucedió así, y entró al buque sin ningún percance. Avanzó por las tripas de la nave y se detuvo donde le indicó otro operario. Luego cerró el coche y subió por unas escaleras hasta uno de los salones. Pisó los pasillos alfombrados y se sentó en una de las butacas, junto a la ventana. Resopló al hacerlo, como si hubiese superado una dura prueba.

 El buque zarpó tras lo que le pareció una corta maniobra, y se levantó para ir a la cafetería. Pagó un café y una napolitana, muchísimo más caros que en tierra. Los productos parecían de máquina, y los consumió a disgusto. Subió a la cubierta, el cielo estaba nublado y al acodarse en la barandilla se ajustó el nudo de la bufanda y se subió el cuello de la chaqueta. Permaneció allí en silencio. El puerto había quedado atrás hacía rato, pero aún se veía un pedazo de la costa, el perfil de Tarifa.

 El mar estaba encrespado y al escritor le dio por pensar en su futura jubilación, en problemas financieros y en él mismo: sus dudas, sus inseguridades. En Málaga se sentía derrotado, frustrado, atado al trabajo, al cansancio de la noche, en Tánger y en Larache era otro hombre. La pose del escritor lo salvaba de la depresión, lo elevaba. Desde el púlpito no se sentía tan viejo, no le importaban las canas ni las dioptrías ni el nacimiento del pelo sobre la frente que retrocedía paulatinamente año tras año, los problemas de columna, la rodilla... Aquel horror por el que debíamos pasar parecía hacerse más liviano al otro lado del estrecho, ante un auditorio que esperaba expectante que les hablara de sus historias y relatos, porque el escritor iba a Tánger a presentar su último libro, El mirador de los perezosos, en el Instituto Cervantes. Tener que vender sus propios libros, porque el distribuidor no trabajaba en Marruecos, no le gustaba, pero presentarlos sí. Hablar de sí mismo y de sus relatos, reencontrarse con los amigos, con Meriem tal vez... La contra estaba en el paso de la aduana, que le encontraran aquella cantidad de libros en la maleta, que le hicieran pagar por introducirlos en el país... El escritor suspiraba por dedicarse exclusivamente a escribir, sin tener que dedicarse a llevar la contabilidad de aquellas horrendas comunidades de vecinos. También suspiraba por tener una editorial de las de toda la vida que se encargase de todo. Escribir y no pensar en nada más. Pero los años iban pasando y su momento no terminaba de llegar. Mientras tanto, elaboraba relatos que saciaban a sus fieles lectores, muchos de ellos nacidos en Larache, donde el escritor se crio. La vuelta a España en 1973, diecisiete años después de la independencia de Marruecos, la marca en la piel, como de nacimiento.

 Harto de tanto mar y de tanto pensar, bajó de nuevo a los salones y se adormeció en uno de los asientos con la vibración del barco. Para cuando abrió los ojos ya estaba llegando a Marruecos. Corrió al mostrador de la policía marroquí para sellar su pasaporte, el agente le afeó la hora y él se disculpó. A través de los altavoces le llegó el aviso de que ya podían bajar a la bodega los pasajeros que viajaban con coche. Se encaminó hacia las escaleras, en la puerta de salida de los que iban a pie ya se aglomeraba la gente esperando para ser los primeros en salir. Desde las ventanillas pudo ver el dibujo de la ciudad, desparramada tras el mar, y el escritor sintió una felicidad inmensa. La sensación de volver a casa.

 Abrió el coche y se sentó sin arrancarlo. Luego dieron la orden de salir, y aquello pareció la carrera de Oklahoma. Al poco, los autos otra vez detenidos en la Aduana para comprobar los papeles de los vehículos. El policía le preguntó si tenía algo que declarar, y él le dijo que no. El agente hizo ademán de pedirle un cigarrillo, y el escritor le dio el paquete entero. «Puedes quedártelo, jay», le dijo al pasárselo, y el policía le respondió con un «shukran» y un ademán con la mano para que siguiera adelante.

 Salió del puerto, condujo sin poner música hasta el hotel Rembrandt y aparcó con dificultad en el parking del establecimiento, maniobrando entre las columnas. En la recepción lo atendieron con familiaridad, y tras unas frases de cortesía dejó su pasaporte sobre el mostrador y le entregaron la llave de la habitación 409.

 Lo que le ocurrió dos días después al escritor en ese cuarto, sólo lo sabrán los que lean Hotel Rembrandt, uno de los diez relatos de El mirador de los perezosos (Ediciones del Genal, 2022), de Sergio Barce, el escritor al que me refiero en mi narración. Espero que a él no le importe que cambie la frialdad del avión por la calidez del barco, más tratándose del legendario Ibn Batuta.

Un libro que sabe a té verde con hierbabuena y dulces marroquíes
Fotografía: Pedro Delgado


domingo, 8 de octubre de 2023

EL HOMBRE DEL KALÁSHNIKOV


Todo por decir, de Tomás Alcoverro en mi mesita de noche
Fotografía: Pedro Delgado

La vez que me topé con la portada de este libro, en una librería del centro, se me removió algo por dentro. Yo también tenía una fotografía con un kaláshnikov en las manos, y se me despertaron recuerdos dormidos. La instantánea de la portada se había tomado en Beirut, la capital del Líbano, y la mía en Trípoli, 68 kilómetros más al norte. El kaláshnikov, el arma de las revoluciones, haciendo el papel de la Magdalena de Proust.

Pedro Delgado en Trípoli (Líbano, agosto de 1993)
Fotografía: Archivo personal de Pedro Delgado

 Miro mi fotografía, fechada en agosto de 1993. Yo tenía 27 años y un deseo de aventuras que todavía no me ha abandonado. Pero hoy no voy a hablarles de mí, sino del corresponsal Tomás Alcoverro, el protagonista de Todo por decir (Ediciones Carena, 2022).

Tomás Alcoverro
Fotografía: Archivo personal de Alcoverro

 Tomás Alcoverro Muntané (Barcelona, 1940) es un histórico de los reporteros de guerra. Periodista en activo de La Vanguardia, es el corresponsal occidental que más tiempo lleva viviendo y escribiendo desde Oriente Medio. Cincuenta años, que han dado para unas diez mil crónicas y reportajes.

 Todo por decir no es un ensayo o una biografía al uso, sino una larga entrevista realizada por el también reportero de la sección de internacional del diario La Vanguardia, Plàcid Garcia-Planas (Sabadell, 1962). Durante el otoño de 2022, entre la primera y la segunda ola de la pandemia, Plàcid y Tomás charlaron varias horas por Skype, el primero desde Barcelona, y el segundo desde Beirut. Este libro es fruto de la grabación de esas largas conversaciones.

 ¿La magdalena de Proust, lo que despierta las sensaciones dormidas, era un kaláshnikov?
 Una magdalena y un kaláshnikov pueden provocar el mismo efecto. Lo cierto es que, al ver la foto, me emocioné. Yo debía de tener treinta y seis años, y la guerra del Líbano apenas empezaba sin que nadie lo supiera.
 Sé de qué hablas: nadie lo creía. Nadie imaginaba que toda una generación viviría enganchada al kaláshnikov.
 La guerra comienza y todo el mundo piensa que será algo que va a durar pocos días, una semana. La gente creía que la guerra se contaba por rounds, como los combates de boxeo. A nadie se le ocurrió que aquello duraría quince años.
 El kaláshnikov sirve para matar. Es un arma.
 Era el arma de los pobres. Kaláshnikov quería decir palestinos, quería decir musulmanes, quería decir prosoviéticos, quería decir prosirios, quería decir prorevolucionarios... Hasta los cristianos de Beirut se lo hicieron suyo, y al final el kaláshnikov ya lo quería decir todo. La vida y la muerte y todo lo que hay en medio.
Maia con Kaláshnikov. Obra de Guillermo Muñoz Vera
Óleo sobre lienzo montado sobre tabla. 70 x 100 cm [2008]
 Con aquel kaláshnikov tuviste la guerra en las manos por primera vez. Y en el alma, ¿cuándo la tuviste por primera vez?
 No mucho después, una noche de julio de 1976. Mientras dormía en casa.
 El sueño y la guerra, juntos, son muy raros.
 Dormía profundamente y dos explosiones tremendas me despertaron. Me arrastré por el suelo hasta el vestíbulo. Lejos de los balcones. Empezaron a oírse disparos de fusil tan cerca que creía que disparaban desde el portal del edificio. Agachado, volví al dormitorio y me metí debajo de la cama. Pero el tiroteo se intensificó hacia la parte trasera del edificio, donde estaba el dormitorio, y me arrastré otra vez hasta el vestíbulo. De repente, gritos del portero y ruido del ascensor que subía. Se me hizo eterno. ¿Se detendría en mi rellano?
 La guerra vino hacia ti en ascensor.
 Yo contenía la respiración mientras el ascensor iba subiendo. Piso a piso. ¿Sabes cuando algo se te hace infinito?
 ¿Dónde se detuvo?
 En el ático. Justo encima de mi dormitorio instalaron ametralladoras y empezaron a disparar. Un ruido espantoso.
 ¿Allí descubriste el miedo?
 Sí. En el ruido de un ascensor que sube.
 ¿Qué recuerdas del día siguiente?
 Un amigo que vivía cerca. Cuatro balas habían entrado en el salón de su casa y habían agujereado las cortinas. Venía a despedirse. Huía en coche hacia Siria.
 ¿Cómo te despides en un momento así?
 Me apretó la mano diciendo: «En Beirut hemos cometido muchas imprudencias».
 ¡Quedaban quince años de imprudencias!
 Quedaba todo.

 Desde Beirut, Tomás Alcoverro acabaría contando la guerra a miles de lectores, cubriendo todos los conflictos de Oriente Medio de los últimos cincuenta años. Sin embargo, la primera vez que visitó la ciudad en 1966, en un viaje en un Citroën 2 Caballos con unos amigos, esta le decepcionó. «Encontré Beirut muy occidentalizado. Demasiado artificial. Nos fuimos corriendo hacia Damasco, en Siria, para ver los zocos, los mercados genuinamente árabes. Buscábamos la autenticidad. [...] Beirut es hoy una ciudad mucho menos occidentalizada de lo que era cuando la descubrí».

 Y sin embargo, más de cincuenta años después, resulta que aún vives allí: ¿qué ha pasado mientras tanto?
 La respuesta no es demasiado brillante: la vida. Ha pasado la vida.

 Si quieren ustedes descubrir esa vida que ha pasado entre crónica y crónica, les recomiendo que se adentren en las páginas de Todo por decir, donde Alcoverro nos abre las puertas de su casa.

 ¿Qué es una casa para ti?
 Un refugio. Una trinchera. Sobre todo a medida que me he ido haciendo mayor. En árabe tienen la palabra beituti: hombre de casa. Haya vivido donde haya vivido, la casa siempre ha sido un rincón de concentración y libertad.

Tomás Alcoverro en su casa
Fotografía: Josep M Montaner

***
 Recuerdo que, una vez, hacia finales de los ochenta, viniste unos días a Barcelona y te pregunté si tenías miedo a ser secuestrado. Me comentaste que te habías hecho una foto con el líder de Hezbollah, por si acaso.
 Siempre la llevaba encima porque así, si alguien de Hezbollah me miraba mal, podía enseñarla y decir que era amigo del líder.
***
 En 1989, cuatro años después de ser secuestrado unas horas, un misil impactó en el comedor de la residencia del embajador Arístegui y le mató. Tú tenías que estar en esa comida.
 Aquella noche dormí en la embajada porque había hecho una entrevista al general cristiano Michel Aoun y cruzar de un lado a otro de Beirut era difícil. Al día siguiente, el embajador me pidió que me quedara a comer. Se lo agradecí, pero tenía trabajo. Insistió, pero no me quedé. El misil impactó de lleno en el comedor mientras almorzaban. Lo mató a él, a su suegro, a su cuñada y a su guardaespaldas. Y sí, yo tenía que estar comiendo en esa mesa.

 Afortunadamente, el azar salvó a Tomás Alcoverro en aquella ocasión, y pudo seguir escribiendo sus artículos. En uno de los primeros capítulos del libro, se hace mención a una crónica de la guerra de Iraq que redactó en el 2003, en la segunda Guerra del Golfo, cuando los periodistas esperaban el ataque estadounidense sobre Bagdad. «Todo el mundo sabe que el miedo se contagia, así que intenté separarme un poco del resto del grupo. Procuré aislarme, intenté vivir en mi habitación en la medida de lo posible, haciendo un esfuerzo para que el miedo de los demás no me perjudicara. Y de hecho, diría que a lo largo de mi carrera he hecho siempre todo lo posible por poner distancia con el miedo. Enfriarlo. Antes de que tuviera tiempo de congelarme a mí. Compré algunos grabados, flores, un pequeño kilim o estera, y un canario que me acompañó durante toda la guerra en esta habitación que convertí en mi casa. Escribí una crónica sobre el canario que algunos lectores recordaron más que cualquier otro texto sobre la guerra».

Crónica de Tomás Alcoverro con fotografía de Steven Senne
Diario La Vanguardia (Archivo personal del autor)

 Intrigado, he buscado en la red esa crónica, fechada el 23 de abril de 2003, y la he encontrado en la página personal del autor. Sin revelarles el final, les copio aquí el artículo para que lo lean. También la dirección de la página de Tomás Alcoverro para que curioseen en ella.

Memoria de la batalla de Bagdad o Historia triste del canario

Lo llamé simplemente Canari (canario, en árabe) al comprarlo en el bazar de los pájaros de Bagdad. El canario que había animado mi habitación del hotel junto a los libros y las flores reposaba en su humilde y sucia caja en esa suerte de guantera junto al cambio de marchas del amplio todoterreno que nos conducía a Ammán. Por esa carretera, que durante una década ha sido el cordón umbilical más fuerte de Iraq con el mundo exterior, apenas hay circulación; algún que otro convoy de prensa que va y viene entre las dos capitales árabes, y muy de vez en cuando, una patrulla de vehículos blindados del Ejército estadounidense de ocupación.

A ambos lado aún se ven carros de combate, autobuses y automóviles carbonizados. Hay puentes semiderrumbados y barricadas de piedras que hay que sortear en este largo trayecto de seiscientos kilómetros hasta la frontera jordana. En el poblado de Abu Garib, los saqueadores de Bagdad venden sus sacos de harina, de té indonesio, de azúcar, sus enseres robados, en la orilla de la carretera. Los parasoles y taburetes de piedra, construidos antaño para ofrecer un solaz a los viajeros para comer o vivaquear, han quedado intactos. Los marines siguen al cuidado de la desamparada frontera. Son ellos los que en inglés dan la bienvenida a este antiguo pueblo humillado con un insultante «Welcome to Iraq».

Cuando atravesé esta línea divisoria, dos policías iraquíes, de uniforme, uno de ellos tocado con una gorrita deportiva cuya visera cubría su nuca, quizá en un intento de rebajar su precaria función oficial, fingía leer los pasaportes de los viajeros acercándose con humildad a los vehículos. En este vacío puesto fronterizo ondea la bandera de Iraq y todavía están las grandes imágenes del rais.

¡Menos mal que no me llevé, como quería, la mano de bronce de la estatua derribada de Saddam Hussein de la plaza de Al Fardus, en la escenografía de la decapitación simbólica del régimen ante todas las televisiones del mundo y con el trasfondo de los hoteles Sheraton y Palestina, donde se alojaba la prensa! La mano de bronce de Saddam me hubiese creado una situación mucho más embarazosa que la que sufrí al hacer los desagradables y lentos trámites aduaneros para entrar en el reino hachemita de Jordania y dejar atrás Iraq.

Ante el expolio y los saqueos de Bagdad, las autoridades jordanas decidieron imponer un draconiano y minucioso registro de los equipajes de los transeúntes a fin de tratar de recuperar valiosos objetos de arte, antigüedades y piezas no sólo de museos y palacios, sino de muchas casas particulares. Corrió el rumor de que periodistas árabes y occidentales querían sacarlos de Iraq. Así, los libros en inglés sobre la historia contemporánea iraquí y una pequeña estatuilla con pie de mármol de un aguador, comprados por un puñado de dinares en la calle de Al Mutanabi, donde arman la feria de libros viejos y de segunda mano, me fueron decomisados sin contemplaciones. Pude salvar unas grandes fotografías de la juventud de Saddam Hussein y la matrícula del Volkswagen con el que se perpetró la tentativa de asesinato de 1959 contra el coronel Kassem, que había derrocado al rey Faisal.

Los que formábamos parte del convoy, organizado por mis amigos de France Presse, que ya habíamos sufrido las molestias de los marines que impidieron la entrada de nuestros vehículos en el hotel Palestina, padecimos la inapelable conducta de los aduaneros hachemitas.

Para mi desgracia, el viaje que al día siguiente debía emprender en avión desde Ammán a Beirut fue doloroso. Las autoridades aduaneras no distinguieron al principio en el aeropuerto el tampón estampado de la entrada, ni mi pobre canario tenía el certificado de un veterinario iraquí. Los representantes de la seguridad del aeropuerto además se alarmaron al encontrar casquetes vacíos de proyectiles norteamericanos, machacados y quemados, que me llevaba en la cartera como recuerdo de la batalla de Bagdad. No pude subir al avión. Viajé cuarenta y ocho horas después, una vez esclarecido todo y provisto el pájaro debidamente de su certificado de salud.

El sufrido Canari, que había salvado de la guerra, llegó muerto en su pobre jaula a Beirut, con su ojo derecho manchado de sangre, al ser aplastado por los bultos en la bodega del avión.

Tomás Alcoverro

Artículo publicado en La Vanguardia el 23 de abril de 2003

http://www.tomasalcoverro.com/

 La Guerra de los Seis Días, en 1967; el conflicto armado entre palestinos y jordanos de 1970, denominado Septiembre Negro; el golpe de estado de Háfez al Asad, en Siria; el funeral de Gamal Abdel Nasser, rais de Egipto; la llegada del imán Jomeini a Teherán, en 1979; o la invasión israelí del Líbano, en 1982, son algunos de los conflictos que nos contó Alcoverro, autor también de numerosas entrevistas a personajes de la talla de Josep Tarradellas, Arafat, Bashar al Asad o el rey Husein de Jordania. Junto a todo ello, toman fuerza en el libro algunos objetos, fetiches como el brazo de Sadam Husein, una máscara de la era de los faraones ptolomeicos o la pluma de Tito.

Tomás Alcoverro con guerrilleros palestinos en Trípoli (Líbano)
Fotografía: Archivo personal de Tomás Alcoverro

 Sin duda, este libro nos permite conocer de cerca la intrépida vida de los corresponsales en unos tiempos en los que no había teléfonos móviles y conseguir un télex era indispensable, a la vez que nos da las claves para entender el eterno conflicto de Oriente Medio.

 Cuando entrevisté a Bashar al Asad, presidente de Siria, quise hacerle una pregunta que me hacía temblar las piernas. Tenía miedo de que me echara de su despacho. Le dije: «¿Usted no cree, señor presidente, que después de todo lo que está pasando en Oriente Medio desde hace tantos años, la política, al menos en esta parte del mundo, se puede resumir en o yo te mato a ti o tú me matas a mí?»...
 ¿Te echó del despacho?
 No. Me dijo que sí, que es exactamente así.
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 ¿Eres optimista respecto a Oriente Medio?
 En los años setenta, en la oficina en Beirut de la agencia United Press International había un cartel en inglés que decía: «Lo peor está por llegar».

Nota: Si os gustó esta reseña, os animo a haceros seguidores del blog y a curiosear en los archivos del mismo, 179 entradas que dan para muchas horas de lectura.

lunes, 25 de septiembre de 2023

LA URUGUAYA


La uruguaya, de Pedro Mairal
Fotografía: Lucía Rodríguez

Me topé con La uruguaya en la biblioteca de la Colonia Santa Inés. Había ido a devolver unos deuvedés y a retirar unos álbumes de Hugo Pratt y de Hergé para mis hijos. A modo de expositor, la bibliotecaria había colocado sobre un par de mesas un montón de libros, y me acerqué a echarles un vistazo. Así fue que me encontré con La uruguaya. El título ya me sonaba, pues me lo había recomendado mi primo Sergio hacía unos años. Lo sostuve entre las manos. Leí la sinopsis en la contraportada y la biografía del autor en la solapa y luego miré el número de páginas y de capítulos que tenía: 142 y 11, unas cifras ideales para dar cuenta del libro en pocos días. La recomendación de mi primo, un sibarita de la lectura difícil de contentar, volvió a resonar en mi cabeza, y ya no lo solté. Además, cabía en el bolsillo trasero de mi vaquero, donde lo he llevado unos cuantos días.

 Leí La Uruguaya en el metro, camino de casa de mis padres, y mientras me desplazaba a pie al instituto, levantando de cuando en cuando la cabeza del texto para no chocar con ninguna farola. La idea inicial era leerle la novela a mis padres, pero antes quise avanzar yo en la lectura. Cuando me encontré en el segundo capítulo con el piercing en el sexo de la uruguaya y con aquel «–Hijo de puta. Quiero que me cojas.», descarté dicha idea.

Mi mano despacio por sus caderas, por su panza chata, la piel bronceada y el borde de la tanga de su bikini, mi mano ya en territorio comanche, un poco más allá, estaba depilada, y de pronto con la yema del dedo toqué algo no humano. Metálico. Un mínimo punto extraterrestre. Un arito. La miré a los ojos y le divirtió mi sorpresa. Guerra tenía un piercing en el clítoris.

 Demasiado atrevido para dos octogenarios. Sin embargo, yo no podía dejar de leer. Me había enganchado la voz en primera persona del narrador, ese escritor de cuarenta años que se despide bien temprano de su mujer y de su hijo pequeño para hacer un viaje de ida y vuelta en el día entre Buenos Aires y Montevideo, donde ha de cobrar unos anticipos de derechos de autor. Contrabandear su propia plata.

 Había abierto en abril la cuenta en Motevideo. Recién ahora en septiembre me llegaban los anticipos de España y de Colombia de dos contratos de libros que había firmado hacía meses. Si me transferían los dólares a la Argentina, el banco me los pesificaba al cambio oficial y me descontaban el impuesto a las ganancias. Si los buscaba en Uruguay y los traía en billetes, los podía cambiar en Buenos Aires al cambio no oficial y me quedaba más del doble. Valía la pena el viaje, incluso el riesgo de que me encontraran los dólares en la aduana a la vuelta. Porque iba a pasar con más dólares de los que estaba permitido entrar al país.

 A veces uno se pregunta si la historia es real o ficticia. Si es Pedro Mairal (Buenos Aires, 1970) el escritor que le larga toda la historia a su mujer o si Lucas Pereyra es un ente nacido de la imaginación del autor.

Pedro Mairal (Buenos Aires, 1970). Fotografía: Augusto Starita

 ¿Cuál es mi destreza? ¿Combinar palabras? ¿Armar frases elocuentes y expresivas? ¿Qué sabía hacer yo al fin y al cabo? Cada vez que gané guita en mi vida, ¿fue a cambio de qué? Juntar palabras en una hoja no me había dado mucha plata. Enseñar, un poco más, quizá. Mis clases en la facultad, mis cursos de redacción, mis talleres. El truco en los talleres era no intervenir demasiado, contagiar entusiasmo literario, dejar que la gente se equivoque y se dé cuenta sola, alentar, guiar, dejar que el grupo se mueva por su cuenta, que cada uno encuentre eso que está buscando y se conozca mejor. Algo así. Por eso me pagaban en instituciones y universidades. Pero ahora era distinto, ahora me estaban dando plata para que me sentara a escribir. Les quedaba debiendo. Y la deuda era algo invisible que estaba oculto en mi cerebro. Una sucesión de imágenes relatadas que debían salir de mi imaginación. Aquello con lo que yo tenía que pagar no existía, no estaba en ningún lado. Había que inventarlo. Mi moneda de cambio eran una serie de conexiones neuronales que irían produciendo un sueño diurno, verbal. ¿Y si no funcionaba esa máquina narrativa?

 Las cosas no le van bien a Pereyra con su mujer, y éste pretende aprovechar el viaje para reencontrarse con Guerra: Magalí Guerra Zabala, la uruguaya, a la que una vez conoció en un festival literario en Valizas.

 Hay dos o tres frases de Guerra que me quedaron sonando en un eco de meses y atravesaron el invierno sin apagarse. Esa fue una. Vamos más lejos.

 Retirar el dinero y quedar con ella. Tomar algo primero y encerrarse después en la habitación de un hotel. Visitar a última hora de la tarde a Enzo Arredondo, su viejo profesor del taller literario, y coger el buque de vuelta a las nueve de la noche.

 Entré en uno de los cubículos de los inodoros pero no tenía traba, me metí en otro y tampoco. Tenían la traba pateada. Le di la espalda a la puerta para que no se abriera y saqué de la mochila el cinturón de viajero para la plata. Guardé rápido el fajo dentro con el cierre y me lo puse alrededor de la cintura. Me desabroché el pantalón. El fajo me quedaba contra el pubis. Ajusté el elástico y cerré encima el pantalón. Quedé como una mula que trata de pasar droga por la frontera. Me miré, me alisé la ropa. Parecía un poco de panza, pero con el suéter y la remera suelta no se notaba. Era más seguro que andar con la plata en la campera.
***
¿Y si venía el novio en lugar de ella a cagarme a trompadas? O quizá venía a hablarme. ¿Vos sos Lucas Pereyra? A mi amigo Ramón una vez le pasó eso. Se había citado frente a un telo con una mina que estaba de novia. Ya se habían visto dos o tres veces. De pronto cuando la está esperando aparece un tipo y le dice: ¿Vos sos Ramón? Sí. Yo soy el novio de Laura. Quedate tranquilo que no te voy a pegar. Pero si la volvés a buscar a Laura yo te voy a tener que matar. ¿Estamos? Estamos, le dijo Ramón y el tipo se fue. Me contó que no era muy grandote pero tenía una actitud decidida y controlada que lo aterró. Por supuesto no la vio a la mina nunca más, ni le contó el episodio. Me imaginé que si se enteraba el novio de Guerra –ese tipo que vi en Valizas cuando ella se bajó de la combi– estaría menos dispuesto al diálogo.
***
 –¿Adónde estamos yendo, Guerra?
 –Al final del arcoíris, a buscar un tesoro –dijo, y sacó el porro que le había dado la amiga.
***
 –Es más gurú que profesor. Daba un taller muy atípico en Almagro, en Buenos Aires en los noventa, y yo fui un tiempo ahí. Podías hacer cualquier cosa menos escribir con tus palabras. Te hacía grabar pedazos de la radio y editarlos, hacer trailers de películas viejas, armar poemas con titulares del diario, grabar ruidos o conversaciones en la calle, sacar fotos de cosas muy específicas: zapatos, espaldas, nubes, árboles, manifestaciones, ciclistas, la gente de tu cuadra.
 –¿Y no podías escribir?
 –Un texto con tus palabras, no. Podías armar historias con fotos. Hacer entrevistas por el barrio preguntando cosas como: ¿Alguna vez estuviste enyesado?, ¿qué lugar del mundo te gustaría conocer? Y le preguntabas a la coreana del súper, al verdulero, a todos. Te enseñaba a mirar y escuchar. Te hacía ir a ver una tarotista, o a un templo evangélico, a convenciones de ufología. Te hacía entrevistar a gente...
 –Bizarro el viejo.
 –No es tan viejo, eh. Debe tener setenta por ahí. ¿Querés venir conmigo a conocerlo?

 He ahí el plan. ¿Lo conseguirá? De momento, quédense con la sombra de la duda. Y aguarden a la página 109 (el final del capítulo 8) donde, para deleite del lector, la primera ley de Murphy cobra toda su vigencia.



Nota: Los textos en naranja pertenecen a La uruguaya, de Pedro Mairal, editada por Libros del Asteroide en 2017.