martes, 25 de abril de 2023

EL MUNDO ABAJO


El mundo abajo, de Patricio Jara (Jekyll & Jill, 2022)
Fotografía: Pedro Delgado

Llegué a este libro de relatos atraído por el último de los personajes que enumeraban en la sinopsis de la contraportada: un soldado alemán combatiente en África en la Segunda Guerra Mundial. El relato que protagonizaba, Frontschwein, apenas tenía seis páginas, pero en mi imaginación me remitía al África Korps y aquel mítico duelo en las arenas entre Montgomery y el mariscal Rommel, «el zorro del desierto».

Rommel y Montgomery en mi álbum Parejas famosas de Ortiz
Fotografía: Pedro Delgado

 El impulso inicial fue empezar a leer el libro por ese relato final, pero el texto de la contra decía que aquellos siete relatos estaban «lúcidamente interconectados», así que no quise fastidiarle la intención a su autor, Patricio Jara (Antofagasta, Chile, 1974), y tras confrontar en la solapa mi mirada con la suya me fui al inicio. Antes me detuve brevemente en la portada, puro expresionismo figurativo.

Portada El mundo abajo, de Patricio Jara
Jekyll & Jill / Serie Pool Access / 2

 Yo aún no lo sabía, pero al terminar el libro me di cuenta de que aquel cuadro (La Portada de Antofagasta) de Marko Franasovic, pintor y diseñador gráfico nieto de yugoeslavos que llegaron a Antofagasta a trabajar en la Pampa a principios del siglo XX, contenía muchas pistas de lo que uno podía encontrar en el interior: aviones que cruzan los cielos rojizos del norte, barcos que cabalgan mares traicioneros que pueden hundirlos y llevarlos a fondos abisales, montañas que alguna vez estuvieron bajo el agua y que se irguieron por el levantamiento tectónico del borde costero de Sudamérica allá en las últimas edades de la Tierra, perros fieros y tumbas como las del plano inferior que remiten a las del desierto de Atacama.

 Se dice que el Atacama está lleno de cuerpos. Hombres muertos en batallas centenarias y hombres ejecutados sin chance de pelear; hombres heridos y enfermos abandonados en el camino; exploradores sin rumbo incapaces de seguir, todos entregados a su suerte bajo el cielo rojo del norte que estalla cada atardecer.
 Cada vez que la prensa informa de hallazgos por estos lugares, al poco rato el sitio se llena de gente. Llegan policías, arqueólogos, expertos de todo tipo, pero también personas buscando a sus familiares que hace más de cuarenta años fueron sacados de sus casas y nunca regresaron.

 A veces, los cuerpos son removidos de sus tumbas por el aumento del caudal de un río, y bajan con las aguas torrenciales hacia el mar, ese mar rojizo de la imagen con aspecto de lava que todo lo engulle. Y en el centro de esas aguas ardientes, un arco de roca a modo de puerta de entrada al mundo literario del autor, reconocido en Chile con el Premio del Consejo Nacional del Libro y el Premio Municipal de Santiago por sus novelas El sangrador y Geología de un planeta desierto.

 El mundo abajo (Jekyll & Jill, 2022) es un conjunto de relatos inquietantes que aúnan la angustia con el alivio, lo siniestro con lo cotidiano, historias muy originales con giros inesperados, acertadamente ordenadas en el índice para que el disfrute de la lectura vaya in crescendo.

Índice de El mundo abajo, con los relatos repartidos en dos bloques
Fotografía: Lucía Rodríguez

 Además, breves textos de carácter ensayista que, aunque a veces tienen cierta conexión con las historias, funcionan de manera individual, preceden o siguen a algunos de los relatos.

 Para ejemplo, la nota ilustrativa que abre Las tierras sumergidas, que versa sobre cómo los maremotos, huracanes e inundaciones son fuentes de desplazamiento de especies, y que antecede a Iremi, el primero de los relatos.

 Iremi es una historia que nos remite a huracanes y aviones desaparecidos, como aquel Boeing 777 que iba de Kuala Lumpur hacia Beijing en 2014, o el vuelo 603 de Aeroperú que cayó al mar en una noche de octubre de 1996 por un descuido en la revisión del aparato antes de despegar.

Ese avión llevaba una hora de viaje cuando se desvió hacia el océano Índico. Nadie entendía por qué. La nave permaneció en vuelo por siete horas y se perdió. Encontraron restos diseminados en Mozambique, Tanzania y Sudáfrica. Pero solo eso: despojos que llegan a la superficie en una zona de aguas cuyo lecho marino todavía no está mapeado. Es decir, no se sabe cuán profundas son.
La única certeza que hay es que al momento de salir del radar el piloto iba con control manual. Alguien se quiso desviar, alguien quiso perderse y llevar a todos con él.
***
De Aero Icarus from Zürich, Switzerland - AeroPeru Boeing 757-23A
XA-SME, January 1995, CC BY-SA 2.0
 El vuelo de Aeroperú era un Boeing 757 que debía estar en Santiago de madrugada, a las seis de la mañana. Pero antes, me llamaron del radar.
 «Elimina la franja del Aeroperú».
 «¿Viene atrasado?», pregunté por si debía guardarla para más tarde.
 «No, elimínala. No llega. Se cayó al mar».

 Iremi es un lugar por donde pasan los vuelos que va desde Chile a Estados Unidos. Aunque no es el Triángulo de las Bermudas, es la latitud y longitud en la que más incidentes se dan en Sudamérica.

Es un punto en el espacio aéreo entre Chile y Perú donde los aviones quedan ciegos. Acaban de dejar al controlador chileno y esperan a que los tome el peruano. Eso puede tardar un segundo o varios minutos. Los puntos satelitales, los puntos sobre los que se vuela siempre tienen un nombre ficticio de cinco letras y fácil de recordar. Aunque también podrían leerse como un listado de dioses malignos: Aknuv, Sauri, Makra, Tirlo, Nuxup, Edron...
 Si el avión fuera un auto que viaja de noche, Iremi equivale al sitio en el cual el conductor apaga las luces y avanza por la carretera en plena oscuridad. 

 El relato está protagonizado por una controladora de tráfico aéreo que prefiere diseñar rutas a estar en la torre de control, caminos por donde los aviones van de un lugar a otro, líneas trazadas que están ahí aunque no las veamos.

 En ese fondo del mar donde acabaron esos aviones, y donde también reposan algunos barcos, como el Itata (el Titanic chileno) o el carguero Sofía, se ambienta parte del segundo de los relatos: Todo se llena de agua.

Después de la isla, otro gran momento fue bajar a los restos del Sofía, un carguero de bandera peruana hundido en 1927 frente a Antofagasta. El barco fue construido en Glasgow a mediados de 1800 y el día del accidente llevaba en sus bodegas varias toneladas de chatarra y otros materiales para las calderas de la minería. Nadie conoce las razones exactas por las que colapsó. Sí que hubo una serie de problemas aduaneros que lo tuvieron detenido medio año frente a la costa del desierto de Atacama. Se especula que fue el desgaste de su casco lo que hizo que una mañana se hundiera en completo silencio.

 El texto se inicia con la enumeración de tres cosas que podría certificar cualquier submarinista.

Lo más difícil es mantenerse abajo. Al poco rato de sumergido, el cuerpo se inclina y comienza a subir. No tienes forma de remediarlo a menos que lleves un cinturón con calugas de plomo y bandas con peso en los tobillos. Aunque hay días en que te echas encima todo lo posible y aún así no te hundes. Al final, debes añadir una espaldera y terminas bajando con doce o catorce kilos extra.
 Lo segundo más difícil es quedarse mucho tiempo en el mismo sitio. Las corrientes no se detienen y te desplazan de manera imperceptible. A veces no lo notas tú ni los que están arriba, en el bote, en caso de que estés buceando con oxígeno por manguera. Si los bañistas que chapotean en la orilla de la playa se sorprenden al no darse cuenta en qué momento se movieron cinco o diez metros desde el punto paralelo donde dejaron su quitasol, imagina cómo es allá en la profundidad.
 Lo tercero es el ruido que produce tanto silencio. Bajo el agua tu respiración es un bufido incesante y regular hasta lo intolerable. No puedo explicarlo. Un amigo me dijo que es como si otra cosa respirara por ti. No dijo persona. Dijo cosa. El mar está lleno de cosas allá abajo.

 Y es que aquí el protagonismo recae en un par de buzos, amigos desde los tiempos escolares, y la novia de uno de ellos.

Una mancha precisamente dicen que vio Gustavo el día del accidente. Pero no una de peces, sino otra cosa. Vaya uno a saber qué. Hacíamos trabajos de inspección y cambio de piezas en la estructura de un muelle particular cuando ocurrió. Yo estaba tres o cuatro metros debajo. La cámara que él tenía adherida a su traje, una máquina pequeña, liviana y de óptima resolución para registrar sus procedimientos, captó una forma opaca o quizás negra que asomó de derecha a izquierda hasta que la imagen se oscureció por completo. Un par de segundos después, la luz volvió convertida en un revoltijo de agua verdosa a medida que Gustavo subía hacia la superficie más rápido de lo permitido.

 En Estuario, el narrador lleva a dos investigadores de la Universidad Austral de Valdivia a la desembocadura del río Loa, donde estos han de realizar un estudio sobre los efectos de la crecida de los ríos en la salinidad de los humedales.

Allí tomarían muestras de agua y sedimento a distintas horas del día y la noche, cuando la marea cubre buena parte de esa superficie. No era mucho el dinero que me ofrecía como chófer, pero si con eso podía aliviar la espera de llamados para entrevistas de trabajo, estaba muy bien. Cualquier cosa estaba muy bien.

Desembocadura río Loa (Antofagasta, Tocopilla)
Fotografía: Ministerio Bienes Nacionales (Chile)

***
Olivia fue la primera en bajar de la camioneta. Le sobrecogía pensar cómo un río tan largo, y de caudal tan modesto, era capaz de viajar desde la cordillera al océano a través de un desierto como el Atacama. Además, formaba pequeños oasis en su recorrido. Más de cuatrocientos kilómetros de pura épica.
 «Imagínate todo lo que arrastra en su camino», dijo Rodríguez. «Es un río de poca agua, un río de mierda, pero logra hacer su curso. Ese es el milagro: no es que haya agua en el desierto, sino que esa agua se las arregle para llegar a algún lado».
 Nos detuvimos a pocos metros de una bahía rocosa con claros de arena. Allí las riberas del Loa se hundían en el mar y formaban un estuario con varios metros de humedal. La vegetación no abundaba. Tampoco la variedad de aves. Pero se trataba de un ecosistema estable, lo suficiente para haber visto erguirse y caminar a los primeros habitantes del continente. Estaba allí desde el principio y de seguro lo estaría en el final.

Río Loa en la región de Antofagasta, Chile
Fotografía: tomasaereas.cl

 Y en ese paraje solitario e idílico, el lector, que ya se ha familiarizado con el autor, espera que algo venga a romper la calma.

 La segunda ronda de muestras debían tomarla al atardecer, aprovechando los primeros indicios de subida de la marea. Rodríguez y Olivia caminaron por el estuario con sus recipientes distanciados varios metros entre sí. Parecía un trabajo simple y monótono de no haber sido por lo que ella encontró al salir de una zona de vegetación que había resistido a duras penas la última crecida del río. Aún quedaban minutos de luz natural cuando comenzó a llamar a gritos. Rodríguez fue el primero en acercarse y nada más ver el hallazgo de su compañera, hizo señas para que me apurara.

 Tras ese relato comienzan las historias reunidas bajo el título Una estación en el abismo.

 La primera de ellas, Una fábula hardcore, es impactante, tanto por el desarrollo como por la finalización. En ella aparecen tres amigos, Camello, Tarántula y Grillo, que se topan a altas horas de la noche con su antiguo profesor de música, el cual avanza tambaleándose por los efectos del alcohol. Conejo, de no estar en el ataúd que han estado velando hasta ese momento sus amigos, también lo habría reconocido al momento. La flauta Hohner y la conchadesumadre.

Flauta Hohner color hueso

Camello es el primero en verlo. Lo ve clarito: está afirmado en la muralla, frente al bar, como si intentara mantenerse en pie en medio de un tifón, como si quisiera conservar el equilibrio parado sobre un disco giratorio. Pero Camello no dice nada hasta estar seguro de que se trata de él. Por eso se queda unos pasos atrás, mientras adelante Tarántula y Grillo caminan discutiendo si es mejor tomar un taxi o seguir a pie. Son las dos de la mañana de un miércoles de agosto. La tarde anterior llegaron temprano a la iglesia y fueron los últimos en irse. Querían pasar todo el tiempo posible sentados frente al cajón donde estaba Conejo. «Conejo huevón», decía cuando salieron a fumar un cigarrillo afuera de la sala de velatorios. «Cómo cresta se fue a quedar dormido manejando». A Conejo se lo comió el desierto, como a tantos otros tantas veces. Las carreteras de la minería del norte chileno son el nuevo Chiflón del Diablo. Sales de la faena rumbo a tu casa luego de un turno de cuatro días y de pronto algo pasa y nadie se entera.

 En Jeff Hanneman trasciende su alma rockera, esa que ya se intuye por su aspecto en la fotografía de la solapa, y que le debe de venir de su etapa de reportero en la revista Rolling Stone.

Patricio Jara en la solapa de El mundo abajo
Fotografía: Pedro Delgado

 Para los que no lo sepan, les diré que Jeff Hanneman es el guitarrista líder y miembro fundador de la banda estadounidense de thrash metal Slayer, fallecido a los 49 años por una cirrosis hepática en el 2013. Patricio Jara, que es autor de una serie de libros de crónica sobre el metal extremo sudamericano, escribió un ensayo sobre Reing in Blood, el disco más importante de Slayer.

Read in blood, de Patricio Jara

 Este relato lo protagoniza Martín Almeyda, un músico de rock de gira por Alemania, que nos invita a conocer cómo consiguió su segunda guitarra, esa que transporta con sumo cuidado en el compartimento de equipajes que hay sobre el asiento del tren que habrá de llevarlo de Frankfurt a Darmstadt. Cómo llegó a sus manos esa ESP modelo JH-600, en cuyo diseño habría intervenido su ídolo, el mismísimo Jeff Hanneman, es lo que nos cuenta en sus páginas.

Jeff Hanneman, líder de los Slayer
 «¿No has comprado una estufa para esta casa?».
 «Prefiero gastar la plata en otras cosas».
 «¿Tienes más guitarras?».
 Nellson sonrió y apuró su vaso con un sorbo largo y sonoro. Se quedó con un trozo de hielo en la boca y lo trituró con las muelas.
 «No gasto la plata, más bien la invierto. ¿Quieres ver en qué?».
 Martín se dio cuenta de que sin chaqueta Nellson no era más corpulento que él. En caso de malas sorpresas, podía arreglárselas. Saldría abriéndose camino a guitarrazos. Pero no ocurrió nada de eso. Nellson le pidió que lo acompañara al patio, donde además de un nuevo regadío de cartones de Kino, mojones secos y una serie de trastos indeterminados, había un pequeño cuarto cuya puerta estaba asegurada con doble chapa. Comenzaba a atardecer en Calama y el cielo era un telón rojizo. Parecía el resplandor de un incendio enorme pero lejano. La temperatura descendía de golpe y Martín sintió los labios secos.
 «Esto es», dijo Nellson luego de abrir la puerta y encender la luz del cuarto.

 Búfalo es la pieza más sórdida y tremenda de todo el conjunto, y me recordó a otro hecho desagradable, indecente y miserable ocurrido en Borneo, del que no voy a hablarles aquí para no anticiparles el final de la trama.

 «Es el nochero», me dijo el Lentejón, mientras se quitaba los bototos sentado en una banqueta. «Si temprano en la mañana o al final del día lo ves dando vueltas al fondo del taller, no lo infles ni te asustes».
 Le llamaban Búfalo por el tamaño de la cabeza. Un cráneo de proporciones considerables y una chasquilla enmarañada que le caía desde la frente hasta casi tapar su nariz de rumiante. Tan sucia que con los años le había cambiado de color. Decir que el Búfalo no se bañaba sería injusto. Varias veces lo vi echándose agua debajo de los brazos con una palangana enlosada que tenía en la puerta de su casucha, al fondo del corral.

 Y así llegamos a Frontschwein, el último de los relatos, que curiosamente es el único que no se desarrolla en Chile. Lo mencioné al inicio de la reseña, así que sólo les diré que no defraudó mis expectativas. Por un rato sentí las arenas del desierto bajo mis pies, y también granos de arena en mi boca, mis ojos y mis oídos. 

 Habíamos completado la mitad del viaje hacia el oasis de Maradah cuando los de transmisiones nos pasaron un mensaje. Sugerían hacer un alto porque acababan de interceptar un radiograma en inglés que decía: «Una columna enemiga se dirige hacia nosotros». Barrimos el horizonte con los binoculares y no vimos nada extraño, de modo que comprendimos que el observador debía estar oculto tras una altura bastante próxima. Para seguir nuestro camino a Maradah, debíamos pasar por una zona de quebradas y montículos pedregosos, con pendientes pronunciadas y desniveles que costaba distinguir hasta que no los tuviéramos encima. Ordené que seis carros oruga se desplegaran en abanico, avanzando con cautela hacia el sur. Pocos momentos después, nuestra radio pudo recoger otro mensaje en inglés: «Seis vehículos de reconocimiento se dirigen hacia el sur».
 El jefe de uno de los tanques que venía a nuestro lado se ofreció a avanzar sobre la altura. Yo temía que pudiese haber minas y le indiqué aproximarse solo cien metros y detenerse. Lo hizo así. Entonces interceptamos un nuevo mensaje: «Un gran tanque pesado está avanzando hacia mí. Si se aproxima más, abandonaré la observación».
 Tomé dos carros ligeros y fui hasta el tanque. Allí decidimos disparar hacia los montículos más altos. Después de la primera ráfaga pudimos ver entre nubes de polvo a tres pequeños vehículos británicos que se retiraban apresurados.
 El campo parecía libre. No había más que la planicie africana y el sonido de los motores de nuestra columna. Pero anduvimos con precaución, atentos a si los de la radio interceptaban un nuevo mensaje. Pero eso no ocurrió y en cambio oscureció más de prisa de lo que habríamos deseado.

Avance de la 39ª sección Panzerjäger del Afrika Korps, 1942
Fotografía: Commons.Wikimedia.org

 Sobre las interconexiones entre los relatos, decir que son ciertas, aunque muy sutiles y por ello difíciles de percibir. Es más un juego, un guiño que nos hace el autor, y hay que andar muy atentos para que no se nos pasen. Durante la lectura y la revisión del texto para escribir esta reseña encontré las siguientes (aunque seguro que ustedes encuentran algunas más):

-En Iremi, la controladora aérea menciona a una hermana que estudió nutrición y se dedicó al trabajo de laboratorio (pág. 19).

-En Todo se llena de agua, descubrimos que esa hermana se llama Tamara y es la novia del buzo protagonista (pág. 42, 44, 45 y 51). Además, el buzo fue alumno de Idelfonso, el profesor de música que aparece en el relato Una fábula hardcore (pág. 35). El buzo también lleva una camiseta del grupo musical Pedro Murió de Cabeza que le regaló su amigo Gustavo (pág. 49), uno de los guitarristas que aparecen en Jeff Hanneman.

-En Estuario, el chófer que lleva a los dos investigadores es el buzo protagonista del relato Todo se llena de agua (pág. 56).

-En Jeff Hanneman, la banda del guitarrista se llama Pedro Murió de Cabeza (pág. 89), y el guitarrista protagonista, Martín Almeyda, es mencionado en Búfalo.

-En Búfalo el protagonista es otro guitarrista de la banda Pedro Murió de Cabeza (pág. 104). Este mantuvo una relación con la científica de la Universidad de Valdivia que aparece en Estuario (Pág. 101). Y hace mención al guitarrista protagonista de Jeff Hanneman (pág. 87 y 101). En Búfalo se habla del Afrika Korps (pág. 107) lo que lo conecta con Frontschwein.

 Por último, no quisiera cerrar esta entrada sin darle las gracias a Víctor Gomollón y a su editorial Jekyll & Jill por descubrirme a un nuevo autor. Ya es la tercera vez que lo hace. Y estoy seguro de que habrá una cuarta vez. Quizás también una quinta, una sexta, una séptima y vaya usted a saber... Creanme, es hermoso que existan editoriales independientes como esta.