jueves, 29 de junio de 2023

QUEBRADA O LA EXPECTACIÓN ANTE UN LIBRO QUE TE ATRAPA


Quebrada, de Mariana Travacio (Editorial las afueras)
Fotografía: Pedro Delgado

A raíz de un problema de salud, mi madre volvió a ingresar el 10 de junio en el hospital. El día que fui a verla a la planta, ya fuera de la incertidumbre de la UCI, llevaba conmigo un libro que había recibido esa misma mañana por correo, así que después de una breve charla le pregunté si quería que le leyese en voz alta, como había hecho con mi padre cuando era él quien estaba ingresado. Mi madre hizo una mueca y negó con la cabeza. "Peri, es que yo no soy de libros. Yo soy de tele", añadió, como si fueran cosas excluyentes. "Eso es que no has encontrado un buen libro que te atrape", le dije. "Si quieres probamos. Te empiezo a leer y si no te gusta lo dejamos". "Bueeeno", dijo dejándose llevar.

 Me acomodé en el sillón de escay azul, y empecé a leer en voz alta, tratando de darle al texto la entonación adecuada.

1.
Me llamo Lina Ramos, soy la esposa de Relicario Cruz. Hace tiempo le vengo diciendo que nos tenemos que ir, pero él no quiere. Se aferra mucho a esta tierra, dice que acá nacimos y que acá tenemos que morir. Pero es que ya no queda nadie, le digo. Y me dice que no podemos andar abandonando a nuestros muertos, no podemos irnos y dejarlos acá, Lina, sin nadie que los reconozca. Así me dice. Que esas cosas no se hacen. Y yo le explico que con gusto me quedaría si hubiera qué comer. Pero esta es una zona muy quebrada, no se encuentra ni un pedazo de tierra que sirva para algo. Solo crecen esos yuyos tristes, llenos de espinas que arañan el viento. Lo demás es pura piedra. Y tarda uno mucho en moverse de una parte a la otra, porque todo es empinado, en barranca filosa, muy escarpada. El otro día, que andaba mala, tuve que ir donde Octavia, que sabe curarme. Me tardé cuatro horas trepándome por las piedras. Llegué con el último suspiro. Todo esto le vengo diciendo, a Relicario, pero no sabe escucharme. Dice que la tierra no se abandona. Que si uno se va, los muertos se quedan sin nombre, y se acaban confundiendo, porque ya nadie se les acerca a recordarles ni quiénes eran, ni qué decían, ni qué les gustaba. Y que eso no se hace, Lina. Que hay que visitarlos, y llevarles la caña, y un poco de sopa, o lo que hayan tenido en vida. Así me dice: si nos vamos, quién les va a llevar la caña, quién les va a recordar cualquier cosas; no podemos, Lina. Y yo trato de explicarle que acá nadie quiere abandonar a nadie, que solamente trate de pensar un poco en nosotros, que acá no hay porvenir. Esta tierra no da nada, Cruz, cada día da menos, si ya no llueve ni lo poco que llovía. Llegan dos nubes, a veces, y uno se las queda mirando como si nos fueran a largar algo de su agua, pero rebotan en la quebrada y se van a llover a otra parte. Así le digo. Pero él anda empecinado y no quiere probar suerte: quiere quedarse acá, nomás, y me pregunta, entonces, dónde nos vamos a ir, Lina, que ya estamos grandes. Y yo no sé qué responderle, porque me pasé la vida entre piedras y qué le voy a decir si no conozco mundo afuera. Silenciate, Lina, me digo, cuando veo que mis ansias no prosperan. Solo me calma pensar que mañana le insistiré. Y llega la mañana y llevo mis ojos al cielo vacío que tenemos acá y siento un hastío que me come por dentro. Entonces junto coraje y le insisto: vámonos, Relicario. Es que apenas me despierto ya veo ese cielo sin nubes, sin pájaros, sin nada que lo cruce, nada que nos traiga alguna novedad. El cielo esta siempre igual y a mí me da un puro vacío. Llevo catorce años repitiéndole lo mismo, pero no me oye. Catorce años, desde que se fue mi hermano y se llevó consigo a nuestro hijo, nuestro Tala, que tanta falta me hace. A veces me agarra flojera de andar insistiéndole. Pero como no insista, la muerte nos va a encontrar pronto, resecos los dos, al ladito de nuestros muertos, sin nadie que nos lleve ni la caña ni la sopa ni nada. A veces tengo la esperanza de que un día me escuche. A veces le rezo mis rezos a diosito santo, pero no parece oírme, tampoco. Se habrá vuelto sordo, pienso seguido. Soy muy creyente, yo, y Relicario también. Pero me ando llevando a las patadas con Dios últimamente, porque no me escucha ni una sola de mis plegarias. Y eso a veces me da una rabia rencorosa. Es una rabia que me dura varios días. Cuando eso me pasa, le digo a Cruz que diosito debe andar sordo, o que tal vez se haya ido de aquí, él también, cansado de tanta piedra. Y cuando le voy con estas cosas, Cruz me dice que me deje de andar inventando. Que Dios está por todos lados. Y yo le digo que estará por todos lados pero que acá no llega porque no tiene ni modo de llegar. Si vivimos encajonados, Cruz, en esta quebrada. Si hasta hay que mirar para arriba, muy alto, para encontrar el cielo. Pero a él no le gusta nada que le diga así. Me chista y se mete en el taller y eso me da una rabia que me acaba enfermando y me obliga a ir a lo de Octavia, a que me cure. Pena que viva tan lejos. Según los vientos, me toma cuatro horas, a veces cinco, o más, hasta llegar allá, donde vive. Pero es la única que sabe curarme, así que voy, de todos modos. Voy a los trancos, primero, y eso que es cuesta arriba, pero después el sendero se acaba y el terreno se escarpa del todo. De ahí en más hay que inventarse el camino, trepando por las piedras. Eso toma mucho tiempo, y da mucho cansancio, pero yo le pongo empeño. Cuando llego, enseguida aparece Octavia, como si me hubiese estado esperando. A veces sale de adentro; otras veces la veo venir de atrás del rancho, ahí donde hace nacer esas hierbas que usa para los remedios. Y a mí me calma solo verla. Me hace pasar enseguida y me prepara algún brebaje, sin que yo le diga nada, y al ratito ya me siento mejor, y nos ponemos a conversar. Al principio, no le hablaba mucho. Apenas le decía alguna cosa, por agradecerle el gesto, nomás. Pero ahora le ando contando bastante. Le cuento que estoy cansada de tanto insistirle, a Relicario, sin que me oiga, sin que me dé la mera ilusión de que algún día nos vayamos. Me estoy poniendo vieja, Octavia, y ya no sé qué hacer. A veces pienso que Relicario tiene razón, que a los muertos no se les deja, pero a mí las ansias de irme me han crecido tanto que ya no me dejan dormir. Llega la noche y no hay Cristo que me cierre los ojos. Me quedan abiertos, nomás, en esa intemperie del desvelo. Y cuando clarea y salgo del rancho a buscar agua para el mate, el sueño se me trepa por la espalda y me la deja así, toda encorvada. Necesito dormir, Octavia, para caminar derecha otra vez.
2.
Me voy, Relicario.
¿Adónde vas a irte sola, mujer?
Octavia me enseñó el camino.
Qué camino, Lina, si acá no hay caminos.
Hay que ir para abajo, hasta dar con el arroyo.
Qué arroyo va a haber, Lina.
Así me dijo Octavia. Que baje y baje y no me canse de bajar, hasta dar con el arroyo. Y que después vea bien para dónde va el agua, y que siga caminando siempre en dirección del agua. Que el agua lleva al río y que el río lleva al mar. Vamos al mar, Cruz. Vamos juntos.
Estás loca, Lina. Qué agua va a haber en ese arroyo si hace años que acá está todo seco.
3.
Se llevó las dos cantimploras grandes que teníamos y un atado de ropa y ese puñado de semillas que le había dado Octavia para cuando se fuera. Que eran semillas buenas, le había dicho, que daban fuerzas, que las usara cuando las necesitara. Se fue porfiada, Lina, a buscar ese arroyo. La última noche discutimos bastante. Yo no quería que se fuera y ella no quería irse sola: quería arrastrarme con ella; estaba emburrada. Vamos a conocer el mar, Cruz, vamos. Así me repetía. Pero yo no la iba a acompañar en ese desquicio que se le había metido dentro. Eso no se hace, Lina. Y ella no me oía. Terca, estaba. Y ahora vaya Dios a saber por dónde anda. Hace más de una semana que se fue. Yo esta seguro de que iba a volver enseguida. Así le dije, cuando se iba. No seas porfiada, Lina, ya basta de este arrebato, qué sentido tiene, si vas a volver enseguida, vas a ver, tres o cuatro días y estás de vuelta, si nunca te saliste de acá, adónde vas a irte sola. Pero no había caso. Por mucho que le insistiera, ella estaba obsesionada con ir al mar. Y ahora me despierto con este fastidio que me envenena. No se abandona al marido, no se abandona la tierra, no se abandona a los muertos. No se abandona, Lina. Dónde se ha visto mujer así. Ya estamos grandes para andar probando suerte por ahí. Pero yo debí imaginarme, ya temprano, cuando me casé con ella: Lina Ramos, de los Ramos, esa familia que nacía encaprichada desde la cuna, si hasta el hermano se atrevió a llevarse al Tala y nos dejó así, sin hijos, sin ayuda.

 De vez en cuando hacía una pequeña pausa para ver si me seguía, y al terminar el tercer capítulo le pregunté: "¿Sigo o lo dejamos aquí?".

 "No hombre, ya habrá que ver qué va a pasar con ellos".

 Yo había lanzado el anzuelo, y ella había picado. La historia la había atrapado, y allí estaba mi madre, que nunca había cogido un libro, expectante. Ya no se encontraba en la habitación de un hospital, sino en un paisaje montañoso, seco y estéril. Ya no estaba pendiente de sus problemas de salud, sino de ese matrimonio que acababa de presentarles. Esa era la magia de la literatura y de las historias contadas en voz alta, algo que aprendí cuando les leía a mis hijos de pequeños al acostarlos. Aquel era nuestro momento sagrado, nuestro ritual. Y lo alargamos hasta que fueron mayores.

 Detuve la lectura cuando llegó mi hermano mayor, poco antes de la cena. "Qué corta se me ha hecho la tarde", me dijo agradecida. Y a mi hermano le dijo que el libro estaba muy bien escrito, "parece que estuviera pasando de verdad, Marcial. Tu hermano lee muy bien. Me hace hasta las voces", añadió. Sonreí satisfecho. "Ayuda que el libro parece escrito para contarse en voz alta", dije. "¿Se lo has leído a tu padre?". "No, mamá, me llegó hoy, y lo estoy leyendo por primera vez". "Pues también se lo tienes que leer, que le va a gustar".

 En los siguientes días, incluyendo los de después del alta médica, continué leyéndole, y siempre participaba activamente en la historia con sus preguntas o comentarios. Le leía «Me miraron recelosos y me dijeron que ya no se acordaban de ninguna Balbina: no sabríamos decirle dónde vive Balbina». Y ella saltaba molesta contra aquellos desconfiados: "Ya se vinieron atrás. Claro, claro". A veces me detenía a subrayar alguna frase («usted sabe que cuando uno se echa a andar, se abren los caminos»; «A veces se me da por pensar que tener una familia es volver a casa y saber que alguien te espera»...), o alguna anotación sobre el oficio de los arrieros, pues me acordaba de mis muleros bereberes, y ella me preguntaba por qué me detenía. Otras veces hacía el alto de manera intencionada, para provocar su reacción. Por ejemplo, yo leía «La esposa me preguntó» y demoraba la continuación hasta oír su "¿qué preguntó?", entonces le repetía la frase completa: «La esposa me preguntó qué sabía hacer». Era el triunfo de la curiosidad. Y yo disfrutaba con ello.

 También es un acierto de la autora, la argentina Mariana Travacio (Rosario, 1967), el armazón de la obra: una primera parte con capítulos cortos, que se suceden tras un primer capítulo largo, y en los que alterna la voz de los esposos: Lina en los capítulos pares y Relicario Cruz en los impares. Y una segunda parte igual de ágil y breve en la que dinamita esa norma. En esa parte final, tuve que valerme de algunos objetos (vasos, botellas o tapones), a los que les ponía el nombre de los personajes, para que no se perdiera (cumple 89 años el mes que viene) y pudiera reconstruir mentalmente lo que iba escuchando.

La escritora Mariana Travacio (Rosario, Argentina, 1967)

 Quizás mi lectura de la primera parte del libro estuvo contaminada o complementada por las bellas y poéticas imágenes de Utama, la película del director boliviano Alejandro Loayza Grisi, que vi en el cine Albéniz a finales del año pasado. El director vino a la presentación de su ópera prima y nos habló de esa pareja de ancianos quechuas que ve amenazada su forma de vida en el altiplano por una larga sequía. Una historia de amor que ganó la Biznaga de Oro a la Mejor Película Iberoamericana y la Biznaga a Mejor Dirección en el pasado Festival de Cine de Málaga.

Cartel de la película Utama

 Aunque referirse a América Latina como un todo, me parece un acto reduccionista, Quebrada forma parte de ese imaginario literario y cinematográfico de la región. Y lo hace desde la portada, con esa magnífica fotografía del fotógrafo y escritor Juan Rulfo. Una instantánea que sugiere por sí sola una historia, y que encaja a la perfección con la que Mariana Travacio nos quiere contar. Un acierto rotundo de los hermanos Berenguer, que se encargan del diseño de la colección de la Editorial las afueras. La imagen, leo en los créditos, se titula Nada de esto es un sueño. Arrieros en un camino, y fue publicada en febrero de 1949, sin título, en la revista América.

Nada de esto es un sueño. Arrieros en un camino
Fotografía de Juan Rulfo (México, 1917-1986)

 Además, como en Pedro Páramo, la obra más conocida del mexicano Juan Rulfo, nos encontramos en Quebrada con ese páramo desértico y con personajes que dialogan con los muertos.

Somos los viejos, acá, los que nos quedamos a mirar cómo se nos repiten los días. Si usted viera, madre, le daría llanto. Hemos quedado nosotros y las puras montañas, en estas tierras, sin agua ninguna. Ni los yuyos crecen como antes. Salen secos, apenas nacidos, y se agotan antes de dar las primeras hojas. Dan pura espina, y así quedan, tan duros que hasta el viento se queja cuando se encuentran con ellos.

 En sus páginas también hallaremos tierras húmedas y fértiles en las que germinan la locura y la fatalidad, y que son una antesala de la selva, en cuyo interior reina el peligro y lo ilícito. Sin duda, Quebrada tiene la impronta lírica y determinados elementos del mundo del western, un género que dicen ya trató en Como si existiese el perdón, otra novela corta con la que espero toparme algún día en las estanterías de cualquier librería.

 "¿Y ese otro western que me ibas a leer?", me preguntó el otro día mi madre.