lunes, 13 de diciembre de 2021

FILOSOFÍA PARA EXPLORADORES POLARES, DE ERLING KAGGE


Filosofía para exploradores polares, de Erling Kagge (Ed. Taurus)
Fotografía: Pedro Delgado

Que la filosofía haya disminuido su presencia en el sistema educativo no quiere decir que esté en peligro de extinción; discriminada en el ámbito académico, la filosofía se enroca y se hace fuerte en otra casilla, la de la literatura y el cine.

 Los últimos ejemplos de ello nos llegan desde Escandinavia: en forma de libro con Filosofía para exploradores polares, del noruego Erling Kagge, y en forma de largometraje con Wild Men, dirigida por el danés Thomas Daneskov Mikkelsen, quizás la mejor película del pasado Fancine de Málaga.

 Es curioso que ambos artefactos, libro y film, converjan en algunos puntos: la necesidad de reconectar con la naturaleza para reajustar el rumbo y evitar los sentimientos de inseguridad, soledad y depresión; la importancia de estar en el centro de nuestra propia vida; la búsqueda de la paz interior, de la libertad...

 En 1990, Erling Kagge y su compañero Børge Ousland fueron los primeros en llegar al Polo Norte sin ayuda de motos de nieve, perros ni depósitos de víveres. En 1993, Erling se convirtió en la primer persona en caminar sola hasta el Polo Sur, y en 1994, escaló el Everest, siendo el primer hombre en alcanzar los tres polos de la Tierra a pie. No contento con eso, escribió dos libros interesantes y amenos que ya reseñé en este blog: El silencio en la era del ruido* y Caminar**. Ambos tratan, aunque de formas distintas, sobre el silencio que albergamos dentro de nosotros mismos, pero también de la importancia de estar en contacto con los ritmos de la naturaleza. Es curioso, porque en el colegio sus profesores pensaban que, con su dislexia y su falta de concentración, no llegaría a nada, y menos a escribir un libro. Hoy ya son tres, lo que viene a demostrar que la vida da muchas vueltas, que la dislexia no es ninguna discapacidad y que algunos profesores deberían meterse la lengua en esa parte innoble que imaginan.

Erling Kagge

 Filosofía para exploradores polares, publicado el mes pasado por la editorial Taurus, del grupo Penguin Random House, se divide en dieciséis capítulos cortos, cuyos títulos conforman un decálogo perfecto para ayudarnos a llevar una vida mucho más plena y gratificante:

1. Marca tu rumbo.

2. Madruga.

3. Entrénate en el optimismo.

4. No tengas miedo de tu grandeza.

5. No confundas la probabilidad con la posibilidad.

6. No guardes tu valentía en un termo.

7. Ten algo que perder.

8. Aprende a no perseguir la felicidad.

9. Aprende a estar solo.

10. Disfruta de las porciones pequeñas.

11. Acepta el fracaso.

12. Encuentra la libertad en la responsabilidad.

13. Convierte la flexibilidad en un hábito.

14. No dejes la suerte al azar.

15. Deja que los objetivos vengan a ti.

16. Reajusta tu rumbo.

 Dieciséis lecciones prácticas que destilan la sabiduría y la experiencia que ha adquirido Erling Kagge en sus expediciones, y que nos «invitan a adoptar un espíritu de explorador en lo cotidiano». Y todo ello en un formato que da gusto tener entre las manos, con un diseño precioso, una amplia bibliografía y un buen puñado de fotografías.

Filosofía para exploradores polares, de Erling Kagge (Ed. Taurus)
Fotografía: Kjell Ove Storvik

 Cuenta Erling en el primer capítulo que, cuando regresaba de sus aventuras, mucha gente le decía: «Habría hecho cualquier cosa por vivir lo mismo que tú», pero que él no estaba muy seguro de que realmente quisieran vivir esas experiencias. «De lo contrario, quizá lo habrían intentado». Eso mismo me ocurría a mí al regresar a Málaga después de recorrer la cordillera del Alto Atlas o descender el río Amazonas. «Pues hacedlo», les decía. «No busquéis excusas en nada ni en nadie, y así no tendréis que arrepentiros en el futuro de no haber hecho tal o cual cosa».

Gráfica de Filosofía para exploradores polares (Ed. Taurus)
Fotografía: Pedro Delgado

***
 De pequeño era un gran admirador del explorador noruego Thor Heyerdahl. Uno de los primeros libros que leí trataba sobre la travesía que realizó en 1947 a bordo de la balsa Kon-Tiki desde Callao, en Perú, hasta las islas Tuamotu, en la Polinesia. A Heyerdahl, que de niño había estado a punto de ahogarse en dos ocasiones, le daba miedo el agua; aun así, tenía el sueño de cruza el Pacífico en aquella embarcación hecha a mano con madera de balsa. Seis hombres zarparon hacia el oeste en la Kon-Tiki, que era una réplica de las balsas prehistóricas que construían los indígenas de Perú, y pasaron ciento y un días surcando el Pacífico para demostrar que parte de los asentamientos de la Polinesia podrían haberse establecido de esa forma.
 Me sentí muy satisfecho y algo sorprendido cuando, en el otoño de 1994, me invitaron a las celebraciones por el octogésimo cumpleaños de Heyerdahl, y esperaba con ganas el momento de poder presentarle mis respetos en persona. Durante la fiesta, muchos de los viejos amigos de Heyerdahl ofrecieron discursos. Todos alabaron, como correspondía, a aquel hombre que había descubierto tantas cosas, al hombre de la balsa Kon-Tiki. Varios de ellos también hablaron de las oportunidades que se les habían presentado de viajar con Heyerdahl, pero que, por una u otra razón –estudios, pareja, familia, trabajo–, no habían podido aprovechar. Los discursos fueron largos. Mientras los pronunciaban, yo observaba a Heyerdahl, que escuchaba y sonreía para sí, y me di cuenta de una cosa. «La diferencia fundamental entre usted y todos los demás, señor Heyerdahl –me dije–, es que tomó sus propias decisiones y no permitió que los demás las tomaran por usted. Cuando tenía oportunidades las aprovechaba, y ya pensaría luego en los obstáculos».
 ¿Los oradores habían elegido la que parecía la opción menos arriesgada? ¿Habían permitido que otros tomaran la decisión por ellos? ¿O quizá habían otorgado más peso a las obligaciones del hogar? La diferencia entre Heyerdahl y los demás parecía consistir en que el primero perseguía su sueño, mientras que los segundos intentaban perseguir los sueños de los otros.

 Leo el texto sobre Heyerdahl y la Kon-Tiki, me detengo en la fotografía de la balsa y me veo a mí mismo de chavea leyendo otra odisea similar, pero capitaneada por el aventurero español Vital Alsar en 1970. Fue mi padre quien me acercó a aquel título: La Balsa, en una edición condensada de Selecciones del Reader's Digest que aún conservo y que he fotografiado para ilustrar esta reseña.

La Balsa, de Vital Alsar y Enrique Hank Lopez
Fotografía: Pedro Delgado

 En el primer capítulo, Vital Alsar hace una referencia a Thor Heyerdahl y la Kon-Tiki:

Al final del segundo día aún estábamos todos mareados y enfermos. Nuestro andar se haría más suave al llegar a mar abierta, pero cuando nos aproximamos a la gran extensión, Gabriel fue incapaz de disimular su natural escepticismo: ¿Podríamos navegar realmente 8.600 millas, el doble que la Kon-Tiki de Thor Heyerdahl? Aunque el viaje de Heyerdahl había probado lo marinera que podía ser una balsa construida según los antiguos métodos de los indios, había aún muchas personas que pensaban que fracasaríamos. Porque más allá de la isla de Tahití, donde Heyerdahl había varado su anegada balsa, nosotros tendríamos que enfrentarnos con 4.300 millas de las más traicioneras aguas del mundo. Inmensos arrecifes de coral, a veces de cientos de millas de largo, podrían detener nuestro avance como dentados y petrificados monstruos medio sumergidos en las enfurecidas olas.

 «La lucha se libra en la cabeza, no en los pies» escribió Erling tras su viaje al Polo Norte, algo que Vital Alsar habría certificado.Y es que, aunque el cuerpo sea capaz, si no logramos convencer a la mente no llegaremos a ningún sitio.

 Hay una gráfica en el tercer capítulo (Entrénate en el optimismo) que me parece genial, y que refleja cómo evoluciona con la edad la posibilidad y la voluntad de cumplir un sueño.

Gráfica del libro Filosofía para exploradores polares (Ed. Taurus)
Fotografía: Pedro Delgado

***
El mejor consejo de mi vida me lo dio un adiestrador de elefantes a las afueras de Bangalore, en la selva. Estaba haciendo una excursión turística por la jungla. Vi unos elefantes enormes atados a un poste diminuto, y le pregunté: «¿Cómo es posible que tenga a un elefante tan grande atado a un poste tan minúsculo?». Él me contestó: «Cuando los elefantes son pequeños, intentan arrancar el poste y no lo consiguen. Cuando crecen, no vuelven a intentarlo  jamás».
Vivek Paul, profesor adjunto de la Universidad de Stanford

En el capítulo noveno (Aprende a estar solo), Erling nos revela que se ha sentido mucho más solo en grandes reuniones de gente y en ciudades atestadas que durante su viaje hacia el Polo Sur.

 Ahí fuera, en mitad del hielo, a mil kilómetros del resto de la humanidad, apenas extrañé la compañía de otros. De vez en cuando echaba de menos el contacto físico, pero poco más. Tenía bastante conmigo mismo, con mi experiencia de la naturaleza, con el ritmo y el avance que supone poner un pie delante del otro un número suficiente de veces. En cambio, la primera vez que estuve solo en Nueva York, en el verano de 1986, sin dinero y sin conocer a nadie, el sentimiento de aislamiento me resultaba asfixiante.
 Tener a un montón de gente a tu alrededor puede recordarte lo solo que estás en realidad. Camino del Polo Sur no mantuve ningún contacto con el mundo exterior y quizá por eso extrañé menos las relaciones humanas. No poder comunicarme con nadie ni por radio ni por teléfono supuso un gran alivio. Si hubiera establecido ese tipo de contacto, una parte de mi conciencia jamás habría salido de Noruega y, en consecuencia, me habría perdido gran parte de lo que el viaje a solas tenía que ofrecerme.

 Tener claro lo que es transcendental en nuestra vida, separar la cosas que de verdad significan algo de las que significan mucho menos; diferenciar a las personas que son importantes para nosotros de las que no lo son; saber estar solos de vez en cuando, forman parte de ese apartado.

Filosofía para exploradores polares, de Erling Kagge (Ed. Taurus)
Fotografía: Kjell Ove Storvik

 Al final de otro capítulo (Disfruta de las porciones pequeñas), Erling nos muestra una tierna escena hogareña:

 Una Navidad, cuando mi hija Solveig tenía cinco años, se volvió hacia mí después de abrir sus regalos y me dijo: «Papá, tengo todo lo que necesito en la vida». Recuerdo haber pensado que aquella noche toda nuestra familia tenía algo que aprender de Solveig. La vida parece cobrar sentido cuando adoptamos su perspectiva.
 A veces sueño con el día a día en el hielo, porque allí fuera la vida, en toda su sencillez, me resultó extraordinariamente rica.

 Dice Erling en esas mismas páginas que, «a veces, demasiado de algo bueno no es bueno, solo es demasiado». Quizá por eso, Erling siempre condensa su prosa, nos libra de las páginas de relleno de otros libros y nos deja con ganas de más.

Filosofía para exploradores polares, de Erling Kagge (Ed. Taurus)
Fotografía: Pedro Delgado

 Y de cierre, les dejo el trailer de Wild Men. Si tienen ocasión, vean la película. Les va a sorprender.

*https://cartadesdeeltoubkal.blogspot.com/2019/05/claudia-ulloa-erling-kagge-y-el.html

**https://cartadesdeeltoubkal.blogspot.com/2019/06/las-ventajas-de-descubrir-el-mundo-pie.html

lunes, 22 de noviembre de 2021

EL AÑO QUE NO VIAJÉ A BUENOS AIRES


El año que no viajé a Buenos Aires, de Saray Encinoso (Ediciones Menguantes)
Fotografía: Lucía Rodríguez

Hace dos semanas llegó una alumna nueva al instituto en el que trabajo. A esta altura de curso, me pareció extraño. Fue al oírla decir su nombre cuando noté su origen argentino. Le pregunté si venía de allá, y me dijo que sí. Entonces quise saber de qué ciudad, y al hacerlo estuve tentado de imitar su acento bonaerense, como un acto de empatía, pero temí que pensara que su profesor de Ed. Física era un boludo y me contuve. Me dijo que venía de Mar de Plata. Le comenté que había estado un día entero en Buenos Aires en el año 2008, mientras aguardaba una conexión aérea a Bolivia, y volvió a repetirme que ella era de Mar de Plata.

 Uno no cambia de ciudad, ni de país, como el que cambia un cromo. No. Uno cambia de vida, y tiene que haber un buen motivo, una razón poderosa para ello. Le pregunté qué motivo la había llevado a mudarse acá, y me dijo que muchos: el encarecimiento de la vida («no alcanza con lo que vos ganás»), la falta de futuro, la delincuencia...

 Realmente los argentinos son especialistas en encadenar una crisis económica con otra, así que lo único que pude darle fue la bienvenida. 

 Al contrario que mi alumna, la autora de El año que no viajé a Buenos Aires, la tinerfeña Saray Encinoso Brito, decidió realizar ese mismo viaje pero en sentido inverso.

 En enero de 2020, sin saber lo que iba a ocurrir unos meses después, tuvo el impulso de comprar unos billetes de avión a Buenos Aires, un viaje con el que llevaba mucho tiempo soñando, un anhelo heredado de su padre. Aterrizaría allí en verano, nuestro verano, porque allí sería invierno, ese que llamamos invierno austral.

Hice clic en el botón para que me cargaran el importe de los billetes en la cuenta corriente sin sospechar lo que se avecinaba. (…) Luego llegó marzo y todas las predicciones se rompieron en mil pedazos.
***
Lo que me daba la sensación de estar tocando con la yema de los dedos se alejó de repente y volvió a ser lo que siempre había parecido, un objetivo inalcanzable. Ni siquiera duró lo suficiente como para permitirme disfrutar de uno de los placeres del viaje: los preparativos.

 La pandemia dio al traste con sus planes, como seguramente le ocurrió a muchos de ustedes. Sin embargo, ella supo cruzar el Atlántico sin moverse de su casa. Y no solo hizo eso. También escribió este libro originalísimo que es una verdadera delicia.

El nombre de Buenos Aires siempre me ha parecido una invitación al optimismo. Su origen está en la patrona católica de los navegantes sevillanos, Nuestra Señora del Buen Ayre. Cuentan que el conquistador español Pedro de Mendoza dio ese nombre a la ciudad en su honor, pero prefiero pensar que en realidad lo hizo alguien que un día desembarcó allí y notó que el viento fresco de la ciudad le despejaba la cara, se le metía por las cuencas de los ojos y le hacía ver la vida de otra forma. Como si no fuera necesario pensar constantemente en un horizonte.

 La primera conexión que tuvo Saray Encinoso con Argentina fue a través de la música que escuchaba su padre.

La música ya me había servido como excusa para descubrir parte de la historia de Argentina: los vuelos de la muerte, el tesón de las madres de la Plaza de Mayo o los cientos de fallecidos que escondían aquellas islas que también respondían al nombre de Falkland Islands.

 Y la segunda fue al enterarse de que su bisabuelo había nacido en Buenos Aires, adonde habían emigrado sus tatarabuelos «cuando Argentina se abrió al mundo y empezó a recibir a ciudadanos de muchos puntos del planeta. (…) Según las cifras del censo de 1914, una tercera parte de los habitantes del país estaba compuesta por foráneos, (…) sobre todo, italianos y españoles, pero también europeos del Este. La personalidad de la ciudad –desde la gastronomía hasta la pasión por el teatro o la música– no se entendería sin ellos».

Permanecieron allí solo durante unos años, el tiempo suficiente para que algunos de sus hijos fallecieran de las enfermedades propias de la época y para darse cuenta de que el milagro de la emigración no era tal. Acabaron dando media vuelta y regresando a Tenerife.

 Saray Encinoso acompaña esta guía imaginaria con un listado de canciones, libros, películas y series que la ayudaron a sentir Argentina cuando aún no había salido de Tenerife, cuando recorría Buenos Aires en su cabeza.

 Junto a ese viaje imaginario, Saray Encinoso nos habla de otros viajes reales a la antigua Yugoslavia, Japón, Noruega, Qatar…, y nos lleva a reflexionar sobre por qué viajamos, las variadas formas de hacerlo y cómo nos preparamos para esa aventura. También denuncia cómo el turismo está sentenciando a muchas ciudades.

Quizás estamos asistiendo a un «urbanicidio bienintencionado» (…). Es decir, a la agonía de muchas ciudades que durante siglos fueron opulentas y frenéticas, que sobrevivieron a guerras, plagas y terremotos y que ahora han quedado reducidas a meras representaciones turísticas de lo que fueron.

Y nos interroga sobre muchas otras cuestiones, entre ellas las fronteras visibles e invisibles que no están en los mapas o el postureo que se da en las redes.

¿Viajámos porque queremos conocer otro lugar o elegimos el lugar al que viajar con la pretensión última de que este también defina quiénes somos? ¿Pensamos antes en la foto que nos vamos a sacar que en lo que significa para nosotros estar en ese lugar? (…) La industria turística sabe muy bien que estamos más preocupados por quiénes queremos que los demás piensen que somos que por ver, sentir, oler, saborear.

 Sobre este librito (apenas tiene 100 páginas) planea el mimo y el detalle que pone Ediciones Menguantes en cada uno de sus trabajos, desde la fotografía de la portada al código QR para descargarte el playlist con la banda sonora que acompaña al texto, y que incluye una canción que me encanta (Patagonia, de Xoel López) y que tengo de fondo mientras remato esta reseña. Por cierto, la autora incluyó en su lista a Ariel Rot, pero no a Alejo Stivel, y uno, que de adolescente adoraba a su banda y todavía conserva algunos casetes y vinilos de sus álbumes, se extraña por la ausencia de Tequila en el listado.


 Volviendo al objeto de la entrada, y para cerrar, les voy a plantear un reto, un desafío para aquellos que aman los viajes y la pandemia les abortó el que tenían programado. Lean este libro, analicen con atención sus páginas y, tras ello, prueben a imitar a Saray y escriban su propio texto. El año que no viajé a ¿...? Así podrán tachar una de esas tres cosas que, según el poeta cubano José Martí, todos debemos hacer en la vida. Después de eso, plantar un árbol y tener un hijo les parecerá cosa fácil.

 Y viajen siempre. No dejen de viajar. Físicamente o a través de los libros.

Dedicatoria y cita viajera de José Saramago
El año que no viajé a Buenos Aires, Ediciones Menguantes
Fotografía: Lucía Rodríguez

Nota: Los textos de color naranja pertenecen a la segunda edición de El año que no viajé a Buenos Aires, de Saray Encinoso Brito, publicada por Ediciones Menguantes en julio de 2021.

lunes, 15 de noviembre de 2021

MAKONGO, UNA PELÍCULA DE ELVIS SABIN NGAIBINO


Makongo, una película de Elvis Sabin Ngaibino

El festival de cine francés de Málaga, celebrado el pasado mes de octubre, programó dos películas, en su sección Focus Documental, por las que mereció la pena desplazarse hasta las instalaciones de La Térmica: Makongo y 143 Rue du Desert. Muy distintas en su realización, ambas tienen en común que reflejan realidades del continente africano y que están hechas por directores autóctonos que conocen bien la problemática que retratan.

 Makongo está dirigida por Elvis Sabin Ngaibino, y ha cosechado varios premios en su paso por festivales de Europa y Canadá. El film, que se preestrenaba en España, se centra en dos jóvenes pigmeos aka, André y Albert, que viven en Mongoumba, un pueblo de la República Centroafricana situado cerca de la frontera del Congo y de la República Democrática del Congo. Ambos asisten al instituto con el sueño de acceder a la Universidad de Bangui, la capital, donde esperan obtener sus títulos de profesores. Mientras tanto, en sus ratos libres, se dedican a ir de pueblo en pueblo cargando con una pizarra al hombro, alfabetizando a los niños que viven en la selva. Estamos ante una obra de no ficción, por lo que André Ikpeou y Albert Mondogue hacen de ellos mismos en el documental, al igual que las otras personas que aparecen.

Escena de la película Makongo, de Elvis Sabin Ngaibino

Escena dela película Makongo, de Elvis Sabin Ngaibino

 Mi amigo Silvio Testa es una de las personas que más sabe sobre la estigmatización y las dificultades del pueblo pigmeo en la región ecuatorial de África, pues está involucrado en varios proyectos que desarrollan los misioneros de la Consolata en la zona; aunque en este caso al otro lado de la frontera, en la República Democrática del Congo. Allí, en Bayenga, una localidad de la provincia del alto Uele, hay unos 24 campamentos pigmeos que viven en chozas minúsculas al borde de la selva, una floresta que las compañías madereras están destruyendo con total impunidad. Silvio viajó allí en dos ocasiones. «Programamos un proyecto de salud contra la lepra y la tuberculosis que afectaba a los poblados, y al mismo tiempo se puso en marcha con un misionero de allí un plan de etnoeducación para que los pigmeos pudieran concienciarse de su riqueza cultural (despreciada por la etnia bantú que es la mayoritaria y dominante en el país), de su sabiduría en relación a la naturaleza que los rodea y su simbiosis con ella», me contó en una ocasión.

 Por todo eso, lo primero que hice esa mañana al levantarme fue enviarle un correo proponiéndole que me acompañara a la proyección. Pero Silvio no se encontraba aquel día en Málaga.

Hola Pedro,
Estoy en Italia que acaban de operar a mi madre, así que nada. Estoy contento porque acaban de llamar los cirujanos que todo ha ido bien. 
Ya me contarás de qué va la peli. Gracias x avisarme. 
Un abrazo

Silvio

 Quizás por ello, traté de absorber a conciencia todo lo que ocurría en la pantalla. Para poder contárselo otro día con una cerveza o un café por delante. La vida austera y autosuficiente en comunión con la naturaleza; su identidad y sus costumbres; la aceptación de la muerte (impresionan las escenas del enterramiento del bebé); la globalización que se infiltra sibilinamente en esa cultura ancestral; el contraste con los que viven más allá de la selva, el choque con el capitalismo y don dinero…

Escena de la película Makongo (Rep. Centroafricana 2020)
Dirección: Elvis Sabin Ngaibino

 Por si el altruismo de André y Albert no bastara, todos los años se implican en la cosecha de makingo, las orugas que se crían sobre la corteza de los árboles y que constituyen la principal fuente de ingresos de los pigmeos.

Makongo (orugas). Escena de la película de Elvis Sabin Ngaibino

 Hasta Bangui llevarán los dos protagonistas sus sacos de orugas para sacar un dinero con el que escolarizar a algunos de sus alumnos. Y uno sufrirá con ellos al verlos a merced de pícaros y timadores.

Trailer Makongo

 Sin duda, estamos ante una película que, por su temática, debería verse en todos los centros educativos, y junto a ella comentar la idea central con la que trabaja Silvio desde hace años: «Lejos de pensar en los pigmeos, yanomami, etc., como pueblos primitivos, tendríamos que preguntarnos ¿qué tienen estos pueblos que han sabido vivir en una relación absolutamente armónica con su entorno natural? Creo que en los tiempos que corren no es una pregunta baladí, sino una pregunta que nos sitúa a un nivel correcto de interlocución con estos pueblos, desde la humildad de saber que nosotros no hemos sido capaces de gestionar la vida en la tierra como lo han sido ellos. Es tiempo de aprender de los pueblos indígenas. Así nos lo piden ellos en el intento de salvar su existencia, así es como tenemos que dialogar con ellos para reconstruir las relaciones humanas y con la naturaleza que nos rodea».

 En la pasada cumbre del clima de la ONU (COP26) que acogió la ciudad de Glasgow, uno de los líderes de la comunidad amazónica, Fany Kiuru, del pueblo uitoto, en Colombia, subrayó que no es posible lograr el objetivo de contener el calentamiento global sin ellos. «Lo que hace falta no es dinero, sino medidas concretas para asegurar que su territorio queda protegido de los intereses de la agroindustria y de otros intereses extractivistas que destruyen su hábitat, algo que pasa por aplicar restricciones a esas actividades económicas». Atendamos sus súplicas de socorro, protejamos su territorio antes de que lleguemos a un punto de no retorno.

Nota: Sobre la otra película documental, 143 Rue du Desert, dirigida por el argelino Hassen Ferhani, les hablaré en otra entrada.

Cartel del 27 Festival de Cine Francés de Málaga


lunes, 8 de noviembre de 2021

EL SENDERO DE LA SAL


El sendero de la sal, de Raynor Winn (Ed. Capitán Swing)
Fotografía: Lucía Rodríguez

Por esa magia que se produce cuando abrimos un libro y nos adentramos en sus páginas, esta semana he estado viajando por el camino costero del sudoeste de Inglaterra. Más concretamente, desde Minehead hasta Poole: 630 millas, lo que equivale a unos 1.014 kilómetros, que se dice pronto. Y tengo los pies y la espalda molidos.

 El libro en cuestión es El sendero de la sal, de la escritora Raynor Winn, publicado recientemente por Capitán Swing.

 El sendero al que hace referencia el título bordea la zona costera de los condados de Somerset, Devon, Cornualles y Dorset, repleta de bahías y de calas ocultas donde, en el siglo XVIII y principios del XIX, los contrabandistas trapicheaban con encaje, té, alcohol y tabaco para salvar los desorbitados impuestos a las importaciones. Para tratar de impedirlo y vigilar mejor la costa, la Guardia Preventiva de Aduanas creó aquellos caminos de patrulla que hoy recorren los senderistas.

 Recientemente había leído sobre ese camino en Una historia del mundo en 500 rutas (Editorial Blume), y aún tenía presente las palabras de su autora, Sarah Baxter:

Se trata de un largo y sinuoso desfile de pueblos costeros refugiados en puertos naturales, colinas cubiertas de tojos, arenas doradas y promontorios rocosos que se asoman al mar. Algunos puntos de la ruta están abarrotados en verano, pero lo mejor del Camino Costero es que basta con caminar hasta salvar el siguiente cabo para dejar atrás a los turistas. Hecho esto, solo quedarán usted, el aroma del salitre y los helechos, el trino de los pájaros y el camino que serpentea frente a sus pies. Si observa las olas, incluso es posible que vea una foca o un tiburón danzando en el agua.

Una historia del mundo en 500 rutas y El sendero de la sal
Fotografía: Pedro Delgado

 El libro de Raynor Winn es una novela de no ficción que nos demuestra que el crecimiento se encuentra al otro lado de la desesperación, y que estoy seguro será llevada al cine.

 De crío devoré un libro increíble que llevaba por título La ley de Murphy, en el que un tal Arthur Bolch exponía una serie de leyes y sentencias. Aquello era una humorada, pero a esa edad algunas de sus leyes me parecían tan consistentes como las de Einstein.

 Creo que era la primera ley de Murphy la que decía que «si algo puede salir mal, saldrá mal», y la segunda que «si algo va mal, siempre puede ir a peor». Conmigo no fallaba la de la tostada, que siempre caía por el lado untado de mantequilla y mermelada.

 No sé si Raynor Winn y su marido Moth conocerán este libro, pero lo cierto es que en cuestión de días el tal Murphy se cebó con ellos. Primero, el desahucio por una mala inversión, y a continuación, un diagnóstico médico aterrador: Moth sufre una degeneración corticobasal, una rara enfermedad cerebral degenerativa que afecta al área del cerebro que procesa la información y las estructuras cerebrales que controlan el movimiento. Dicho en plata, que acabaría sus días postrado en una cama ahogado por su propia saliva. Ante ese panorama, ¿qué hacer?

 «Podríamos caminar», pensó Raynor Winn, inspirada por Five Hundred Miles Walkies (Caminatas de quinientas millas), el libro que había leído con veinte años, sin pensar que no es lo mismo preparar una mochila con cincuenta años que con veinte, y que tendrían que caminar mil catorce kilómetros por un camino que en muchos tramos no tiene  más de treinta centímetros de ancho.

Volví a leer Five Hundred Miles Walkies y me repetí a mí misma que podíamos hacerlo. Mark Wallington había recorrido el Sendero de la Costa Sudoeste con una mochila prestada y un perro zarrapastroso. Podíamos hacerlo, sin problemas.

 Raynor tampoco se paró a pensar que Mark Wallington tenía veinte años cuando realizó el camino, y no cincuenta como ellos.

–Pero ¿qué estás diciendo, mamá? ¿Te has vuelto loca? ¿Y si se cae por un acantilado? –La voz de Rowan me devolvió a la realidad–. No tenéis dinero, ¿qué vais a comer? ¿De verdad crees que podéis pasar el resto del verano en una tienda de campaña? ¿Cómo? Pero si hay días en los que papá casi ni puede levantarse de la silla. ¿Qué pasará si le da un ataque en un acantilado? ¿Dónde vais a campar? ¿Sabes cuánto cuesta un camping? ¿Se lo has contado a Tom?

 Desoyendo a su hija, y con las cuarenta y ocho libras semanales del subsidio del gobierno, una tienda de campaña que compraron por eBay, dos mochilas y dos sacos de dormir ultraligeros que compraron en Tesco por cinco libras cada uno, Raynor y Moth se lanzaron a la aventura. En el bolsillo de la pierna de los pantalones, una guía: The South West Coast Path: From Minehead to South Haven Point, de Paddy Dillon, el Speedy González del camino.

La guía de Maddy Dillon (The South West Coast Path)
Fotografía: Penguin

 La Ley de Vagancia de 1824, a pesar de las modificaciones sufridas a lo largo de los años, aún sigue parcialmente en vigor hoy día en Inglaterra, incluyendo en la categoría de «maleantes y vagabundos» a «toda persona que no hace otra cosa que deambular y se aloja en un granero o cobertizo, o en un edificio abandonado o desocupado, o al aire libre, o dentro de una tienda de campaña, o en un carro o vagón, sin tener ningún medio visible de subsistencia y sin estar registrada su situación», así que aquel verano Moth y Raynor se unieron a las filas de maleantes, vagabundos y holgazanes, acampando al aire libre y alimentándose principalmente a base de té y fideos, sintiendo en su piel el rechazo a los sintechos.

 Quizás la pareja pensaba en otra ley de Murphy, la que dice que «No se puede saber cuál es la profundidad de un charco hasta que no se ha metido el pie en él».

Las multitudes disminuían a medida que nos acercábamos al monumento de las gigantescas manos de metal sujetando un mapa que marca el inicio del sendero. Nos quedamos en el monumento más tiempo del previsto haciendo fotos, reorganizando las mochilas, tratando de convencernos para dar ese primer paso. Emocionados, asustados, sin hogar, gordos, moribundos, pero, por lo menos, si dábamos aquel primer paso, tendríamos un sitio adonde ir, un propósito. Realmente, a las tres y media de la tarde de un jueves, no teníamos nada mejor que hacer que empezar un recorrido de mil catorce kilómetros.

Escultura de Sarah Ward en Minehead
Inicio del sendero de la costa sudoeste de Inglaterra
Fotografía: Pinterest ArtPolitika

***
Frío por arriba, frío por los costados, frío por abajo. ¿Qué es lo que permite que un saco de dormir sea ultraligero? Nos quedó muy claro a las cuatro de la mañana, bajo la luz gris azulado de la tienda. A medida que el frío nos devoraba, comprendimos que el saco era ultraligero porque el aislamiento era menor, muchísimo menor.
***
Las primeras veces que nos habían preguntado cómo era que disponíamos de tanto tiempo libre para caminar hasta tan lejos, habíamos contestado la verdad: «Porque no tenemos un hogar, lo hemos perdido, pero no ha sido culpa nuestra. Vamos viendo adónde nos lleva el camino». La gente se apartaba y se quedaba tan impresionada que hasta se olvidaba de respirar. Siempre que pasaba esto, la conversación terminaba abruptamente cuando nuestros interlocutores se alejaban de nosotros a toda velocidad. Así que tuvimos que inventar una mentira que resultase más aceptable. Para ellos y para nosotros. Les decíamos que habíamos vendido nuestra casa con el propósito de vivir una aventura de madurez y que íbamos allí donde nos llevara el viento. (...) Esto provocaba resoplidos de «¡Guau!, ¡fantástico!, ¡inspirador!». ¿Qué diferencia había entre una historia y la otra? Solo una palabra, pero una que a ojos de la opinión pública lo cambiaba todo: vendido. Podíamos no tener un hogar después de haberlo vendido y haber metido el dinero en el banco. Eso era inspirador. O podíamos no tener un hogar después de haberlo perdido y habernos convertido en pobres y en unos parias sociales. Elegimos la primera opción. Con ella era más sencillo mantener conversaciones superficiales; más fácil para los demás, pero también para nosotros.

 Lo que no pierden Raynor y su marido es el sentido del humor, ese humor británico tan característico.

Bordeamos la punta y pasamos por el monumento en recuerdo a «los caídos». Estaba demasiado cansada para sacar las gafas y ponerme a leer toda la placa, así que no comprobé si había sido erigido para los caídos en la guerra, para los que se habían caído por el acantilado o para nosotros, caídos de la sociedad, de la esperanza, de la vida.
***
Estábamos desmontando la tienda cuando vimos que un grupo de ancianos en pantalón corto tipo cargo venía hacia nosotros con paso decidido.
 –Prepárate. Estamos a punto de recibir nuestra primera regañina por acampar donde no se debe.
 Moth puso su mejor "cara de amigo de los abuelitos" mientras yo intentaba mirar para otro lado.
 –¿Dónde está el Sendero de la Costa? –exigió jadeante un hombre que tenía la cara roja y respiraba entrecortadamente.
 –Estáis en él.
 –No, no es esto. El Sendero de la Costa está en la costa. Vamos a caminar hasta Tintagel.
 –El sendero es este. No está en la playa, está aquí, en el acantilado.
 –Bien. ¿Hay más colinas como esa de ahí?
 –Seis o siete. No lo sé, he perdido la cuenta.
 –Muy bien. Pues entonces ya nos podemos ir olvidando.
 Dieron media vuelta y se fueron refunfuñando y pisando fuerte por donde habían venido.
 –Debería llamarse Sendero de los Acantilados, no Sendero de la Costa.
***

Raynor Winn y Moth. Fotografía: Penguin

Nos sentamos a la entrada de la tienda metidos en los sacos de dormir hasta que se fue la luz y, con ella, el último de los surfistas. La marea se alejó y, cuando parecía como si dudara antes de regresar, llegaron las aves y reclamaron la playa vacía para ellas solas. Para corretear y llamarse unas a otras durante la noche, entre la arena y el agua.

 Después de esas líneas tan poéticas, quiero cerrar esta entrada con una estrofa de The Stone Beach, poema de Simon Armitage, con el que confundían a Moth durante una parte del camino, unas líneas para recordar en la playa el próximo verano:

«Spoilt for choice - which one to throw,
which to pocket and take home».
«Difícil elección: cuál tirar,
cuál guardar en el bolsillo y llevar a casa».
Simon Armitage,
«The Stone Beach» 

El sendero de la sal, de Raynor Winn (Capitán Swing)
Fotografía: Lucía Rodríguez

Nota: La gaviota que aparece en la fotografía que abre esta entrada pertenece al Museo de Ciencias Naturales del instituto Nuestra Señora de la Victoria de Málaga (Martiricos), y fue disecada por Manuel Garrido Sánchez, encargado también de la conservación de la colección del museo.


martes, 19 de octubre de 2021

UNA TRENZA DE HIERBA SAGRADA


Una trenza de hierba sagrada, de Robin Wall Kimmerer (Ed. Capitán Swing)
Fotografía: Lucía Rodríguez

 

Los insectos, las plantas, las bacterias, los hongos, los pájaros, nos rodean como una comunidad en la que cada uno sostiene a todos los demás y sobre la cual nosotros no tenemos ningún derecho de soberanía, igual que no tenemos ningún derecho a volver inhabitable el mundo para nuestros descendientes.
Antonio Muñoz Molina

 

A veces uno llega a un libro por una cosa y se queda a vivir en él durante un tiempo por otras. Eso fue lo que me ocurrió con Una trenza de hierba sagrada (Editorial Capitán Swing), de la botánica, escritora y profesora Robin Wall Kimmerer, una anishinabekwe de la tribu potawatomi. 

 Amante de los pueblos nativos americanos, comencé a leer por el saber indígena que anunciaba el subtítulo, pero seguí leyendo porque la autora empezó a hablarme de cosas que me incumbían y me preocupaban. Cosas que podrían parecer mundanas, pero que para mí eran capitales. Por ejemplo, que mi hijo se vaya a estudiar dirección cinematográfica a Barcelona con tan solo 18 años. No siento miedo porque le pueda pasar algo lejos de casa, sino desazón por tener que separarnos durante todo un curso. ¡Tres cursos! Llevaba semanas mascullando lo mucho que lo iba a echar de menos, cuando de pronto, como por arte de magia, me encontré con un capítulo que lleva por título El consuelo del nenúfar, y que contiene estas líneas:

 Se marchó antes de que me diera cuenta, mucho antes de que el estanque fuera apto para el baño. Mi hija Linden decidió abandonar estas aguas tranquilas y echarse a la mar de una facultad lejos de casa, en tierras de secuoyas.
 (…) Sabía que ocurriría desde el momento en que la sostuve entre mis brazos: cada centímetro que creciera a partir de entonces sería también un centímetro que se alejaría de mí. Es la injusticia esencial de la paternidad y la maternidad: realizar bien nuestro trabajo implica ver cómo el vínculo más profundo que jamás podremos crear se irá de nuestro lado sin mirar atrás. Sabemos qué tenemos que hacer. Aprendemos a decir: «Pásalo muy bien, cariño», aunque todo lo que deseemos sea traerlos de nuevo a nuestro lado, a la seguridad. Y en clara contradicción con los imperativos evolutivos que benefician la protección de nuestras reservas genéticas, les dejamos las llaves del coche. Y les damos libertad. Esa es nuestra labor. Yo quería ser una buena madre.
 Me sentía feliz por ella, que comenzaba una nueva aventura, claro, pero también triste por mí misma, que tenía que soportar la agonía de echarla de menos. El consejo de los amigos que ya habían pasado por lo mismo fue que recordara las cosas que no iba a extrañar. Me alegraba de no tener que pasar noches en vela pensando en las carreteras nevadas y aguardando el sonido de las ruedas en la entrada justo un minuto antes del toque de queda. Los deberes sin terminar y el frigorífico que se vaciaba misteriosamente.
 (…) Recuerdo la época en que les daba el pecho. Recuerdo la primera vez que les di de comer, la larga y profunda succión con que tomaron el alimento de mi pozo interior, que se llenaba con sus miradas. Supongo que debo alegrarme de no tener que alimentar tanto, preocuparme tanto. Pero lo voy a echar de menos. No voy a echar de menos la colada en sí, claro, pero es difícil decirle adiós a la urgencia de esas miradas, a la presencia de nuestro amor recíproco.

 La Hierochloe odorata, que los pueblos nativos americanos llaman wiingaashk, el cabello de dulce aroma de la Madre Tierra, no es una especie extendida en ámbitos geográficos castellanohablantes, por lo que no existe un nombre común generalizado para ella. Algunos la llaman hierba de búfalo, hierba bisonte, hierba dulce, hierba santa o hierba sagrada. En referencia a su etimología griega y a su condición de planta ceremonial entre los pueblos indígenas americanos, es el último nombre el elegido por el traductor, David Muñoz Mateos, para el título de este libro: Una trenza de hierba sagrada.

 (…) fue la primera planta que creció sobre la Madre Tierra y por eso la trenzamos, como si se tratara del cabello de nuestra propia madre: así le demostramos el amor y el cuidado con que la trataremos.

 La trenza, como las que le hacían a mi hermana (recuerdo lo mucho que protestaba cuando mi madre le tiraba del pelo para que quedaran prietas), es también una especie de metáfora del libro pues lo que nos ofrece su autora es un caleidoscopio de ensayos que buscan restablecer la salud de nuestra relación con el mundo, mostrarnos que es posible «establecer otra relación no depredadora ni destructiva con el mundo natural». Y al igual que separamos el pelo en tres partes para trenzarlo, los textos están tejidos con esos tres ramales a los que hace referencia el subtítulo: los saberes indígenas, el conocimiento científico y las enseñanzas de las plantas.

 Se trata de imbricar la ciencia, el espíritu y los relatos: viejos relatos y nuevos relatos que puedan ser remedios para nuestra relación con la tierra, rota; una farmacopea de historias senadoras que nos permitan imaginar una relación diferente donde la gente y la tierra se cuiden y sanen su dolor mutuamente.

 Ganador del Sigurd F. Olson Nature Writing Award en 2014, es este un libro para reconciliarnos con la naturaleza y celebrar nuestra relación con las plantas y los animales, nuestros maestros más antiguos.

Guardián, 1967. Obra de Cecilia Vicuña. Concón (Chile)

 No hace mucho, o quizá hace mucho, leí una entrevista a la artista, poeta y activista Cecilia Vicuña (Chile, 1948), en la que el periodista, tras calificarla como una gran defensora del pensamiento indígena, le preguntaba qué nos perdíamos los que no lo conocíamos. «La multidimensionalidad», respondió ella. «El pensamiento occidental es muy reduccionista y va coartando las posibilidades imaginativas y de conexión del ser humano con los otros seres y con las otras dimensiones. La física cuántica, que tanto me interesa, sí que avanza en la aceptación de múltiples realidades, pero el reduccionismo occidental ha intentado liquidar el acceso a las mismas, cuando el cerebro humano no es así». Este pensamiento me asaltó numerosas veces durante la lectura de este libro, pues a través del saber indígena, Robin Wall Kimmener «nos muestra cómo otros seres vivos nos ofrecen regalos e importantes lecciones, incluso aunque hayamos olvidado cómo escuchar sus voces». La idea central que despliega Robin Wall en sus páginas es que «el despertar de una conciencia ecológica requiere el reconocimiento y la celebración de nuestra relación recíproca con el resto del mundo viviente. Solo cuando podamos escuchar los lenguajes de otros seres seremos capaces de comprender la generosidad de la tierra y aprender a dar nuestros propios dones a cambio».

Higuera camino de Almogía. Fotografía: Pedro Delgado

 Al hilo de esto, les contaré que cada vez que salgo con la bicicleta hacia Almogía me cruzo con una enorme higuera enraizada a la vera de un arroyo. Pues bien, durante este mes de agosto, al pasar junto a ella de vuelta a casa, me bajaba de la bicicleta, desanudaba una bolsa del manillar y la llenaba de higos negros que, con sus grietas en la piel, parecían a punto de reventar. Tenían un sabor dulce delicioso, así que sólo cogía los que estaban ligeramente blandos al tacto, dejando los duros en las ramas para más adelante. En ningún momento le di las gracias a aquella higuera por sus frutos. Fue leyendo a Robin Wall Kinmerer como tomé conciencia de que debía corresponder a esa generosidad. Para el verano que viene lo tengo claro, y cuando me acerque a esos higos que me gritan ¡LLÉVAME A CASA!, deberé resistir la tentación de obedecer de inmediato y acercarme a la higuera como la autora me ha enseñado. Primero me presentaré y le pediré permiso para la recolección, y al terminar, en agradecimiento por compartir sus dones conmigo, vaciaré lo que quede de mi botellín de agua junto a su tronco y la ayudaré a diseminar sus semillas.

 El reglamento de la Cosecha Honorable no está escrito en ningún sitio. Ni siquiera puede considerarse un conjunto sistemático de reglas. Se trata, más bien, de una serie de prácticas definidas en el día a día. Pero si hubiera que hacer una lista, sería algo parecido a esto:
 Conoce las costumbres y necesidades de quienes cuidan de ti, para poder cuidar tú de ellos.
 Preséntate. Que te conozcan como aquel o aquella que viene a buscar la vida.
 Pide permiso antes de tomar nada. Acata la respuesta.
 Nunca te lleves el primero. Nunca te lleves el último.
 Toma solo lo que necesites.
 Toma solo aquello que se te ofrece.
 Nunca tomes más de la mitad. Deja algo para los demás.
 Cosecha de manera que el daño sea el menor posible.
 Utilízalo de forma respetuosa. Nunca desperdicies lo que has tomado.
 Comparte.
 Da las gracias por aquello que se te ha dado.
 Haz un obsequio para corresponder a lo que has tomado.
 Sé sostén de aquellos que te sostienen y la tierra durará para siempre.
***

Nanabozho, ilustración de R.C. Armour

 El anciano anishinaabe Basil Johnston cuenta la historia de cuando nuestro maestro Nanabozho se encontraba en el lago, como tantas otras veces, intentando pescar algo para cenar con una cuerda y un anzuelo. Entre los juncos se le acercó Garza, con las patas en zigzag y el pico como un arpón. Garza era, además de gran pescador, un amigo generoso, y enseñó a Nanabozho un método de pesca que le haría la vida mucho más fácil. Le advirtió también que no debía coger demasiados peces, pero Nanabozho ya estaba pensando en el festín que se iba a dar. A la mañana siguiente salió temprano y en poco tiempo había llenado un cesto, tan grande que apenas podía con él y con más pescado del que podía comer. Limpió todos los peces y los puso a secar en estantes de madera, fuera de casa. Al día siguiente, aún con el estómago lleno, volvió al lago y repitió lo que le había enseñado Garza. «Ah –pensó, transportando las capturas a su casa–, he de tener comida suficiente para el invierno».
 Día tras día volvió Nanabozho a colmar el cesto. A medida que el lago se vaciaba de peces, sus estantes de secado se llenaban y enviaban un delicioso aroma al bosque, donde Zorro se relamía. Regresó una vez más al lago, henchido de orgullo. Ese día sus redes salieron vacías y Garza lo miró decepcionado desde el cielo. Al volver a casa, aprendió una lección muy valiosa: nunca hay que tomar más de lo que uno necesita. Los estantes de madera estaban volcados en el suelo y el pescado había desaparecido.

 «¿Acaso no somos los reyes de la creación, la especie más importante de todas?», le preguntaron una vez al astrofísico y filósofo Juan Arnau. Su respuesta la he guardado entre las páginas de Una trenza de hierba sagrada. Despliego de nuevo el recorte del periódico y la leo una vez más.

Somos parte de la naturaleza. Esto es fundamental entenderlo y vivirlo. Deberían poner en todas las escuelas Dersu Uzala, la película de Kurosawa. Sin un sentimiento de pertenencia al orden natural, la humanidad está perdida y la ciencia desvaría. En civilizaciones tecnológicas como la nuestra, que detentan el enorme poder de la ciencia, las consecuencias pueden ser devastadoras. Si acabamos con la naturaleza estamos acabando con nosotros mismos. De ahí que la ciencia deba ir de la mano de las humanidades, en lugar de ir de la mano del poder político.

Una trenza de hierba sagrada, de Robin Wall Kimmerer (Ed. Capitán Swing)
Fotografía: Lucía Rodríguez

 Tradicionalmente, las trenzas de hierba sagrada se entregan en señal de gratitud y bondad; de la misma manera, debemos regalar este libro.


Nota: Los textos a color pertenecen a Una trenza de hierba sagrada, de Robin Wall Kimmerer, traducido por David Muñoz Mateos y editado por Capitán Swing en febrero de 2021.


martes, 5 de octubre de 2021

UNA PUERTA PINTADA DE AZUL

Esta mañana creí enloquecer. Al levantarme y salir de mi cuarto, vi como dos micacos subían a la carrera las escaleras de mi casa. Me diblaron como si fueran infantiles del Larache Club de Fútbol, se metieron en el cuarto de mis hijos y escaparon por la terraza. Lalla Sahida llegó detrás con una zapatilla en la mano, pero los críos ya habían saltado por el muro a la casa de al lado. La mujer no pudo contener más la emoción y las lágrimas empezaron a escapársele.

 –¿Quiénes son esos, Zipi y Zape? –me preguntaron mis hijos.

 Les hice ademán de que se callaran, y me agaché a recoger unos pendientes del suelo. Se los di a la pobre Sahida, y le puse una mano en el hombro, empujándola levemente para que se sentara a los pies de la litera. Luego fui al baño a por un rollo de papel higiénico, y se lo llevé para que se enjugase las lágrimas.

 Alarmado por unos gritos que llegaban desde la calle, corrí de nuevo a mi cuarto para asomarme por el balcón. El abuelo de Sergio, Manuel Gallardo, estaba multando a un coche que había aparcado sobre la acera de enfrente, y discutía con el conductor.

 –¡¡Oiga, que a un policía de tráfico no se le dice ni mu!! ¡¿Quiere usted que lo lleve al cuartelillo o qué?!

 Bajé a la cocina, y allí me encontré con Habiba y el Sr. José Edery. Ella se había ofrecido a prepararle un té y le decía a él aquello de «Mi casa es su casa».

 –¡¿Cómo que su casa?! –le dije–. Esta casa es mía y ustedes se van a marchar de aquí ahora mismo.

 El Sr. Edery Benchluch me miró sorprendido. El sudor corría por su frente y se le aureolaba en la camisa, a la altura del pecho. Me dio pena del hombre. Abrí la nevera, saqué la jarra de agua fría y le serví un vaso. Habiba rechazó con una sonrisa la invitación, pero cogió medio limón que había sobre la encimera y lo exprimió en el vaso de agua. Edery se recostó en la silla y se lo bebió de un trago. Acto seguido, musitó un Barakalofi y empezó a hablarme de una sinagoga de Larache.

 Estaba dispuesto a escucharlo y a tomarme un té con ellos, pero en esas que oí a Abdeslam que discutía con Younes en el salón. Al entrar, vi a los dos parados delante de una de las vitrinas. Tenía las puertas abiertas, y Younes cogía a su antojo objetos curiosos que yo había traído de mis viajes. Abdeslam trataba sin resultado de que desistiese de su actitud. Le quité el saco de rafia que portaba de un tirón, y se me encaró de mala manera. Con la ayuda de mi hijo mayor, que había bajado alarmado por tanto jaleo, logré echarlo de casa. En la calle seguía el abuelo de Sergio rellenando multas. Le expliqué lo que pasaba y el hombre llamó a Younes «malandrín» mientras le tironeaba de una oreja. También le previne sobre los dos mocosos, uno rubio y otro moreno, que habían huido de la casa. Cuando volví, Abdeslam estaba rezando sobre una de mis alfombras, y ya no quise molestarlo.

 Fui al baño. Rashida estaba de pie delante del lavabo, contemplando su rostro en el espejo. Me miró un momento y me dijo aquello de «Sé que te quiero mucho. Pero no sé por qué». Tenía la piel de la cara y de las manos y los brazos muy arrugada, y el pelo canoso y a medio teñir; en su vejez y en su indefensión vi a mi madre, y se me humedecieron los ojos. Cerré la puerta y la dejé allí.

 Regresé al salón. En el extremo opuesto a donde rezaba Abdeslam, me encontré a Sibari curioseando en una de las librerías de mi biblioteca. Al acercarme, me alabó el gusto y me guiñó un ojo al ver que tenía dos de sus libros: Relatos del Hammam y El babuchazo.

 –Los compré en Al Ahram, la librería-papelería de Rachid Serrouk –le dije–. ¿No se acuerda, Sidi? Me los firmó usted en la Casa de España de Larache. Nos presentó Sergio Barce, su jay.

 El profesor Mustapha Lahchiri y Hachmi Yebari entraron en ese momento, saludaron con un Salam 'Alekoum al que respondimos con el consiguiente Alekoum Salam, y se acercaron hasta nosotros. Yebari, al que conocí la vez que presenté uno de mis libros en el colegio Luis Vives de Larache, miraba con curiosidad los objetos que decoraban los estantes, como si los deseara para su bazar.

 –Ahora que has mencionado a Sergio Barce –me dijo Sibari–. Me he fijado que tienes sus libros, pero a él no lo vemos por ningún lado.

 –Está en Torremolinos. Yo tampoco lo veo con la frecuencia que me gustaría, pero si quieren podemos llamarlo y quedar para tomar un café. Eso sí, déjenme antes que ponga un poco de orden en esta casa.

 Lucía entró en el salón acompañada de los pintores Rachid Sebti y Manuel Balaguer. Les estaba mostrando sus cuadros, colgados por toda la casa, y ellos le alababan su maestría con los pinceles.

 Mi hijo el pequeño asomó la cabeza por la puerta y nos dijo que un señor mayor le estaba dando la vara en la cocina. Él quería desayunar sus galletas y su Cola-Cao de siempre, pero aquel abuelo no hacía más que repetirle que desayunara pan con aceite.

 –Me dice que me puede jurar que el aceite es la vida. Y que no lo olvide. ¿Podéis decirle algo? ¡Que me deje tranquilo…!

 –¡Voy para allá, hijo! –le dije, y al salir me topé en el pasillo con Maruja Gallardo.

 –¿Tú eres Pedro, el amigo de mi hijo, no? El que escribe también de Marruecos.

 No sabía si me había dicho también o tan bien, pero me dio corte preguntarle.

 –¿Lo has visto últimamente? ¿Ha engordado algo? ¿Tiene el pelo más blanco? A ti sí que te han salido canas, hijo. Eso te echas un tintecito y te quitas diez años de encima –iba a contestarle algo, pero Maruja continuó con su batería de preguntas sin dejarme abrir la boca–. ¿Se ha quitado la barba? ¿Se ha puesto lentillas? Hay que ver lo que se parece mi Sergio a mi marido…

 Le dije que como una imagen valía más que mil palabras, iba a subir a mi cuarto a por la tablet para enseñarle una fotografía que nos habíamos hecho recientemente. Esperé al pie de la escalera unos instantes, pues mi hijo mayor bajaba conversando de aviones con otro abuelo. Luego subí los escalones de dos en dos, atropelladamente, y al entrar vi un libro abierto boca abajo a los pies de la mesita de noche. Lo recogí del suelo y, al instante de cerrarlo, cesó todo el jaleo. En ese momento lo comprendí todo. Eran los personajes del libro de Sergio, que habían aprovechado que esa puerta pintada de azul estaba abierta para escapar de sus páginas y desperdigarse por toda la casa.

 Bajé las escaleras a la carrera.

 –¡Lucía, cuando se lo cuente a Sergio no se lo va a creer!

Sergio Barce y Pedro Delgado
Málaga, 23 de abril de 2021

Nota: Pueden adquirir el libro de relatos Una puerta pintada de azul (Ediciones del Genal, 2020), de Sergio Barce, en su librería habitual o en el siguiente enlace de la Librería Proteo de Málaga:

https://www.libreriaproteo.com/libro/ver/2822468-una-puerta-pintada-de-azul.html