jueves, 1 de abril de 2021

EL LEOPARDO DE LAS NIEVES O EL ARTE DEL RECECHO


El leopardo de las nieves de Sylvain Tesson (Ed. Taurus)
Fotografía: Lucía Rodríguez

En la fotografía de la solapa, Sylvain Tesson se me antoja de otra época. Agarrado a su pipa parece uno de los tripulantes del Pequod, un buscador de ciudades perdidas en el Amazonas o un minero del Klondike.

Sylvain Tesson

 «París, 1972, aventurero y escritor», se lee bajo su imagen. Lo primero se intuye, y de lo segundo no me queda duda al terminar la lectura de El leopardo de las nieves, su último libro, publicado en estos lares por la editorial Taurus, del grupo Penguin Random House. Tesson tiene una prosa cuidada, elegante, y un humor socarrón que se deja ver en alguna que otra frase; como esa con la que abre la narración:

Como las monitoras tirolesas, el leopardo de las nieves hace el amor en paisajes blancos.

 Sylvain Tesson conoció al fotógrafo de animales Vincent Munier un día de Semana Santa durante la proyección de su película sobre el lobo de Abisinia. Al terminar conversaron, conectaron y se produjo la invitación.

 –Hay un animal en el Tíbet al que persigo desde hace seis años –dijo Munier–. Vive en las mesetas. Se necesitan largos recechos para verlo. Vuelvo este invierno, ven conmigo.
 –¿Cuál es?
 –El leopardo de las nieves –dijo.
 –Creía que había desaparecido –dije.
 –Eso es lo que quiere que creamos.

 Y como nadie puede rechazar acompañar a un artista a su estudio, en 2018 Tesson viajó con Munier al Tíbet en pleno invierno. Los acompañaban Marie, cineasta de animales, y Léo, ayudante de campo de Munier. Allí, el hombre activo e impaciente que es Tesson, tendrá que hacerse especialista en las técnicas del rececho, ese arte «que consiste en camuflarse hasta hacerse invisible a la espera de un animal cuya aparición no se puede dar por descontada».

«Leopardo», un nombre sonoro, elegante. Nada nos aseguraba que encontraríamos uno. El rececho es una apuesta: vas en busca de los animales y te arriesgas al fracaso.

Leopardo de las nieves
Fotografía: Vincent Munier

 Amedrentrados por los cazadores furtivos y la propagación del hombre, el leopardo de las nieves se esconde en valles y montañas a cuatro mil o cinco mil metros de altitud, mimetizado con el paisaje que lo rodea, «un lugar en el que el leopardo podía ser una roca y cada roca un leopardo».

Se había adaptado para poblar lugares inhóspitos y trepar por los despeñaderos. Era el espíritu de la montaña que había bajado de visita a la Tierra, un viejo ocupante al que la rabia humana había relegado a las periferias.

El leopardo de las nieves
Fotografía: Vincent Munier

 En uno de esos valles Sylvain Tesson y sus compañeros ocuparan una choza de adobe a cuatro mil metros de altitud compartiendo el frío escenario –más de 20 grados bajo cero– con otros animales: yaks salvajes, de los que dice Vincent Munier que son los tótems de la vida salvaje –«aparecían en los muros paleolíticos, no han cambiado, parece que resoplan recién salidos de una cueva»–; cabras azules; lobos; martas; perdigallos, cuervos, búhos y gorriones alpinos; buitres, águilas reales y halcones sacres; asnos salvajes, primos de los caballos, que no habían sufrido la indignidad de la domesticación; gacelas; picas, que es el nombre de los perritos de las praderas tibetanos; liebres; linces y zorros que se desvanecen en cuanto los pierdes de vista.

Primera lección: los animales aparecen sin avisar y luego se desvanecen sin remedio. Hay que bendecir su visión efímera, venerarla como una ofrenda.
***
 Munier cantaba. Un lobo contestaba. Munier callaba, el lobo reanudaba. Y de pronto uno de ellos apareció en el collado más alto. Munier cantó por última vez y el lobo galopó por la ladera hacia nuestra posición. Saturado de lecturas medievales –fábulas de Gévaudan y cantares artúricos–, no las tenía todas conmigo al ver un lobo corriendo hacia mí. Me calmé al mirar a Munier. Estaba tan impasible como una azafata de Air France en medio de las turbulencias.
 –Va a parar en seco delante de nosotros –murmuró justo antes de que el lobo se inmovilizara a cincuenta metros.
 Se fue por la tangente y estuvo un buen rato trotando a nivel sin perdernos de vista, con la cabeza vuelta hacia nosotros, alarmando a los yaks. La manada negra, molestada por el lobo, volvió a ponerse en marcha y subió por la ladera. Tragedia de la vida de grupo: no estar nunca tranquilo. El lobo desapareció, nosotros escudriñamos el valle, los yaks alcanzaron la crestería, la noche cayó, no volvimos a verle, se había evaporado.

 Sin separarse de la choza más de diez kilómetros, el grupo realizará a diario batidas por lo alrededores cosechando avistamientos; en un ir y venir que los convertirá en otros habitantes más del paraje, «un desierto mineral que unos movimientos magmáticos habían elevado al cielo».

Leopardo de las nieves. Fotografía: Vincent Munier

En la alta explanada de la vida y la muerte se representaba una tragedia difícil de ver, perfectamente pautada: el sol salía, los animales se perseguían para amarse o devorarse. Los herbívoros pasaban quince horas diarias con la cabeza agachada. Era su maldición: vivir lentamente, dedicados a pacer una hierba pobre pero regalada. Para los carnívoros la vida era más palpitante. Acechaban un alimento escaso en batidas que eran la promesa de una fiesta de sangre y la perspectiva de siestas voluptuosas.
 Todos esos seres morían, y los cadáveres desgarrados por los carboneros salpicaban la meseta. Los esqueletos quemados de ultravioletas no tardaban en reincorporarse al vals biológico. […] Todo pasa, todo fluye, los anos galopan, los lobos los persiguen, los buitres planean: orden, equilibrio, el sol en su cenit. Un silencio aplastante. Una luz sin filtro, pocos hombres. Un sueño.
 […] era el paraíso a -30 ºC. La vida se resumía: nacer, correr, morir, pudrirse, volver a entrar en el juego con otra forma. Yo entendía  por qué los mongoles querían dejar a sus muertos en la estepa para que se descompusieran.

 Además de un canto a la naturaleza y a los animales que la pueblan, el libro encierra bajo su poesía algunas pullas demoledoras contra la ocupación del Tíbet por China, los cazadores, la tecnología y el mundo moderno y avanzado en el que vivimos.

El Gobierno chino había logrado su viejo objetivo de controlar el Tíbet. Pekín ya no se dedicaba a perseguir a los monjes. Para controlar un espacio hay un principio más eficaz que la coerción: el desarrollo humanitario y la ordenación del territorio. El estado central brinda confort, la rebelión se apaga. Si estalla una revuelta las autoridades exclaman: «¿Cómo? ¿Una sublevación? ¿Ahora que construimos escuelas?». Lenin ya había experimentado el método cien años antes con su «electrificación del país». Pekín había optado por esta estrategia desde los años ochenta. […]
 La carretera cruzaba los cursos de agua por puentes nuevos y flamantes. Unas antenas de telefonía coronaban las cimas.
 El poder central multiplicaba las obras. Incluso una línea de ferrocarril tajaba el viejo Tíbet de norte a sur. […] El retrato del presidente chino Xi Jinping se exhibía en los paneles: «¡Queridos amigos –venían a decir los eslóganes– os traigo el progreso, así que calladitos!». Jack London había resumido el estado de cosas en 1902: «El que alimenta a un hombre es su amo».

 El único pero que le pongo al libro es que hayan usado el mismo título del clásico de Peter Matthiessen, pues puede llegar a confundir a los lectores. Una obra que, al menos, menciona Tesson en sus páginas. El neoyorquino, autor también de la novela Jugando en los campos del Señor, lo publicó en 1978, alzándose ese año con el National Book Award. Conservo un ejemplar en mi biblioteca, una cuarta edición reeditada por Siruela en 2005. En la sobrecubierta se puede leer la sinopsis:

En otoño de 1973 el escritor Peter Matthiessen y el zoólogo George Schiller emprenden una expedición a la Montaña de Cristal, en la meseta del Tíbet, para estudiar los hábitos de un animal no muy conocido: el bharal o cordero azul himalayo. Pero su auténtica esperanza es poder ver al más hermoso y raro de los grandes felinos, el leopardo de las nieves.
 Para Matthiessen, adentrarse en la tierra de Dolpo significará mucho más que una expedición naturalista o una aventura: despojarse de las ventajas y las ataduras de la civilización, convivir con hombres y paisajes en su más elemental belleza, adentrarse en él mismo por las vías que le proporcionan el budismo o el zen. «Un hombre sale de viaje y es otro quien regresa». Éste es el sentido del viaje de Matthiessen, y de todo auténtico viaje.

El leopardo de las nieves de Peter Matthiessen (Ed. Siruela)
Fotografía: Lucía Rodríguez

 Pero volvamos al libro de Tesson para cerrar esta reseña, a uno de los muchos subrayados que he trazado en el texto.

Había una diferencia entre la iglesia y la montaña. De rodillas, esperas sin pruebas. La oración se eleva, dirigida a Dios. ¿Te responderá? ¿Existe siquiera? En el rececho conoces lo que esperas. Los animales son dioses ya aparecidos. Nada discute su existencia. Si surge algo, esa será la recompensa. Si no pasa nada levantas el campo, dispuesto a reanudar el rececho al día siguiente. De modo que, si el animal se muestra, es toda una fiesta. Y recibirás a ese compañero de cuya presencia no dudabas, aunque su visita fuese incierta. El rececho es una fe modesta.

 «El rececho era una plegaria».

 Les dejo con la única fotografía que contiene el libro. A ver si son capaces de encontrar al leopardo en la imagen.

Fotografía de Vincent Munier

Nota: Las fotografías de la fauna tibetana tomadas por Vincent Munier en sus numerosos viajes a la meseta están recogidas en el álbum Tibet minéral animal, editado por Kobalann (con poemas de Sylvain Tesson).

Tibet minéral animal (Kobalann)

 Y en España, Errata naturae editores ha publicado el cuaderno de aguardo de Vincent Munier con las fotografías de sus expediciones al Tíbet en busca de tan majestuoso felino.

El leopardo de las nieves o la promesa de lo invisible
Vincent Munier (Errata Naturae)