martes, 19 de octubre de 2021

UNA TRENZA DE HIERBA SAGRADA


Una trenza de hierba sagrada, de Robin Wall Kimmerer (Ed. Capitán Swing)
Fotografía: Lucía Rodríguez

 

Los insectos, las plantas, las bacterias, los hongos, los pájaros, nos rodean como una comunidad en la que cada uno sostiene a todos los demás y sobre la cual nosotros no tenemos ningún derecho de soberanía, igual que no tenemos ningún derecho a volver inhabitable el mundo para nuestros descendientes.
Antonio Muñoz Molina

 

A veces uno llega a un libro por una cosa y se queda a vivir en él durante un tiempo por otras. Eso fue lo que me ocurrió con Una trenza de hierba sagrada (Editorial Capitán Swing), de la botánica, escritora y profesora Robin Wall Kimmerer, una anishinabekwe de la tribu potawatomi. 

 Amante de los pueblos nativos americanos, comencé a leer por el saber indígena que anunciaba el subtítulo, pero seguí leyendo porque la autora empezó a hablarme de cosas que me incumbían y me preocupaban. Cosas que podrían parecer mundanas, pero que para mí eran capitales. Por ejemplo, que mi hijo se vaya a estudiar dirección cinematográfica a Barcelona con tan solo 18 años. No siento miedo porque le pueda pasar algo lejos de casa, sino desazón por tener que separarnos durante todo un curso. ¡Tres cursos! Llevaba semanas mascullando lo mucho que lo iba a echar de menos, cuando de pronto, como por arte de magia, me encontré con un capítulo que lleva por título El consuelo del nenúfar, y que contiene estas líneas:

 Se marchó antes de que me diera cuenta, mucho antes de que el estanque fuera apto para el baño. Mi hija Linden decidió abandonar estas aguas tranquilas y echarse a la mar de una facultad lejos de casa, en tierras de secuoyas.
 (…) Sabía que ocurriría desde el momento en que la sostuve entre mis brazos: cada centímetro que creciera a partir de entonces sería también un centímetro que se alejaría de mí. Es la injusticia esencial de la paternidad y la maternidad: realizar bien nuestro trabajo implica ver cómo el vínculo más profundo que jamás podremos crear se irá de nuestro lado sin mirar atrás. Sabemos qué tenemos que hacer. Aprendemos a decir: «Pásalo muy bien, cariño», aunque todo lo que deseemos sea traerlos de nuevo a nuestro lado, a la seguridad. Y en clara contradicción con los imperativos evolutivos que benefician la protección de nuestras reservas genéticas, les dejamos las llaves del coche. Y les damos libertad. Esa es nuestra labor. Yo quería ser una buena madre.
 Me sentía feliz por ella, que comenzaba una nueva aventura, claro, pero también triste por mí misma, que tenía que soportar la agonía de echarla de menos. El consejo de los amigos que ya habían pasado por lo mismo fue que recordara las cosas que no iba a extrañar. Me alegraba de no tener que pasar noches en vela pensando en las carreteras nevadas y aguardando el sonido de las ruedas en la entrada justo un minuto antes del toque de queda. Los deberes sin terminar y el frigorífico que se vaciaba misteriosamente.
 (…) Recuerdo la época en que les daba el pecho. Recuerdo la primera vez que les di de comer, la larga y profunda succión con que tomaron el alimento de mi pozo interior, que se llenaba con sus miradas. Supongo que debo alegrarme de no tener que alimentar tanto, preocuparme tanto. Pero lo voy a echar de menos. No voy a echar de menos la colada en sí, claro, pero es difícil decirle adiós a la urgencia de esas miradas, a la presencia de nuestro amor recíproco.

 La Hierochloe odorata, que los pueblos nativos americanos llaman wiingaashk, el cabello de dulce aroma de la Madre Tierra, no es una especie extendida en ámbitos geográficos castellanohablantes, por lo que no existe un nombre común generalizado para ella. Algunos la llaman hierba de búfalo, hierba bisonte, hierba dulce, hierba santa o hierba sagrada. En referencia a su etimología griega y a su condición de planta ceremonial entre los pueblos indígenas americanos, es el último nombre el elegido por el traductor, David Muñoz Mateos, para el título de este libro: Una trenza de hierba sagrada.

 (…) fue la primera planta que creció sobre la Madre Tierra y por eso la trenzamos, como si se tratara del cabello de nuestra propia madre: así le demostramos el amor y el cuidado con que la trataremos.

 La trenza, como las que le hacían a mi hermana (recuerdo lo mucho que protestaba cuando mi madre le tiraba del pelo para que quedaran prietas), es también una especie de metáfora del libro pues lo que nos ofrece su autora es un caleidoscopio de ensayos que buscan restablecer la salud de nuestra relación con el mundo, mostrarnos que es posible «establecer otra relación no depredadora ni destructiva con el mundo natural». Y al igual que separamos el pelo en tres partes para trenzarlo, los textos están tejidos con esos tres ramales a los que hace referencia el subtítulo: los saberes indígenas, el conocimiento científico y las enseñanzas de las plantas.

 Se trata de imbricar la ciencia, el espíritu y los relatos: viejos relatos y nuevos relatos que puedan ser remedios para nuestra relación con la tierra, rota; una farmacopea de historias senadoras que nos permitan imaginar una relación diferente donde la gente y la tierra se cuiden y sanen su dolor mutuamente.

 Ganador del Sigurd F. Olson Nature Writing Award en 2014, es este un libro para reconciliarnos con la naturaleza y celebrar nuestra relación con las plantas y los animales, nuestros maestros más antiguos.

Guardián, 1967. Obra de Cecilia Vicuña. Concón (Chile)

 No hace mucho, o quizá hace mucho, leí una entrevista a la artista, poeta y activista Cecilia Vicuña (Chile, 1948), en la que el periodista, tras calificarla como una gran defensora del pensamiento indígena, le preguntaba qué nos perdíamos los que no lo conocíamos. «La multidimensionalidad», respondió ella. «El pensamiento occidental es muy reduccionista y va coartando las posibilidades imaginativas y de conexión del ser humano con los otros seres y con las otras dimensiones. La física cuántica, que tanto me interesa, sí que avanza en la aceptación de múltiples realidades, pero el reduccionismo occidental ha intentado liquidar el acceso a las mismas, cuando el cerebro humano no es así». Este pensamiento me asaltó numerosas veces durante la lectura de este libro, pues a través del saber indígena, Robin Wall Kimmener «nos muestra cómo otros seres vivos nos ofrecen regalos e importantes lecciones, incluso aunque hayamos olvidado cómo escuchar sus voces». La idea central que despliega Robin Wall en sus páginas es que «el despertar de una conciencia ecológica requiere el reconocimiento y la celebración de nuestra relación recíproca con el resto del mundo viviente. Solo cuando podamos escuchar los lenguajes de otros seres seremos capaces de comprender la generosidad de la tierra y aprender a dar nuestros propios dones a cambio».

Higuera camino de Almogía. Fotografía: Pedro Delgado

 Al hilo de esto, les contaré que cada vez que salgo con la bicicleta hacia Almogía me cruzo con una enorme higuera enraizada a la vera de un arroyo. Pues bien, durante este mes de agosto, al pasar junto a ella de vuelta a casa, me bajaba de la bicicleta, desanudaba una bolsa del manillar y la llenaba de higos negros que, con sus grietas en la piel, parecían a punto de reventar. Tenían un sabor dulce delicioso, así que sólo cogía los que estaban ligeramente blandos al tacto, dejando los duros en las ramas para más adelante. En ningún momento le di las gracias a aquella higuera por sus frutos. Fue leyendo a Robin Wall Kinmerer como tomé conciencia de que debía corresponder a esa generosidad. Para el verano que viene lo tengo claro, y cuando me acerque a esos higos que me gritan ¡LLÉVAME A CASA!, deberé resistir la tentación de obedecer de inmediato y acercarme a la higuera como la autora me ha enseñado. Primero me presentaré y le pediré permiso para la recolección, y al terminar, en agradecimiento por compartir sus dones conmigo, vaciaré lo que quede de mi botellín de agua junto a su tronco y la ayudaré a diseminar sus semillas.

 El reglamento de la Cosecha Honorable no está escrito en ningún sitio. Ni siquiera puede considerarse un conjunto sistemático de reglas. Se trata, más bien, de una serie de prácticas definidas en el día a día. Pero si hubiera que hacer una lista, sería algo parecido a esto:
 Conoce las costumbres y necesidades de quienes cuidan de ti, para poder cuidar tú de ellos.
 Preséntate. Que te conozcan como aquel o aquella que viene a buscar la vida.
 Pide permiso antes de tomar nada. Acata la respuesta.
 Nunca te lleves el primero. Nunca te lleves el último.
 Toma solo lo que necesites.
 Toma solo aquello que se te ofrece.
 Nunca tomes más de la mitad. Deja algo para los demás.
 Cosecha de manera que el daño sea el menor posible.
 Utilízalo de forma respetuosa. Nunca desperdicies lo que has tomado.
 Comparte.
 Da las gracias por aquello que se te ha dado.
 Haz un obsequio para corresponder a lo que has tomado.
 Sé sostén de aquellos que te sostienen y la tierra durará para siempre.
***

Nanabozho, ilustración de R.C. Armour

 El anciano anishinaabe Basil Johnston cuenta la historia de cuando nuestro maestro Nanabozho se encontraba en el lago, como tantas otras veces, intentando pescar algo para cenar con una cuerda y un anzuelo. Entre los juncos se le acercó Garza, con las patas en zigzag y el pico como un arpón. Garza era, además de gran pescador, un amigo generoso, y enseñó a Nanabozho un método de pesca que le haría la vida mucho más fácil. Le advirtió también que no debía coger demasiados peces, pero Nanabozho ya estaba pensando en el festín que se iba a dar. A la mañana siguiente salió temprano y en poco tiempo había llenado un cesto, tan grande que apenas podía con él y con más pescado del que podía comer. Limpió todos los peces y los puso a secar en estantes de madera, fuera de casa. Al día siguiente, aún con el estómago lleno, volvió al lago y repitió lo que le había enseñado Garza. «Ah –pensó, transportando las capturas a su casa–, he de tener comida suficiente para el invierno».
 Día tras día volvió Nanabozho a colmar el cesto. A medida que el lago se vaciaba de peces, sus estantes de secado se llenaban y enviaban un delicioso aroma al bosque, donde Zorro se relamía. Regresó una vez más al lago, henchido de orgullo. Ese día sus redes salieron vacías y Garza lo miró decepcionado desde el cielo. Al volver a casa, aprendió una lección muy valiosa: nunca hay que tomar más de lo que uno necesita. Los estantes de madera estaban volcados en el suelo y el pescado había desaparecido.

 «¿Acaso no somos los reyes de la creación, la especie más importante de todas?», le preguntaron una vez al astrofísico y filósofo Juan Arnau. Su respuesta la he guardado entre las páginas de Una trenza de hierba sagrada. Despliego de nuevo el recorte del periódico y la leo una vez más.

Somos parte de la naturaleza. Esto es fundamental entenderlo y vivirlo. Deberían poner en todas las escuelas Dersu Uzala, la película de Kurosawa. Sin un sentimiento de pertenencia al orden natural, la humanidad está perdida y la ciencia desvaría. En civilizaciones tecnológicas como la nuestra, que detentan el enorme poder de la ciencia, las consecuencias pueden ser devastadoras. Si acabamos con la naturaleza estamos acabando con nosotros mismos. De ahí que la ciencia deba ir de la mano de las humanidades, en lugar de ir de la mano del poder político.

Una trenza de hierba sagrada, de Robin Wall Kimmerer (Ed. Capitán Swing)
Fotografía: Lucía Rodríguez

 Tradicionalmente, las trenzas de hierba sagrada se entregan en señal de gratitud y bondad; de la misma manera, debemos regalar este libro.


Nota: Los textos a color pertenecen a Una trenza de hierba sagrada, de Robin Wall Kimmerer, traducido por David Muñoz Mateos y editado por Capitán Swing en febrero de 2021.


martes, 5 de octubre de 2021

UNA PUERTA PINTADA DE AZUL

Esta mañana creí enloquecer. Al levantarme y salir de mi cuarto, vi como dos micacos subían a la carrera las escaleras de mi casa. Me diblaron como si fueran infantiles del Larache Club de Fútbol, se metieron en el cuarto de mis hijos y escaparon por la terraza. Lalla Sahida llegó detrás con una zapatilla en la mano, pero los críos ya habían saltado por el muro a la casa de al lado. La mujer no pudo contener más la emoción y las lágrimas empezaron a escapársele.

 –¿Quiénes son esos, Zipi y Zape? –me preguntaron mis hijos.

 Les hice ademán de que se callaran, y me agaché a recoger unos pendientes del suelo. Se los di a la pobre Sahida, y le puse una mano en el hombro, empujándola levemente para que se sentara a los pies de la litera. Luego fui al baño a por un rollo de papel higiénico, y se lo llevé para que se enjugase las lágrimas.

 Alarmado por unos gritos que llegaban desde la calle, corrí de nuevo a mi cuarto para asomarme por el balcón. El abuelo de Sergio, Manuel Gallardo, estaba multando a un coche que había aparcado sobre la acera de enfrente, y discutía con el conductor.

 –¡¡Oiga, que a un policía de tráfico no se le dice ni mu!! ¡¿Quiere usted que lo lleve al cuartelillo o qué?!

 Bajé a la cocina, y allí me encontré con Habiba y el Sr. José Edery. Ella se había ofrecido a prepararle un té y le decía a él aquello de «Mi casa es su casa».

 –¡¿Cómo que su casa?! –le dije–. Esta casa es mía y ustedes se van a marchar de aquí ahora mismo.

 El Sr. Edery Benchluch me miró sorprendido. El sudor corría por su frente y se le aureolaba en la camisa, a la altura del pecho. Me dio pena del hombre. Abrí la nevera, saqué la jarra de agua fría y le serví un vaso. Habiba rechazó con una sonrisa la invitación, pero cogió medio limón que había sobre la encimera y lo exprimió en el vaso de agua. Edery se recostó en la silla y se lo bebió de un trago. Acto seguido, musitó un Barakalofi y empezó a hablarme de una sinagoga de Larache.

 Estaba dispuesto a escucharlo y a tomarme un té con ellos, pero en esas que oí a Abdeslam que discutía con Younes en el salón. Al entrar, vi a los dos parados delante de una de las vitrinas. Tenía las puertas abiertas, y Younes cogía a su antojo objetos curiosos que yo había traído de mis viajes. Abdeslam trataba sin resultado de que desistiese de su actitud. Le quité el saco de rafia que portaba de un tirón, y se me encaró de mala manera. Con la ayuda de mi hijo mayor, que había bajado alarmado por tanto jaleo, logré echarlo de casa. En la calle seguía el abuelo de Sergio rellenando multas. Le expliqué lo que pasaba y el hombre llamó a Younes «malandrín» mientras le tironeaba de una oreja. También le previne sobre los dos mocosos, uno rubio y otro moreno, que habían huido de la casa. Cuando volví, Abdeslam estaba rezando sobre una de mis alfombras, y ya no quise molestarlo.

 Fui al baño. Rashida estaba de pie delante del lavabo, contemplando su rostro en el espejo. Me miró un momento y me dijo aquello de «Sé que te quiero mucho. Pero no sé por qué». Tenía la piel de la cara y de las manos y los brazos muy arrugada, y el pelo canoso y a medio teñir; en su vejez y en su indefensión vi a mi madre, y se me humedecieron los ojos. Cerré la puerta y la dejé allí.

 Regresé al salón. En el extremo opuesto a donde rezaba Abdeslam, me encontré a Sibari curioseando en una de las librerías de mi biblioteca. Al acercarme, me alabó el gusto y me guiñó un ojo al ver que tenía dos de sus libros: Relatos del Hammam y El babuchazo.

 –Los compré en Al Ahram, la librería-papelería de Rachid Serrouk –le dije–. ¿No se acuerda, Sidi? Me los firmó usted en la Casa de España de Larache. Nos presentó Sergio Barce, su jay.

 El profesor Mustapha Lahchiri y Hachmi Yebari entraron en ese momento, saludaron con un Salam 'Alekoum al que respondimos con el consiguiente Alekoum Salam, y se acercaron hasta nosotros. Yebari, al que conocí la vez que presenté uno de mis libros en el colegio Luis Vives de Larache, miraba con curiosidad los objetos que decoraban los estantes, como si los deseara para su bazar.

 –Ahora que has mencionado a Sergio Barce –me dijo Sibari–. Me he fijado que tienes sus libros, pero a él no lo vemos por ningún lado.

 –Está en Torremolinos. Yo tampoco lo veo con la frecuencia que me gustaría, pero si quieren podemos llamarlo y quedar para tomar un café. Eso sí, déjenme antes que ponga un poco de orden en esta casa.

 Lucía entró en el salón acompañada de los pintores Rachid Sebti y Manuel Balaguer. Les estaba mostrando sus cuadros, colgados por toda la casa, y ellos le alababan su maestría con los pinceles.

 Mi hijo el pequeño asomó la cabeza por la puerta y nos dijo que un señor mayor le estaba dando la vara en la cocina. Él quería desayunar sus galletas y su Cola-Cao de siempre, pero aquel abuelo no hacía más que repetirle que desayunara pan con aceite.

 –Me dice que me puede jurar que el aceite es la vida. Y que no lo olvide. ¿Podéis decirle algo? ¡Que me deje tranquilo…!

 –¡Voy para allá, hijo! –le dije, y al salir me topé en el pasillo con Maruja Gallardo.

 –¿Tú eres Pedro, el amigo de mi hijo, no? El que escribe también de Marruecos.

 No sabía si me había dicho también o tan bien, pero me dio corte preguntarle.

 –¿Lo has visto últimamente? ¿Ha engordado algo? ¿Tiene el pelo más blanco? A ti sí que te han salido canas, hijo. Eso te echas un tintecito y te quitas diez años de encima –iba a contestarle algo, pero Maruja continuó con su batería de preguntas sin dejarme abrir la boca–. ¿Se ha quitado la barba? ¿Se ha puesto lentillas? Hay que ver lo que se parece mi Sergio a mi marido…

 Le dije que como una imagen valía más que mil palabras, iba a subir a mi cuarto a por la tablet para enseñarle una fotografía que nos habíamos hecho recientemente. Esperé al pie de la escalera unos instantes, pues mi hijo mayor bajaba conversando de aviones con otro abuelo. Luego subí los escalones de dos en dos, atropelladamente, y al entrar vi un libro abierto boca abajo a los pies de la mesita de noche. Lo recogí del suelo y, al instante de cerrarlo, cesó todo el jaleo. En ese momento lo comprendí todo. Eran los personajes del libro de Sergio, que habían aprovechado que esa puerta pintada de azul estaba abierta para escapar de sus páginas y desperdigarse por toda la casa.

 Bajé las escaleras a la carrera.

 –¡Lucía, cuando se lo cuente a Sergio no se lo va a creer!

Sergio Barce y Pedro Delgado
Málaga, 23 de abril de 2021

Nota: Pueden adquirir el libro de relatos Una puerta pintada de azul (Ediciones del Genal, 2020), de Sergio Barce, en su librería habitual o en el siguiente enlace de la Librería Proteo de Málaga:

https://www.libreriaproteo.com/libro/ver/2822468-una-puerta-pintada-de-azul.html