lunes, 2 de noviembre de 2020

DIARIOS DEL SÁHARA: AVENTURAS DE UNA CHINA EN EL AAIÚN


Diarios del Sáhara (:Rata_, 2016), obra de Sanmao
Fotografía: Lucía Rodríguez

Lo que me parecía más valioso era descubrir que, en aquel lugar completamente yermo, la gente podía ser feliz y sentir amor por la vida como en cualquier otro rincón del mundo.

Ahora que proyectan el largometraje documental sobre Sanmao en los cines de toda España, del que ya les hablé tras su paso por el Festival de Cine de Málaga*, voy a reseñarles su libro más importante: Diarios del Sáhara, un conjunto de relatos sobre sus vivencias en la que fuera colonia española, que la hizo famosa en China y Taiwán, y que gracias a la editorial :Rata_ no deja de acumular adeptos en España.

Sanmao en el Sáhara Español

 Sanmao me ganó desde el primero de sus relatos, Noche de miedo en el desierto. Hay algo naif y encantador en su deseo de cruzar el Sáhara, e imagino la cara del subinspector español al verla entrar por la puerta de la comisaría de El Aaiún.

 –Señor, quiero ir al desierto, pero no sé cómo. ¿Me puede ayudar?

 –¿Al desierto? ¿Y dónde se piensa usted que está ahora mismo? Mire por la ventana y dígame qué ve –me dijo él sin alzar la cabeza.

 –No, no. Lo que yo quiero hacer es esto.

 Hice un movimiento rápido y contundente con la mano sobre el mapa que colgaba en la pared para señalar el trayecto que nos separaba del mar Rojo.

 Me miró de arriba abajo durante casi dos minutos.

 –¿Sabe usted lo que está diciendo, señorita? Es imposible. Coja el próximo vuelo a Madrid. ¡No queremos problemas!

 Además de cándida era tozuda, así que recurrió a los saharauis.

A las afueras de la ciudad había una plaza abarrotada de camellos, ovejas, jeeps y productos varios. Esperé a que un musulmán anciano acabara de rezar y me acerqué para preguntarle cómo podía atravesar el desierto del Sáhara. Aquel hombre sabía español y, en cuanto empezó a hablar, muchos jóvenes se arremolinaron a nuestro alrededor.

 –¿Quieres ir hasta el mar Rojo? No he ido en mi vida. Ahora se puede ir desde Europa en avión, hacer una escala y llegar sano y salvo. ¿Qué necesidad tienes de cruzar el desierto?

 –Pero es que quiero hacerlo. Por favor, guíeme –supliqué elevando el tono de voz por miedo a que no me oyera bien.

 –Ya veo que te has empeñado en ir como sea, ¿verdad? Pues atiende: alquila dos jeeps, por si uno sufre una avería. También necesitarás un guía. Tienes que prepararte muy bien. ¡No hay nada malo en probar!

 –¿Por cuánto me saldría al día alquilar un jeep? ¿Y cuánto cobra el guía? –pregunté excitada, pues aquella era la primera vez que alguien me decía que podía intentarlo.

 –El jeep, 3.000 pesetas al día. El guía, otras 3.000. La comida y la gasolina van aparte.

 Sanmao calculó cuanto le podía costar, y se dio cuenta de que era muy caro. No se lo podía permitir.

Cuando me dispuse a marcharme, aquel anciano me dio una idea:

 –Hay otra forma que no requiere mucho dinero.

 Nada más oírlo me volví a sentar.

 –¿Cuál?

 –Puedes ir con los nómadas. Son gente muy pacífica. Van a donde haya un poco de agua de lluvia. Puedes ahorrarte dinero. Te los presentaré.

 –No me asusta pasarlo mal. Puedo comprar mi propia tienda y un camello. Por favor, ayúdame. No tengo inconveniente en partir inmediatamente.

 –Bueno, eso ya lo veremos, porque a veces se quedan en un sitio una o dos semanas, ¡pero en algunas ocasiones permanecen en el mismo lugar incluso de tres a seis meses! Eso depende de dónde haya alimentos para las cabras.

 –¿Cuánto tardan más o menos en recorrer el desierto?

 –Es difícil de decir. Son muy lentos... ¡Unos diez años!

 Todo el mundo se echó a reír, menos yo.

 Aquello me recordó el día que pregunté en Tombuctú cuándo saldría la próxima caravana hacia las minas de sal de Taoudeni, para unirme a ella. «Faltan cinco o seis meses», me dijo el hombre, y me invitó a esperarla allí.

Vista de El Aaiún (Sáhara Español). Fotografía: Esperanza Fonseca

 Aquel subinspector de policía, al que pidió ayuda para cruzar el desierto, le dio un primer permiso de residencia de tres meses, durante los cuales descubrió lo que era la vida en aquel lugar apartado del mundo.

La llamaban la capital [El Aaiún], pero a mí me costaba creerlo, porque no era más que una pequeña ciudad en medio del inmenso desierto. Con cuatro calles y algunos bancos y tiendas que se podían contar con los dedos de una mano, parecía sacada de una película del Oeste. En cualquier caso, allí el bullicio característico de las capitales era inexistente.

 Alquilé una vivienda fuera de la ciudad y, aunque era una casa destartalada, el alquiler era alto para la media europea. No tenía muebles, así que extendí en el suelo una de aquellas esterillas que usaban los saharauis. Luego compré un colchón, que puse en otra habitación, para que hiciera las veces de cama. Con aquello se podía decir que ya estaba instalada. Había agua: en la azotea puse un bidón de gasolina y cada mañana a las seis más o menos venían los del ayuntamiento a traer el agua salada que sacaban de un pozo del desierto. Lo que no sabía era por qué estaba salada. La usaba para lavarme la cara y ducharme. En cambio, el agua para beber se tenía que comprar embotellada, y cada botella costaba unos veinte dólares taiwaneses.

 En el segundo relato, Empezar de cero, conocemos que el romántico deseo de cruzar el desierto le vino a Sanmao de joven, al hojear un número de National Geographic en el que encontró un reportaje sobre el desierto del Sáhara. «Me interesaba todo lo que tuviera que ver con los habitantes del desierto: cómo caminaban, cómo comían, los colores y diseños de sus ropas, sus gestos, su lengua, el ritual del matrimonio, sus creencias religiosas…».

África milenaria, obra de Lucía Rodríguez Vicario. Óleo sobre lienzo, 81 x 46. 2003
http://luciarodriguezvicario.blogspot.com/p/obra-grafica.html

 Al establecerse por segunda vez en España, no dejaba de recordar aquella lectura y de soñar con recorrer los doscientos ochenta mil kilómetros cuadrados de extensión del Sáhara que pertenecían al Estado español. Cuando decidió cambiar Madrid por El Aaiún, sólo hubo un amigo que la apoyó y la tomó en serio: José, su futuro marido, un personaje real, de carne y hueso, que los lectores chinos creían imaginario. José decidió hacerse partícipe de aquella obsesión, y viajó antes que ella para buscar trabajo en las minas de fósforo del Sáhara Español. Tres meses después, Sanmao aterrizó en el aeropuerto de El Aaiún.

Aeropuerto de El Aaiún (Sáhara Español)
Fotografía: web.lamilienelsahara.net

 Allí la esperaban sus dos amantes: José y su querido desierto. Lo primero que decidió fue en casarse con su amante real.

Aquella primera noche en el desierto me hice un ovillo en el saco de dormir y José se envolvió en la fina manta que habíamos comprado. Habíamos puesto la lona de una tienda de campaña en el suelo de cemento y, casi a cero grados, pasamos la noche muertos de frío, hasta que despuntó el día.

 El sábado a primera hora nos fuimos a los juzgados de la ciudad para presentar la solicitud de matrimonio y luego fuimos a comprar un colchón.

 Las minas de fósforo estaban a casi cien kilómetros de la ciudad, así que José sólo estaba en casa los fines de semana; aunque a veces "se apresuraba en volver cuando salía del trabajo y, bien entrada la noche, se subía en el autobús de la empresa y regresaba a la residencia de los trabajadores".

Mina de fosfato a cielo abierto (Sáhara Español, 1972)
Fotografía: J. Vicente Martínez del Pino (web.lamilienelsahara.net)

Minas de fosfato en la antigua colonia española del Sáhara
Fotografía: J. Vicente Martínez del Pino (web.lamilienelsahara.net)

El papeleo de la boda se alargó una eternidad, así que aproveché para viajar por el desierto gracias a la ayuda que me prestó un comandante del ejército ya jubilado que repartía agua con un inmenso camión a centenares de kilómetros a la redonda. Por la noche yo misma plantaba mi tienda al lado de los nómadas y, como venía de parte del comandante, nadie se atrevía a meterse conmigo. Durante mis viajes, siempre llevaba azúcar, hilo de pescar, medicinas, tabaco, etcétera, y se los regalaba a los nómadas, que no tenían absolutamente nada.

 Solo cuando me adentraba en el desierto y disfrutaba de aquellos paisajes, de la presencia de las manadas de antílopes que galopaban durante la salida y la puesta de sol, podía olvidarme de lo dura y difícil que era la vida real. 

Para la luna de miel contratamos a un guía, alquilamos un jeep y nos dirigimos hacia el oeste. Pasamos por Al-Mahbes y nos metimos en Argelia. Luego volvimos al Sáhara español, entramos en Mauritania desde Samara y de ahí nos dirigimos a la frontera de Senegal y volvimos a subir al Sáhara español por Bir Anzarane de vuelta a El Aaiún. Aquel viaje por el desierto nos hizo caer rendidos a sus pies.

 Con el tiempo, Sanmao convertiría aquella casa pequeña de ladrillos huecos sin enfoscar y suelo de cemento en un hogar. José compró cal y cemento e hizo de albañil y de pintor de brocha gorda. Y Sanmao se encargó de la decoración, reciclando todo tipo de objetos.

El último día la casa estaba de un blanco inmaculado, tanto por dentro como por fuera. Y destacaba entre todas las que había en el barrio de los cementerios, así que, aunque no teníamos número en la puerta, tampoco hubo necesidad de ir a solicitarlo a la ciudad.

José María Quero y Sanmao en su casa de El Aaiún 
Fotografía: Huang Chen Tien Hsin, Chen Sheng and Chen Chieh

 Espejismos; platillos volantes; encuentros con muertos que están muy vivos; canciones de la legión; la vida de los residentes europeos y la de los saharauis; sus pinitos con su cámara fotográfica y los problemas que una cámara acarrea en esos lugares; los detalles de su boda, la primera que formalizaba el juzgado en la ciudad; su labor de "maestra"; sus dotes culinarias; sus incursiones en el mundo de la medicina; el conflicto de la colonia con Marruecos y Mauritania; un colgante digno del programa esotérico Cuarto milenio; los baños públicos en el manantial y en la playa de la bahía que hay junto al Cabo Bojador; las costumbres y tradiciones mauritanas; la autoescuela de la colonia española; la única carretera alargada del desierto y sus peculiares autoestopistas; sus tremendos apuros en las montañas laberínticas, que demuestran lo valiente que era; los yinns; el Hotel Nacional y el hotel de las putas…, todo tiene cabida en sus diarios del Sáhara, escritos al principio con la ayuda de un tablón sobre sus rodillas y luego en la mesa de madera que le hizo José. Sanmao escribía a mano, con sencillez y la oralidad de los cuentacuentos, dirigiendo entre párrafo y párrafo la mirada hacia la abertura cuadrada que había en el techo, desde la que se podía ver el cielo azul, gris a veces.

Los platillos volantes aparecieron de verdad. Aquella noche anduve con Baxi y un grupo de muchachos casi dos horas hasta llegar a un lugar en el desierto donde no había luz alguna. Nos agachamos. A nuestro alrededor solo había oscuridad. Las estrellas parecían diamantes emitiendo su luz helada. El viento golpeaba mi cara, y me dolía como si me estuvieran abofeteando. Me puse el turbante y me cubrí hasta la nariz. Solo se me veían los ojos. Esperamos hasta que casi nos quedamos congelados, cuando de pronto Baxi me dio un codazo.
 –¡No te muevas! ¡Escucha!
 Se oyó el sonido rítmico como de un motor que venía de los cuatro punto cardinales.
 –¡No veo nada! –grité.
 –¡No grites!
 Baxi me señaló con la mano un lugar no muy lejano. En lo alto del cielo había un objeto volante que emitía una luz anaranjada y que se nos acercaba poco a poco. Aunque estaba concentrada mirando aquel objeto volador, estaba tan nerviosa que hundí las uñas en la arena. Aquel extraño aparato dio una vuelta y se marchó.
(De Noche de miedo en el desierto)
***
Una noche se me hizo tarde mientras cenaba carne de camello asada en casa de unos amigos.
 –Quédate aquí esta noche y regresa mañana.
 Lo pensé, pero a la una de la madrugada tampoco me pareció tan tarde, así que decidí volver a casa andando.
 […] Había unos cuarenta minutos de trayecto, no estaba demasiado lejos. El único problema es que tenía que cruzar dos cementerios. En aquel lugar los saharauis no usaban ataúdes, sino que envolvían a sus muertos con una mortaja blanca para enterrarlos en la arena. Luego amontonaban piedras encima para que los muertos no se levantaran a medianoche. Esa madrugada había luna llena y mientras avanzaba cantaba a pleno pulmón las canciones militares de la legión. Más tarde pensé que no era una buena idea, pues me convertía ene un blanco fácil. El desierto estaba sumido en una completa oscuridad y, salvo los gemidos del viento, solo se oían mis pasos.
 […] Cuando estaba a punto de llegar al final del cementerio, de pronto una sombra se movió. Al principio estaba postrada en el suelo, alzando los brazos con fuerza hacia el cielo; luego los bajó; después los volvió a alzar, y finalmente los bajó de nuevo.
 Me quedé helada y me mordí el labio inferior. Seguí ahí de pie, petrificada. ¿Qué? La sombra volvió a quedarse inmóvil. Al mirar con más detenimiento vi un cuerpo envuelto en un amasijo de telas. ¡Estaba claro que era algo que había salido de una tumba! Seguí medio encongada y con la mano derecha palpé el mango del cuchillo que tenía en las botas. Una gran ráfaga de un viento extraño sopló con tanta fuerza que me acercó unos pasos a la sombra, como si estuviera caminando en un sueño.
(De Noche de miedo en el desierto)
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Sanmao y las dunas, "interminables y suaves como el cuerpo de una mujer"

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La primera vez que me adentré en aquel gran desierto en un vehículo con una cámara en la mano, estaba tan maravillada que quería fotografiar todos y cada uno de los cuadros que tenía ante mí. Había espejismos parecidos a sueños y fantasmas; dunas interminables y suaves como el cuerpo de una mujer; el viento soplaba de cara arrastrando arena, que caía como la lluvia; el desierto abrasado por el sol; cactus con sus brazos extendidos al cielo, como si gritaran; el lecho del río que llevaba seco tanto tiempo; la sierra de color negro; el cielo inmenso, de un azul como el hielo; el páramo repleto de rocas aquí y allá…
 […] Pensé que aquellas muchachas no solo no habían visto una cámara en su vida, sino que, además, tampoco habían visto a una china, así que ambas cosas las dejaron fascinadas y se quedaron mirándome inmóviles, de manera que yo pude fotografiarlas.
 Cuando entró el hombre de la casa y vio lo que estaba haciendo dio un grito y se abalanzó sobre mí. Gritaba y saltaba de tal manera que casi derribó a la anciana de una patada. Luego se puso a insultar a las chicas que se habían agrupado ante mí, las cuales, al oír lo que les decía aquel hombre enfurecido, se asustaron tanto que se juntaron entre ellas como una piña, a punto de llorar.
 –¡Les has robado el alma! ¡No tardarán en morir! –me acusó en un español torpe.
 –¿Que yo qué? –pregunté, pensando que aquel hombre no sabía lo que decía.
 –¡Esta mujer puede curar enfermedades, pero también puede robar almas! ¿Mirad! ¡Aquí! ¡Aquí es donde las tiene atrapadas! –explicó muy serio señalando mi cámara, al tiempo que se acercaba para pegarme.
(De La máquina de absorción de almas)
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Boda de José María Quero y Sanmao en El Aaiún (1973)

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Estuve haciendo de maestra de las vecinas durante casi un año, pero ellas no tenían ningún interés ni por las matemáticas ni por las lecciones de higiene, ni tampoco les importaba no ser capaces de conocer el valor del dinero. Venían cada día, pero lo primero que hacían era vestirse con mi ropa, probarse mis zapatos, maquillarse con mi pintalabios o mi lápiz de ojo, ponerse crema de manos o, si no, tumbarse todas juntas sobre mi cama. Acostumbradas a dormir en esteras colocadas sobre el suelo, para ellas era toda una novedad tumbarse en una cama con somier. Cuando venían me ponían la casa patas arriba. 
(De Empezar de cero)
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José María Quero en la excolonia española del Sáhara occidental

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Justo cuando estábamos cargando en el coche la tienda, la comida y el agua, se acercó una vecina dando grandes zancadas y sin retirarse el velo le dijo a José:
 –¡Vaya mujer que tienes! Desde que me hizo el empaste, ya no me duele la boca.
 –¿Eh? ¿Y el pan? ¿Cómo es que no lo encuentro? –pregunté al instante, cambiando de tema.
 –Disculpe usted, excelencia, ¿desde cuándo se ha pasado a la odontología?
 […] –Empecé el mes pasado.
 –¿A cuánta gente le has hecho empastes? –me preguntó echándose a reír.
 –A dos mujeres y a un niño. Ninguno quería ir al hospital, no había otra solución, así que De hecho, después de que les echara una mano ya no les duele, ahora pueden masticar estupendamente.
 […] –¿Y con qué les haces los empastes?
 Eso sí que no te lo puedo contestar.
 –Si no me lo dices, no voy de acampada.
 […] A ver si lo adivinas… Si te digo que no se cae, es resistente al agua, fuerte como la goma, huele muy bien y los hay de todos los colores… –le dije en voz baja.
 –¿Qué es? –me volvió a preguntar al instante, no le apetecía ponerse a pensar.
 –¡Pin-ta-ú-ñas! –le chillé.
(De Vocación de doctora universal)
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Idris fumaba tranquilamente, sentado en lo alto de una gran roca. Tenía los ojos pequeños, llenos de energía, y la piel de su cara, que era muy huesuda, emitía un extraño color amarillo metálico a la luz del crepúsculo. Tenía una expresión cínica, como si todo le importase un rábano. En la empresa no había hecho buenas migas con los europeos, pero tampoco era especialmente paciente con los de su etnia. Sin embargo, con José se llevaba de maravilla. Vestía una chillaba larga de color azul que le llegaba hasta los pies, y que aleteaba a merced del viento. Si lo mirabas con detenimiento, no parecía saharaui, sino tibetano, un habitante del Himalaya, siempre envuelto en un halo de misterio.
(De Tierra solitaria)
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Sanmao en el Sáhara Español

 Leyendo sus escritos, uno comprende la fascinación que despertó en los lectores de su país, que percibieron en ella a una mujer moderna y liberada, que no aceptaba las censuras de la tradicional sociedad china. Su forma de ser, su fortaleza, su valentía, la energía positiva que desprendía, sus ganas de compartir con los demás y su sentido del humor se reflejan en sus relatos. A través de ellos podemos vivenciar sus días en la colonia y descubrir cómo era la vida en aquel remoto e inhóspito lugar. Sus ojos, su mirada, se convierten en los nuestros. También se agradece la labor editorial de Iolanda Batallé, el mimo con el que ha tratado la obra de Sanmao, con cuidados detalles que realzan el volumen: el texto de la solapa y la carta de la editora a la Sanmao que le hubiera gustado conocer, el prólogo de Gabi Martínez, los textos de Yufen Tai (especialista en la autora) y de Henry Chen (hermano de la autora),  las fotografías de Sanmao y Quero, el mapa de El Aaiún, el plano de la casa o esa sentencia que descubrí escondida tras la solapa.

Iolanda Batallé, editora de Sanmao en España

 En una nota editorial, Iolanda Batallé nos desvela que la primera edición, de 1976, tenía catorce capítulos, y ésta veintiuno, pues ha querido compilar todos los escritos sobre el Sáhara de Sanmao publicados en diferentes medios y momentos. De ahí las repeticiones y los saltos temporales que encontramos en el volumen. La traducción corre a cargo de Irene Tor Carroggio, que quiso hacerse traductora por Sanmao y con ella se estrena como tal. Irene nos cuenta que conoció y se enamoró de Sanmao a los dieciocho años, cuando unas estudiantes de intercambio chinas le hablaron de ella en la universidad. «Me impactó la brutalidad de su historia y cómo la sencillez y delicadeza de su voz puede, todavía hoy, empujar a tantos chinos a estudiar español».

 Otra cosa que me gusta del libro es que termina increscendo, con esos últimos cuatro relatos que, al igual que Noche en las montañas laberínticas o Tierra solitaria, tienen más de cuentos que de memorias: El esclavo mudo, que trajo a mi memoria a los belas de  Tombuctú y la indignación que sentí al saber que durante mucho tiempo fueron esclavos de los tuareg; El sargento Salva, del que me gustaría tener una fotografía para añadirla aquí a modo de homenaje; En busca del amor y El llanto de los camellos, el cierre perfecto que viene a simbolizar la debacle final: la desafección del pueblo saharaui, que empezó a clamar y a luchar por su independencia

El año pasado, por estar fechas la situación del Sáhara, un desierto olvidado por el mundo, de pronto se complicó. Marruecos por el norte y Mauritania por el sur se querían repartir la colonia española, y de las tribus del Sáhara surgió la guerrilla, que se exilió en Argelia. Querían la independencia. El gobierno español no sabía qué hacer y adoptó una actitud ambigua: no sabía si conservar o abandonar aquella colonia por la que habían luchado tanto.
 Por aquel entonces, los soldados españoles que salían solos del campamento eran asesinados, el agua de los pozos era envenenada, se buscaban bombas de relojería en los autobuses escolares, incendiaron la cinta transportadora de las minas de fósforo, los vigilantes nocturnos eran colgados boca abajo en los cables eléctricos, y en las carreteras de fuera de la ciudad explotaban minas terrestres cuando los coches pasaban…
 Aquellos incesantes disturbios dejaron a la ciudad muerta de miedo. El gobierno cerró inmediatamente las escuelas y mandó a los niños de vuelta a España. Por la noche había toque de queda, los tanques entraron en la ciudad y las instalaciones militares quedaron rodeadas por una alambrada.
 Lo más aterrador era que, como España se había convertido en el objetivo de tres bandos diferentes, en la ciudad no se sabía a quién atribuir los ataques.
 […] En la ciudad, que siempre había sido tranquila, empezó a aparecer gente que malvendía sus muebles; en la puerta de la compañía aérea cada día había unas colas interminables de personas que se peleaban para comprar billetes de avión; el cine y las tiendas estaban cerrados, y se repartieron pistolas entre los funcionarios españoles. Había un clima de tensión máxima, y en la ciudad ya reinaba el desorden y el caos, pese a que todavía no se había producido ningún ataque directo.
 […] Los militares de la Legión vivían en el desierto y cuando morían también eran enterrados allí. Así funcionaba el cuerpo. Si estaban exhumando los cadáveres, debía ser porque se los querían llevar con ellos, lo cual significaba que España había decidido abandonar el Sáhara.
 Lo peor de todo era que los cadáveres, después de tantos años enterrados en aquel desierto tan árido, no se habían transformado en un montón de huesos blancos, sino que se habían momificado. Los militares los sacaban con cuidado y, bajo el sol abrasador, los introducían en los nuevos ataúdes con delicadeza. Clavaban los clavos, les ponían una etiqueta y los cargaban en los camiones.
 […] La presencia del sargento me hizo pensar en la noche en que lo encontramos allí, tirado en el suelo, completamente borracho. Después de tantos años, el tiempo no le había curado las heridas.
 Cuando desenterraron las tumbas de la tercera fila, el sargento, que parecía que había estado esperando una eternidad, se puso en pie y se acercó dando grandes pasos. Se metió de un salto en la fosa y salió abrazado a un cadáver, que todavía no estaba descompuesto. Lo aguantó con un brazo, como si fuera su amante, y se quedó mirando fijamente la cara seca del muerto. Su expresión no transmitía ni odio ni rabia, solo una tristeza serena.
 Todo el mundo estaba esperando a que el sargento pusiera el cuerpo dentro del ataúd, pero él se quedó de pie bajo el sol intenso, como si se hubiera olvidado del mundo.
 –Es su hermano pequeño. También lo asesinaron como a los demás –le comentó un militar a otro en voz baja.
 Parecía que había pasado un siglo cuando finalmente el sargento se dirigió hacia el ataúd, para introducir en él a aquel ser querido que llevaba muerto dieciséis años. Entonces, con el mismo amor con que se trata a un bebé, lo metió en la cama donde descansaría para siempre.
(De El sargento Salva)
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Mapa del antiguo Sáhara Español
web.lamilienelsahara.net

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Aquella noche se impuso el toque de queda en toda la ciudad. El ambiente estaba tan enrarecido que parecía como si una tromba de agua hubiese inundado hasta el último rincón. Durante el día, la policía española se paseaba con pistolas y paraba a los transeúntes saharauis apuntándolos con las armas. Los ponían de cara a la pared uno a uno y les ordenaban que se subiesen la chillaba para poderlos cachear.
(De El llanto de los camellos)

 En ese broche de oro que es El llanto de los camellos, Sanmao nos cuenta, entre otras cosas, su encuentro con Basiri, el adalid del Frente Polisario, "el líder de un pueblo sin fuerza, formado solo por setenta mil personas", demostrándonos una vez más que, a la hora de escribir, la realidad es más poderosa que la imaginación.

Cuando estaba a punto de entrar en el vehículo, se me acercó el segundo hermano mayor y me estrechó la mano con fuerza.
 –Sanmao, gracias por cuidar de Shaída –musitó para que nadie lo oyera.
 –¿Shaída? -pregunté muy sorprendida de que la conociera.
 –Es mi mujer, te la confío –dijo al mismo tiempo que su mirada rezumaba una ternura y un dolor muy profundos.
 Estábamos uno enfrente del otro y compartíamos un secreto. Bajo la luz del crepúsculo, aquel hombre me ofreció una sonrisa de frustración. Yo me quedé inmóvil, pero él dio media vuelta y se marchó dando zancadas. La primera ráfaga de viento del atardecer me hizo tiritar de frío.
 –Lua, Shaída es la mujer de tu hermano segundo –le comenté en el camino de vuelta como si estuviera despertando de un sueño.
 Yo misma me iba diciendo que sí con la cabeza y suspirando por dentro… Estaba claro que solo un hombre de esa talla se merecía una mujer como Shaída. Al final resultaba que sí, que existía un saharaui que estaba a su altura.
 –Es la única mujer de Basiri, hace siete años que se casaron –reconoció con cierta aflicción, asintiendo con la cabeza.
 Quién sabe si, en lo más profundo de su corazón, Afelua también amaba a aquella  mujer.
 –¿De Basiri? –exclamó José pisando el freno.
 –¡De Basiri! ¿Tu hermano es Basiri? –chillé, mientras notaba que la sangre me hervía por todo el cuerpo.
 El hombre que en los últimos años se escabullía misteriosamente como un fantasma, dejando perplejas a las autoridades, el líder guerrillero temible y sin igual, el alma del pueblo saharaui, resultaba que era el hombre que hacía un momento había pronunciado el nombre de Shaída mientras me daba la mano. Estábamos petrificados, incapaces de articular palabra.
 […] mi hermano siempre ha tenido miedo de que los marroquíes la utilicen para hacerle chantaje, y por eso no quiere que la gente lo sepa.
 –La guerrilla del Frente Polisario tiene tres frentes abiertos: Marruecos, España y, al sur, Mauritania. Tengo miedo de que esta vida basada en la huida constante al final sea totalmente en vano –sentenció José.
 Por la ventana observaba cómo dejábamos atrás el desierto, que pasaba fugaz, […] No sé por qué, pero tuve el presentimiento de que Basiri moriría pronto.

Mohamed Sidi Brahim Basir, más conocido como Basiri

Guerrilleros del Frente Polisario

[…] Pese a las presiones de Marruecos, España se mantenía firme en su compromiso con el Sáhara y parecía que finalmente llegaría la autodeterminación de aquel pueblo. Las dos partes empezaron a acercar posiciones como buenos hermanos, bajo la amenaza de los tambores de guerra de Marruecos.
 […] El 17 de octubre el Tribunal Internacional de La Haya, después de una larga espera, finalmente hizo público su dictamen sobre la cuestión del Sáhara.
 –¡Hemos ganado! ¡Hemos ganado! ¡Hay esperanza para la paz!
 Al llegarles aquellas noticias, los saharauis de El Aaiún sacaron a la calle cualquier objeto con el que pudieran hacer ruido y se pusieron a saltar y gritar como locos. Cuando se encontraban a alguien, conocido o no, español o saharaui, lo abrazaban y saltaban y reían juntos como el resto de enajenados que llenaban las calles en plena celebración.
 –¿Lo has oído? Si España es capaz de resolverlo pacíficamente con ellos, nos podremos quedar –me informó José mientras me abrazaba con una sonrisa de oreja a oreja.
 Yo en cambio, seguía preocupada y no me lo acababa de creer. Tenía la sensación de que se avecinaba un gran desastre.
 –No será tan sencillo –le avisé temerosa.
 Aquella noche, el locutor de la radio saharaui anunció con la voz profundamente afectada: «El rey Hasan de Marruecos está reclutando voluntarios para empezar mañana mismo una marcha pacífica hacia el territorio del Sáhara occidental».
 José dio un golpe sobre la mesa y se levantó de un bote.
 –¡Por la fuerza! –gritó, mientras yo escondía la cabeza entre las rodillas.

Marroquíes en la Marcha Verde, 6 de noviembre de 1975. Fotografía: EFE

[…] Todos los soldados de la Legión se dirigieron precipitadamente a la frontera, que quedaba a solo cuarenta kilómetros de El Aaiún. El 19 de octubre el número de marroquíes no paraba de aumentar. El día 20 el mapa que publicaban los periódicos mostraba que el frente había avanzado. El 21 el gobierno español comenzó a dirigirse a la población por todas las calles anunciando con megáfonos la inminente evacuación de las mujeres y los niños. Los sentimientos del pueblo estallaron pronto como el agua torrencial que emana de un dique roto.
 –Sanmao, ¡tenemos que salir de aquí ahora mismo! Si no quizá ya será demasiado tarde –me decían los amigos que vivían en la ciudad.
 Dejaban atrás sus muebles, venían a despedirse con mucha prisa y se iban como una exhalación al aeropuerto.
 […] Por crítica que fuera la situación, José se pasaba día y noche en el dique flotante de la empresa de fosfatos para ayudar a la retirada del ejército, recogiendo armas y municiones. De manera que no podía volver a casa para protegerme. El 22 de octubre alguien izó la bandera de Marruecos en la azotea de Handi. Al mismo tiempo en la ciudad también empezaron a ondear banderas de Marruecos.
 –Handi, te ha faltado tiempo… –le recriminé casi con lágrimas en los ojos.
 –Tengo mujer e hijos. ¿Qué quieres que haga? ¿Quieres que me deje la piel en esto? –me respondió cabizbajo y golpeando el suelo en un gesto de frustración, antes de darse la vuelta e irse precipitadamente.
 –Guka, ¿qué te ha pasado? –le pregunté sobresalta, cuando vi que tenía los ojos hinchados de tanto llorar.
–Abudi, mi marido, se ha unido a la guerrilla.
 –Ha sido muy valiente. ¡Eres una mujer con suerte! –intenté consolarla pensando que era mejor morir de pie que vivir de rodillas.
 […] Aquella misma noche estaba sola en casa cuando oí que llamaban suavemente a la puerta.
 –¿Quién es? –pregunté bien fuerte al mismo tiempo que apagaba la luz.
 –Soy Shaída. Rápido, ¡ábreme!
 Fui corriendo a abrir la puerta y la muchacha entró bruscamente seguida de un hombre que llevaba la cara tapada y que también entró como una flecha. Cerré la puerta con cerrojo. Shaída estaba temblando, absolutamente aterrada de miedo. Entonces suspiró mientras clavaba su mirada en mí. El hombre, que se había sentado en la estera, se quitó poco a poco el turbante, asintiendo con la cabeza. ¡Era la sonrisa de Basiri!
 –Os habéis metido en la boca del lobo. Handi es un colaboracionista de Marruecos –les advertí […].
 –¿Puedes darme algo de comer? –me pidió Basari, suspirando de forma sonora.
 […] Basiri tenía muchísima hambre, pero después de unos cuantos bocados dejó de comer, como si fuera incapaz de tragar, y volvió a suspirar. Su rostro pálido y demacrado mostraba un agotamiento extremo.
 –¿Por qué has vuelto precisamente ahora?
 –Para verla –confesó suspirando de nuevo.

 Al día siguiente, por la tarde, Sanmao se enteraría de la muerte de Basiri. Se habían ensañado tanto con él que era difícil reconocerlo. A la noche, Shaída también sería asesinada junto a Afelua, hermano de Basiri.

Yo estaba agachada sobre la arena lejos de ellos, temblando sin parar.  Prácticamente no había luz y pronto no se les distinguiría en la oscuridad. De repente, el viento enmudeció y poco a poco dejé de ver lo que me rodeaba. Solo escuchaba los quejidos de los camellos que llegaban desde el matadero. Cada vez se oían más y cada vez más fuertes. El ambiente se fue llenando poco a poco del eco descomunal del llanto de los camellos, que me envolvió como si fuera un trueno.

 España abandonó apresuradamente la colonia, dejándola en manos de Marruecos. Y los saharauis aún esperan en vano a que se aplique la resolución del Tribunal de Justicia de la Haya de 1975 y de la asamblea general de la ONU de 1979, y se les devuelvan sus tierras.

 Dejo el tomo de cerca de quinientas páginas sobre la estantería y me pregunto qué habrá sido de la casa de Sanmao y Quero en El Aaiún, y si algún grupo de chinos habrá viajado hasta allí para averiguarlo.

 Para terminar, decirles que aprovechen la ocasión para ver el largometraje documental (Sanmao: la novia del desierto). Y que lean el libro. Y a los directores del mundo, un ruego: que lleven al cine estos diarios del Sáhara. Encierran una gran película.

Pedro Delgado ante el cartel de Sanmao en el cine Albéniz
Fotografía: Lucía Rodríguez