lunes, 10 de julio de 2023

LAS HIJAS DE LA NIEBLA


Presentación de Las hijas de la niebla, de Namik Dokle, en la librería Áncora
Fotografía: Pedro Delgado

Me cuenta el escritor albanés Namik Dokle, una tarde de marzo en la librería Áncora de Málaga, que existe una aldea, oculta entre la niebla, en la que nacen hombres que encanecen desde niños y ven mejor de noche que de día. Hombres que no han nacido del vientre de su madre, sino que los ha parido la niebla de las brañas de Kallabak. En esos prados altos donde pastan las ovejas, me dice, nos dice a todos los que hemos asistido a la presentación de su libro, viven los hijos de la niebla.

Con pañales de niebla los arropan cuando salen del vientre de su madre y con sudarios de niebla los envuelven cuando los acompañan hasta detrás de la Loma, al cementerio. Y durante toda su vida los conduce la niebla por el mundo, los arrastran consigo los vientos de otoño, se abrazan con las rocas en las gargantas de los ríos, se alimentan con la noche y se pelean con el día... Se calientan la cabeza con este mundo y con el otro...

 Esa aldea es Bukojna, y pertenece a la comarca de Gora, donde se habla gorançe (gorano) o nashke, que en su habla significa "nuestra lengua" –variante dialectal del eslavo balcánico salpicada de palabras del albanés y el turco–, lengual oral y no escrita que, cuando se escribe, utiliza los caracteres del país del águila bicéfala. Gora se extendía a ambos lados de la antigua frontera albano-yugoslava, pero hoy día, se lamenta Namik, está dividida en tres Estados: Albania, Kosova y Macedonia. E incluso se suman a ellos serbios y búlgaros en la reclamación del origen de los naturales de la comarca que, ante la pregunta, responden con un simple y espontáneo «somos nuestros» («somos goranos»).

 «En la frontera, en dirección a Albania, como una suerte de almena entre dos Estados, en dieciocho aldeas aisladas de los Montes de Sharr, viven los goranos, cuya pertenencia se disputan cuatro naciones y una comunidad, en tanto ellos ignoran a quién pertenecen y viven sumidos en la niebla y en la mayor de las pobrezas, como huérfanos. Asentados en un valle, como avergonzados, el punto fronterizo queda oculto tras las ramas de los escasos árboles. La señal de que allí hay soldados, son las hilachas de humo que se escapan del tejado del barracón. En la parte albanesa, a lo largo del estrecho valle, pegada a la frontera serpentea una amplia franja carente de árboles e incluso de yerba. En ella está labrado cada palmo de tierra y el soldado, desde el punto fronterizo, puede ver desde la distancia al ratón de campo cuando cruza a toda velocidad al Estado vecino.
 »Arriba entre la niebla, en un hermoso claro, con grandes letras de piedra está escrita la consigna: «Partido-Enver».
 »Entretanto, en la aldea de Orçusha, a este lado de la frontera, vi grandes tubos de hormigón armado, en un parque con ochenta y ocho robles, en los que con grandes letras luminosas se podía leer «Tito». Enver en el lado de allá, Tito en el lado de acá y la niebla en medio. Algunas de las letras tienen rotos los cristales, pero eso no se aprecia desde el lado de allá. La aldea de Orçusha se encuentra frente a la de Orgosta allende la frontera. Ambas tienen sus casas dispersas, una parte en ruina, cubiertas de lajas de piedra. Cuando alguien muere aquí, nadie pregunta de qué ha muerto, sino "¡Oh Dios!, ¿de qué ha vivido?".

 La novela comienza con una osa muerta que yace sobre una tarima de troncos en la plaza del pueblo. La han matado tres días antes los guardafronteras, y los gruñidos dolientes de las oseznas huérfanas hienden la noche en dos. Muchos piensan que la muerte de la osa traerá la desgracia a la aldea.

El gruñido de las oseznas huérfanas solo se oyó a la tercera noche. «Quizá hayan sentido ahora el olor de la madre», dijo madre sin mirarnos ni a mí ni a padre. Puso otra vez mimo en cubrirme los hombros y, con voz cansada, me dijo que me despertaría para que fuera al molino. «No queda ni un dedo de harina», se disculpó. El alarido de las oseznas continuó hasta el alba de aquel nublado y gélido día.

 Es en ese molino de agua, adonde había ido a moler avena para el pan, donde nuestro joven protagonista, el hijo de Hamza, de apenas 13 años, oyó, al albur de una conversación, que la «acción» vendría a llevarse a las mozas del pueblo.

«Pero ¿qué será eso de la acción?». Jamás había oído aquella palabra. «¿Será algún hombre que vendrá a casarse? ¿Será acaso un furioso vendaval que solo arrebatará a nuestras mozas, o alguna enfermedad como el tifus de los piojos, que les entrará solo a ellas y no alcanzará a las demás aldeas?». La mula subía despacio la empinada pendiente y yo ardía de impaciencia por llegar a la aldea para preguntar por la acción que se llevaría a nuestras muchachas.

 La «acción» es una campaña o movilización supuestamente voluntaria de efectivos (jóvenes, trabajadores, intelectuales, etc.) para realizar obras públicas o diversos trabajos de interés regional, estatal o gubernamental. Y quien la decide es la organización del partido comunista o Partido del Trabajo de Albania.

Solo aquel día comprendí por qué la gente pronunciaba con desconcierto o con miedo las palabras: «Me llamaron de la organización», «lo decidieron en la organización», «la organización repartirá el cereal», «le condenaron en la organización».

 A partir de ahí se despliega la narración y se encadenan los hechos, en un tono que me recuerda a la de los cuentos orientales y populares, con páginas que se nutren del folclore y la tradición oral balcánica y que nos hacen avanzar o retroceder en la historia. Pero ojo, que bajo esa apariencia de fábula, lo que nos cuenta Namik Dokle es algo muy real.

 Había llegado a la pequeña plaza del caño. La osa seguía allí, pero ya nadie pensaba en ella. También a mí me parecía que otra osa viva e imponente había depositado sus plantas sobre la aldea. Solo el agua del caño seguía manando con el mismo arrullo que cientos de años atrás, cuando tres mujeres dieron con la fuente y mojaron en ella sus labios resecos.
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 Nadie sabía a ciencia cierta ni cuándo ni quién había construido la primera casa de mi aldea, tampoco los paisanos de la comarca de Gora, a la que pertenecía. Solo se sabía que antaño los fundadores de la aldea la habían emplazado algo más abajo, a orillas del río, en un lugar llamado Gushaja, donde casi todos los habitantes fueron presa de una fastidiosa enfermedad que les hacía crecer la papada como un fardel de avena, sobre todo a las mujeres. Fueron ellas las primeras que decidieron abandonar aquel lugar, y una de ella hizo incluso ocho horas de camino a pie hasta Tetova y hasta Prizren para conseguir talismanes de los hoxha más afamados de aquellas tierras. Algunos le escribieron la inscripción del talismán y se la cobraron, pero uno de ellos no tomó el dinero acordado sino que trató de meterla en la cama, mientras que otro de los hoxha, con nociones de medicina, le dijo amablemente que no darían resultado ni los rezos ni los talismanes si seguían bebiendo la misma agua. «Debéis encontrar vuestro abuzemzem, el agua bendita de la mezquita de la Kaaba», le dijo. Entonces ella y otras dos mujeres subieron una mañana temprano la pendiente hacia Pico Negro en busca de agua. Buscaron por todas partes, en el hayedo, en los prados, entre el enebro y en cada palmo de tierra donde pusieron los pies. Al igual que los soldados árabes que buscaban agua en España y cuando la encontraron gritaron: «¡Mayrit, abunda el agua!», y se asentaron en el lugar que hoy se llama Madrid, las tres mujeres de Gushaja no gritaron pero llenaron unos aguamaniles en aquel manantial que les pareció de agua blanda. Lo mismo hicieron otros muchos días, hasta que se sintieron más aliviadas del nerviosismo que les producía la colgante papada e incluso les pareció que disminuía.
 Desde ese momento comenzó el traslado de Gushaja al nuevo asentamiento, al que llamaron Bukojna, puesto que contaba con un bosque de hayas con numerosos veneros, el mejor de los cuales era el que llamaron fuente de Topillo y que años más tarde sería el centro de la aldea, precisamente donde Sinan Bajá de Kallabak levantó una mezquita y donde, frente a sus chamuscadas ruinas, los guardafronteras colocarían la tarima para mostrarles a los aldeanos la osa muerta, a la que Salko había echado en cara: «¡Quién te mandaría a ti pisar la frontera, con lo bien que estabas en el bosque!».
 –Parece otro mundo –dijo una de ellas.
 –Establezcámonos aquí, al menos tendremos este mundo a la vista –dijo otra.
 «Y hay muchas piedras», dijo la tercera. Entonces recordó la leyenda sobre Gora y el gorano de los tiempos en los que su tatarabuelo aún no había nacido. Contaban que cuando llegó la noticia de que Dios convocaría todas las comarcas para repartir entre ellas sus bienes, partió hacia la Casa del Señor un gorano que viajó nueve días y nueve noches sin parar. Pero cuando llegó, encontró ya quitada la mesa.
 –¿De dónde vienes? –le preguntó Dios.
 –Del fin del mundo –respondió.
 –Has llegado tarde, ya repartí todos los bienes que tenía.
 «¡Oh, Señor, hice nueve días y nueve noches de camino hasta el patio de tu casa, no me hagas regresar con las manos vacías!». Dios echó una ojeada al patio, cogió una piedra y se la dio. «Esto es lo que tengo y te lo entrego de todo corazón, quizá tendréis muy pocas cosas en la vida, pero a las piedras de vuestras montañas las querréis sobremanera».

 Esta leyenda ancestral del encuentro de Dios con aquel gorano, también la contó Namik Dokle en la presentación de su libro, acompañado de Antonio Ruiz, editor de Ginger Ape Books, Vicente Fernández, profesor de griego moderno de la Universidad de Málaga, y María E. Roces González, la traductora de la obra, quien por cierto, tras el fallecimiento de su pareja, el traductor Ramón Sánchez Lizarralde, es actualmente la única traductora del albanés al español. Yo había recorrido Albania a fondo un verano de 2017, con los libros de Ismaíl Kadaré que había traducido su marido en la mochila (El general del ejército muerto, Abril quebrado, Tres cantos fúnebres por Kosovo y Crónica de piedra), así que, con la atención debida, sigo con interés todo lo que cuentan, con esa sensación tan agradable que da conocer los lugares de los que hablan: Tirana, Shkoder, Kukës, Durrës, Peshkopi, Korabi, Prizren...

 Namik Dokle, que vive actualmente en Tirana, nos cuenta que nació en la ciudad costera de Durrës de manera circunstancial, pero que sus padres volvieron rápidamente a Gora, su comarca natal, donde se crió. Es por ello que desde pequeño ha escuchado de boca de familiares y vecinos las historias que ha ido recopilando. Incluso se ha valido a la hora de escribir del diario de su tío, que recogió, en un cuaderno grande con tapa, los sucesos de la aldea durante más de cinco años.

11 DE MARZO DE 1949
 Hoy he comenzado a escribir sobre los acontecimientos de mi aldea. Al sistema político lo llaman «democrático». De dirigente tenemos a Enver Hoxha. Hace seis meses se cerró la frontera con Yugoslavia. Bastantes de los familiares de los vecinos de la aldea se han quedado al otro lado. Hasta ahora habíamos sido amigos de Tito. Han llegado soldados al pueblo. Estamos hasta el cuello de angarias. (...)
12 DE MARZO DE 1949
 Hace unos días han llamado a filas a algunos hombres de la aldea. En el bazar no hay ni un alma. Hace tres meses que no nos abastecen de alimentos. No se encuentra jabón ni para lavar los cadáveres. Los soldados destacados en la aldea han matado en las proximidades de la frontera a Shaqir de Cërnaleva, nadie sabe por qué. Los soldados no nos dejan trabajar las tierras que se encuentran a quinientos metros de la frontera, lo hacemos según el humor del comandante del puesto.
21 DE OCTUBRE DE 1949
 Los soldados albaneses han matado a Bajram de Shishtavec. Subió a las brañas a segar hierba. Ellos, creyendo que huía, le han disparado sin darle el alto y lo han dejado en el sitio.
6 DE MARZO DE 1953
 Hoy se supo que se ha muerto Stalin, el dirigente de la Unión Soviética y el caudillo de todos los partidos comunistas del mundo. Los comunistas están de luto, puesto que él los dirigió en la senda hacia el comunismo. Poco después supimos que el lugar de Stalin lo ha ocupado Malenkov.

 Namik explica que empezó a escribir Las hijas de la niebla hace muchísimos años, cuando era articulista y redactor jefe de dos de los diarios más importantes de Albania. Sin embargo, tras la caída del comunismo, al iniciar su carrera política, tuvo que abandonarla pues la dedicación que le requería, primero la vicepresidencia y después la presidencia del parlamento, era máxima, total cuando lo nombraron viceprimer ministro de la República de Albania. No sé si esa hechicera llamada Majka, que lleva doscientos o trescientos años en este mundo y a quien la muerte ha olvidado, tuvo algo que ver, si se metió en su cerebro para reclamarle que volviera a aquel mundo duro y ariscado pero lleno de dignidad de la aldea, pero lo cierto es que un buen día Namik decidió abandonar los laureles de la política y retomar aquel manuscrito, en realidad un tríptico formado por Las hijas de la niebla, Las flores del fin del mundo y Días de murciélagos.

 En la primera novela de ese «Tríptico de Gora», Namik ha entrelazado el poder de la naturaleza y los animales que la pueblan con las tradiciones, la lengua y las vidas de los habitantes de su aldea: la anciana Makja, Mursel el de Orgosta; el Maestro de Shkodra; Salko el pelirrojo, secretario del partido; los pregoneros Craple y Çinarçe; Olloman Amerika, que jamás había estado en Norteamérica pero lucía un sombrero borsalino como aquellos de la época de Al Capone; las siete hijas del primer Shund; Isak el judío; Gjek Gjelosh, quien se presentó en el patio del amante de su mujer; el bandolero de Kolloshtrez, sin derecho a humo; el mulá Isuf, el hombre que tenía más libros en casa que los que pudieran tener todos los demás juntos; Sinan Bajá, que mandó construir la mezquita de la aldea; Nefka, de la que nadie en la aldea sabía su nombre puesto que hasta su marido la llamaba ella; el derviche de Kolshi; el ingeniero Irving Hartman; el rey Zog, exiliado en París; el sargento Hatja, el más colérico de los sargentos; Anatolia, que llegó a la aldea desde Turquía y contaba las historias de Sherezade; la chicas jóvenes sin las que no se celebraría San Jorge; sus padres y su perrita Dudan; su tío, el del diario; su abuela Ajmurka, su segundo marido Çaush y el sinvergüenza de Dragon Donguz; estos y tantos otros personajes vuelven a la vida en las páginas de Las hijas de la niebla; y sobre ellos, sobre sus destinos, sus penurias y su desamparo, la sombra de la tiranía de Enver Hoxha y la dictadura que impuso con mano de hierro en el país.

 Al terminar la presentación, Namik, María, Antonio y Vicente se van a cenar. Me hubiese gustado acompañarlos, como cuando vino Donatella Iannuzzi, de Gallo Nero, pero Enrique del Río esta vez se queda en la librería recogiendo las sillas y colocando los muebles de nuevo en su lugar. Elías es quien va con ellos en representación de la librería, pero yo apenas lo conozco y me da vergüenza sumarme al grupo a las bravas. Sé que luego me arrepentiré.

Antonio, María, Namik, Pedro, Vicente y Elías
Librería Áncora (Málaga, 17 de marzo de 2023)

 De vuelta a casa, comienzo a leer el libro, y ya de inicio descubro que allí hay una película. Y cuando lo termino, imagino qué sería aquello contado en imágenes por un Tarkovski o un Parajanov.

 Y ahora, mientras termino de escribir esta reseña, muchas semanas después de aquella presentación, me asaltan otras imágenes: las de mi viaje por Albania y Kosovo aquel lejano 2017, a donde he de volver para terminar mi libro de viajes, aquel que empecé a escribir unos días antes de volar a Tirana y que comenzaba con un sueño recurrente.

La tarde agonizaba. De repente, cien metros ladera arriba, un enorme perro se alzó sobre sus patas y comenzó a ladrar. Parecía uno de esos mastines asilvestrados de los que tanto me habían advertido. El pastorcillo buscó una piedra para tirarle, pero no encontró ninguna en la hierba. Tiró del brocado de la mula y seguimos caminando. Arriba, los ladridos se hicieron más fieros y, entre uno y otro, el animal lanzaba dentelladas al aire mostrando sus colmillos. Luego bajó hacia nosotros a la carrera. El crío saltó de un brinco al lomo de la mula e hizo un ademán con la mano para que lo siguiera, pero mi agilidad no era la misma y, asustado, traté de rodear por detrás a la acémila para pasarme al lado contrario, con tan mala fortuna que me coceó y me tiró de espaldas. Al instante, una mancha beis voló rauda hacia mí. Acto seguido, sonó una detonación y la fiera salió despedida hacia atrás como si hubiera chocado contra un muro invisible. Miré hacia abajo al lugar de donde procedía el disparo. El hombre aún tenía el arma en la cara apuntando hacia nosotros, y cuando bajó el cañón humeante de la escopeta dejó ver su rostro y pude reconocer a uno de mis anfitriones de la pasada noche. Volví los ojos hacia el animal. Tenía la cabeza reventada, y la hierba y mi propia ropa, mi cara y mis manos, estaban salpicadas aquí y allá de pequeñas gotas de sangre.
 –Too much crazy! –dijo el hombre al llegar a nuestra altura–. This dog is too much wild... and not any more. It is no longer dangerous for anyone.
 No pronuncié palabra. Tan sólo me bajé el pantalón para ver los efectos de la patada. Por fortuna no me había roto nada, y lo único que tenía era un gran hematoma que seguro se extendería e inflamaría en las próximas horas. El hombre no prestó atención al muslo de mi pierna izquierda, sino que se inclinó sobre el can para ver el efecto del disparo. Como había caído boca abajo, antes intentó voltear el cuerpo con el pie, pero el animal pesaba demasiado y tuvo que soltar el arma en el suelo y valerse de las manos. Le dio la vuelta despacio, como si temiera mancharse de sangre la ropa, y lo dejó así, patas arriba.
 –All ok or come back to home? –me preguntó al verme todavía ensimismado con la pierna.
 Levanté el dedo pulgar hacia arriba por toda respuesta, y el crío, que no dejaba de observarme, sonrió y palmeó con ritmo. El montañés se pasó la bandolera de la escopeta por el brazo y la cabeza, y la dejó a su espalda. La cima del monte Korab nos aguardaba, y el sendero serpenteaba por delante entre las rocas y los matorrales. Se puso en cabeza y reemprendimos la marcha. Íbamos en hilera: él delante y el crío con la mula de cierre. Y en ese momento de felicidad, tras la tensión vivida, siempre me despertaba.
 Con pequeñas variaciones, aquel fue un sueño recurrente las semanas previas a mi viaje a Albania, e incluso se repitió los días previos a mi ascensión al Korab, al que allí también denominan Korabit. Por fortuna, no tuvo nada de premonitorio y en el curso de mi andadura nada de eso ocurriría.
Cuaderno de viaje de Albania
Pedro Delgado

Pedro Delgado en la cima del Korab, la montaña más alta de Albania
Agosto, 2017

Nota: Dice Namik Dokle en la página 146, algo que pude corroborar no sólo en las aldeas perdidas, sino también en las ciudades y pueblos de Albania y Kosovo, donde fui recibido y acogido con una hospitalidad conmovedora que ya se ha perdido en otros países. «Los jóvenes, los sanos y fuertes, se han ido por el mundo a ganar algo. Nosotros, los goranos, la juventud y la salud las malgastamos vagando por el mundo y cuando ya no tenemos fuerzas, volvemos aquí, de donde salimos, a morir. Así ha sido desde siempre y quién sabe hasta cuándo será». A todos ellos, a los que se marcharon y a los que se quedaron, va dedicada esta entrada. Mil gracias a todos los que me recogisteis en la carretera cuando hacía autostop, y un millón de gracias a la familia que me abrió las puertas de su casa en aquella remota aldea cuando me propuse ascender el monte Korabi.



Las hijas de la niebla de Namik Dokle ha sido publicada por la editorial 2Sicilias Reino Editorial en coedición con la casa albanesa Botimet Toena, siendo la editorial invitada al cargo de la edición la malagueña Ginger Ape Books.