sábado, 27 de mayo de 2023

DOS SHERPAS


Dos sherpas, de Sebastián Martínez Daniell (Jekyll & Jill, 2022)
Fotografía: Lucía Rodríguez

Estos días he podido sentir el frío. No porque hayan bajado las temperaturas y haya vuelto la lluvia, ese fenómeno atmosférico que algunos ya habían olvidado, sino porque he estado leyendo Dos sherpas, y ya se sabe que en el Himalaya hace fresco y se necesita algo más que una rebequita.

 El texto, sin embargo, no nos deja fríos. Y se lee a tragos cortos, como si el libro fuese una petaca que portásemos en las alturas en el bolsillo interior del plumón. Cien capítulos que son cien chupitos. El calor momentáneo del whisky, el ron o la ginebra antes de volver a sentir las dentelladas del frío junto a esos dos sherpas que contemplan el vacío.

Uno
Dos sherpas están asomados al abismo. Sus cabezas oteando el nadir. Los cuerpos estirados sobre las rocas, las manos tomadas del canto de un precipicio. Se diría que esperan algo. Pero sin ansiedad. Con un repertorio de gestos serenos que modulan entre la resignación y el escepticismo.

 Ambos observan desde un risco el cuerpo de un cliente, un turista inglés que se ha despeñado en el ascenso al Everest y que permanece inerte ocho o diez metros más abajo.

Turistas..., piensa el sherpa viejo, que no es viejo ni propiamente un sherpa. Siempre hacen algo, ellos, los turistas, piensa. Y entonces habla. Señala con un ademán ambiguo el vacío, la saliente donde yace tendido e inmóvil el cuerpo de un inglés, y dice:
 –Ellos...
 Y así rompe el silencio. Si es que puede llamarse silencio al ruido ensordecedor del viento pasando a través de los filos del Himalaya.

Sebastián Martínez Daniell en la solapa de Dos sherpas
Fotografía: Pedro Delgado

 El argentino Sebastián Martínez Daniell (Buenos Aires, 1971) ha creado una novela que posee muchas facetas y en la que todo tiene cabida, entre otras cosas, las medusas como filosofía de vida; la burocracia; el sistema de clases del imperio romano; la representación teatral de Julio César de Shakespeare; la conquista de los polos; la geología del siglo XIX con sus vulcanistas y neptunistas; los intentos de Mallory y John Hunt porque ondease la Union Jack en el Everest; Edmund Hillary y Tenzing Norgay; el liquen en el orden botánico; el vuelo de Lady Houston sobre la cumbre de la giganta; Heinrich Himmler; la pleamar; Monet, Renoir y los bañistas de La Grenouillère; Delacroix, Coubert y la concha más famosa del mundo; y, cómo no con ese título, los sherpas, ese pueblo llegado a Nepal desde China.

El pueblo del este
Quinientos años antes, un pueblo nómade que trashumaba la provincia de Sichuan, en el centro geográfico de China, inicia un lento proceso de migración hacia Poniente. En el destierro se transforman en parias: refugiados que encuentran su exilio en las montañas. Son bautizados por los locales según su origen cardinal. El pueblo (pa) del este (shar): sherpas.
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Versiones del budismo
Una de las hipótesis sobre la migración de los sherpas sostiene que fueron expulsados de las praderas de Sichuan por causas religiosas. Los sherpas eran budistas de la vertiente Mahāyāna, más secular y menos dogmática que la rama Theravāda. Durante mil cuatrocientos años ambas escuelas convivieron en relativa armonía: compartían los monasterios y la lectura de los sutras. Pero en un punto del siglo XV, y en algún lugar de China, las facciones se radicalizaron. Los budistas Mahāyāna creían que era posible democratizar el Nirvana. Que cualquiera podía acceder al estado de iluminación. Como la doctrina zen, que le debe gran parte de su andamiaje cosmológico, el Mahāyāna interpretaba el budismo como un método antes que como un culto. En cambio, los seguidores del Theravāda tenían una idea más restrictiva del camino: hacia falta una vida monástica, una ascesis absoluta y una dedicación monomaníaca a los preceptos de Siddharta Gautama para completar la vía. La sabiduría, entonces, para los Theravāda, en manos de una casta religiosa, excluyente y vertical. Sin lugar para los no iniciados. En consecuencia, y también en resumen, los Mahāyāna fueron aislados en los monasterios y excluidos de la sociedad. Marginados en Sichuan, empezaron a desplazarse hacia el oeste, a las montañas, hacia el Himalaya.
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Quince
Existe una segunda explicación histórica sobre la migración de los sherpas. Hay quien cree que salieron de Sichuan en busca de oportunidades laborales. Abandonaron el pastoreo y persiguieron la ruta de la sal y de la seda. El derrotero del comercio europeo, la estela de la avidez mercantil de Occidente, que lucraba poniendo especias en las cocinas de los palacios renacentistas. Según esta otra hipótesis, el pueblo sherpa nace al calor de la revolución antropocéntrica de Durero, Petrarca y Francis Bacon. Hijo entonces de la burguesía temprana, el sherpa se reinventa como medio de transporte, como flete de bienes transables.

Familia sherpa fotografiada por Mal Clarbrough
Incluida en el libro Sagarmatha. Sir Edmund Hillary's
Fotografía: Lucía Rodríguez

 Leo la palabra sherpa y enseguida se me viene a la cabeza la palabra bereber, los habitantes originarios del actual Marruecos antes de que los árabes los conquistaran y ellos se refugiaran en las montañas. Dos etnias emparentadas por el oficio que les ha reportado el turismo; aunque son los sherpas los que se juegan y se dejan, cada vez con más frecuencia, la vida en sus montañas. A veces, sepultados por toneladas de hielo que arrastra alguna avalancha; otras, tragados por alguna grieta traicionera o por culpa de la codicia y la sin razón de algunas compañías que llenan de montañeros las cumbres, y de algún que otro alpinista que antepone la gloria instantánea, la huella de su bota en la cima, al retorno seguro al campamento.

 Y encima, los hay que los ningunean, que no les brindan ni siquiera su nombre: sherpa. Los llaman educadamente «sherpas» allí arriba, otorgándoles cierta distinción, reconociéndoles cierto grado de sabiduría, práctica, experiencia y habilidad en la montaña, pero ay cuando no están en la montaña, «cuando están en sus casas, sin zapatos, deslizándose con sus pantuflas de lana sobre el parquet... cuando tienen la calefacción central encendida, el termostato en su gradación exacta, la comida en el horno, el cuerpo atravesado por microondas de alta frecuencia...».

Galgos afganos, gatos de Ankara
Piensa el sherpa viejo: Cuando están en sus salas europeas, liberando los vapores leves de su copa de coñac, cuando peinan a sus galgos afganos, cuando acarician a sus gatos de Ankara... Es ahí que dejamos de ser sherpas y pasamos a ser «porteadores». ¡Porteadores!...
 Hace una pausa para darle espacio a la delectación del resentimiento, para fijar el sonido de la palabra en el oído interno. Así nos dicen cuando no estamos: «porteadores». E insiste: Animales de carga. Tan necesarios y a la vez tan reemplazables como una pica, un arnés o una soga.
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 Al año siguiente hacen un segundo intento –se refiere a la segunda expedición de George Mallory–. Un grupo llega hasta los ocho mil trescientos metros. Está por comenzar la temporada de monzones. Cae un alud. Durante algunas horas reina el caos. El grupo expedicionario envía un breve mensaje al Campamento Base para tranquilizar a sus compañeros: «All the whites are safe», dice. Siete sherpas mueren sepultados por la nieve.
 Pasan noventa y tres años: 18 de abril de 2014, entonces. Otra avalancha. Catorce mil toneladas de hielo, dieciséis muertos. Todos sherpas también.
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 Una cineasta australiana, Jennifer Peedom, estaba en la montaña rodando un documental cuando se declaró el cese de actividades. En una secuencia de su película Sherpa, Peedom registra la discusión entre un occidental y el dueño de la agencia de viajes que había contratado. Al ver que sus sherpas no querían volver al trabajo, y ya desesperado, el turista le rogaba al intermediario: «And... can`t you talk to their owners?». La palabra que usa es owners. En inglés, la dice. En alemán hubiese sido probablemente Herrschaft, como en Herrschaft und Knechtschaft, según le gustaba decir a Hegel. En castellano, dueños: «Y... ¿usted no puede hablar con sus dueños?».

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Sesenta y dos
Si el sherpa viejo escuchase el hipotético soliloquio de su compañero, no se quedaría callado. Insistiría en que la ecuación comercial que se da entre el turista y los sherpas está infestada de asimetrías. Plantearía que el turista, por más que pague fortunas, lo hace bajo un prisma tal que condena a los sherpas a la cosificación. El sherpa viejo se ve a sí  mismo más como un artefacto. En los términos de la economía clásica, el sherpa no es ni demanda ni oferta, sino mercancía, insumo transable; bien de capital a lo sumo. Somos tractores, diría el sherpa viejo. Maquinarias capaces de realizar mejor y más rápido el trabajo humano. Peor aún, diría: somos máquinas previas a la Revolución Industrial. Somos animales. El turista nos reduce a la animalidad.
 Y, entonces, el sherpa viejo le recomendaría a su joven colega detenerse un momento en la cara de los turistas cuando vuelven de la cima de la montaña. Le recomendaría que –él que puede, él que sí los ha visto allá arriba de todo– recuerde ese instante en que los extranjeros comprenden que han superado el ascenso improbable y ahora pueden dominar el orbe desde los ocho mil ochocientos cuarenta y ocho metros. Porque es entonces, explicaría, que los turistas se convencen de que han demostrado su heroísmo. Los extranjeros que llegan a la cumbre creen que han superado al promedio de la especie y, al menos por un momento, se ven a sí mismos como semidioses. Celebran, se abrazan, se sacan fotos (porque siempre se sacan fotos, siempre recaen en el narcisismo, siempre rebajan la fenomenología al nivel del souvenir).
 Mientras tanto, los sherpas aguardan al costado, sin distinguir demasiado entre ascenso y descenso; sólo agradeciendo calladamente que ninguno de los palurdos se haya quebrado una pierna durante la expedición. Para ellos, para los turistas, somos animales de carga, diría el viejo. Criaturas capaces de hacer con relativa soltura aquello que para los seres humanos constituye una proeza. Nos ven como mulas, seres con una estructura ósea preparada para acarrear grandes pesos. A ellos les parece lógico que el sherpa haga cumbre. Tendrían que pensar que somos titanes, deidades con poderes inalcanzables por los humildes mortales. Pero no. Cuando llegan a la cumbre los héroes son ellos. Y son ellos quienes han alcanzado la gloria del montañista, el –así llamado– milagro de la autosuperación. El hecho de que el sherpa haya acometido la misma labor no una, sino tres, cinco, diez veces les parece algo natural, del mismo modo que les parece natural y poco meritorio que un elefante arranque un árbol de cuajo.
 Lo cierto es que nadie le pide su opinión al sherpa viejo, nadie le toca el hombro y lo interpela. Lo cierto es que estos argumentos no dejan de ser apenas una elucubración, un murmullo introspectivo que se proyecta hasta que es interrumpido por una voz jovial:
 –¿Nos levantamos?

 La escena y los tres personajes que la componen me recuerda a una de esas obras del teatro del absurdo de Samuel Beckett. Aquí, los dos sherpas están esperando en la ladera sur de la giganta a que el inglés dé señales de vida. Quisieran que reaccionase, que se levantara, que abandonase «su actitud mineral», pero este permanece allí abajo inmóvil, tendido como en un sepulcro. «¿Nos levantamos?», pregunta el sherpa joven incorporándose sobre sus rodillas.

Veintiuno
–Sí –responde el sherpa viejo y mira hacia abajo: el cuerpo del inglés sigue ahí, inmóvil. ¿Cuánto tiempo?, ¿cuántos minutos desde que el inglés resbalara, pierde el equilibrio y, en lugar de dejarse caer manso contra el suelo, mueve los brazos como si fuese una cigüeña en celo, intenta conservar la vertical y, tentado por el vacío, se desploma tres, siete, once metros hasta una saliente? ¿Cuánto pasó? El sherpa viejo calcula que unos diez minutos. No más. Debería haber mirado el reloj en el momento mismo de la caída. Pero, en la confusión, el tiempo pasó a un plano secundario, accesorio. Fue un evento plenamente espacial, un instante euclidiano.
 Es bueno contar con la extensión mientras se ejecutan pogromos de la otredad, en nuestro vasto reino de silicio. El sherpa viejo se levanta, la rodilla izquierda se queja.

 La trama se desarrolla sin avanzar, de ahí que ya en la contraportada nos hagan la pregunta: «¿Qué procedimiento se pone en juego, entonces, para que esa escena sencilla y sobria estalle en significaciones a lo largo de un centenar de capítulos?». Y junto a la interrogación, nos dan la respuesta: La energía que logra sostener todo el entramado «proviene de la voz narrativa; una exploración del lenguaje que oscila entre poéticas del desborde y del desapego, recursividades y astringencias, según la materia que aborden. Una voz que termina por encontrar un matiz distinto, un tono pertinente, para cada una de las inagotables facetas que componen esta sólida novela poliédrica».

 Busco con cierto fastidio en internet eso de las poéticas del desborde y del desapego, pero la molestia se diluye al toparme con este bello poema, ejemplo del desborde. Pertenece al poemario Armenia y su autor es el mexicano Luis Eduardo García.

Decidí no usar la palabra Armenia; habría sido sucio, bajo.
No diré destrucción, no diré hermana, no diré madre, no diré
tristeza
que hiere como turcos.
No diré Armenia.
Portada Dos sherpas, de Sebastián Martínez
Jekyll & Jill / Serie Pool Access / 1
Imagen de la cubierta: Víctor Gomollón

 Dos sherpas (Jekyll & Jill, 2022) se abre con una cita de Nima Chhiring, ex sherpa y pastor de yaks. La frase, «Mi oído está llorando. Yo me bajo; ustedes también deberían bajar», oculta un enigma, que se nos descubre en el capítulo Veintidós.

Ya instalados en la región del Tíbet y Nepal, la etnia sherpa empieza a intimar con la montaña. La explora, la recorre, la subvierte. Sus hábitos van cambiando. Abandonan la naturaleza bucólica, y se hacen uno con las laderas escarpadas de los montes. Incluso desarticulan la sobriedad original del budismo y avanzan hacia una nueva versión teocrática del universo: más barroca, colorida, más fantasiosa. Pueblan su religión de deidades locales y variaciones chamánicas. Al monte Everest, por ejemplo, lo llaman –contra toda intuición falocrática– «la madre del mundo». La giganta.
 Es en estos primeros siglos de ocupación de los territorios del Himalaya que los sherpas desarrollan una habilidad fisiológica para comunicarse con el resplandor de los minerales. La montaña, desde entonces, les advierte sobre los peligros inminentes. Estas premoniciones se experimentan como un zumbido agudo que aparece, inexplicable, sobre la cordillera. Le llaman Kan runu, el «oído que llora».
 No es, también debe decirse, un sistema infalible. Ninguno de los dos sherpas, ni el joven ni el viejo, percibieron zumbido alguno en el momento crucial en que un inglés trastabilló sobre el borde de la montaña y, sin mediar paliativo, se despeñó contra un risco donde, todavía ahora, yace su cuerpo ambiguo, descoyuntado pero presente, a la espera de que la situación se defina rodeado de silencio. Si es que puede llamarse silencio al silbido estruendoso y monocorde de innúmeras ráfagas de aire cortando las altas cumbres del Himalaya.

 El día que Nima Chhiring soltó esa frase, aquel fatídico 18 de abril de 2014, también nos lo cuenta el autor en Kan runu, un Sebastián Martínez al que no le tiembla el pulso a la hora de apuntar sus dardos, y que no duda en comparar a los montañeros con el liquen que, en su doble andamiaje de hongo y alga, coloniza y reina en las cimas.

Dicen que hay líquenes que perviven aun suspendidos en el vacío cósmico. No hay por qué descreer. Pero el liquen quiere otra cosa. Su vanagloria no es la resiliencia ante la hostilidad, sino el expansionismo, el deseo imperial.
 Lo mismo puede decirse de los montañistas. ¿Qué propósito podría tener abismarse en un ascenso antinatural hacia la cumbre irrespirable del Himalaya? ¿Qué sentido, agotar las capacidades, distraerse, tambalear y precipitarse ocho, once, doce metros para estrellarse contra una saliente? No es autosuperación, como ellos se excusan. Todo lo contrario, superarse sería prescindir de los objetivos. Lo que buscan es ilusión de sojuzgamiento. Egomaníacos, ingenuos –y en especial aquellos que caen bajo el influjo plusmarquista del Everest–, ansían el dominio de lo vacuo. Y fracasan. Abandonen o hagan cumbre, todo el tiempo fracasan.
 En cambio, el sherpa es Zaratustra. Para él lo importante comienza cuando baja de la montaña. Lleno de rabia y sin rastro de misericordia. Como el filólogo alemán, sabe que si se mira el abismo durante mucho tiempo, el abismo también mirará adentro suyo.

 En sus continuas divagaciones y reflexiones, el autor también nos cuenta la vida y las inquietudes del sherpa joven, que vive en Nanche, en la región de Khumbu, el lugar donde nació y se crió, no como el viejo que ha nacido muy lejos del Himalaya, en otro continente, donde una vez vio llorar a una cajera en el supermercado.

Namche Bazaar, puerta del Himalaya a 3.440 m de altitud
Fotografía: Wikipedia

 Nanche no tiene calles ni rutas: apenas un helipuerto y senderos peatonales, meandros de lo escarpado y el aislamiento. [...] Pero no hay que imaginar una menguante periferia industrial ni esa geografía indefinida que alterna el primitivismo de la flora rural y la pobreza de los suburbios. Nanche no es Katmandú, no es tan siquiera Darjeeling. Es tan sólo un rejunte de edificios ofrendados al turismo y casas sencillas asentadas sobre unos escalones horadados en la cordillera. El límite de la ciudad se cruza en el reconocimiento del último vecino junto a una piedra pintada de blanco. Más allá, el espacio exterior.
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Namche Bazaar cubierta de nieve (1975). Fotografia: Michael Dillon
Incluida en el libro Sagarmatha. Sir Edmund Hillary's
Fotografía: Lucía Rodríguez
Treinta y tres
Si su padre estuviese vivo, el sherpa joven trabajaría en alguna dependencia municipal de Namche. Como lo hace su madre, como lo hacía también su padre muerto. Trabajaría lejos de los riesgos de la alta montaña y cerca del montacargas en el que, una vez por semana, se transportan las piezas del Caterpillar con el que se despeja la nieve de los caminos peatonales.
 El sherpa joven renegó de ese mandato familiar cuando conoció el Campamento Base del Everest. Ese día –doce años, debut– ayudó a poner las banderas tibetanas de plegaria alrededor de las carpas: azul, blanco, rojo, verde, amarillo. En ese orden: cielo, aire, fuego, agua, tierra. Una y otra vez: cetro, rueda, loto, rayo, piedra. Alrededor de todo el campamento: humildad, enseñanza, meditación, entrega, coraje. Eso que los turistas suelen llamar los banderines de colores de los sherpas.
 Después, se sentó y vio mesmerizado cómo ondeaban sobre la nieve. El viento a través de sus manifestaciones.

Banderas de oración congeladas por el rocío de la noche
Fotografía del Dr. David R. Shlim
Incluida en el libro Sagarmatha. Sir Edmund Hillary's
Fotografía: Lucía Rodríguez

 ¿Estará ahora el joven sherpa a punto de cargar con el primer lastre –los turistas muertos bajo su tutela– de su carrera?

 Tener un muerto en el historial no es, desde ya, algo bueno para un sherpa. Es una mácula en la hoja de servicios. Pero tampoco significa el final de una carrera profesional como guía de montaña ni mucho menos. Los sherpas son sumamente comprensivos con aquellos colegas que pierden turistas en la montaña. Parten de la convicción de que la culpa es siempre ajena, del extranjero que se aventura en los riscos sin suficiente preparación o con secretas tendencias suicidas. Un poco de lastre es perfectamente comprensible. Un muerto, dos muertos, tres si es que murieron en el mismo alud o abducidos hacia el vacío por la misma cadena de arneses. Hasta ahí no habría razón para preocuparse.
 Pero es tradición suponer que cuando el lastre empieza a acumularse sobre el currículum de un sherpa, los ascensos se le hacen cada vez más difíciles. No se trata de una cuestión de descrédito profesional. la superstición manda en las laderas de la giganta. Existe la arraigada idea de que el lastre se adhiere a las botas de los sherpas a medida que los cadáveres se apilan sobre los despeñaderos. De modo que, más allá del sentimiento de culpa (que no es de los más extendidos en la comunidad sherpa), lo que les preocupa es el mito: el inasible y pesado relato oral que dice que un sherpa con mucho lastre sobre sus botas tarde o temprano caerá hacia el valle una última vez y se llevará a quien pueda consigo.

 No tengan miedo al abismo y lean Dos sherpas en silencio. «Si es que puede llamarse silencio al estrépito enloquecedor del viento rozando la cima del monte más alto del orbe».


sábado, 13 de mayo de 2023

CÓMO CAZAR UN TOPO


Lanita y Cómo cazar un topo, de Marc Hamer
Fotografía: Lucía Rodríguez

Me gusta sentirme hermanado con la naturaleza, de ahí que no sea extraño que, de vez en cuando, aparezca por aquí la reseña de algún libro de lo que los anglosajones llaman nature writing, la literatura de la naturaleza –también llamada literatura rural–, que, como es obvio por su nombre, gira entorno a la naturaleza y a la relación y el vínculo emocional que tenemos con ella y con los seres vivos que la pueblan.

 Mi última lectura, Cómo cazar un topo: Y encontrarte a ti mismo en la naturaleza (Editorial Ariel, 2020), del británico Marc Hamer (traducción de Beatriz Ruiz), se encuadra claramente en esta categoría literaria, libros que nos enseñan a abrazar un poco de esa vida salvaje que habita más allá de la puerta de nuestra casa.

Contraportada de Cómo cazar un topo (Editorial Ariel)
Fotografía: Pedro Delgado

 Lo primero que me cautivó, y que dio pie a que quisiera adentrarme en sus páginas, fue la ilustración de las cubiertas, con esos simpatiquísimos topos, dibujados por Joe McLaren, que me recordaron al afable y bondadoso Topo de El viento en los sauces, ese clásico de la literatura infantil que escribió Kenneth Grahame.

El viento en los sauces, de Kenneth Grahame

 Los topos casi nunca se dejan ver, pero yo tuve la suerte de ver uno de chavea en Casarabonela, en uno de esos veranos de libertad y contacto con la naturaleza que teníamos los niños al llegar el estío. El recuerdo brotó durante la lectura. En aquellos días de alberca y luciérnagas, explorando los terrenos por los que discurrían las acequias, me encontré, o nos encontramos, porque creo que iba con alguno de mis hermanos, con un topo. Estaba inmóvil porque estaba muerto, pero aún no habían llegado los insectos ni otros depredadores a devorarlo. Mediría unos 10 o 15 centímetros y tenía las patas y el hocico rosados. Lo cogí con cuidado, era muy liviano y se convirtió en una bolita de pelo negro en mis manos. Me pareció que aún estaba caliente, y le acaricié el pelaje aterciopelado. Tenía unas patas delanteras, anchas y musculosas, con forma de pala y uñas grandes y largas. No se le veían las orejas ni los ojos, cubiertos quizás por el pelo. Aún así, daba la sensación de ser un animal muy dulce y tierno. Lo dejamos en el mismo sitio y en la misma posición, deseando que sólo se hubiera hecho el muerto al oírnos llegar.

 Ahora, tras unos días en compañía de Marc Hamer y de esos pequeños, solitarios y misteriosos mamíferos que viven bajo tierra en la oscuridad, no puedo dejar de pensar en él y en ellos cada vez que cojo el metro para visitar a mis padres. El tren del metro y sus líneas como metáfora de los túneles que recorren los topos, con su vía principal, sus ramales alternativos y sus cabezas de línea a modo de toperas. Sin embargo, sus túneles, a unos quince centímetros por debajo de la superficie del terreno, tienen un diámetro de tan solo seis centímetros, y en ellos, salvo para aparearse, pasarán tan a gusto el resto de sus vidas, engullendo el alimento que vaya cayendo de las paredes de las galerías, mientras que a nosotros, salvo por alguna excursión de espeleología, se nos hace incómodo estar bajo tierra.

 Lo primero que descubrimos al empezar la lectura son los motivos que lleva a alguien a querer cazar estas criaturas tan adorables.

Los cazadores de topos publican folletos publicitarios y crean páginas web. Cuentan que los topos que aparecen en las pistas de aterrizaje pueden causarles graves problemas a los aviones en el momento de aterrizar, que los túneles que excavan podrían derrumbarse bajo el peso de un caballo al galope, lo que provocaría la caída del jinete. Estando en los potreros, los caballos podrían romperse una pata al tropezar con un túnel hundido excavado por un topo, y habría que sacrificarlos. Un puñado de topos puede sembrar de toperas una amplia extensión de terreno cultivable, que rápidamente quedaría plagado de malas hierbas, lo que causaría una merma en las cosechas y en la producción, la tierra dejaría de ser idónea para el pastoreo y los granjeros sufrirían pérdidas económicas. Los topos engendran aún más topos, que se desplazan a los terrenos adyacentes y echan a perder todavía más cosechas y pastos.
[...] Si la tierra de las toperas se mezcla con el grano, lo estropea y ya no sirve para nada. Si se recolecta accidentalmente junto con el forraje que se emplea para alimentar a los animales, esta tierra puede ocasionar listeriosis en el ganado y en la leche que produce, y hacer que esta no sea apta para el consumo humano.

 A todos ellos hemos de sumar el odio que les profesan los maniáticos de los jardines domésticos perfectos, que viven como una afrenta personal que aparezca alguna que otra topera en ellos.

Después del equinoccio de otoño, en septiembre, los días se van acortando y empieza a sonar el teléfono. La gente ha descubierto que hay toperas irrumpiendo en la perfección de su césped y las quieren fuera de allí, hacen que el lugar se vea descuidado.
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 Los topos no viven en las toperas; la mayoría de las toperas no son más que pilas de residuos domésticos, tierra y piedras, montones de desechos a los que el topo no regresa, a no ser que el túnel se derrumbe. Con frecuencia en las toperas se encuentran trozos de cerámica y cristales. En el norte de Inglaterra y en Dinamarca los arqueólogos tamizan las toperas en busca de fragmentos que los topos extraen del subsuelo. Buscan vestigios de civilizaciones pretéritas sin necesidad de alterar el terreno: lo llaman toperalogía.

Toperas, ilustración de Joe McLaren
Fotografía: Lucía Rodríguez

 Marc Hamer nos cuenta cómo, siendo jardinero, se convirtió en un gran cazador de topos al que nunca faltaba el trabajo. Cazaba topos en pastos, en campos deportivos, en pequeños jardines urbanos y en inmensas y ondulantes fincas rurales, y lo hacía empleando las trampas más eficientes y menos agónicas, de manera que la muerte de aquellas pequeñas criaturas resultara un acto apacible y sereno, nunca violento.

 Cazo topos por dinero y esta actividad me mantiene ocupado cuando los jardines descansan. Pero, por supuesto, para que alguien se sienta atraído por esta clase de trabajo detrás tiene que haber alguna motivación personal. En las fiestas, cuando le explico a la gente cómo me gano la vida, ellos se ríen. Tampoco es que acuda a muchas fiestas. Es comprensible que para la gente de ciudad la caza del topo sea una especie de chiste de cabaret, algo más propio de un pintoresco pasado rústico, como ser deshollinador [...].
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 Cuando empecé a aprender cosas sobre jardinería fue una ingenuidad por mi parte pensar que esta sería una ocupación sensual, enriquecedora y pastoril, relacionada principalmente con las flores, los campos, las frutas y los árboles. Enseguida me di cuenta de que también las plagas forman parte de mi trabajo. Tenía que vérmelas con topos, babosas, pulgones, avispas, ratas, hierbajos y muchas otras cosas que tenían que seguir su curso vital. Para algunos buena parte de la jardinería tiene que ver con matar cosas. En mi caso esta ha sido siempre un área de conflicto: mis lugares preferidos son los silvestres, donde no hay nada que matar. Me costaba matar. Pero eran ellos o yo: tenía una tarea que cumplir, un trabajo que necesitaba para dar de comer a mi familia y a mí mismo. Pero matar un insecto es una cosa, matar a un mamífero es algo muy distinto. Antes de empezar me pregunté cuáles eran mis límites, qué clase de hombre era yo: ¿estaba preparado para hacerlo y cómo me sentiría después?
 [...] Procuré concentrarme en matar a los topos sin ejercer la violencia, en hacerlo de la forma más humana posible.

 Antes de ser cazador de topos y jardinero, Marc trabajó en una garita de señales del ferrocarril durante siete años. Luego lo dejó para estudiar pintura y escultura en la escuela de arte, pero aquello no se le daba del todo bien –«tenía las manos demasiado grandes y torpes, estaban hechas para manejar el rifle de un soldado, un pico o una pala, no una pluma ni un pincel»–. Y antes de todo eso, Marc fue vagabundo.

La vida cambia en los solsticios y en los equinoccios. En otro invierno de hace mucho tiempo, el invierno en que cumplí dieciséis años, mi madre murió y al principio de la primavera siguiente mi padre me dijo que yo «sobraba» y que debía irme. No me sentía en absoluto deseado ni atendido, así que estuve de acuerdo. Metí mis cosas en la mochila y salí temprano a la mañana siguiente. No avisé. No dejé ninguna nota. Los pocos libros que tenía se quedaron en la estantería. Las fotos familiares, la ropa y los objetos de mi infancia, en los cajones. Dejé la llave sobre la mesa y cerré la puerta sin hacer ruido, para no despertar a nadie, para no tener que hablar. Soy un cobarde. Dejé atrás todas las cosas que había acumulado y obedecí a la llamada del vacío.
 Me hice aprendiz y ganaba demasiado poco dinero como para alquilar un sitio donde dormir, así que dormía en el sofá de las casas de los padres de mis amigos, y luego en casas ruinosas y en un almacén abandonado. Una noche que pasé en vela tumbado en la cubierta de una barcaza medio hundida en el canal de Leeds a Liverpool, justo enfrente de la tienda de aceros de Wigan Pier en la que trabajaba, mirando las estrellas decidí que haría lo que se me daba bien, que era andar, y que haría lo que me gustaba, que era deambular y observar las cosas y tratar de desentrañarlas. Era una parte de mí que mi padre detestaba. Lo recuerdo diciéndome una vez que yo era «demasiado estúpido como para resguardarme siquiera de la lluvia», y pensar «pero la lluvia es interesante». Era un niño soñador.
 Dejé el empleo y me puse a andar por el camino de sirga*. Seguí andando durante dieciocho meses. No levantaba polvo, no dejaba marcas, procuraba no dejar recuerdos en las mentes de los demás. Me gusta pensar que era fácilmente olvidado, que pasaba como un fantasma. No sé hasta dónde llegué porque si estás midiendo no estás andando. Salí de la ciudad, dejé atrás las construcciones abandonadas de los molinos, las esclusas y la caseta del vigilante de las esclusas y salí al campo, donde recuerdo días en los que me sentaba encima de la mochila a comer manzanas y a lanzar los corazones a la lenta corriente parda [...].
 Me pasé la primavera, el verano y el otoño de mis dieciséis años caminando. Las estaciones avanzan a una velocidad de tres kilómetros por hora de sur a norte. Si hubiera seguido andando hacia el norte, habría podido vivir siempre en primavera. Pienso en esos días como mi época de «dormir con los pájaros». Me imaginaba que vivía como un soldado. Recorría kilómetros esquivando el contacto con otras personas. Trataba de ser invisible. Las personas sin hogar son víctimas de maltrato, de modo que fui perfeccionando mi habilidad para ocultarme y me metí bajo tierra. Como un topo, evitando la luz, como una lombriz [...].
 [...] Cada cierto tiempo el canal discurría junto a alguna localidad y yo podía entrar a la tienda del pueblo para comprar algo de comida, y luego reemprendía la marcha. El camino de sirga era perfecto, puesto que ofrecía de vez en cuando grifos de agua operativos para los tripulantes de las barcazas, que habían desaparecido mucho tiempo atrás [...].
 En aquellos tiempos nadie empleaba el término sintecho: se hablaba de vagabundos o de «caballeros errantes».

*Camino de sirga: camino que a orillas de los ríos y canales sirve para llevar las embarcaciones tirando de ellas desde tierra. Los propietarios ribereños deben dejarlos para ese uso público sin recibir a cambio ninguna indemnización.

***
 Si uno no es demasiado quisquilloso, siempre hay algún sitio donde dormir en la orilla de un río de de un canal, o junto a una parcela [...].
 Normalmente, después de todo un día de camino, el sueño llegaba raudo y duraba lo que duraba la oscuridad. En primavera y en otoño la noche era larga, y en verano el sueño, corto. Me acostaba a la vez que los pájaros y contemplaba la puesta de sol en el agua o en las colinas al oeste, y esperaba a que amaneciera. Luego, más tarde, me despertaba con las aves: primero el mirlo, después los petirrojos, con el sol saliendo a mi espalda y alumbrando la niebla o el rocío en la hierba y las hojas. Estando allí tendido se me ocurrió pensar que tal vez existieran los presagios. Que si veía una urraca querría decir que ese día encontraría algo rico para comer. Que tres cuervos podían significar que se aproximaba un cambio. Era demasiado joven para saber que el cambio siempre está próximo y que no anuncia su llegada.

Petirrojo del acebo, ilustración de Joe McLaren
Fotografía: Lucía Rodríguez

 Quizás debido a aquel deambular, la relación que Marc establece con la naturaleza es tan especial, de una onda compenetración. Marc se siente un animal igual que los demás, sin sensación de permanencia. Su hogar está en cualquier sitio. Su hogar es simplemente el aire libre, el campo, dondequiera que fuese. «Cuando dejo de pisar la alfombra o el parqué para pisar la tierra es cuando sé quién soy. Pertenezco a la tierra y la adoro. Es un organismo vivo y mi deseo es sentirla en la piel».

 En el norte de Inglaterra y en Escocia no preguntan dónde vives ni de dónde vienes, ellos preguntan «¿Dónde te quedas?», como si vivir en un sitio no fuera otra cosa que una parada en mitad de un trayecto, como si todos fuésemos viajeros. Es aquí, en Gales, donde yo decidí quedarme. Es el hueco de la cama en el que me dejo caer cuando estoy cansado, el lugar por donde mi mujer y mis hijos saben que tienen que empezar a buscarme. Pero en realidad todos somos viajeros.

 El libro esta dedicado a Peggy, su pareja, de la que también nos habla en algunos páginas del libro.

 Nos estamos haciendo viejos, Peggy y  yo, y hemos construido un hogar y una vida juntos y quiero estar allí. Somos libres. Podemos comer siempre que queramos. Podemos irnos a cualquier sitio que está a nuestro alcance sin pedir permiso a nadie. Podemos dormir cara a cara sin tocarnos, pero respirando el aliento del otro una y otra vez hasta que no quede oxígeno entre nosotros, y uno de los dos al menos tenga que apartarse o morir. Nuestro amor ha ido creciendo más y más con el paso de los años. Peggy dice que lo estamos haciendo de atrás adelante, que deberíamos habernos amado apasionadamente al principio y a estas alturas ese amor tendría que haberse ido desgastando para procurarnos una edad madura de cascarrabias. Es la forma que tiene la naturaleza de prepararnos para la separación, dijo.
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 El fragmento de cerámica que he recogido antes sigue en mi bolsillo; me hace pensar en la familia, en mí, en Peggy, en nuestros hijos, que están lejos y viven su propia vida. Partes fragmentadas de algo que fue una sola cosa. Es triangular, y su forma y tamaño parecen hechos a medida para encajar entre dos de las tres grandes líneas de la palma de mi mano izquierda.

Mi mano izquierda como si fuera la de Marc Hamer
Fotografía: Pedro Delgado

 A todos los pasajes memorísticos, cargados de filosofía, se le une un interesantísimo (si es usted uno de esos, como yo, a los que les gusta los animales) tratado sobre los topos: su morfología y tipología, sus sentidos, su sexo y reproducción, su hábitat, alimentación y modos de vida, así como apuntes históricos relacionados con esta solitaria criatura.

 En febrero de 1702, Guillermo III, también conocido como Guillermo de Orange, iba montado en su caballo Sorrel en Richmond cuando este tropezó con una topera e hizo caer al rey al suelo, donde se rompió la clavícula con fatales consecuencias: sucumbió a una neumonía y falleció al mes siguiente. Catorce años antes, Guillermo el protestante y su reina, María, habían depuesto al entonces católico rey Jacobo II de Inglaterra y VII de Escocia. No obstante, muchas facciones en Inglaterra, Escocia, Irlanda y en otros lugares del extranjero apoyaban al depuesto Jacobo, lo que dio origen al brindis jacobino al topo, «por el pequeño caballero de terciopelo azul», que aún hoy se oye ocasionalmente. Hay una maravillosa estatua de bronce en la plaza de St. James de Londres: Guillermo, vestido con amplias ropas clásicas, va montado orgullosamente a caballo, todo un rey victorioso, la cabeza del caballo algo volteada y erguida con su crin al viento, con la pezuña trasera izquierda justo encima de una pequeña topera. 

 Es en el penúltimo capítulo del libro, La historia de la caza del topo, cuando se nos revela el motivo que llevó a Marc Hamer a apartarse de la profesión. En ese momento, uno visualiza la escena y se te encoge el corazón. Y no podemos pensar más que, Marc, es un gran tipo, alguien con quien nos tomaríamos un whisky al calor de una chimenea.