lunes, 14 de mayo de 2018

DE CARTAS DE ÁFRICA A EL ENIGMA RIMBAUD


Hugo Pratt y Arthur Rimbaud
Montaje fotográfico: Pedro Delgado

Dos cosas muy diferentes le atraían a Hugo Pratt de Rimbaud: su poesía y su personalidad, con esa vida tan peculiar que el francés había llevado. L'enfant terrible de las letras francesas creó una obra maravillosa y después, a los veinte años, dejó de escribir para lanzarse a una vida aventurera que le llevaría, entre otras cosas, a atravesar media Europa a pie, a embarcarse hacia puertos lejanos en los que comerciar con café, especias o pieles y a traficar con armas en Etiopía.

Arthur Rimbaud (de pie a la izqda.) en Abisinia

 "Lo que cuenta en sus cartas sobre su vida allí me parece apasionante. En 1937 visité con mi padre su casa en Harar, y nos encontramos con un clérigo que lo había conocido. Creo que era monseñor Jarosseau, que había sido obispo de Harar y preceptor de Haile Selassie. Hace poco, con motivo del centenario de la muerte de Rimbaud, hice unas acuarelas para el libro de Alain Borer Rimbaud, l'heure de la suite [*Rimbaud, la hora de la huida], que salió en la colección Découvertes de Gallimard", le decía Hugo Pratt a Dominique Petitfaux en 1991, en una de esas conversaciones que conforman El deseo de ser inútil y A la sombra de Corto (Confluencias Editorial, 2012 y 2013); un Hugo Pratt que, recordemos, pasó toda su adolescencia en Etiopía, entonces llamada Abisinia.
*publicado en castellano por la editorial mexicana Unam en 1999, pero sin las ilustraciones de Hugo Pratt.


 Esas mismas acuarelas de las que hablaba Pratt fueron recuperadas para Cartas de África, una selección de la correspondencia que Rimbaud mantuvo con su familia desde tierras africanas y que publicó, con algunas acuarelas extras, Edizioni Nuages en Italia y Gallo Nero en España en 1991 y 2011 respectivamente.
 Esta última editorial lanzó en noviembre de 2016 una nueva y cuidada edición (es la que yo he leído) con traducción de Marta Cabanillas (la anterior era de Paula Cifuentes) y un prólogo contundente de Manuel Ruiz Rico; aunque me habría gustado que también hubiesen incluido el prólogo que escribió Dominique Petitfaux para la edición de Nuages y que empleó la propia Gallo Nero en su primera edición.

Nueva (dcha.) y antigua edición (izqda.) de Gallo Nero

Ilustración de Hugo Pratt para las cartas africanas de Arthur Rimbaud (Gallo Nero Ediciones)
Fotografía: Pedro Delgado

De Rimbaud a su familia
Tadjoura, 3 de diciembre de 1885
 Queridos míos: 
 Estoy organizando un convoy para ir a la región de Choa. Va lento, como es habitual, pero cuento con marcharme de aquí a finales de enero de 1886, más o menos. 
 Estoy bien. Enviadme el diccionario que os pedí a la dirección que os indiqué. De ahora en adelante, mandad también vuestras cartas a esa misma dirección. Me las remitirán desde allí.
 Hace un año que Tadjoura se anexionó a la colonia francesa de Obock. Es un pueblo danakil con un puñado de mezquitas y palmeras. Tiene un fuerte que construyeron los antiguos egipcios donde ahora duermen seis soldados franceses bajo las órdenes de un sargento que controla el puesto. Han permitido que se queden tanto el sultán como la administración indígena. Es un protectorado. El principal negocio es el tráfico de esclavos.
 Desde aquí salen los escasos convoyes de europeos rumbo a Choa; cuesta mucho trabajo llegar, pues los indígenas de esas costas se han convertido en enemigos de los europeos desde que el almirante Hewett le hiciera firmar al emperador Juan un tratado que prohíbe la trata de esclavos, el único comercio indígena mínimamente próspero. Sin embargo, con el protectorado francés no se ponen trabas a la trata, y es mejor.
 No vayáis a pensar que me he convertido en un tratante de esclavos. La mercancía que importamos son unos fusiles (viejos fusiles de pistón que se retocaron hace cuarenta años) que los anticuarios de armas en Lieja o en Francia venden a 7 u 8 francos la pieza. Se los vendemos a Menelik II, rey de Choa, por unos cuarenta francos.
 Aún así, conlleva unos gastos importantes, además del peligro que entraña el camino, tanto al ir como al volver. La tribu que encontramos por el camino son los danakil: pastores beduinos, fanáticos musulmanes. Hay que temerles. Aunque vayamos con armas de fuego y los beduinos solo tengan lanzas, todos los convoyes sufren sus ataques.
 Tras cruzar el río Awash, se entra en las tierras del poderoso rey Menelik. Allí hay campesinos cristianos. Es una región muy elevada, a 3.000 metros sobre el nivel del mar, y con un clima excelente. La vida nace en cualquier parte, todos los productos europeos funcionan bien. El pueblo nos mira con buenos ojos. Llueve seis meses al año, al igual que en Harar, que es uno de los contrafuertes del gran macizo etíope.
 Os deseo un 1886 lleno de salud y prosperidad. 
 Saludos, 
A. Rimbaud 
Hotel del Universo, 
Adén

 La lectura de este libro, que adquirí en el stand de Gallo Nero en la penúltima edición de La noche de los libros de La Térmica, me llevó a pensar de nuevo en El enigma Rimbaud, una novela corta que escribí hace tiempo y que estuvo entre las finalistas del premio Juan March Cencillo de Narrativa Breve en el año 2010. Un manuscrito que está esperando a que alguien lo rescate del cajón, y que bien podría ir ilustrado con algunas acuarelas y dibujos de Hugo Pratt. Que de qué trata. Sobre un chico que se va a Abisinia a buscar a su padre que, dieciséis años antes, había ido a buscar las pertenencias de Rimbaud. Dicho así, quizás no les diga mucho, pero si empiezan a leer seguro que se enganchan. Hagan la prueba.



EL ENIGMA RIMBAUD

I

Mi padre siempre manifestó un gran interés por las librerías de viejo. Le gustaba rebuscar en sus anaqueles polvorientos y en las pilas de libros que se amontonaban en los pasillos que formaban las mesas y las altas estanterías. Allí, en la penumbra, en medio de aquel desorden aparente que a él le resultaba tan incitante, pasaba su tiempo libre, rodeado de polvo y del olor del papel.
 En Clermont-Ferrand, la villa en la que residíamos por entonces desde que llegamos a Auvernia desde Saint-Nazaire, sólo había dos librerías, así que cuando mi padre hizo su primer gran descubrimiento, comenzó a viajar a las poblaciones más cercanas para inspeccionar nuevas librerías. Las visitaba el día que libraba en el trabajo. Entonces, se levantaba aún más temprano que de costumbre y se marchaba sin ni siquiera desayunar. No regresaba hasta la noche, trayendo consigo unos cuantos volúmenes de cubiertas desgastadas y páginas amarillentas y quebradizas.
 Fue después de encontrar varios libros valiosos, como él los calificaba, cuando dejó su empleo de contable en la fábrica de neumáticos del Sr. Édouard Michelin, pues aquellos ejemplares, que decía le estaban destinados y parecían aguardarle en los estantes, le reportaron grandes ganancias y convirtieron aquel vicio sin fin en un nuevo trabajo. Creó una red de emisarios que rebuscaban por las librerías de lance del país, pero a medida que los encargos fueron aumentando en importancia, empezó a prescindir de ellos haciendo suya la máxima de Flaubert: A los intermediarios se les atraviesa como se atraviesa un puente y se va más lejos. Así, desde el momento en el que las casas de subastas más reputadas del país empezaron a llamar a su puerta, se puso en persona a perseguir títulos, autores y ediciones determinadas por toda Francia.
 Una fría mañana de enero recibió una carta de la sala de subastas Drouot Richelieu de París. En ella, el propietario le proponía un trabajo fuera de nuestras fronteras, en tierras lejanas. De esa manera, cuando yo sólo contaba nueve años de edad, mi padre se fue en pos de un tesoro.
 Jamás regresó.


II

En 1891, ocho meses después de abandonar el puerto de Adén con un tumor corroyéndole la rodilla, el poeta Jean-Arthur Rimbaud murió en Marsella, quedando en el cuerno de África la mayoría de sus pertenencias. Las mismas que, cinco años después, le encargaron buscar a mi padre aquella fría mañana de enero, pues acababan de pagar una suma más que considerable por un ejemplar de La narración de Arthur Gordon Pym; y no porque el libro fuese una primera edición de Poe, sino porque llevaba el exlibris del poeta.
 Abisinia, como si fuera un país de ensueño, debió de atraparlo como al mismísimo Rimbaud, y su figura pasó a ser para mí una mera secuencia de imágenes oníricas que venían a perturbarme en la noche, cuando me metía en la cama y mi madre me pedía que rezara por él. Unas oraciones para llenar el enorme vacío que dejó su partida.
 Mi madre nunca llegó a sobreponerse. La falta de ingresos económicos llevó nuestros pasos de vuelta a Saint-Nazaire, en la Bretaña, donde el mar golpeaba con fuerza los acantilados, y el viento y la lluvia azotaban los postigos de las ventanas y barrían las calles empedradas. Allí, en aquella esquina atlántica, donde el Loira se ensanchaba antes de entregarse al océano, buscamos cobijo en la casa de mi tía materna, una mujer severa y arisca que había enviudado sin concebir siquiera un hijo. Mi madre y ella se encargaron de mi educación, y si hasta entonces me habían educado al estilo autoritario de mi padre, a pesar de que yo lo recordaba como un hombre bueno y atento que solía traerme recortables a la vuelta de la fábrica, después de su desaparición se me concedió una libertad y una responsabilidad desacostumbradas para un niño de mi edad. Lo único que se me exigía era que no molestase, y que me mantuviese lo más alejado posible de la cocina y de la mesa camilla de mi tía.


III

Pronto tuve que resignarme a no saber de mi padre. Los primeros meses lo recordaba leyendo en su sillón, desembalando paquetes con libros o llevándome a caminar por el monte, su otra pasión; pero con el tiempo traté de que su recuerdo no aflorase a mi conciencia. Creía que si no rememoraba el pasado podría amortiguar el dolor de su ausencia, mas la herida era tan lacerante que nunca lo conseguí. Tan sólo los años pudieron emborronar aquellos recuerdos, y si no hubiese sido por la presencia de su fotografía en el dormitorio de mi madre, su rostro se me habría difuminado por completo. Aquella estampa color sepia fue lo que mantuvo su rostro nítido en mí e hizo que su imagen no llegase a abandonarme nunca.
 Mi madre tampoco pudo sepultar su memoria bajo la losa del olvido. Al principio la consumía una rabia inmensa que, muchos años después, todavía no se había desvanecido. No podía perdonarle que se hubiese ido a perseguir unos libros sin más, y, sobre todo, no podía perdonarle que no hubiese regresado. En tantos años nunca remitió ninguna carta, y la casa de subastas jamás contestó a los requerimientos de mi madre. ¿Dónde estaba? ¿Por qué no daba señales de vida? ¿Qué le había ocurrido? Eran interrogantes que cruzaban su mente todos los días como pájaros de mal  agüero. Unos días eran mejores que otros, pero no pasó uno solo de ellos sin que recordase el momento de su partida. La herida siempre estaba allí, abierta.


IV

Bretaña, además de ser la cuna de Chateaubriand, había sido tierra de corsarios, marineros, contrabandistas y proscritos. Quizás eso, junto a la independencia de la que gocé y las lecturas de los libros de mi padre, almacenados en la buhardilla, predispuso mi ánimo desde la adolescencia hacia la aventura. Sin duda, todas aquellas escapadas a Nantes, Rennes y Saint-Malo, y todos mis actos de rebeldía, que tanto habían disgustado a mi madre y a mi tía, no hicieron más que prepararme para aquel viaje, para aquella búsqueda tanto tiempo demorada.
 Así, dieciséis años después, en otra gélida mañana de enero, partí en tren hacia Bourges, viajé por carretera hasta Lyon y Villefranche, y me embarqué a los pocos días en un carguero rumbo a Port Said, atravesando Francia y recorriendo todo el Mediterráneo de un extremo a otro. Un velero me llevó por el canal de Suez hasta el Mar Rojo, desde donde proseguí, bordeando la península, hasta la Costa Francesa de los Somalíes. El mismo itinerario que ya hiciese mi padre años atrás. Estoy seguro de que nunca se le pasó por la cabeza que un día yo tendría que ir a buscarlo.
 Mi madre, consumida por la fiebre, me lo pidió entre escalofríos. Tifus, había dicho el doctor. Dos años después, en 1898, Almroth Wright descubriría la vacuna, pero para mi madre y para muchos de los habitantes de Saint-Nazaire, llegaría demasiado tarde.


V

Cuando desembarqué en el puerto de Djibouti, en la Somalia francesa, llevaba en el bolsillo interior de mi chaqueta la prueba de su identidad: aquella fotografía que había logrado preservar su rostro y que era capaz, por sí sola, de encender la chispa de su recuerdo.
 Siguiendo las recomendaciones del capitán del puerto, me alojé en el hotel Madame Piaff, un alojamiento con ínfulas, pintado de un azul turquesa, que frecuentaba la comunidad extranjera ávida de exotismo. Por la tarde, comprendí los motivos que atraían a la clientela al hotel. Comerciantes ociosos, caballeros de fortuna, vendedores de armas, traficantes de esclavos o de qat, y espías de las otras dos delegaciones occidentales que tenían sede en el país, se alojaban o se reunían allí por el mismo asunto: las chicas de la tal Piaff, cortesanas de ébano que podían ser salvajes o sumisas por unas horas o por toda una noche.
 Djibouti por aquel entonces me pareció el lugar más caluroso y seco de la tierra; pero allí estaban mis compatriotas, en plena rivalidad con los italianos. Aquella colonia, junto a la Somalia británica, ejercía de cuña entre los territorios anexionados por el Reino de Italia: Eritrea y toda la costa oriental, la que constituía la Somalia italiana. Los transalpinos, que el año anterior le habían declarado la guerra al débil imperio turco, acababan de hacerse también con Libia, de forma que sólo el pequeño estado de Liberia, en el extremo opuesto, y el Reino de Etiopía, permanecían libres. El resto de África, bajo el fino eufemismo de "imperios coloniales europeos", había sido fagocitado por las huestes del norte.


VI

A la mañana siguiente, correctamente aseado y vestido, me dirigí a ver al gobernador Léonce Lagarde. Un grupo de hombres estaba sentado en las escalinatas de la sede, mientras el sol inmisericorde los castigaba arrancando gotas de sudor de sus anchas frentes. Tenían la melena encrespada, y la luz que reverberaba en sus ropajes blancos acentuaba la negrura de sus pieles. [...]


¡¡¡Y que viva la Rimbaudmanía!!!

Ilustración de Benjamin Flao y Elhadi Yazi para la revista Télérama
Número especial sobre Rimbaud por el 150 aniversario de su nacimiento
Télérama, noviembre 2004