lunes, 10 de febrero de 2020

DÍAS EN CHINA


Lanita leyendo Días en China, de Ismael Grasa. Fotografía: Lucía Rodríguez

El libro que sostengo en la mano ha rodado escaleras abajo junto a otros, y Lanita, paralizada por mi grito, me mira desde arriba con las orejas levantadas. Luego se desentiende de mí y se pone de pie sobre las patas traseras, como los animales de los titiriteros, y continúa olisqueando y marcando con su barbilla las pilas de libros que hay entre los peldaños. Subo corriendo a por ella, antes de que haga otro estropicio, y la llevo al patio. Sigo teniendo el tomo en la mano, así que me siento en la cocina y observo su portada: un collage del autor a partir de una fotografía de los soldados de terracota del emperador Quin Shi Huang y de El caballero de la mano en el pecho de El Greco. Leo el título (Días en China) y el nombre del autor (Ismael Grasa) y aflora el recuerdo de la tarde, lejana ya en el tiempo, en la que lo compré en una librería de segunda mano (Re-Read) de Málaga. Lo adquirí por sus hechuras de novela corta y por su sinopsis.
Un profesor ha volado a la China del interior, con su maleta de libros perennes, a enseñar los veinticuatro fonemas y las veintinueve letras del español. Este transeúnte ha tratado a las gentes de la China –lo mismo el político que el ermitaño–, ha subido a sus trenes, se ha embriagado con sus aguardientes y ha escrutado sus bibliotecas de lengua castellana; también ha atendido a sus proverbios: "Cuanto más lejos se va menos se aprende".
 La matraca de estos días en los medios con el tema de China y la epidemia del coronavirus, me lleva a pensar que ha llegado su momento. Me siento en el sofá de lectura del salón para estar más cómodo, y empiezo a leer.
 Sé que el autor trabajó de profesor de español en China, así que le pongo su rostro (que aparece en la solapa) al protagonista.

Ismael Grasa, Días en China. Fotografía: Lucía Rodríguez

 El profesor vuela en un avión de dos pisos. Comparte su asiento con un chino. Las azafatas les ofrecen una botella de vino de Champagne. El chino la abre, la huele y se la bebe a morro de un par de tragos; pensará que se trata de un refresco de gaseosa. El chino canturrea porque se le ha subido el vino a la cabeza, y se queda dormido, puesto en cuclillas y encogido sobre un asiento como un pajarito.  Parece ser que en esta postura es como está más cómodo.
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 Han llegado a la casa del amigo pequinés. Es menuda: en una única estancia se alimentan, duermen y ven el televisor él, su esposa y su hija Xi Xi. Más tarde, el profesor cae en la cuenta de que es una casa inmensa: en ella comparten corredores, cocinas, despensas y baños más de veinte familias. Es una casa en la que se hace vida comunitaria. El joven y un poco ingenuo profesor ha preguntado si eso es cosa de la política comunista, y el amigo pequinés, un punto más maduro y sensato, le ha respondido que eso es cosa de la pobreza.
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 Con un poco de humor, se puede decir que el profesor, desde que ha puesto el pie en la casa de su amigo, se llama "Hallo". Los residentes del condominio se sirven de este saludo anglosajón para hacer significar cualquier cosa a un forastero, también para llamarlo. Si el profesor dice que viene de España, ellos levantan las manos y exclaman: "¡Bar-ce-lo-na!" Se conoce que esto es así desde las olimpiadas del año noventa y dos. Madrid, a la mayoría, ni les suena; sólo a algún aficionado a las competiciones europeas de fútbol.
 La primera edición del libro es de 1996, e Ismael Grasa viajó a China en 1994, dos años después de la olimpiada que menciona. Primero a Pekín, a la casa de un amigo de la que tiene que salir tras un perturbador incidente, y luego a Xian, la antigua capital del país, donde le aguarda el trabajo.
 El amigo pequinés hace sonar en el magnetofón una cinta de música iberoamericana. Aquí el profesor trae clara ventaja, así que saca a bailar a la mujer. Ella tiene unos pechos brincones, unas caderas hospitalarias, unos ojos jacarandosos de los que el profesor tarda en apartar la mirada. Luego los tres adultos se cogen de las manos formando corro.
 Terminan de beber, sentados, la botella. Se crea un vivo silencio; tras él, el amigo pequinés cambia de genio: acaba con la música de un manotazo y pronuncia por lo bajo unas palabras en lengua china. Ella clava la vista en el suelo, tensa su falda, recoge los vasos y se retira. Al rato se levanta el profesor; desenrolla el estrecho jergón en el que ha de pasar la noche. El amigo pequinés tarda por lo menos dos o tres horas en irse a la cama y apagar la bombilla.
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 A menudo el tren se queda parado, no en las estaciones de paso, sino entre los campos. Nadie se queja ni se enfada. Cuando de este modo la máquina se detiene en medio del paisaje, bien para dejar que sus generadores eléctricos se recarguen o para que el motor, sobreforzado por la larga ristra de coches, se enfríe, parece entonces que también el tiempo se pose y que los pasajeros puedan disfrutar de unos minutos de eternidad, de un tiempo regalado.
Xian, China. Fotografía: James y Lee Scrivener
 La casa del profesor se halla dentro del instituto de lenguas, en la zona tapiada, apartada y vigilada de los forasteros. Ha escrito su nombre y sus dos apellidos en un papel, lo ha recortado y lo ha encajado en el marco del letrero de la puerta. […] El profesor sale a dar una vuelta por el instituto. En el campo de atletismo las muchachas y muchachos chinos, entusiasmados por el sol y las marchas y consignas patrióticas de la megafonía, elevan cometas de colores; entornan los ojos deslumbrados hacia el cielo, allá donde revolotean los ideales con los dragones de papel de seda. Algunos jóvenes se ejercitan en la gimnasia del taichí; mientras, otros juegan al baloncesto, al balompié, al ping-pong o al bádminton. Es la hora del esparcimiento, del paseo, de las agudezas y las posturas, de las miradas indiscretas y los andares gentiles.
 El texto tiene forma de diario, y abarca desde el 21 de agosto al 11 de septiembre de 1994, más un epílogo final escrito en Madrid los días 24 y 25 de febrero de 1996.
28 de agosto
 Al profesor español le han dicho: "Dispone usted de esta bicicleta." Y le han dado una bicicleta negra, grande, china y medio destartalada. […] A la hora del aperitivo ha vuelto a subir a su bicicleta. Ha recorrido Xian sin una máquina de retratar; quizá sea una lástima porque la necesidad y la indigencia son muy pintorescas y fotogénicas, sus estampas son un pasatiempo estupendo para las jóvenes parejas de recién casados que vienen de Occidente.
 El aire no orea la huerta de doce calles de la ciudad de Xian, no mece sus faroles, no quiebra la columna de humo de los hornillos de carbón; todo lo más, renueva el polvo de la llanura que enturbia el fondo de las calles, se amontona y se levanta en un continuo retorno que tupe las conciencias, mueve a una desnuda resignación. Esta árida huerta no tiene perro guardián porque el dueño se lo ha comido.
 En el instituto hay otros profesores extranjeros: ingleses, australianos, rusos, norteamericanos y neocelandeses. También una cincuentona de París, lectora de Semprún y amante de la música de don Manuel de Falla, que pone siempre un poco de cara de asco antes de hablar, y un turkmeno que lo único que sabe decir en lengua española es "¡No pasarán!".
 El profesor de español, como no podría ser de otra manera, ama los libros, así que lo primero que hace es ir a la biblioteca del departamento de español a ensuciarse las manos de polvo.
 La biblioteca de lengua castellana ocupa una docena de armarios de medio cuerpo; en ellos los volúmenes han sido distribuidos poco menos que a voleo. El desorden alfabético de buena parte de las obras patentiza que la bibliotecaria no siempre acierta en distinguir los apellidos de los nombres, ni los títulos del nombre de los autores, ni los autores de los traductores o prologuistas.
 Un velo de polvo cubre y uniformiza el conjunto. Los volúmenes y su vigilante parecen haber permanecido lustros a la espera de la visita del profesor y su escrutinio.
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 [...] A Luis Cernuda le sigue Miguel de Cervantes con su Don Quijote de la Mancha, edición de la Real Academia en ocho tomos, anotada por Francisco Rodríguez Marín. Las hojas de esta obra vienen en pliegos que nadie ha cortado porque nadie ha leído. [...] Alcanza a la ventana el griterío de los cocineros y los comerciantes. El profesor tropieza con dos obras singulares, una de ella de edición casera; las firma Mercedes Rosúa, y en ellas relata su estancia en la China durante el curso académico de los años setenta y tres y setenta y cuatro. Esta señora, residente en Madrid, enseñó español en el mismo instituto que el profesor; es decir, que quizá también ella se pusiese perdida de andar revolviendo alguna vez, hace veinte años, entre esos mismos volúmenes.
 A estas alturas, me acuerdo de mi amigo el escritor Pablo Aranda, que también impartió clases de español en el extranjero. Más concretamente en la universidad de Orán, Argelia; aunque no recuerdo el año. Imagino que su experiencia daría para otro libro, con mucho humor de ese fino que tiene Pablo. Me digo que tengo que hablarle de este libro, y sigo leyendo.
 Los veinte alumnos chinos del aula trescientos dieciséis se hacen llamar por los siguientes nombres: Emilia, Cristina, Paloma, Linda, Ofelia, Blanca, Marta, Jacinto, Amelia, Camila, Sofía, Norma, Alicia, Clara, Dolores, Flora, María, Osvaldo, León y Cleto. Al profesor le pica la curiosidad de saber de dónde han sacado aquellos nombres, qué lista onomástica han consultado. El caso es que no se anda con preguntas. Exclama: "¡Qué nombre más bonito!" Comenta: "Yo tengo una prima que se llama así." O: "Ese nombre es de ciudad y de papa."
 Las cosas que los alumnos saben sobre España caben en media cuartilla: conocen a los tenores Placido Domingo y José Carreras, a la soprano Montserrat Caballé, que cantó en la inauguración de las olimpiadas de Barcelona, al conjunto musical Mecano y al gallego, afincado en Miami, Julio Iglesias; saben que Cervantes escribió el Quijote, o que don Quijote escribió el Cervantes, aquí hay pareceres diversos; todos han oído hablar del navegante Cristobal Colón. Los países de Hispanoamérica van saliendo a trancas y barrancas y con la ayuda del profesor: Argentina, Perú, Chile, México, Ecuador, Uruguay, Paraguay, Colombia, República Dominicana, Puerto Rico, Panamá, El Salvador, Nicaragua, Honduras, Guatemala, Venezuela, Bolivia, Costa Rica, Cuba, etcétera. El profesor no ha preguntado sus capitales por no verse él mismo en un apuro.
 Subrayo algunos párrafos conforme avanzo, y me corto un poco al ver la "asepsia" del profesor en este tema.
 El profesor no subraya los párrafos que le alcanzan al tímpano de su corazón, no deja señal o rastro alguno en la página con la que asiente, la página que parece haber sido escrita para él. Lee como quien nada tiene que encontrar y, sin embargo, encuentra y reconoce; sigue entonces de largo sin detenerse más de lo que exige la cortesía, las normas que le enseñaron. Es un hombre de su país, no ha viajado al Oriente a aprender filosofías ajenas; además, ya lo dijo el mimo Lao Tse: 
Cuanto más lejos se va,  menos se aprende.
 El capítulo VI de la novela está dedicado a la ascensión al Huashan, la montaña de los taoístas, con lo que el texto ya cumple dos preceptos para aparecer aquí: habla de viajes y sale una montaña.

Huashan, la montaña sagrada de los taoístas
10 y 11 de septiembre 
 El profesor de español se dirige a la estación ferroviaria. Va en taxi acompañado de uno de sus alumnos de último curso. El día anterior ha comprado una linterna y un par de botas de montaña. El profesor y su alumno van de excursión.
 Han comprado dos billetes de tercera clase. La multitud corre en estampida cuando se abre el acceso a los andenes. La razón es sencilla: no hay asientos para todos. La chiquillería logra colarse por las ventanas de los coches. Menudean los codazos, los empujones, los rodillazos en las escalerillas. El profesor no es optimista en sentido estricto, filosófico: no cree que este mundo sea el mejor de los posibles.
*** 
 Han alcanzado su estación de destino. Entran en una fonda a reponer fuerzas para el ascenso a la montaña de Huashan. Les sirven tallarines con verdura y carne de buey en su caldo; acompañan la comida con cerveza. Al fondo se elevan las moles pétreas, de cumbres anidadas, alojamiento de los monjes contemplativos.
 Se levantan de la mesa. Se limpian la boca y las manos en una fuente de agua clara de las montañas; no la beben porque la hospedera les ha advertido del peligro de la disentería. […]
 –¿Nos ponemos en marcha?
 –Aún no. Hay que esperar.
 El alumno le explica que a Huashan no se sube hasta el atardecer; durante la noche se culmina la montaña, donde se espera despierto al alba. Tras la salida del sol, se desciende. Es impensable llevar a cabo otro plan, equivaldría en este país a una provocación.
Escalinata en la ascensión al monte Huashan
Fotografía: U/Lorry_Al
 Se han puesto en camino con la caída del sol. Al pie de la ladera comienza una escalinata tallada en piedra que llega hasta la cúspide. Se tarda toda una noche en agotar sus peldaños. El profesor ha traído en vano sus botas de montaña: no abrirá senderos ni atrochará por lo agreste. Es posible que el ascenso libre y montaraz sea para un chino muestra de barbarie. A Huashan suben señoritas con zapatos de tacón. El profesor no pisará la tierra de la montaña.
 Caminan de noche como contrabandistas. Al poco, divisan las luces de otras linternas: no son precisamente las de los bandoleros; son grupos de amigos en ascensión, alegres matrimonios, hospederos afanosos de recolectar clientes en la escalera. No es una luminaria de procesión de peregrinos, tampoco la de una cuerda de montañeros, es una interminable columna de excursionistas.
 Cuelgan de la roca de las paredes, en los tramos de mayor pendiente, gruesas cadenas en las que sujetarse. En los pasos estrechos hay que hacer fila y esperar. La oscuridad, el cansancio y el nerviosismo hacen que algunas muchachas se aparten un poco para llorar; sus novios acuden a abrazarlas y les acarician el cabello hasta que se les pasa.
Pasarela sobre el vacío en el monte Huashan (China)


 Leo "El agua sigue, al parecer de los taoístas, el curso de la sabiduría: no se yergue, sustenta; no se enfrenta, penetra", y me acuerdo de aquello que decía Bruce Lee, del que tengo su biografía aguardando su turno en la mesita de noche; pero de ella no les hablaré en este blog, sino en el otro, en Calle 1*, por aquello de que las artes marciales son un deporte.


*Calle 1: https://pedrodelgadofernandez.blogspot.com/2020/06/bruce-lee-una-vida.html

 Ahora que he terminado Días en China, echaré de menos la voz sobria, instruida y poética de Ismael Grasa (Huesca, 1968).

 En la página 68, Ismael cuenta el momento en el que le enseñó a sus alumnos el uso de la exclamación "¡Ojalá!", y en la 77, el significado del verbo "confiar". Ojalá se encuentren este libro en alguna librería de viejo. Confío en que lo compren y lo lean.

Nota: Los textos en color están sacados de la primera edición de Días en China, de Ismael Grasa, publicado por la editorial Anagrama en 1996.