lunes, 25 de enero de 2021

MÉXICO INSURGENTE: UN MÁSTER DE PERIODISMO IMPARTIDO POR JOHN REED


México  insurgente, de John Reed
Capitán Swing/Nórdica Libros

 Aprovechando unos días de confinamiento por un contacto directo con un portador del virus, me he leído México insurgente, del periodista y activista estadounidense John Reed, del que se celebró el centenario de su muerte el pasado mes de octubre. Una lectura que para mí, que en un momento de mi vida quise ser reportero, ha supuesto todo un Máster en Periodismo.

México insurgente, de John Reed
Fotografía: Lucía Rodríguez

 México insurgente es la crónica de la Revolución Mexicana que lideró Pancho Villa en 1910 (la rebelión del norte de México contra los terratenientes ricos para redistribuir la tierra entre los pobres que la trabajaban) contada por John Reed de primera mano en una serie de artículos que aparecieron en el Metropolitan Magazine y el New York World. Un título reeditado ahora con sumo gusto por Capitán Swing y Nórdica Libros, con una excelente traducción de Íñigo Jáuregui y una interesante propuesta gráfica de Alberto Gamón, con una geometría peculiar que trae ecos de los murales sobrios y contundentes de Diego Rivera, y que siempre va al hilo de lo que se va leyendo en las páginas. 

«El libro se lee como una novela; mejor dicho, con más interés, puesto que todo ha nacido de la vida misma».
Revista de la Universidad de México

Ilustración de Alberto Gamón
México insurgente, de John Reed
Capitán Swing / Nórdica Libros

 Del caracter valiente e intrépido de su autor nos damos cuenta nada más empezar a leer, cuando cruza el río Bravo desde el lado estadounidense para entrevistar al general Mercado en el pueblo de Ojinaga.

Se podían ver las casas de adobe de Ojinaga, cuadradas y grises, y algunas cúpulas orientales de viejas iglesias españolas. Era una tierra tan desolada y desprovista de árboles que  uno esperaba ver minaretes. Durante el día, los soldados federales vestidos con andrajosos uniformes blancos pululaban por allí cavando trincheras sin orden ni concierto, pues se rumoreaba que Villa y sus victoriosos constitucionalistas venían de camino. […]
 Había tres mil quinientos hombres en Ojinaga. Eso era todo lo que quedaba del ejército de diez mil hombres comandado por Mercado y de los cinco mil que Pascual Orozco había llevado al norte como refuerzo desde Ciudad de México. De esos tres mil quinientos, cuarenta y cinco eran comandantes, veintiuno coroneles y once generales.
 Yo quería entrevistar al general Mercado, pero como un periódico había publicado algo que había molestado al general Salazar, este había prohibido la presencia de reporteros en la ciudad. Envié una respetuosa petición al general Mercado, pero la nota fue interceptada por el general Orozco, que la devolvió con la siguiente respuesta:
 Estimado Señor:
Si pone los pies en Ojinaga, le llevaré contra un  muro y con mi propia mano tendré el gusto de coserle la espalda a balazos.
 A pesar de todo aquello, vadeé el río y me dirigí al pueblo. 

 Desde ese momento, ya deseamos calzarnos sus botas y vivir sus aventuras, cabalgando por el desierto con un centenar de andrajosos soldados constitucionalistas.

Pancho Villa (quinto desde la izq.) con algunos de sus hombres
Hacienda Bustillos, marzo de 1911
Fotografía: Librería del Congreso.

 Ante el rumor de que el general Tomás Urbina iba a salir al frente en dos días, John Reed se presentó con su español rudimentario en el pueblo de Las Nieves, donde vivía el militar.

El general no respondió a mis explicaciones. Me estrechó flojamente la mano y la retiró enseguida, pero no se levantó. Era un hombre robusto, de mediana estatura y la tez color caoba, con una barba rala hasta los pómulos que no ocultaba la amplia, delgada e inexpresiva boca, las enormes fosas nasales y los ojillos brillantes y divertidos como los de un animal. Durante al menos cinco minutos no los apartó de los míos. Saqué  mis papeles.
 –No sé leer –dijo de pronto el general, e hizo una seña a su secretario–. ¿Así que usted quiere venir conmigo a la batalla? –me soltó en su más bronco español–. ¡Hay  muchas balas! –Permanecí callado–. ¡Muy bien! Pero no sé cuándo saldré. Quizás dentro de cinco días. ¡Ahora coma!
 –Gracias, mi general, pero ya he comido.
 –Vaya a comer –repitió tranquilamente–. ¡Ándele!

El general Urbina, ilustración de Alberto Gamón
México insurgente, de John Reed
Capitán swing/Nórdica Libros

***

En el patio el general hablaba con su amante, una hermosa mujer de aspecto aristocrático y voz como un serrucho. Al verme, se acercó y, tras estrecharme la mano, me dijo que le gustaría que le hiciera unas fotos. Le dije que ese era mi objetivo y le pregunté si creía que marcharía pronto al frente.

 –Creo que dentro de unos diez días –contestó.

 Empecé a sentirme incómodo.

 –Agradezco su hospitalidad, mi general –le dije–, pero mi trabajo requiere estar donde pueda ver el avance a Torreón. Si no es inconveniente, me gustaría volver a Chihuahua para unirme al general Villa, que pronto saldrá para el sur.

 Urbina, sin inmutarse, me espetó:

 –¿Qué es lo que no le gusta de este lugar? ¡Está en su casa! ¿Quiere cigarrillos? ¿Aguardiente, sotol, coñac? ¿Quiere una  mujer que le caliente la cama por la noche? ¡Puedo darle lo que pida! ¿Quiere una pistola? ¿Un caballo? ¿Dinero?

 Sacó un puñado de dólares de plata y los arrojó tintineando a mis pies.

 –En ninguna parte de México estoy tan contento y complacido como en esta casa –le dije, dispuesto a seguir adelante.

 Durante la hora siguiente fotografié al general Urbina: el general Urbina de pie, con y sin sable; el general Urbina montado en tres caballos diferentes; el general Urbina con y sin su familia; los tres hijos del general Urbina, a caballo y en el suelo; la madre del general Urbina, y la amante de este; la familia al completo, armada con sables y revólveres, incluido el fonógrafo, traído para la ocasión,  mientras uno de los niños sostenía una pancarta en la que ponía: «General Tomás Urbina R.»

Fotograma de la película Reed: México insurgente

 *** 
Habíamos terminado de desayunar, y yo me estaba resignando a pasar diez días en Las Nieves cuando el general cambió repentinamente de opinión. Salió de su cuarto gritando órdenes. Cinco minutos después la casa era todo ajetreo y confusión. Los oficiales empaquetaban apresuradamente sus ponchos, los mozos y los jinetes ensillaban los caballos y los peones, armados con rifles, corrían de un lado para otro. Patricio enjaezó cinco mulas al gran carruaje, una réplica exacta de la diligencia de Deadwood. Un correo salió a toda prisa para convocar a la tropa, que estaba acuartelada en El Canotillo.

Último viaje de la famosa diligencia de Deadwood
Fotogr.: John C. H. Gabrill, donada a la Biblioteca del Congreso de los EE. UU.

 […] Luego llegó la tropa, levantando una irregular polvareda parduzca a lo largo de varios kilómetros en el camino. Al frente marchaba una figura achaparrada y morena, con la bandera mexicana ondeando sobre su cabeza. […] Llegaron galopando, entre gritos indios y el chasquido de revólveres, hasta que estuvieron a solo treinta metros. Entonces dieron un tirón a sus pequeños caballos para que estos frenaran en seco, con los hocicos ensangrentados, en medio de un confuso remolino de hombres, caballos y polvo.
 Así era la tropa cuando la vi por primera vez. Eran unos cien hombres, en todos los grados de pintoresco desaliño. Algunos llevaban petos, otros las chaquetas de charro de los peones, mientras que uno o dos lucían pantalones vaqueros ajustados. Unos pocos iban calzados, la  mayoría llevaba sandalias de piel de vaca y el resto iba descalzo. […] Rifles enfundados en las sillas de montar, cuatro o cinco cartucheras en bandolera sobre el pecho, sombreros altos y de ala ancha, enormes espuelas que repiqueteaban al cabalgar y sarapes de colores brillantes atados por la espalda. Esos eran sus uniformes.

General Tomás Urbina

[…] de pronto Urbina salió por la puerta. Sin apenas mirar a su familia, saltó sobre su caballo gris y lo espoleó furiosamente hacia la calle. Juan Sánchez tocó su cascada corneta y la tropa, con el general al frente, tomó el camino de El Canotillo.

 El general, la tropa y nuestro corresponsal marchan a la guerra, y con él nosotros –es lo que tienen los libros bien escritos–.

John Reed (2º por la izq.) en un vagón artillado de la División del Norte
Fotografía: Otis A. Aultman (Biblioteca Pública de El Paso, Texas)
Web Relatos e Historias en México

 Leyendo el libro uno se da cuenta de la facilidad con que Reed podría haber desaparecido –como su compatriota y también escritor Ambrose Bierce– en medio de la Revolución. John Reed arriesgó su vida en más de una ocasión, y sólo la fortuna evitó que en algunos de los tiroteos le volaran la cabeza, o que algún oficial o soldado borracho le descerrajara unos tiros a bocajarro. A veces me parece que estoy inmerso en un spaghetti western de Sergio Leone, y otras en una novela de Cormac McCarthy, temeroso de ser alcanzado, aún estando en casa, por el disparo de un máuser o una granada.

Un pequeño caballo apareció galopando en la loma y vino hacia nosotros, el jinete recortado sobre el polvo resplandecía. Iba a una velocidad endiablada, hundiéndose y emergiendo en la tierra ondulada. Mientras espoleaba furiosamente a su caballo para subir la pequeña colina donde nos encontrábamos, vimos algo horrible. Una cascada de sangre en forma de abanico le manaba por delante. Una bala expansiva le había arrancado casi toda la parte inferior de la boca. Tiró de las riendas para situarse junto al coronel y, de forma angustiada y terrible, trató de decirle algo, pero nada inteligible salió de aquel estropicio. Las lágrimas corrían por las mejillas de aquel pobre hombre. Dio un grito sordo y, espoleando con fuerza a su caballo, enfiló el camino de Santo Domingo.

 Con la lectura también descubrimos que la imagen de cuatreros desalmados que algunos quieren adjudicarle a estos revolucionarios no es real. Pancho Villa, Emiliano Zapata y sus ejércitos no luchaban por tomar el poder del país, sino por apartar de él a los que habían oprimido y robado al pueblo.

Generales Urbina, Villa y Zapata en Palacio.
Fotografía: M. Ramos

 El ejército «maderista», como se conocía a los soldados constitucionalistas en referencia al añorado presidente Francisco I. Madero, peleaban contra el dictador Porfirio Díaz y su sucesor, el traidor Victoriano Huertas, con el deseo de revertir lo que estaba ocurriendo en el país y recuperar las identidades locales que habían sido usurpadas: el derecho a la tierra, a la educación, etc.

La gran pasión de Villa era las escuelas. Creía que la tierra para el pueblo y las escuelas resolverían todos los problemas de la civilización. Las escuelas eran una obsesión para él. A menudo le oí decir:
 –Cuando pasé esta mañana por tal o cual calle, vi un montón de chiquillos. Vamos a crear una escuela allí.
 Chihuahua tiene menos de cuarenta mil habitantes. Villa abrió más de cincuenta escuelas allí en diferentes ocasiones.

Pancho Villa acerca de la educación

***
El 80 % de los mexicanos son campesinos. La mitad del resto son aristócratas de sangre española, y los demás son comerciantes y profesionistas. Durante casi 500 años los aristócratas españoles, con la ayuda del capital foráneo y la iglesia católica, han robado y masacrado a los campesinos […] La revolución sobre la que estoy escribiendo es sólo la más reciente de 100 revoluciones. Pues el pueblo mexicano, con su predominio de sangre indígena, ha sido siempre una de las razas que mayor amor a la libertad siente en el mundo.
John Reed 

Fotogr.: Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México 

***

El cuarto estaba lleno del humo de la hoguera que ardía en el suelo. A través de él pude vislumbrar a unos treinta o cuarenta soldados, en cuclillas o sentados de cualquier manera, en silencio absoluto mientras Silverya leía una proclama del Gobierno de Durango que expropiaba por siempre las tierras de las grandes haciendas para repartirlas entre los pobres.

En vista de que la principal causa de descontento entre la gente de nuestro Estado, que se vio obligada a empuñar las armas, era la absoluta falta de propiedad  individual, y que hoy las clases campesinas no tienen medios de subsistencia ni más esperanza futura que servir como peones en las haciendas de los grandes terratenientes, que han monopolizado la tierra del Estado;
 En vista de que el principal sector de la riqueza nacional es la agricultura, y que no puede haber verdadero progreso en la agricultura sin que la mayoría de los propietarios tenga un interés personal en hacer que la tierra produzca;
 En vista, finalmente, de que los pueblos rurales se han visto reducidos a la más profunda miseria, porque las tierras comunales que antaño poseían pasaron a engrosar la propiedad de la hacienda más cercana, especialmente bajo la dictadura de Porfirio Díaz, con lo que los habitantes del Estado perdieron su independencia económica, política y social, y pasaron del rango de ciudadanos al de esclavos sin que el Gobierno fuera capaz de elevar el nivel moral mediante la educación, porque la hacienda donde vivían es propiedad privada;
 El Gobierrno del Estado de Durango declara, en consecuencia, la necesidad pública de que los habitantes de los pueblos y aldeas sean los dueños de las tierras agrícolas.

 Cuando el tesorero hubo leído trabajosamente las disposiciones subsiguientes, que estipulaban cómo había que solicitar la tierra y demás, se hizo un silencio.

 –Esto es la Revolución mexicana –dijo Martínez.

 –Es justo lo que está haciendo Villa en Chihuahua –dije–. Es genial.

***

 La segunda de las seis partes del libro está dedicada por completo a la figura de Pancho Villa, el proscrito que se convirtió en el Robin Hood mexicano y con el que Reed pasó dos semanas en Chihuahua: su entrada en la revolución de los peones a las órdenes de Madero como capitán del ejército maderista; su victoria sobre Orozco en el norte; la acusación de insubordinación; su encarcelamiento; su fuga a El Paso (Texas) y su regreso para conquistar México; su autoproclamación como gobernador militar del estado de Chihuahua y su negativa a ser presidente del país.

–Soy un combatiente, no un hombre de estado. No soy lo bastante instruido para ser presidente. Aprendí a leer y escribir hace apenas dos años. ¿Cómo yo, que nunca fui a la escuela, puedo esperar hablar con los embajadores extranjeros y los cultivados caballeros del Congreso? Sería malo para México que un hombre sin educación fuera presidente. Hay algo que no haré: ocupar un puesto para el que no estoy cualificado. Solo hay una orden de mi jefe (Carranza) que me negaría a obedecer: si me ordenara ser presidente o gobernador.

***

 Esa segunda parte contiene un buen rapapolvo de Villa a los españoles:

–¿Quién es el cónsul español?
 Scobell, el vicecónsul británico, dijo:
 –Yo represento a los españoles.
 –¡Muy bien! –dijo bruscamente Villa–. Pues dígales que empiecen a hacer las maletas. Pasados cinco días a contar desde hoy, cualquier español que sea detenido en el territorio de este estado será llevado al paredón más cercano por un pelotón de fusilamiento.
 Los cónsules ahogaron un grito, horrorizados. Scobell empezó a protestar enérgicamente, pero Villa le interrumpió.
 –Esta no es una decisión repentina por mi parte –dijo–. Llevo pensando en ella desde mil novecientos diez. Los españoles deben irse.
 Letcher, el cónsul estadounidense, dijo:
 –General, no cuestiono sus motivos, pero creo que comete un grave error político expulsando a los españoles. El Gobierno de Washington se lo pensará muy mucho antes de ser amigo de un bando que toma medidas tan bárbaras.
 –Señor cónsul –respondió Villa–, los mexicanos llevamos trescientos años aguantando a los españoles. No han cambiado de carácter desde la época de los conquistadores. Reventaron el imperio indio y esclavizaron al pueblo. No les pedimos que mezclaran su sangre con la nuestra. Los echamos dos veces de México y los dejamos volver con los mismos derechos que los mexicanos, pero ellos usaron esos derechos para robarnos la tierra, esclavizar al pueblo y tomar las armas contra la causa de la libertad. Apoyaron a Porfirio Díaz. Se mostraron perniciosamente activos en política. Fueron los españoles quienes montaron la conjura que llevó a Huerta al palacio. Cuando Madero fue asesinado, los españoles dieron banquetes para celebrarlo en todos los estados de la república. Lanzaron sobre nosotros la mayor superstición que ha conocido el mundo: la Iglesia católica. Solo por eso habría que matarlos. Creo, pues, que estamos siendo muy generosos con ellos.
***

Pancho Villa y la División Norte

–Cuando se constituya la nueva república ya no habrá más ejército en México. Los ejércitos son el mayor sostén de la tiranía. No puede haber tiranía sin ejército.

 En la tercera parte del libro se nos narra la marcha de Reed al sur desde Chihuahua en un tren militar con destino a la avanzadilla cercana a Escalón. Francisco Villa volverá a aparecer en la cuarta parte, donde Reed vuelve a encontrarse con él y nos narra la victoria de su ejército sobre Orozco en Gómez Palacio.

El ejército constitucionalista estaba destrozado. En los cuatro días de combates había habido cerca de un millar de muertos y casi dos mil heridos. Hasta el excelente tren hospital era insuficiente para atender a los heridos. Afuera, en la vasta llanura donde nos encontrábamos, un ligero olor a cadáveres lo invadía todo. En Gómez Palacio debía de haber sido horrible. El jueves, el humo de veinte piras funerarias manchó el cielo. Pero Villa estaba más decidido que nunca. Gómez debía caer, y rápido. Villa no tenía municiones ni víveres suficientes para un asedio. Además, su nombre se había convertido en una leyenda para el enemigo. Siempre que Pancho Villa aparecía en una batalla, los rivales habían empezado a creer que estaba perdida, y el efecto que esto tenía en los suyos también era clave. Así pues, programó otro ataque nocturno.

 La quinta parte del tomo, se centra en Venustiano Carranza, el jefe ejecutivo de la Revolución, y en la sexta, como cierre, John Reed nos muestra la vida nocturna mexicana en Chihuahua, Valle Alegre y Santa María del Oro. En El Oro, donde dice viven las muchachas más bonitas de Durango y se celebran las fiestas con más pasión que en otros lugares, nuestro corresponsal nos hace partícipes de las pastorelas, viejo auto sacramental que aún hoy día se sigue celebrando.

 Las páginas de México insurgente encierran además una potente banda sonora, a la que he sumado las canciones mexicanas de Jorge Negrete y Pedro Infante que ponía mi padre en casa, y otras de Agustin Lara que me recomendó Teresa desde Barcelona.

Patricio desenfundó la guitarra y el teniente coronel, acompañado por Rafael, cantó canciones de amor con su voz rota. Cualquier mexicano se sabe cientos de ellas. No están escritas, sino que a menudo se compusieron de forma improvisada y pasaron de boca en boca. Algunas son muy bonitas, otras grotescas y otras tan satíricas como cualquier canción popular francesa. El teniente coronel cantó:

 Como complemento al libro, recomiendo la película Reed: México insurgente, producida por Berta Navarro y dirigida por Paul Leduc en 1970, de la que se hizo una restauración digital en 2010 con la colaboración de la Cinemateca Real de Bélgica. En ella el papel de John Reed es interpretado por el actor Claudio Obregón. Yo la vi anoche con el pequeño de mis hijos, que sueña con ser cineasta y rodar sus propias películas.

 El sueño de Pancho Villa era ayudar a hacer de México un lugar feliz. Viendo los problemas que tiene hoy día el país, me pregunto que pensaría Villa, o mejor que haría, si levantara la cabeza.

 Sobre Johnn Reed, contarles que fue acusado de espionaje en Estados Unidos por su ideología de izquierdas, y tuvo que huir a la Unión Soviética, donde falleció de tifus en un hospital de Moscú. Tan sólo tenía 33 años, pero en ese corto espacio de tiempo exprimió la vida hasta la última gota. Fue enterrado con honores muy cerca del mausoleo de Lenin, junto al muro del Kremlin, así que si ustedes pasan por la plaza Roja, hagan el favor de dejar una flor sobre su lápida.

Tumba de John Reed, necrópolis del Kremlin, Moscú
Fotografía: Vladimir (Guía roja de Moscú)

Lápida donde se lee en segundo lugar, y en ruso, el nombre de John Reed
Junto a él: Inés Isabel Fiedorovna, Iván V. Rusakov y Simón Matveyevich
Fotografía: Vladimir (Guía roja de Moscú)

 Seguramente, si pudiera, Juan, Juanito o el míster, como le llamaban sus cuates, les brindaría una de sus sonrisas.

John Reed

 Por último, me van a permitir que cierre esta reseña con un ¡Viva Pancho Villa y Emiliano Zapata, Cabrones!

México insurgente, de John Reed
Capitán Swing / Nórdica Libros

Nota: Si les gustó México insurgente y quieren leer más obras de John Reed, les recomiendo La guerra en Europa Oriental (Editorial Txalaparta, 2005), donde nos narra su estancia en el frente oriental en 1914, durante la Primera Guerra Mundial, y Diez días que sacudieron el mundo (Capitán Swing / Nórdica Libros, 2017), la crónica de otra revolución, en este caso la rusa.

La guerra en Europa Oriental, de  John Reed
Editorial Txalaparte

«Si E. H. Carr ha sido el mejor historiador de la revolución bolchevique, John Reed ha sido su mejor periodista»
Manuel Vázquez  Montalbán 

Diez días que sacudieron el mundo, John Reed
Capitán swing/Nórdica Libros

viernes, 1 de enero de 2021

CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE CLARICE LISPECTOR


La escritora Clarice Lispector (1920-1977)

Supe de Clarice Lispector en el verano de 2004, cuando viajaba por Brasil. No recuerdo si fue en una librería de Belén, de Manaos o de Santarém, ni el título de la cubierta del libro donde se mostraba su retrato, pero sí recuerdo que su porte elegante y seguro, su mirada rasgada y sus rasgos, con esos pómulos marcados, me trajeron a la mente a la también escritora y periodista Oriana Fallaci.

Fotografías de Oriana Fallaci (AP)

 Pero no voy a hablarles aquí de la italiana sino de la ucraniana-brasileña de la que se cumplió el mes pasado el centenario de su nacimiento. Clarice Lispector vino al mundo el 10 de diciembre de 1920 en Tchetchelnik, Ucrania, en el seno de una familia judía que no tardó en emigrar a Brasil. Apenas tenía unos años cuando su familia desembarcó en Maceió, capital del estado de Alagoas. Allí todos los miembros del clan tomaron nombres portugueses, y a Chaya le cambiaron el suyo por Clarice. Había cumplido cinco años cuando la familia se mudó a Recife (Pernambuco), donde vivió una infancia feliz rota a los diez años por la muerte de su madre.

La pequeña Clarice con su padres y sus hermanas. Fotografía: Ed. Siruela

 En 1935 Clarice se fue con su padre y una de sus dos hermanas a Río de Janeiro. Allí estudió Derecho, pero, seguramente por su afición a la lectura y a la escritura, empezó a ejercer de periodista, colaborando con algunos periódicos y revistas. En 1944 publicó su primera novela, Cerca del corazón salvaje, con la que ganaría el Premio Graça Aranha. A partir de ahí, la literatura no dejaría de ganar peso en su vida, construyendo poco a poco una obra literaria de lo más personal, fuera de cualquier moda o corriente narrativa.

Clarice Lispector

 «Vivió en Milán, Londres, París y Berna con su marido diplomático. Volvió a Río en 1949 y retomó su actividad periodística, firmando con seudónimos como Tereza Cuadros, Helen Palmer o Ilka Soares. Publicó cuentos en la revista Senhor. Pasó ocho años en Washington con su marido y sus dos hijos, pero se separó en 1959 y regresó a Brasil. Publicó Lazos de familia, su primer volumen de cuentos, en 1960, Una manzana en la oscuridad en 1961 y La pasión según G. H., su obra más emblemática, en 1963. El 14 de septiembre de 1966, un trágico accidente marcaría para siempre su cuerpo y su obra: mientras fumaba en la cama, provocó un incendio que destruyó su casa y le dejaría graves secuelas físicas y psicológicas; desde entonces sufrió profundas depresiones. Murió en Río de Janeiro a los cincuenta y siete años.», se lee en la semblanza que ha escrito sobre ella Marta Salís para Viajeros (Alba Editorial), un volumen de 66 relatos de viajes reunidos y presentados por la misma Marta Salís, un tomo que todo amante de la literatura y los viajes debería de tener en su mesita de noche, y del que volveré a hablarles en otra ocasión cuando termine de leer todos sus relatos.

El idioma de la «f», de Clarice Lispector, en Viajeros (Alba Clásica Mayor)
Fotografía: Lucía Rodríguez

 El relato de Clarice Lispector precede a uno de Richard Ford, y aparece en la página 815. Lleva por título «El idioma de la "f"» (A língua do «p»), publicado por primera vez en 1974 en el volumen de relatos El vía crucis del cuerpo (A via crucis do corpo). Tiene un aire de sketch cómico, nos cuenta Marta Salís, pero todos sus equívocos, absurdos y paradojas delatan un orden sexual y social violento y amenazador. El viaje siempre ha sido escenario de peligros, pero mucho más si la viajera es mujer.

El idioma de la «f»
Clarice Lispector
(1974)
Traducción Mario Morales
María Aparecida –Cidita, como la llamaban en su casa– era maestra de inglés. Ni rica ni  pobre: con suficientes recursos para vivir. Pero se vestía con refinamiento. Parecía rica. Hasta sus maletas eran de calidad.
 Vivía en Minas Gerais e iría en tren hasta Río, donde estaría tres días, y después tomaría el avión a Nueva York.
 La requerían mucho como maestra. Le gustaba la perfección y era afectuosa, aunque severa. Quería perfeccionarse en Estados Unidos.
 Tomó el tren de las siete rumbo a Río. Frío que hacía. Ella con saco de gamuza y tres maletas. El vagón estaba vacío, únicamente una viejecita durmiendo en un rincón bajo su chal.
 En la siguiente estación subieron dos hombres que se sentaron frente al asiento de Cidita. El tren en marcha. Uno de los hombres era alto, delgado, con bigotito y mirada fría, el otro era bajo, barrigón y calvo. Miraron a Cidita. Esta desvió la mirada, observó a través de la ventanilla del tren.
 Se sentía un malestar en el vagón. Como si hiciera demasiado calor. La muchacha inquieta. Los hombres en alerta. Dios mío, pensó la chica, ¿qué es lo que quieren de mí? No tenía respuesta. Y para colmo era virgen. ¿Por qué, pero por qué había pensado en su propia virginidad?
 Entonces los hombres empezaron a hablar entre ellos. Al principio, Cidita no entendió ni una sola palabra. Parecía un juego. Hablaban demasiado deprisa. Y el lenguaje le pareció vagamente familiar. ¿Qué idioma era ese?
 De repente entendió: ellos hablaban a la perfección el idioma de la «f». Así:
–¿Tufu yafa hafas vifistofo quefe bofonifitafa mufuchafachafa?
 –Sifi,  yafa lafa hefe vifistofo. Efestaba cofomofo quieferete.
 Querían decir: ¿tú ya has visto qué bonita muchacha? Sí, ya la he visto. Está como quiere.
 Cidita fingió no entender: entender sería peligroso para ella. El idioma era el que utilizaba, cuando era niña, para defenderse de los adultos. Los dos continuaron:
 –Quieferofo tifirarfamelafa. ¿Yfi tufu?
 –Yofo tafambiefen. Efen efel tufunefel.
 Querían decir que la iban a violar en el túnel… ¿Qué hacer? Cidita no sabía y temblaba de miedo. Ella apenas se conocía. Además, nunca se había conocido por dentro. En cuanto a conocer a los demás, ahí era cuando la cosa se complicaba. ¡Ayúdame, Virgen María! ¡Auxilio! ¡Auxilio!
 –Sifi sefe refesifistefe pofodefemofos mafatafarlafa.
 Si se resistiera, podrían matarla. Era así la cosa.
 –Cofon ufun pufuñafal. Yfi luefegofo rofobafarlafa.
 Matarla con un puñal y luego robarla.
 ¿Cómo decirles que no era rica? Que era frágil, cualquier gesto la mataría. Sacó un cigarro de la bolsa para fumar y calmarse. De nada sirvió. ¿Cuándo llegarían al próximo túnel? Tenía que pensar deprisa, deprisa, deprisa.
 Entonces pensó: si finjo que soy una prostituta, desistirán, no les gustan las vagabundas.
 Así que se levantó la falda, hizo unos contoneos sensuales –ni sabía que sabía hacerlos, era tan desconocida de sí misma–, se desabrochó los botones del escote, dejando los senos a medio mostrar. Los hombres de repente se espantaron.
 –Tafa lofocafa.
 Está loca, dijeron.
 Y ella contoneándose como no lo haría una sambista de escuela. Sacó de su bolsa el lápiz de labios y se pintó exageradamente y empezó a canturrear.
 Entonces los hombres se empezaron a reír de ella. Se les hacía graciosa la locura de Cidita. Estaba desesperada. ¿Y el túnel? Apareció el encargado de los billetes. Lo vio todo. No dijo  nada.
 Pero fue con el maquinista y le contó. Este dijo:
 –Vamos a darle un susto, la voy a entregar a la policía en la primera estación.
 Y llegaron a la próxima estación.
 El maquinista bajó, habló con un soldado cuyo nombre era José Lindalvo. José Lindalvo no era un hombre para bromas. Subió al vagón, vio a Cidita, la agarró brutalmente del brazo, tomó como pudo las tres maletas y ambos bajaron.
 Los dos hombres se reían a carcajadas.
 En la pequeña estación pintada de azul y rosa estaba una joven con una maleta. Miró a Cidita con desprecio. Subió al tren y este partió.
 Cidita no sabía cómo explicarle al policía. El idioma de la «f» no tenía explicación. La llevaron al calabozo de la delegación y ahí la ficharon. Le dijeron lo peor. Y estuvo en la celda tres días. La dejaban fumar. Fumaba como loca, tragando el humo y pisando el cigarro en el suelo de cemento. Había una cucaracha grande arrastrándose por el piso.
 Finalmente la dejaron salir. Tomó el siguiente tren a Río. Se había lavado la cara, ya no era una prostituta. Lo que le preocupaba era lo siguiente: cuando los dos habían hablado de tirársela, le dieron ganas de ser violada. Era una descarada. Sofoy ufunafa pufutafa. Era loo que había descubierto. Cabizbaja.
 Llegó a Río exhausta. Llegó a un hotel barato. Inmediatamente se dio cuenta de que había perdido el avión. En el aeropuerto compró el pasaje.
 Y caminaba por las calles de Copacabana, desgraciada ella, desgraciada Copacabana.
 Pues fue en la esquina de la calle Figuereido Magalhães donde vio un puesto de periódicos. Ahí estaba colocado el diario O Dia. No sabría decir por qué lo compró.
 Con un titular negro estaba escrito: «Joven violada y asesinada en el tren».
 Tembló toda. Entonces había ocurrido. Y con la muchacha que la había despreciado.
 Se puso a llorar en la calle. Tiró el maldito periódico. No quería enterarse de los detalles. Pensó:
 –Sifi. Efel defestifinofo efes ifimplafacafablefe.
 El destino es implacable.
«El idioma de la "f"» publicado originalmente en A Via Crucis Do Corpo de Clarice Lispector. Rocco Editorial. Copyright Paulo Gurgel Valente, 2018.
Copyright de la traducción Mario Morales (licencia editorial de Ediciones Siruela).
Copyright de la edición de Viajeros, Alba Editorial.

 En apenas dos páginas, Clarice nos da una lección sobre cómo construir un relato. Y el cierre, magnífico, es de los que se te queda rondando por la cabeza. Dicen que hay mucho de autobiografía en sus escritos, y al hilo de ello viene lo que contó Olga Borelli, ayudante, secretaria y compañera en sus últimos años de vida. La anécdota la recoge Cristina Sánchez-Andrade, traductora de la última biografía de Benjamin Moser sobre la escritora, publicada por Siruela. El día antes de su muerte el 9 de diciembre de 1977, estando hospitalizada por un cáncer de ovarios, Clarice Lispector sufrió una fuerte hemorragia. Desesperada, se levantó de la cama y caminó en dirección a la puerta. "En ningún momento había sido informada de la gravedad de su enfermedad, pero cuando la enfermera le impidió que saliese, en un momento de extravagante clarividencia, ella le gritó: «¡Se muere mi personaje!, ¡se muere mi personaje!»".

Clarice Lispector

 Durante todas las mañanas de domingo del mes de diciembre, en pases de media hora y en grupos máximos de 6 personas, se ha venido celebrando un homenaje a Clarice Lispector en el Ateneo de Málaga. Yo asistí algo reticente al pase de las 12:30 del domingo 13 de diciembre, intrigado por el título del acto, Disco Lispector. Homenaje a Clarice Lispector, en el que se prometía música y baile. ¿Qué demonios tenía que ver la música disco con Clarice?, me preguntaba.

Disco Lispector, homenaje a Clarice Lispector en el Ateneo de Málaga
Vocalía de Acción Literaria, diciembre de 2020
 Fotografía: Lucía Rodríguez

 En la misma puerta del Ateneo nos obsequiaron con dos bonitos marcapáginas en los que aparecía el rostro de la homenajeada y alguna frase sacada de sus libros.

«Al final, ¿qué importa más: vivir o saber que se está viviendo?»
«Elegir la propia máscara es el primer gesto voluntario humano y es solitario»

 Y después nos acompañaron a la sala Muñoz Degrain. Una representación de la mesa de trabajo de la escritora fue lo primero que vimos al entrar, con una máquina de escribir, una pitillera, un encendedor, un cenicero, una botella de whisky, una taza de té o de café, un bolso y algunos de sus libros. Lucía se sentó en la silla del escritorio, y le tomé una fotografía con su móvil. Luego le pedí que fotografiase la mesa.

Representación del escritorio de Clarece Lispector en el Ateneo de Málaga
Fotografía: Lucía Rodríguez

 Tras el escritorio, una cortina daba paso a una pista de baile con bola discotequera en el techo incluida, donde sonaban éxitos musicales, una selección de temas preparados por la periodista y dramaturga Vicky Molina y las poetas Cris Miranda y Lidia Bravo, organizadoras del evento, que no tardaron en invitarnos a bailar.

Disco Lispector, Ateneo de Málaga
Fotografía: Lucía Rodríguez

Disco Lispector, Ateneo de Málaga, diciembre 2020
Fotografía: Lucía Rodríguez

Disco Lispector en el Ateneo de Málaga
Fotografía: Lucía Rodríguez

 Entre baile y baile, entre canción y canción, "la voz de Clarice" y sus labios moviéndose en la pantalla del fondo, contándote su vida a pinceladas, con textos sacados de una de sus últimas entrevistas. Otras veces, su rostro en grande junto a otras de sus frases, destacando sobre la pared como sentencias.

Disco Lispector en el Ateneo de Málaga
Fotografía: Lucía Rodríguez

Disco Lispector en el Ateneo de Málaga
Fotografía: Lucía Rodríguez

 La verdad es que las organizadoras se lo curraron, y la media hora se nos pasó volando; aunque salí de allí sin llegar a descubrir qué tenía que ver el dancing con la escritora. Quizás sólo se trataba de festejar el centenario con unos bailes, o tal vez se tarde más tiempo en olvidar lo que se aprende bailando. Vaya usted a saber. Lo importante es que durante el pasado mes han dado a conocer a una de las más enigmáticas escritoras del siglo XX, esa que me sedujo un día en una ribera del Amazonas.

 Si quieren leer su obra pueden empezar por la recopilación de sus cuentos, y si quieren saber más de ella lean Por qué este mundo. Una biografía de Clarice Lispector, de Benjamín Moser. Ambos libros publicados por Siruela.

 Y a todos los que han llegado al final de este artículo, en un día tan señalado como este, quiero desearles un feliz y próspero Año Nuevo 2021. Seguramente seguirá siendo un año cargado de incertidumbres, pero será cosa nuestra enriquecerlo con buenas lecturas, buenas películas e interesantes eventos culturales. ¡Un brindis por todos nosotros!

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