La uruguaya, de Pedro Mairal Fotografía: Lucía Rodríguez |
Me topé con La uruguaya en la biblioteca de la Colonia Santa Inés. Había ido a devolver unos deuvedés y a retirar unos álbumes de Hugo Pratt y de Hergé para mis hijos. A modo de expositor, la bibliotecaria había colocado sobre un par de mesas un montón de libros, y me acerqué a echarles un vistazo. Así fue que me encontré con La uruguaya. El título ya me sonaba, pues me lo había recomendado mi primo Sergio hacía unos años. Lo sostuve entre las manos. Leí la sinopsis en la contraportada y la biografía del autor en la solapa y luego miré el número de páginas y de capítulos que tenía: 142 y 11, unas cifras ideales para dar cuenta del libro en pocos días. La recomendación de mi primo, un sibarita de la lectura difícil de contentar, volvió a resonar en mi cabeza, y ya no lo solté. Además, cabía en el bolsillo trasero de mi vaquero, donde lo he llevado unos cuantos días.
Leí La Uruguaya en el metro, camino de casa de mis padres, y mientras me desplazaba a pie al instituto, levantando de cuando en cuando la cabeza del texto para no chocar con ninguna farola. La idea inicial era leerle la novela a mis padres, pero antes quise avanzar yo en la lectura. Cuando me encontré en el segundo capítulo con el piercing en el sexo de la uruguaya y con aquel «–Hijo de puta. Quiero que me cojas.», descarté dicha idea.
Mi mano despacio por sus caderas, por su panza chata, la piel bronceada y el borde de la tanga de su bikini, mi mano ya en territorio comanche, un poco más allá, estaba depilada, y de pronto con la yema del dedo toqué algo no humano. Metálico. Un mínimo punto extraterrestre. Un arito. La miré a los ojos y le divirtió mi sorpresa. Guerra tenía un piercing en el clítoris.
Demasiado atrevido para dos octogenarios. Sin embargo, yo no podía dejar de leer. Me había enganchado la voz en primera persona del narrador, ese escritor de cuarenta años que se despide bien temprano de su mujer y de su hijo pequeño para hacer un viaje de ida y vuelta en el día entre Buenos Aires y Montevideo, donde ha de cobrar unos anticipos de derechos de autor. Contrabandear su propia plata.
Había abierto en abril la cuenta en Motevideo. Recién ahora en septiembre me llegaban los anticipos de España y de Colombia de dos contratos de libros que había firmado hacía meses. Si me transferían los dólares a la Argentina, el banco me los pesificaba al cambio oficial y me descontaban el impuesto a las ganancias. Si los buscaba en Uruguay y los traía en billetes, los podía cambiar en Buenos Aires al cambio no oficial y me quedaba más del doble. Valía la pena el viaje, incluso el riesgo de que me encontraran los dólares en la aduana a la vuelta. Porque iba a pasar con más dólares de los que estaba permitido entrar al país.
A veces uno se pregunta si la historia es real o ficticia. Si es Pedro Mairal (Buenos Aires, 1970) el escritor que le larga toda la historia a su mujer o si Lucas Pereyra es un ente nacido de la imaginación del autor.
Pedro Mairal (Buenos Aires, 1970). Fotografía: Augusto Starita |
¿Cuál es mi destreza? ¿Combinar palabras? ¿Armar frases elocuentes y expresivas? ¿Qué sabía hacer yo al fin y al cabo? Cada vez que gané guita en mi vida, ¿fue a cambio de qué? Juntar palabras en una hoja no me había dado mucha plata. Enseñar, un poco más, quizá. Mis clases en la facultad, mis cursos de redacción, mis talleres. El truco en los talleres era no intervenir demasiado, contagiar entusiasmo literario, dejar que la gente se equivoque y se dé cuenta sola, alentar, guiar, dejar que el grupo se mueva por su cuenta, que cada uno encuentre eso que está buscando y se conozca mejor. Algo así. Por eso me pagaban en instituciones y universidades. Pero ahora era distinto, ahora me estaban dando plata para que me sentara a escribir. Les quedaba debiendo. Y la deuda era algo invisible que estaba oculto en mi cerebro. Una sucesión de imágenes relatadas que debían salir de mi imaginación. Aquello con lo que yo tenía que pagar no existía, no estaba en ningún lado. Había que inventarlo. Mi moneda de cambio eran una serie de conexiones neuronales que irían produciendo un sueño diurno, verbal. ¿Y si no funcionaba esa máquina narrativa?
Las cosas no le van bien a Pereyra con su mujer, y éste pretende aprovechar el viaje para reencontrarse con Guerra: Magalí Guerra Zabala, la uruguaya, a la que una vez conoció en un festival literario en Valizas.
Hay dos o tres frases de Guerra que me quedaron sonando en un eco de meses y atravesaron el invierno sin apagarse. Esa fue una. Vamos más lejos.
Retirar el dinero y quedar con ella. Tomar algo primero y encerrarse después en la habitación de un hotel. Visitar a última hora de la tarde a Enzo Arredondo, su viejo profesor del taller literario, y coger el buque de vuelta a las nueve de la noche.
Entré en uno de los cubículos de los inodoros pero no tenía traba, me metí en otro y tampoco. Tenían la traba pateada. Le di la espalda a la puerta para que no se abriera y saqué de la mochila el cinturón de viajero para la plata. Guardé rápido el fajo dentro con el cierre y me lo puse alrededor de la cintura. Me desabroché el pantalón. El fajo me quedaba contra el pubis. Ajusté el elástico y cerré encima el pantalón. Quedé como una mula que trata de pasar droga por la frontera. Me miré, me alisé la ropa. Parecía un poco de panza, pero con el suéter y la remera suelta no se notaba. Era más seguro que andar con la plata en la campera.
***
¿Y si venía el novio en lugar de ella a cagarme a trompadas? O quizá venía a hablarme. ¿Vos sos Lucas Pereyra? A mi amigo Ramón una vez le pasó eso. Se había citado frente a un telo con una mina que estaba de novia. Ya se habían visto dos o tres veces. De pronto cuando la está esperando aparece un tipo y le dice: ¿Vos sos Ramón? Sí. Yo soy el novio de Laura. Quedate tranquilo que no te voy a pegar. Pero si la volvés a buscar a Laura yo te voy a tener que matar. ¿Estamos? Estamos, le dijo Ramón y el tipo se fue. Me contó que no era muy grandote pero tenía una actitud decidida y controlada que lo aterró. Por supuesto no la vio a la mina nunca más, ni le contó el episodio. Me imaginé que si se enteraba el novio de Guerra –ese tipo que vi en Valizas cuando ella se bajó de la combi– estaría menos dispuesto al diálogo.
***
–¿Adónde estamos yendo, Guerra?
–Al final del arcoíris, a buscar un tesoro –dijo, y sacó el porro que le había dado la amiga.
***
–Es más gurú que profesor. Daba un taller muy atípico en Almagro, en Buenos Aires en los noventa, y yo fui un tiempo ahí. Podías hacer cualquier cosa menos escribir con tus palabras. Te hacía grabar pedazos de la radio y editarlos, hacer trailers de películas viejas, armar poemas con titulares del diario, grabar ruidos o conversaciones en la calle, sacar fotos de cosas muy específicas: zapatos, espaldas, nubes, árboles, manifestaciones, ciclistas, la gente de tu cuadra.
–¿Y no podías escribir?
–Un texto con tus palabras, no. Podías armar historias con fotos. Hacer entrevistas por el barrio preguntando cosas como: ¿Alguna vez estuviste enyesado?, ¿qué lugar del mundo te gustaría conocer? Y le preguntabas a la coreana del súper, al verdulero, a todos. Te enseñaba a mirar y escuchar. Te hacía ir a ver una tarotista, o a un templo evangélico, a convenciones de ufología. Te hacía entrevistar a gente...
–Bizarro el viejo.
–No es tan viejo, eh. Debe tener setenta por ahí. ¿Querés venir conmigo a conocerlo?
He ahí el plan. ¿Lo conseguirá? De momento, quédense con la sombra de la duda. Y aguarden a la página 109 (el final del capítulo 8) donde, para deleite del lector, la primera ley de Murphy cobra toda su vigencia.
Nota: Los textos en naranja pertenecen a La uruguaya, de Pedro Mairal, editada por Libros del Asteroide en 2017.
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