domingo, 8 de octubre de 2023

EL HOMBRE DEL KALÁSHNIKOV


Todo por decir, de Tomás Alcoverro en mi mesita de noche
Fotografía: Pedro Delgado

La vez que me topé con la portada de este libro, en una librería del centro, se me removió algo por dentro. Yo también tenía una fotografía con un kaláshnikov en las manos, y se me despertaron recuerdos dormidos. La instantánea de la portada se había tomado en Beirut, la capital del Líbano, y la mía en Trípoli, 68 kilómetros más al norte. El kaláshnikov, el arma de las revoluciones, haciendo el papel de la Magdalena de Proust.

Pedro Delgado en Trípoli (Líbano, agosto de 1993)
Fotografía: Archivo personal de Pedro Delgado

 Miro mi fotografía, fechada en agosto de 1993. Yo tenía 27 años y un deseo de aventuras que todavía no me ha abandonado. Pero hoy no voy a hablarles de mí, sino del corresponsal Tomás Alcoverro, el protagonista de Todo por decir (Ediciones Carena, 2022).

Tomás Alcoverro
Fotografía: Archivo personal de Alcoverro

 Tomás Alcoverro Muntané (Barcelona, 1940) es un histórico de los reporteros de guerra. Periodista en activo de La Vanguardia, es el corresponsal occidental que más tiempo lleva viviendo y escribiendo desde Oriente Medio. Cincuenta años, que han dado para unas diez mil crónicas y reportajes.

 Todo por decir no es un ensayo o una biografía al uso, sino una larga entrevista realizada por el también reportero de la sección de internacional del diario La Vanguardia, Plàcid Garcia-Planas (Sabadell, 1962). Durante el otoño de 2022, entre la primera y la segunda ola de la pandemia, Plàcid y Tomás charlaron varias horas por Skype, el primero desde Barcelona, y el segundo desde Beirut. Este libro es fruto de la grabación de esas largas conversaciones.

 ¿La magdalena de Proust, lo que despierta las sensaciones dormidas, era un kaláshnikov?
 Una magdalena y un kaláshnikov pueden provocar el mismo efecto. Lo cierto es que, al ver la foto, me emocioné. Yo debía de tener treinta y seis años, y la guerra del Líbano apenas empezaba sin que nadie lo supiera.
 Sé de qué hablas: nadie lo creía. Nadie imaginaba que toda una generación viviría enganchada al kaláshnikov.
 La guerra comienza y todo el mundo piensa que será algo que va a durar pocos días, una semana. La gente creía que la guerra se contaba por rounds, como los combates de boxeo. A nadie se le ocurrió que aquello duraría quince años.
 El kaláshnikov sirve para matar. Es un arma.
 Era el arma de los pobres. Kaláshnikov quería decir palestinos, quería decir musulmanes, quería decir prosoviéticos, quería decir prosirios, quería decir prorevolucionarios... Hasta los cristianos de Beirut se lo hicieron suyo, y al final el kaláshnikov ya lo quería decir todo. La vida y la muerte y todo lo que hay en medio.
Maia con Kaláshnikov. Obra de Guillermo Muñoz Vera
Óleo sobre lienzo montado sobre tabla. 70 x 100 cm [2008]
 Con aquel kaláshnikov tuviste la guerra en las manos por primera vez. Y en el alma, ¿cuándo la tuviste por primera vez?
 No mucho después, una noche de julio de 1976. Mientras dormía en casa.
 El sueño y la guerra, juntos, son muy raros.
 Dormía profundamente y dos explosiones tremendas me despertaron. Me arrastré por el suelo hasta el vestíbulo. Lejos de los balcones. Empezaron a oírse disparos de fusil tan cerca que creía que disparaban desde el portal del edificio. Agachado, volví al dormitorio y me metí debajo de la cama. Pero el tiroteo se intensificó hacia la parte trasera del edificio, donde estaba el dormitorio, y me arrastré otra vez hasta el vestíbulo. De repente, gritos del portero y ruido del ascensor que subía. Se me hizo eterno. ¿Se detendría en mi rellano?
 La guerra vino hacia ti en ascensor.
 Yo contenía la respiración mientras el ascensor iba subiendo. Piso a piso. ¿Sabes cuando algo se te hace infinito?
 ¿Dónde se detuvo?
 En el ático. Justo encima de mi dormitorio instalaron ametralladoras y empezaron a disparar. Un ruido espantoso.
 ¿Allí descubriste el miedo?
 Sí. En el ruido de un ascensor que sube.
 ¿Qué recuerdas del día siguiente?
 Un amigo que vivía cerca. Cuatro balas habían entrado en el salón de su casa y habían agujereado las cortinas. Venía a despedirse. Huía en coche hacia Siria.
 ¿Cómo te despides en un momento así?
 Me apretó la mano diciendo: «En Beirut hemos cometido muchas imprudencias».
 ¡Quedaban quince años de imprudencias!
 Quedaba todo.

 Desde Beirut, Tomás Alcoverro acabaría contando la guerra a miles de lectores, cubriendo todos los conflictos de Oriente Medio de los últimos cincuenta años. Sin embargo, la primera vez que visitó la ciudad en 1966, en un viaje en un Citroën 2 Caballos con unos amigos, esta le decepcionó. «Encontré Beirut muy occidentalizado. Demasiado artificial. Nos fuimos corriendo hacia Damasco, en Siria, para ver los zocos, los mercados genuinamente árabes. Buscábamos la autenticidad. [...] Beirut es hoy una ciudad mucho menos occidentalizada de lo que era cuando la descubrí».

 Y sin embargo, más de cincuenta años después, resulta que aún vives allí: ¿qué ha pasado mientras tanto?
 La respuesta no es demasiado brillante: la vida. Ha pasado la vida.

 Si quieren ustedes descubrir esa vida que ha pasado entre crónica y crónica, les recomiendo que se adentren en las páginas de Todo por decir, donde Alcoverro nos abre las puertas de su casa.

 ¿Qué es una casa para ti?
 Un refugio. Una trinchera. Sobre todo a medida que me he ido haciendo mayor. En árabe tienen la palabra beituti: hombre de casa. Haya vivido donde haya vivido, la casa siempre ha sido un rincón de concentración y libertad.

Tomás Alcoverro en su casa
Fotografía: Josep M Montaner

***
 Recuerdo que, una vez, hacia finales de los ochenta, viniste unos días a Barcelona y te pregunté si tenías miedo a ser secuestrado. Me comentaste que te habías hecho una foto con el líder de Hezbollah, por si acaso.
 Siempre la llevaba encima porque así, si alguien de Hezbollah me miraba mal, podía enseñarla y decir que era amigo del líder.
***
 En 1989, cuatro años después de ser secuestrado unas horas, un misil impactó en el comedor de la residencia del embajador Arístegui y le mató. Tú tenías que estar en esa comida.
 Aquella noche dormí en la embajada porque había hecho una entrevista al general cristiano Michel Aoun y cruzar de un lado a otro de Beirut era difícil. Al día siguiente, el embajador me pidió que me quedara a comer. Se lo agradecí, pero tenía trabajo. Insistió, pero no me quedé. El misil impactó de lleno en el comedor mientras almorzaban. Lo mató a él, a su suegro, a su cuñada y a su guardaespaldas. Y sí, yo tenía que estar comiendo en esa mesa.

 Afortunadamente, el azar salvó a Tomás Alcoverro en aquella ocasión, y pudo seguir escribiendo sus artículos. En uno de los primeros capítulos del libro, se hace mención a una crónica de la guerra de Iraq que redactó en el 2003, en la segunda Guerra del Golfo, cuando los periodistas esperaban el ataque estadounidense sobre Bagdad. «Todo el mundo sabe que el miedo se contagia, así que intenté separarme un poco del resto del grupo. Procuré aislarme, intenté vivir en mi habitación en la medida de lo posible, haciendo un esfuerzo para que el miedo de los demás no me perjudicara. Y de hecho, diría que a lo largo de mi carrera he hecho siempre todo lo posible por poner distancia con el miedo. Enfriarlo. Antes de que tuviera tiempo de congelarme a mí. Compré algunos grabados, flores, un pequeño kilim o estera, y un canario que me acompañó durante toda la guerra en esta habitación que convertí en mi casa. Escribí una crónica sobre el canario que algunos lectores recordaron más que cualquier otro texto sobre la guerra».

Crónica de Tomás Alcoverro con fotografía de Steven Senne
Diario La Vanguardia (Archivo personal del autor)

 Intrigado, he buscado en la red esa crónica, fechada el 23 de abril de 2003, y la he encontrado en la página personal del autor. Sin revelarles el final, les copio aquí el artículo para que lo lean. También la dirección de la página de Tomás Alcoverro para que curioseen en ella.

Memoria de la batalla de Bagdad o Historia triste del canario

Lo llamé simplemente Canari (canario, en árabe) al comprarlo en el bazar de los pájaros de Bagdad. El canario que había animado mi habitación del hotel junto a los libros y las flores reposaba en su humilde y sucia caja en esa suerte de guantera junto al cambio de marchas del amplio todoterreno que nos conducía a Ammán. Por esa carretera, que durante una década ha sido el cordón umbilical más fuerte de Iraq con el mundo exterior, apenas hay circulación; algún que otro convoy de prensa que va y viene entre las dos capitales árabes, y muy de vez en cuando, una patrulla de vehículos blindados del Ejército estadounidense de ocupación.

A ambos lado aún se ven carros de combate, autobuses y automóviles carbonizados. Hay puentes semiderrumbados y barricadas de piedras que hay que sortear en este largo trayecto de seiscientos kilómetros hasta la frontera jordana. En el poblado de Abu Garib, los saqueadores de Bagdad venden sus sacos de harina, de té indonesio, de azúcar, sus enseres robados, en la orilla de la carretera. Los parasoles y taburetes de piedra, construidos antaño para ofrecer un solaz a los viajeros para comer o vivaquear, han quedado intactos. Los marines siguen al cuidado de la desamparada frontera. Son ellos los que en inglés dan la bienvenida a este antiguo pueblo humillado con un insultante «Welcome to Iraq».

Cuando atravesé esta línea divisoria, dos policías iraquíes, de uniforme, uno de ellos tocado con una gorrita deportiva cuya visera cubría su nuca, quizá en un intento de rebajar su precaria función oficial, fingía leer los pasaportes de los viajeros acercándose con humildad a los vehículos. En este vacío puesto fronterizo ondea la bandera de Iraq y todavía están las grandes imágenes del rais.

¡Menos mal que no me llevé, como quería, la mano de bronce de la estatua derribada de Saddam Hussein de la plaza de Al Fardus, en la escenografía de la decapitación simbólica del régimen ante todas las televisiones del mundo y con el trasfondo de los hoteles Sheraton y Palestina, donde se alojaba la prensa! La mano de bronce de Saddam me hubiese creado una situación mucho más embarazosa que la que sufrí al hacer los desagradables y lentos trámites aduaneros para entrar en el reino hachemita de Jordania y dejar atrás Iraq.

Ante el expolio y los saqueos de Bagdad, las autoridades jordanas decidieron imponer un draconiano y minucioso registro de los equipajes de los transeúntes a fin de tratar de recuperar valiosos objetos de arte, antigüedades y piezas no sólo de museos y palacios, sino de muchas casas particulares. Corrió el rumor de que periodistas árabes y occidentales querían sacarlos de Iraq. Así, los libros en inglés sobre la historia contemporánea iraquí y una pequeña estatuilla con pie de mármol de un aguador, comprados por un puñado de dinares en la calle de Al Mutanabi, donde arman la feria de libros viejos y de segunda mano, me fueron decomisados sin contemplaciones. Pude salvar unas grandes fotografías de la juventud de Saddam Hussein y la matrícula del Volkswagen con el que se perpetró la tentativa de asesinato de 1959 contra el coronel Kassem, que había derrocado al rey Faisal.

Los que formábamos parte del convoy, organizado por mis amigos de France Presse, que ya habíamos sufrido las molestias de los marines que impidieron la entrada de nuestros vehículos en el hotel Palestina, padecimos la inapelable conducta de los aduaneros hachemitas.

Para mi desgracia, el viaje que al día siguiente debía emprender en avión desde Ammán a Beirut fue doloroso. Las autoridades aduaneras no distinguieron al principio en el aeropuerto el tampón estampado de la entrada, ni mi pobre canario tenía el certificado de un veterinario iraquí. Los representantes de la seguridad del aeropuerto además se alarmaron al encontrar casquetes vacíos de proyectiles norteamericanos, machacados y quemados, que me llevaba en la cartera como recuerdo de la batalla de Bagdad. No pude subir al avión. Viajé cuarenta y ocho horas después, una vez esclarecido todo y provisto el pájaro debidamente de su certificado de salud.

El sufrido Canari, que había salvado de la guerra, llegó muerto en su pobre jaula a Beirut, con su ojo derecho manchado de sangre, al ser aplastado por los bultos en la bodega del avión.

Tomás Alcoverro

Artículo publicado en La Vanguardia el 23 de abril de 2003

http://www.tomasalcoverro.com/

 La Guerra de los Seis Días, en 1967; el conflicto armado entre palestinos y jordanos de 1970, denominado Septiembre Negro; el golpe de estado de Háfez al Asad, en Siria; el funeral de Gamal Abdel Nasser, rais de Egipto; la llegada del imán Jomeini a Teherán, en 1979; o la invasión israelí del Líbano, en 1982, son algunos de los conflictos que nos contó Alcoverro, autor también de numerosas entrevistas a personajes de la talla de Josep Tarradellas, Arafat, Bashar al Asad o el rey Husein de Jordania. Junto a todo ello, toman fuerza en el libro algunos objetos, fetiches como el brazo de Sadam Husein, una máscara de la era de los faraones ptolomeicos o la pluma de Tito.

Tomás Alcoverro con guerrilleros palestinos en Trípoli (Líbano)
Fotografía: Archivo personal de Tomás Alcoverro

 Sin duda, este libro nos permite conocer de cerca la intrépida vida de los corresponsales en unos tiempos en los que no había teléfonos móviles y conseguir un télex era indispensable, a la vez que nos da las claves para entender el eterno conflicto de Oriente Medio.

 Cuando entrevisté a Bashar al Asad, presidente de Siria, quise hacerle una pregunta que me hacía temblar las piernas. Tenía miedo de que me echara de su despacho. Le dije: «¿Usted no cree, señor presidente, que después de todo lo que está pasando en Oriente Medio desde hace tantos años, la política, al menos en esta parte del mundo, se puede resumir en o yo te mato a ti o tú me matas a mí?»...
 ¿Te echó del despacho?
 No. Me dijo que sí, que es exactamente así.
***
 ¿Eres optimista respecto a Oriente Medio?
 En los años setenta, en la oficina en Beirut de la agencia United Press International había un cartel en inglés que decía: «Lo peor está por llegar».

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