Dedicatoria de Sergio Barce en mi ejemplar de El mirador de los perezosos Fotografía: Pedro Delgado |
Estaba oscuro todavía cuando el escritor salió de Málaga. Condujo en dirección a Tarifa con la música de Rachid Taha. No había tráfico a partir de Marbella, y no cambió de CD hasta ver en el horizonte los molinos de viento, ese ejército de aerogeneradores que aprovecha el elemento que distingue a la ciudad. Ahora sonaba Ennio Morricone, y ya estaba clareando.
El tráfico volvió a hacerse denso cerca del puerto, y al llegar a la altura del castillo califal un operario le hizo señas para que se pusiera en la cola de embarque. Quitó la música, apagó la calefacción y bajó la ventanilla del coche. Entró el aire frío, pero al escritor, que tenía la chaqueta puesta, pareció no importarle. Durante un rato contempló a su izquierda los muros de la fortaleza, gruesos e imponentes. A esa hora todavía no asomaba nadie por detrás de las almenas. Un tipo uniformado recorría la larga fila de autos revisando los billetes. El escritor lo vio venir y buscó su pasaje en el maletín de cuero que llevaba. Cuando el hombre llegó, observó su billete, pero ellos apenas se miraron. Sí confrontó su mirada con el policía al pasar la aduana. El agente de la cabina pareció reconocerlo y lo saludó sin pedirle que le mostrase el pasaporte. El buque ya estaba amarrado, y en cuanto abrieron la puerta de embarque, los conductores encendieron sus motores y, lentamente, empezaron a moverse. Algún capullo hizo sonar su claxon. Los niños del coche de delante del escritor habían salido a juguetear, y la madre los llamó a gritos. La mujer era marroquí, y llevaba una chilaba, arrugada después de quién sabe cuantas horas de viaje. Tenían la baca hasta los topes, y el escritor mantuvo las distancias al arrancar, temeroso de que aquel auto sobrepasase la altura permitida y lo sepultasen todos aquellos bultos. No sucedió así, y entró al buque sin ningún percance. Avanzó por las tripas de la nave y se detuvo donde le indicó otro operario. Luego cerró el coche y subió por unas escaleras hasta uno de los salones. Pisó los pasillos alfombrados y se sentó en una de las butacas, junto a la ventana. Resopló al hacerlo, como si hubiese superado una dura prueba.
El buque zarpó tras lo que le pareció una corta maniobra, y se levantó para ir a la cafetería. Pagó un café y una napolitana, muchísimo más caros que en tierra. Los productos parecían de máquina, y los consumió a disgusto. Subió a la cubierta, el cielo estaba nublado y al acodarse en la barandilla se ajustó el nudo de la bufanda y se subió el cuello de la chaqueta. Permaneció allí en silencio. El puerto había quedado atrás hacía rato, pero aún se veía un pedazo de la costa, el perfil de Tarifa.
El mar estaba encrespado y al escritor le dio por pensar en su futura jubilación, en problemas financieros y en él mismo: sus dudas, sus inseguridades. En Málaga se sentía derrotado, frustrado, atado al trabajo, al cansancio de la noche, en Tánger y en Larache era otro hombre. La pose del escritor lo salvaba de la depresión, lo elevaba. Desde el púlpito no se sentía tan viejo, no le importaban las canas ni las dioptrías ni el nacimiento del pelo sobre la frente que retrocedía paulatinamente año tras año, los problemas de columna, la rodilla... Aquel horror por el que debíamos pasar parecía hacerse más liviano al otro lado del estrecho, ante un auditorio que esperaba expectante que les hablara de sus historias y relatos, porque el escritor iba a Tánger a presentar su último libro, El mirador de los perezosos, en el Instituto Cervantes. Tener que vender sus propios libros, porque el distribuidor no trabajaba en Marruecos, no le gustaba, pero presentarlos sí. Hablar de sí mismo y de sus relatos, reencontrarse con los amigos, con Meriem tal vez... La contra estaba en el paso de la aduana, que le encontraran aquella cantidad de libros en la maleta, que le hicieran pagar por introducirlos en el país... El escritor suspiraba por dedicarse exclusivamente a escribir, sin tener que dedicarse a llevar la contabilidad de aquellas horrendas comunidades de vecinos. También suspiraba por tener una editorial de las de toda la vida que se encargase de todo. Escribir y no pensar en nada más. Pero los años iban pasando y su momento no terminaba de llegar. Mientras tanto, elaboraba relatos que saciaban a sus fieles lectores, muchos de ellos nacidos en Larache, donde el escritor se crio. La vuelta a España en 1973, diecisiete años después de la independencia de Marruecos, la marca en la piel, como de nacimiento.
Harto de tanto mar y de tanto pensar, bajó de nuevo a los salones y se adormeció en uno de los asientos con la vibración del barco. Para cuando abrió los ojos ya estaba llegando a Marruecos. Corrió al mostrador de la policía marroquí para sellar su pasaporte, el agente le afeó la hora y él se disculpó. A través de los altavoces le llegó el aviso de que ya podían bajar a la bodega los pasajeros que viajaban con coche. Se encaminó hacia las escaleras, en la puerta de salida de los que iban a pie ya se aglomeraba la gente esperando para ser los primeros en salir. Desde las ventanillas pudo ver el dibujo de la ciudad, desparramada tras el mar, y el escritor sintió una felicidad inmensa. La sensación de volver a casa.
Abrió el coche y se sentó sin arrancarlo. Luego dieron la orden de salir, y aquello pareció la carrera de Oklahoma. Al poco, los autos otra vez detenidos en la Aduana para comprobar los papeles de los vehículos. El policía le preguntó si tenía algo que declarar, y él le dijo que no. El agente hizo ademán de pedirle un cigarrillo, y el escritor le dio el paquete entero. «Puedes quedártelo, jay», le dijo al pasárselo, y el policía le respondió con un «shukran» y un ademán con la mano para que siguiera adelante.
Salió del puerto, condujo sin poner música hasta el hotel Rembrandt y aparcó con dificultad en el parking del establecimiento, maniobrando entre las columnas. En la recepción lo atendieron con familiaridad, y tras unas frases de cortesía dejó su pasaporte sobre el mostrador y le entregaron la llave de la habitación 409.
Lo que le ocurrió dos días después al escritor en ese cuarto, sólo lo sabrán los que lean Hotel Rembrandt, uno de los diez relatos de El mirador de los perezosos (Ediciones del Genal, 2022), de Sergio Barce, el escritor al que me refiero en mi narración. Espero que a él no le importe que cambie la frialdad del avión por la calidez del barco, más tratándose del legendario Ibn Batuta.
Un libro que sabe a té verde con hierbabuena y dulces marroquíes Fotografía: Pedro Delgado |
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