martes, 5 de octubre de 2021

UNA PUERTA PINTADA DE AZUL

Esta mañana creí enloquecer. Al levantarme y salir de mi cuarto, vi como dos micacos subían a la carrera las escaleras de mi casa. Me diblaron como si fueran infantiles del Larache Club de Fútbol, se metieron en el cuarto de mis hijos y escaparon por la terraza. Lalla Sahida llegó detrás con una zapatilla en la mano, pero los críos ya habían saltado por el muro a la casa de al lado. La mujer no pudo contener más la emoción y las lágrimas empezaron a escapársele.

 –¿Quiénes son esos, Zipi y Zape? –me preguntaron mis hijos.

 Les hice ademán de que se callaran, y me agaché a recoger unos pendientes del suelo. Se los di a la pobre Sahida, y le puse una mano en el hombro, empujándola levemente para que se sentara a los pies de la litera. Luego fui al baño a por un rollo de papel higiénico, y se lo llevé para que se enjugase las lágrimas.

 Alarmado por unos gritos que llegaban desde la calle, corrí de nuevo a mi cuarto para asomarme por el balcón. El abuelo de Sergio, Manuel Gallardo, estaba multando a un coche que había aparcado sobre la acera de enfrente, y discutía con el conductor.

 –¡¡Oiga, que a un policía de tráfico no se le dice ni mu!! ¡¿Quiere usted que lo lleve al cuartelillo o qué?!

 Bajé a la cocina, y allí me encontré con Habiba y el Sr. José Edery. Ella se había ofrecido a prepararle un té y le decía a él aquello de «Mi casa es su casa».

 –¡¿Cómo que su casa?! –le dije–. Esta casa es mía y ustedes se van a marchar de aquí ahora mismo.

 El Sr. Edery Benchluch me miró sorprendido. El sudor corría por su frente y se le aureolaba en la camisa, a la altura del pecho. Me dio pena del hombre. Abrí la nevera, saqué la jarra de agua fría y le serví un vaso. Habiba rechazó con una sonrisa la invitación, pero cogió medio limón que había sobre la encimera y lo exprimió en el vaso de agua. Edery se recostó en la silla y se lo bebió de un trago. Acto seguido, musitó un Barakalofi y empezó a hablarme de una sinagoga de Larache.

 Estaba dispuesto a escucharlo y a tomarme un té con ellos, pero en esas que oí a Abdeslam que discutía con Younes en el salón. Al entrar, vi a los dos parados delante de una de las vitrinas. Tenía las puertas abiertas, y Younes cogía a su antojo objetos curiosos que yo había traído de mis viajes. Abdeslam trataba sin resultado de que desistiese de su actitud. Le quité el saco de rafia que portaba de un tirón, y se me encaró de mala manera. Con la ayuda de mi hijo mayor, que había bajado alarmado por tanto jaleo, logré echarlo de casa. En la calle seguía el abuelo de Sergio rellenando multas. Le expliqué lo que pasaba y el hombre llamó a Younes «malandrín» mientras le tironeaba de una oreja. También le previne sobre los dos mocosos, uno rubio y otro moreno, que habían huido de la casa. Cuando volví, Abdeslam estaba rezando sobre una de mis alfombras, y ya no quise molestarlo.

 Fui al baño. Rashida estaba de pie delante del lavabo, contemplando su rostro en el espejo. Me miró un momento y me dijo aquello de «Sé que te quiero mucho. Pero no sé por qué». Tenía la piel de la cara y de las manos y los brazos muy arrugada, y el pelo canoso y a medio teñir; en su vejez y en su indefensión vi a mi madre, y se me humedecieron los ojos. Cerré la puerta y la dejé allí.

 Regresé al salón. En el extremo opuesto a donde rezaba Abdeslam, me encontré a Sibari curioseando en una de las librerías de mi biblioteca. Al acercarme, me alabó el gusto y me guiñó un ojo al ver que tenía dos de sus libros: Relatos del Hammam y El babuchazo.

 –Los compré en Al Ahram, la librería-papelería de Rachid Serrouk –le dije–. ¿No se acuerda, Sidi? Me los firmó usted en la Casa de España de Larache. Nos presentó Sergio Barce, su jay.

 El profesor Mustapha Lahchiri y Hachmi Yebari entraron en ese momento, saludaron con un Salam 'Alekoum al que respondimos con el consiguiente Alekoum Salam, y se acercaron hasta nosotros. Yebari, al que conocí la vez que presenté uno de mis libros en el colegio Luis Vives de Larache, miraba con curiosidad los objetos que decoraban los estantes, como si los deseara para su bazar.

 –Ahora que has mencionado a Sergio Barce –me dijo Sibari–. Me he fijado que tienes sus libros, pero a él no lo vemos por ningún lado.

 –Está en Torremolinos. Yo tampoco lo veo con la frecuencia que me gustaría, pero si quieren podemos llamarlo y quedar para tomar un café. Eso sí, déjenme antes que ponga un poco de orden en esta casa.

 Lucía entró en el salón acompañada de los pintores Rachid Sebti y Manuel Balaguer. Les estaba mostrando sus cuadros, colgados por toda la casa, y ellos le alababan su maestría con los pinceles.

 Mi hijo el pequeño asomó la cabeza por la puerta y nos dijo que un señor mayor le estaba dando la vara en la cocina. Él quería desayunar sus galletas y su Cola-Cao de siempre, pero aquel abuelo no hacía más que repetirle que desayunara pan con aceite.

 –Me dice que me puede jurar que el aceite es la vida. Y que no lo olvide. ¿Podéis decirle algo? ¡Que me deje tranquilo…!

 –¡Voy para allá, hijo! –le dije, y al salir me topé en el pasillo con Maruja Gallardo.

 –¿Tú eres Pedro, el amigo de mi hijo, no? El que escribe también de Marruecos.

 No sabía si me había dicho también o tan bien, pero me dio corte preguntarle.

 –¿Lo has visto últimamente? ¿Ha engordado algo? ¿Tiene el pelo más blanco? A ti sí que te han salido canas, hijo. Eso te echas un tintecito y te quitas diez años de encima –iba a contestarle algo, pero Maruja continuó con su batería de preguntas sin dejarme abrir la boca–. ¿Se ha quitado la barba? ¿Se ha puesto lentillas? Hay que ver lo que se parece mi Sergio a mi marido…

 Le dije que como una imagen valía más que mil palabras, iba a subir a mi cuarto a por la tablet para enseñarle una fotografía que nos habíamos hecho recientemente. Esperé al pie de la escalera unos instantes, pues mi hijo mayor bajaba conversando de aviones con otro abuelo. Luego subí los escalones de dos en dos, atropelladamente, y al entrar vi un libro abierto boca abajo a los pies de la mesita de noche. Lo recogí del suelo y, al instante de cerrarlo, cesó todo el jaleo. En ese momento lo comprendí todo. Eran los personajes del libro de Sergio, que habían aprovechado que esa puerta pintada de azul estaba abierta para escapar de sus páginas y desperdigarse por toda la casa.

 Bajé las escaleras a la carrera.

 –¡Lucía, cuando se lo cuente a Sergio no se lo va a creer!

Sergio Barce y Pedro Delgado
Málaga, 23 de abril de 2021

Nota: Pueden adquirir el libro de relatos Una puerta pintada de azul (Ediciones del Genal, 2020), de Sergio Barce, en su librería habitual o en el siguiente enlace de la Librería Proteo de Málaga:

https://www.libreriaproteo.com/libro/ver/2822468-una-puerta-pintada-de-azul.html

6 comentarios:

  1. Pedro... Me has emocionado mucho. Infinitas gracias por este texto tan bello. Un abrazo enorme

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    1. Me alegra que te guste, jay.
      Otro abrazón.
      Y quedamos pendientes de vernos una tarde para conversar sobre tu libro.

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  2. Magnífica recreación del mundo barciano. Enhorabuena

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  3. Me ha encantado tu relato, Pedro...He vuelto a recrear los personajes de Sergio...Un fuerte abrazo y a ver si nos vemos todos pronto...

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    1. Me alegra mucho saber que te ha gustado. Y sí, a ver si nos vemos todos pronto, que tenemos que contaros muchas cosas. Os parecerá increíble, pero Pedro está estudiando dirección cinematográfica en la ECIB. Primero Pablo y ahora Pedro. Ya os imaginaréis lo que pienso de estas sincronías, y se me pone la piel de gallina.
      Otro abrazón para ti y para César.

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