lunes, 10 de junio de 2019

LAS VENTAJAS DE DESCUBRIR EL MUNDO A PIE


Caminar. Las ventajas de descubrir el mundo a pie, de Erling Kagge (Editorial Taurus, 2019)
Fotografía: Lucía Rodríguez

Un 8 de diciembre de 1993, con tan solo 18 años, Patrick Leigh Fermor (1915-2011) salió de Londres con la intención de coger un barco con el que desembarcar al otro lado del canal de la Mancha. Así llegó a Holanda, con la "loca" idea de caminar desde allí hasta la lejana Constantinopla. Aquel viaje de iniciación concluyó en Turquía el 1 de enero de 1935.
 "Un buen caminante no deja huellas", dice el Tao Te Ching; sin embargo, Patrick Leigh Fermor recogió décadas después aquellos pasos en tres volúmenes: El tiempo de los regalos, Entre los bosques y el agua y, ya de manera póstuma, El último tramo.

Patrick Leigh Fermor

 Sin duda, la vida del Patrick adulto –escritor, historiador y héroe de guerra– fue fruto de aquellos pasos largos y ligeros de la adolescencia. Yo, ahora que sueño con que se me cure la fascitis plantar para poder emularlo, me acordé estos días del británico mientras leía el nuevo libro de Erling Kagge: Caminar. Las ventajas de descubrir el mundo a pie. El noruego trae a colación en sus páginas a Sócrates, Diógenes, Montaigne, Darwin, Machado, Thoreau, Neruda, Nabokov, Kundera, Cognetti..., incluso a Einstein y Steve Jobs, pero, quizás por esos cambalaches del destino, se olvidó de Patrick. También de Rimbaud y sus andariegos vagabundeos de adolescencia. Dos descuidos imperdonables que no hacen mella en el libro. Porque Caminar sigue la fórmula de El silencio en la era del ruido, y las disquisiciones de Erling te atrapan y te llevan a leerlo del tirón en una tarde.
 Un día mi abuela ya no pudo andar. 
 Ese día murió. Físicamente vivió un poco más, pero las prótesis que le habían puesto para sustituir a sus viejas rodillas terminaron por desgastarse y ya no soportaban el peso de su cuerpo. Tumbada en la cama perdió la fuerza muscular. 
 Su sistema digestivo falló. Su corazón latía más despacio y respiraba con dificultad. Los pulmones absorbían cada vez menos oxígeno. En sus últimos momentos jadeaba en busca de aire. 
 En aquel tiempo yo vivía con dos de mis hijas. La más joven, Solveig, apenas contaba trece meses. Mientras su bisabuela se encogía despacio y adoptaba una posición fetal, Solveig sintió que había llegado la hora de aprender a andar.
 Por cierto, que los textos de este ensayo hilvanan muy bien con los del anterior, pues ambas actividades (caminar y guardar silencio) suelen ir yuxtapuestas.
 He dado innumerables paseos.
 Paseos breves, largas caminatas. He salido andando de ciudades y he entrado caminando en ellas. He andado de día y de noche, he dejado atrás amores y me he acercado a ver a amigos. He caminado por bosques y montañas, sobre mesetas heladas y sobre yermos creados por los seres humanos. He caminado y me he aburrido, he andado para escapar de la ansiedad. He caminado con dolor, he andado feliz; pero, sin importar dónde, ni por qué, he caminado y caminado. He ido, literalmente, hasta el fin del mundo.
 Todos los recorridos son diferentes, pero cuando miro atrás, descubro un rasgo que comparten todas mis caminatas: un silencio interior. El andar y el silencio van unidos. El silencio es abstracto; caminar, algo concreto.
Huellas. Fotografía: Lucía Rodríguez

Al terminar la lectura, uno está deseando buscar cualquier excusa para salir a la calle a pasear o, si no queda tiempo para tanto, tirar la basura, comprar otra barra de pan antes de que cierre la panadería o ver si aún queda algún periódico en el quiosco más cercano. Cualquier cosa con tal de salir a estirar las piernas.

 A pesar del revival de títulos que hay sobre el tema, son pocos los que deciden caminar hoy en día: grupos de senderistas que se reúnen algún fin de semana para hacer una ruta, gente que recorre los paseos marítimos a trancos y personas mayores que siguen caminando en los pueblos por las veredas y los arcenes mientras platican camino de alguna ermita. En la ciudad todo son desplazamientos en vehículos a motor de dos, cuatro y ocho ruedas, patinetes eléctricos y bicicletas (algunas también eléctricas para darnos una patada en la boca a todos los que luchamos por promover el combate contra el sedentarismo). Lo dijo no hace mucho José Antonio Garriga Vela desde su Cruce de vías* del diario Sur: "La gente no anda, no da paseos, la mayoría de los turistas prefieren ir de pie sobre los segway, manteniendo el equilibrio, avanzando sin moverse, sin tan siquiera impulsar con una pierna el patinete y dejarse llevar por los impulsos. Hay demasiada prisa por llegar a ningún lado". Y eso es algo que entronca con dos de las preguntas a las que nos confronta Erling: la que le hacen los niños: ¿por qué tenemos que caminar cuando se llega antes en coche?, y la que le hacen los adultos: ¿qué sentido tiene desplazarse despacio de un lugar a otro? Ambos interrogantes me llevaron a acordarme de mis días en Marruecos –la prisa mata– y de mi querido Paul Bowles, quien comentaba lo siguiente en Días y Viajes (Seix Barral, 1993):
 Pregúntale a Sidi Driss por qué no está interesado en ver un automóvil. Responde: "¿Para qué? Las ruedas giran rápido, sí. El claxon hace ruido, sí. Llegas antes que si fueras en mula, sí. ¿Pero a qué llegar antes? ¿Qué haces cuando llegas que no podrías hacer si llegaras más tarde? Tal vez los franceses creen que si van más rápido la muerte no podrá alcanzarlos." Y se ríe, porque cree que Occidente quiere huir de un destino que ya ha sido fijado, que está "escrito", como se dice en árabe; naturalmente, cualquier intento semejante está condenado al fracaso.
 Volviendo a Caminar, leo en las página 26 y 27 lo siguiente:
 Cuando conduces tu coche hacia una montaña y dejas que las pequeñas lagunas, las laderas, las rocas, el musgo y los árboles pasen zumbando a tu lado, la vida se acorta. No sientes el viento, ni los olores, ni el clima, ni los cambios de luz. Los pies no duelen. Todo se mezcla.
 No solo se reduce el tiempo cuando se intensifica el ritmo, también el sentido del espacio. De repente te encuentras al pie de una montaña. La experiencia de la distancia se desvanece. Al llegar a tu destino puede que creas que has tenido muchas sensaciones. Sin embargo, lo dudo.
 Si caminas esa misma ruta, tardas un día en lugar de media hora, respiras con más calma, escuchas, sientes la tierra bajo tus pies, el día cambia por completo.
 Poco a poco la montaña crece y sientes que tu entorno se expande.
 Conocer todo lo que te rodea requiere tiempo. Es como cimentar una amistad. Esa montaña que allí, frente a ti, se transforma despacio a medida que te aproximas, se convierte en una especie de amigo a medida que te acercas. Tus ojos, tus oídos, tu nariz, tus hombros, tu estómago y tus piernas preguntan a la montaña y la montaña responde. El tiempo se expande sin depender de los minutos y las horas.
 Aquí reside el gran secreto que todos los caminantes comparten: la vida es más larga cuando andas. Caminar prolonga los instantes.
 Eso es algo que conocen bien los montañeros que se acercan a pie a un campamento base o a un refugio de montaña. Si, por ejemplo, se pudiese llegar al refugio de Neltner en camioneta desde Imlil, el Toubkal ya no sería lo mismo.

Abandonando el refugio de Neltner, 2007. Fotografía: Mª Ángeles García

 La cabeza se me vuelve a ir a Marruecos, pero he de regresar al libro del que les hablo. Ojeo algunos de mis subrayados y se los anoto por si les abre el apetito de leerlo, o por si quieren hacerse una idea de lo que se van a encontrar en sus páginas.
 Durante nuestros preparativos para ir hasta el Polo Norte en 1990, pasamos unas cuantas semanas en Iqaluit, una pequeña localidad del noreste del Ártico canadiense, para poner a prueba nuestro equipamiento. Allí tuve noticia de una buena tradición de los inuit. Si estás tan enfadado que tienes dificultades para controlar tus sentimientos, te piden que abandones tu hogar y que atravieses en línea recta el paisaje que te espera en el exterior hasta que tu ira se esfume. El punto en el que consigas liberarte de tus sentimientos queda marcado por un palo que clavarás en la nieve. De esa manera queda recogida la duración o la intensidad de tu ira. Lo más sensato que puedes hacer cuando te enfadas, una circunstancia en la que tu cerebro reptil domina tus acciones, es alejarte de aquel o de aquello con lo que estás enojado.
Iqaluit (Canadá). Fotografía: Sean Kilpatrick/Canadian Press
 Veinte años después de la visita a Iqaluit decidí, junto con el explorador Steve Duncan, recorrer parte del subsuelo de Nueva York. Atravesar las cloacas de la ciudad, los túneles de los trenes y del metro, los conductos de agua. Desde el Bronx al norte, por Manhattan, Brooklyn y Queens, hasta el océano Atlántico. Me impulsaba un deseo de aventura, pero también una necesidad de depurarme, de catarsis, entre la mugre y las cloacas. Cuando partí, mi vida familiar me parecía una mierda. Poco a poco había empezado a comprender que mi compañera y yo, la madre de mis hijas, íbamos a separarnos. Los problemas me hacían tanto daño que mi cuerpo supuraba.
 Sentí el estímulo de iniciar una peregrinación. Quería entregarme por completo, caminar hacia una meta por un tiempo y, durante unos días, mantener a distancia mi mundo cotidiano. Nada era tan arriesgado como peregrinar en la Edad Media, con el peligro de sufrir un asalto de pasar hambre o de ser capturado, pero, aun así, se trataba de una experiencia espiritual. Sin embargo, no quería ir a lugares con los que sueño, como Santiago de Compostela, o rodear el monte Kailash, que tengo pendiente. Algunos amigos opinaban que ir a Nueva York no era una buena idea, pero mi intuición me decía que me vendría bien encontrarme, literalmente, en la mierda. ¿Tal vez entonces mis propios problemas me resultarían insignificantes?
Y para cerrar un recordatorio extraído del libro: La vida no es más que un largo recorrido a pie.

Erling Kagge

Caminar. Las ventajas de descubrir el mundo a pie
Erling Kagge
Traducción de Lotte Katrine Tollefsen
Editorial Taurus, 2019

*https://www.diariosur.es/culturas/blade-runner-20190518193933-nt.html (Blade Runner, artículo de José Antonio Garriga Vela en la sección Cruce de vías del Diario Sur).

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