lunes, 8 de noviembre de 2021

EL SENDERO DE LA SAL


El sendero de la sal, de Raynor Winn (Ed. Capitán Swing)
Fotografía: Lucía Rodríguez

Por esa magia que se produce cuando abrimos un libro y nos adentramos en sus páginas, esta semana he estado viajando por el camino costero del sudoeste de Inglaterra. Más concretamente, desde Minehead hasta Poole: 630 millas, lo que equivale a unos 1.014 kilómetros, que se dice pronto. Y tengo los pies y la espalda molidos.

 El libro en cuestión es El sendero de la sal, de la escritora Raynor Winn, publicado recientemente por Capitán Swing.

 El sendero al que hace referencia el título bordea la zona costera de los condados de Somerset, Devon, Cornualles y Dorset, repleta de bahías y de calas ocultas donde, en el siglo XVIII y principios del XIX, los contrabandistas trapicheaban con encaje, té, alcohol y tabaco para salvar los desorbitados impuestos a las importaciones. Para tratar de impedirlo y vigilar mejor la costa, la Guardia Preventiva de Aduanas creó aquellos caminos de patrulla que hoy recorren los senderistas.

 Recientemente había leído sobre ese camino en Una historia del mundo en 500 rutas (Editorial Blume), y aún tenía presente las palabras de su autora, Sarah Baxter:

Se trata de un largo y sinuoso desfile de pueblos costeros refugiados en puertos naturales, colinas cubiertas de tojos, arenas doradas y promontorios rocosos que se asoman al mar. Algunos puntos de la ruta están abarrotados en verano, pero lo mejor del Camino Costero es que basta con caminar hasta salvar el siguiente cabo para dejar atrás a los turistas. Hecho esto, solo quedarán usted, el aroma del salitre y los helechos, el trino de los pájaros y el camino que serpentea frente a sus pies. Si observa las olas, incluso es posible que vea una foca o un tiburón danzando en el agua.

Una historia del mundo en 500 rutas y El sendero de la sal
Fotografía: Pedro Delgado

 El libro de Raynor Winn es una novela de no ficción que nos demuestra que el crecimiento se encuentra al otro lado de la desesperación, y que estoy seguro será llevada al cine.

 De crío devoré un libro increíble que llevaba por título La ley de Murphy, en el que un tal Arthur Bolch exponía una serie de leyes y sentencias. Aquello era una humorada, pero a esa edad algunas de sus leyes me parecían tan consistentes como las de Einstein.

 Creo que era la primera ley de Murphy la que decía que «si algo puede salir mal, saldrá mal», y la segunda que «si algo va mal, siempre puede ir a peor». Conmigo no fallaba la de la tostada, que siempre caía por el lado untado de mantequilla y mermelada.

 No sé si Raynor Winn y su marido Moth conocerán este libro, pero lo cierto es que en cuestión de días el tal Murphy se cebó con ellos. Primero, el desahucio por una mala inversión, y a continuación, un diagnóstico médico aterrador: Moth sufre una degeneración corticobasal, una rara enfermedad cerebral degenerativa que afecta al área del cerebro que procesa la información y las estructuras cerebrales que controlan el movimiento. Dicho en plata, que acabaría sus días postrado en una cama ahogado por su propia saliva. Ante ese panorama, ¿qué hacer?

 «Podríamos caminar», pensó Raynor Winn, inspirada por Five Hundred Miles Walkies (Caminatas de quinientas millas), el libro que había leído con veinte años, sin pensar que no es lo mismo preparar una mochila con cincuenta años que con veinte, y que tendrían que caminar mil catorce kilómetros por un camino que en muchos tramos no tiene  más de treinta centímetros de ancho.

Volví a leer Five Hundred Miles Walkies y me repetí a mí misma que podíamos hacerlo. Mark Wallington había recorrido el Sendero de la Costa Sudoeste con una mochila prestada y un perro zarrapastroso. Podíamos hacerlo, sin problemas.

 Raynor tampoco se paró a pensar que Mark Wallington tenía veinte años cuando realizó el camino, y no cincuenta como ellos.

–Pero ¿qué estás diciendo, mamá? ¿Te has vuelto loca? ¿Y si se cae por un acantilado? –La voz de Rowan me devolvió a la realidad–. No tenéis dinero, ¿qué vais a comer? ¿De verdad crees que podéis pasar el resto del verano en una tienda de campaña? ¿Cómo? Pero si hay días en los que papá casi ni puede levantarse de la silla. ¿Qué pasará si le da un ataque en un acantilado? ¿Dónde vais a campar? ¿Sabes cuánto cuesta un camping? ¿Se lo has contado a Tom?

 Desoyendo a su hija, y con las cuarenta y ocho libras semanales del subsidio del gobierno, una tienda de campaña que compraron por eBay, dos mochilas y dos sacos de dormir ultraligeros que compraron en Tesco por cinco libras cada uno, Raynor y Moth se lanzaron a la aventura. En el bolsillo de la pierna de los pantalones, una guía: The South West Coast Path: From Minehead to South Haven Point, de Paddy Dillon, el Speedy González del camino.

La guía de Maddy Dillon (The South West Coast Path)
Fotografía: Penguin

 La Ley de Vagancia de 1824, a pesar de las modificaciones sufridas a lo largo de los años, aún sigue parcialmente en vigor hoy día en Inglaterra, incluyendo en la categoría de «maleantes y vagabundos» a «toda persona que no hace otra cosa que deambular y se aloja en un granero o cobertizo, o en un edificio abandonado o desocupado, o al aire libre, o dentro de una tienda de campaña, o en un carro o vagón, sin tener ningún medio visible de subsistencia y sin estar registrada su situación», así que aquel verano Moth y Raynor se unieron a las filas de maleantes, vagabundos y holgazanes, acampando al aire libre y alimentándose principalmente a base de té y fideos, sintiendo en su piel el rechazo a los sintechos.

 Quizás la pareja pensaba en otra ley de Murphy, la que dice que «No se puede saber cuál es la profundidad de un charco hasta que no se ha metido el pie en él».

Las multitudes disminuían a medida que nos acercábamos al monumento de las gigantescas manos de metal sujetando un mapa que marca el inicio del sendero. Nos quedamos en el monumento más tiempo del previsto haciendo fotos, reorganizando las mochilas, tratando de convencernos para dar ese primer paso. Emocionados, asustados, sin hogar, gordos, moribundos, pero, por lo menos, si dábamos aquel primer paso, tendríamos un sitio adonde ir, un propósito. Realmente, a las tres y media de la tarde de un jueves, no teníamos nada mejor que hacer que empezar un recorrido de mil catorce kilómetros.

Escultura de Sarah Ward en Minehead
Inicio del sendero de la costa sudoeste de Inglaterra
Fotografía: Pinterest ArtPolitika

***
Frío por arriba, frío por los costados, frío por abajo. ¿Qué es lo que permite que un saco de dormir sea ultraligero? Nos quedó muy claro a las cuatro de la mañana, bajo la luz gris azulado de la tienda. A medida que el frío nos devoraba, comprendimos que el saco era ultraligero porque el aislamiento era menor, muchísimo menor.
***
Las primeras veces que nos habían preguntado cómo era que disponíamos de tanto tiempo libre para caminar hasta tan lejos, habíamos contestado la verdad: «Porque no tenemos un hogar, lo hemos perdido, pero no ha sido culpa nuestra. Vamos viendo adónde nos lleva el camino». La gente se apartaba y se quedaba tan impresionada que hasta se olvidaba de respirar. Siempre que pasaba esto, la conversación terminaba abruptamente cuando nuestros interlocutores se alejaban de nosotros a toda velocidad. Así que tuvimos que inventar una mentira que resultase más aceptable. Para ellos y para nosotros. Les decíamos que habíamos vendido nuestra casa con el propósito de vivir una aventura de madurez y que íbamos allí donde nos llevara el viento. (...) Esto provocaba resoplidos de «¡Guau!, ¡fantástico!, ¡inspirador!». ¿Qué diferencia había entre una historia y la otra? Solo una palabra, pero una que a ojos de la opinión pública lo cambiaba todo: vendido. Podíamos no tener un hogar después de haberlo vendido y haber metido el dinero en el banco. Eso era inspirador. O podíamos no tener un hogar después de haberlo perdido y habernos convertido en pobres y en unos parias sociales. Elegimos la primera opción. Con ella era más sencillo mantener conversaciones superficiales; más fácil para los demás, pero también para nosotros.

 Lo que no pierden Raynor y su marido es el sentido del humor, ese humor británico tan característico.

Bordeamos la punta y pasamos por el monumento en recuerdo a «los caídos». Estaba demasiado cansada para sacar las gafas y ponerme a leer toda la placa, así que no comprobé si había sido erigido para los caídos en la guerra, para los que se habían caído por el acantilado o para nosotros, caídos de la sociedad, de la esperanza, de la vida.
***
Estábamos desmontando la tienda cuando vimos que un grupo de ancianos en pantalón corto tipo cargo venía hacia nosotros con paso decidido.
 –Prepárate. Estamos a punto de recibir nuestra primera regañina por acampar donde no se debe.
 Moth puso su mejor "cara de amigo de los abuelitos" mientras yo intentaba mirar para otro lado.
 –¿Dónde está el Sendero de la Costa? –exigió jadeante un hombre que tenía la cara roja y respiraba entrecortadamente.
 –Estáis en él.
 –No, no es esto. El Sendero de la Costa está en la costa. Vamos a caminar hasta Tintagel.
 –El sendero es este. No está en la playa, está aquí, en el acantilado.
 –Bien. ¿Hay más colinas como esa de ahí?
 –Seis o siete. No lo sé, he perdido la cuenta.
 –Muy bien. Pues entonces ya nos podemos ir olvidando.
 Dieron media vuelta y se fueron refunfuñando y pisando fuerte por donde habían venido.
 –Debería llamarse Sendero de los Acantilados, no Sendero de la Costa.
***

Raynor Winn y Moth. Fotografía: Penguin

Nos sentamos a la entrada de la tienda metidos en los sacos de dormir hasta que se fue la luz y, con ella, el último de los surfistas. La marea se alejó y, cuando parecía como si dudara antes de regresar, llegaron las aves y reclamaron la playa vacía para ellas solas. Para corretear y llamarse unas a otras durante la noche, entre la arena y el agua.

 Después de esas líneas tan poéticas, quiero cerrar esta entrada con una estrofa de The Stone Beach, poema de Simon Armitage, con el que confundían a Moth durante una parte del camino, unas líneas para recordar en la playa el próximo verano:

«Spoilt for choice - which one to throw,
which to pocket and take home».
«Difícil elección: cuál tirar,
cuál guardar en el bolsillo y llevar a casa».
Simon Armitage,
«The Stone Beach» 

El sendero de la sal, de Raynor Winn (Capitán Swing)
Fotografía: Lucía Rodríguez

Nota: La gaviota que aparece en la fotografía que abre esta entrada pertenece al Museo de Ciencias Naturales del instituto Nuestra Señora de la Victoria de Málaga (Martiricos), y fue disecada por Manuel Garrido Sánchez, encargado también de la conservación de la colección del museo.


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