Cada uno por su lado y Dios contra todos. Memorias, de Werner Herzog Editorial Blackie Books. Fotografía: Pedro Delgado |
Cuando este libro entró en casa, allá por el mes de abril, yo ya sabía que terminaría engrosando la biblioteca del segundo de mis hijos. De hecho, en sus baldas ya figuran tres títulos anteriores del director alemán: Del caminar sobre el hielo (Gallo Nero, 2015), Conquista de lo inútil (Blackie Books, 2010) y Manual de supervivencia (El cuenco de plata, 2013). El segundo de ellos, lo tiene incluso firmado por el propio Herzog, que impartió una charla en la ECIB, la escuela de cine de Barcelona donde ha estudiado Dirección cinematográfica y donde este curso realizará un máster de Montaje cinematográfico.
Fue el 21 de octubre de 2021, cuando apenas llevaba tres semanas en la escuela. Un compañero le dijo que Werner Herzog iba a visitarlos, y él, incrédulo, pensó que se trataba de una broma. Cuando vio que la cosa iba en serio fue a una librería y se hizo con un ejemplar de Conquista de lo inútil, el diario de rodaje de Fitzcarraldo en el Amazonas.
La conquista de lo inútil, de Werner Herzog (Blackie Books) Fotografía: Pedro Delgado |
Cuando me lo contó por teléfono, le di unas instrucciones muy claras si quería que se lo dedicase, algo que, por otra parte, él ya pensaba hacer: «Siéntate lo más adelante posible y, en cuanto termine, lánzate a la mesa con el libro y el bolígrafo en la mano para que te lo firme. Va a firmar uno, dos o tres como mucho, y después alguien va a decir que el Sr. Herzog se tiene que marchar de inmediato por tal o cual compromiso». Efectivamente, Herzog solamente firmó un póster de Fitzcarraldo –colgado ahora en la escuela– y un par de libros antes de que una señora se lo llevara en volandas tras decir que no podía firmar nada más porque lo esperaban en otro lugar. Mi hijo intentó echarle el lazo durante el camino a la salida, donde lo esperaba un coche, pero Herzog, algo seco, rechazó su petición.
Esa misma tarde, proyectaban el documental Nómada: En las huellas de Bruce Chatwin, de Werner Herzog, en la Filmoteca de Catalunya, y allá que lo esperó mi hijo media hora antes armado de paciencia. Junto a él lo aguardaba un hombre con un póster de Aguirre, la cólera de Dios, y los dos se lanzaron a por el director nada más verlo aparecer. Tras firmar el póster, agarró su libro, y mientras caminaba y le decía que no se lo podía firmar porque se tenía que ir, estampó su firma en él. Todo muy Herzog. Aún se le dibuja una sonrisa en la cara al recordarlo.
Autógrafo de Werner Herzog en Conquista de lo inútil Fotografía: Pedro Delgado |
Con la satisfacción de la «prueba conseguida», se sentó a ver el documental sobre la figura del viajero y escritor británico del que yo tantas veces le había hablado. Mi hijo no había leído ninguna de sus novelas, pero había disfrutado con Cobra Verde, la adaptación cinematográfica de Herzog de la magnífica novela El virrey de Ouidah. El director alemán le dedica un capítulo de sus memorias –La mochila de Chatwin–, quince páginas en las que podemos leer cosas como estas:
Mientras preparaba Verdes hormigas en Australia, leí en un periódico que Bruce Chatwin había presentado en Sídney su nuevo libro, Colina negra. Conocía su extraordinario libro En la Patagonia y su novela El virrey de Ouidah, sobre un bandido brasileño que asciende hasta convertirse en el mayor traficante de esclavos de África Occidental y virrey de Dahomey. Yo había inventado la historia y escrito el guión de prácticamente todas mis películas, pero pensaba a menudo que esa novela podría ser la base de un largometraje. De repente, algo se despertó dentro de mí. Me puse en contacto con el editor en Sídney. No, Chatwin ya había desaparecido en las profundidades del outback, donde se estaba documentando para un nuevo libro. Dejé mi número de teléfono en Melbourne, donde estaba organizando el rodaje, y pedí que me avisaran en cuanto Chatwin volviera a estar localizable. Una semana más tarde recibí una llamada diciendo que, si telefoneaba a un determinado número del aeropuerto de Adelaida en los próximos sesenta minutos, podría hablar con él. Chatwin, para mi sorpresa, supo al momento quién era yo. Conocía varias de mis películas y, para mi sorpresa aún mayor, llevaba en la mochila mi libro Del caminar sobre el hielo, sobre mi caminata para reunirme con Lotte Eisner. Iba de regreso a Sídney y quería volver desde allí a Inglaterra. Le pregunté si podía desviarse a Melbourne y posponer su vuelo de regreso. Lo hizo sin dudar un segundo. Aterrizaría en Melbourne por la tarde. [...]
Como me encontraba en pleno rodaje de mi nueva película, acordamos que abordaría su historia del traficante de esclavos Francisco Manuel da Silva en cuanto surgiera la oportunidad y consiguiera la financiación. Por precaución, también le dije que me avisara si alguien más estuviera interesado en comprar su libro. Supongo que el motivo de la rápida afinidad que surgió entre nosotros fue que ambos habíamos vivido la experiencia de caminar. Para ser más precisos: ninguno de los dos éramos mochileros que lleváramos la casa a cuestas con la tienda, el saco de dormir y los utensilios de cocina, sino que recorríamos largas distancias a pie casi sin equipaje. [...]
A Bruce y a mí nuestra forma de caminar nos obligaba a buscar refugio y a relacionarnos con la gente, porque nuestra indefensión así lo requería. No recuerdo que ni a él ni a mí nos rechazaran nunca, porque en nuestra civilización existe un profundo instinto de hospitalidad, casi sagrado, que solo está aparentemente enterrado. [...]
Un día, Bruce me informó por carta de que David Bowie quería comprar los derechos de su novela El virrey de Ouidah. Al parecer, también quería interpretar el papel principal. Llamé a Bruce y le dije: «¡Dios mío! Bowie no es el tipo adecuado, es demasiado andrógino para el personaje». Bruce estuvo de acuerdo, así que reuní todo el dinero que pude y compré los derechos de la novela. Kinski iba a interpretar al bandido, cuyas actuaciones habían impresionado mucho a Bruce. Cobra Verde, que fue el título de la película de 1987, se convirtió en la última colaboración entre Kinski y yo después de cuatro largometrajes. Kinski era entonces una especie de demonio hundido en la locura [...], nunca volví a trabajar con Kinski después de aquello [...].
Herzog con Kinski durante el rodaje de Cobra Verde en 1987 Fotografía: Collection Christophel / Alamy Photo |
Invité a Bruce a Ghana para el rodaje de Cobra Verde, pero me respondió por escrito que estaba tan enfermo que ya no podía viajar. Había contraído un hongo muy raro que se estaba expandiendo por su médula ósea. Solo se había encontrado el mismo hongo en una ballena varada frente a la costa de Arabia y en unos murciélagos en una cueva de Yunnan, en el sur de China, que él había visitado. Pero más tarde resultó que la infección fúngica no era más que una consecuencia del sida. Seguí insistiéndole para que viniera y, de repente, su estado mejoró un poco y me preguntó si podía visitarme en silla de ruedas. Le contesté que el terreno del lugar no era apto para ello. Le escribí: «Te prepararé una litera con seis portadores, además de un hombre con una sombrilla voluminosa, como los que tienen los caciques locales como guardia de honor». No pudo resistirse. Después de todo, ya podía caminar, aunque solo distancias cortas. Escribió sobre su visita en su libro ¿Qué hago yo aquí? [...]
Herzog y Bruce tras de un maratón de conversación de 48 horas Fotografía: Archivo personal Werner Herzog |
El estado de Bruce se deterioró durante los dos años siguientes, sin que yo supiera lo mal que estaba. En 1987 estuvo en el festival Wagner de Bayreuth, donde dirigí Lohengrin. Fue hasta allí con su esposa Elizabeth y condujo la mayor parte del camino en su patito de hojalata, un Citroen 2 CV, un Dos Caballos. Posteriormente rodé un documental en el sur del Sáhara sobre el pueblo nómada de los wodaabe, más concretamente sobre una reunión tribal anual que celebraban en algún lugar del semidesierto de Níger, donde había una especie de mercado matrimonial. Allí eran los hombres, con toda probabilidad los más atractivos del mundo, los que se acicalaban y maquillaban en rituales que duraban días, y las mujeres elegían al más guapo y carismático. Elegían a uno de los bailarines para pasar la noche con él y lo devolvían si no les convencía. Le había hablado a Bruce sobre el documental y tenía muchas ganas de verlo. Cuando por fin terminé Wodaabe, los pastores del sol, recibí una llamada de Elizabeth desde Seillans, Provenza, donde Bruce se había refugiado en un viejo edificio. Se encontraba muy mal, pero quería ver mi documental sin falta. Me subí al coche y conduje desde Múnich para verlo. Llevaba mi película en una cinta de vídeo.
Wodaabe, los pastores del sol Werner Herzog |
Cuando llegué, Elizabeth me detuvo en la puerta y me preguntó en un susurro si realmente quería entrar, pues Bruce se estaba muriendo. aunque esto me dio un momento para mentalizarme, justo después me quedé profundamente conmocionado. Todo lo que quedaba de Bruce era el esqueleto, dos grandes ojos brillando en su cráneo. Apenas podía hablar. Pidió quedarse a solas conmigo. Tenía la boca y la garganta cubiertas con una pálida capa de hongos que se había extendido a los pulmones. Lo primero que me dijo fue:
–Me estoy muriendo.
Le contesté:
–Ya lo veo, Bruce.
Quería que le ayudara a poner fin a su agonía y me pidió que lo matara. Le dije:
–¿Crees que debería matarte a golpes con un bate de béisbol o asfixiarte con una almohada?
Pero él pensaba más bien en una droga de efecto rápido. ¿Por qué no se lo había pedido a Elizabeth? No, dijo, era demasiado católica, imposible pedírselo. No volvió a plantearme su petición. Quería ver la película y le enseñé los primeros quince minutos. Luego se quedó inconsciente. cuando recobró el conocimiento, pidió ver el resto, y así la vio trozo a trozo. Fueron las últimas imágenes que vio. Le dolían las piernas, que él llamaba «sus chicas» y que ahora solo eran como husos de hueso. Me pidió que las cambiara de posición y así lo hice. Entonces se despertó de un semicoma y gritó:
–¡Tengo que volver a la carretera, tengo que volver a la carretera!
–Sí, bruce, ese es tu sitio –le respondí.
Se miró las piernas y vio que no le quedaba nada, ya no tenía cuerpo, solo un alma ardiente, y me dijo:
–La mochila me pesa demasiado.
–Bruce, soy fuerte, puedo cargar tu mochila por ti –le contesté.
Vio la película hasta el final. Después de casi dos días, me dijo que le daba vergüenza morir delante de mí y yo le dije que lo entendía, aunque no me habría dado miedo quedarme con él. Cuando, a petición suya, por fin iba a marcharme, me dijo en un momento de perfecta lucidez:
–Werner, quédate mi mochila. Tú la llevarás por mí.
Lo dejé y, unos días después, Elizabeth lo llevó a un hospital de Niza, donde murió horas más tardes. Fue ella quien me envió la mochila de Bruce, que estaba guardada en su casa cerca de Oxford. La mochila no es un simple recuerdo, sino que la uso de verdad. Es la más preciada de todas mis posesiones materiales, hecha de un resistente cuero por un guarnicionero de Cirencester.
La historia de aquella amistad y de la mochila estaba recogida en Nómada: En las huellas de Bruce Chatwin, el documental que mi hijo había ido a ver a la Filmoteca, del que aquí les muestro el tráiler.
Pero vayamos al inicio de Cada uno por su lado y Dios contra todos, las memorias de Werner Herzog (Múnich, 1942) editadas este año por Blackie Books con traducción de Marina Bornas Montaña. El libro se abre con una breve introducción del propio cineasta y aventurero bávaro, a la que sigue una cita de Gilgamesh, que desde que reseñé Gilgamesh. Más allá del confín del mundo (Ediciones Siruela) parece que me está persiguiendo.
Enkidu suspiró amargamente y dijo:
«Gilgamesh, el guardián del bosque nunca duerme».
Gilgamesh respondió:
«¿Dónde está el hombre que puede subir al cielo?».
Comienza Herzog el prólogo de sus memorias con el final de una de sus películas más icónicas, Aguirre, la cólera de Dios.
En un principio mi película Aguirre, la cólera de Dios iba a terminar así: cuando la balsa de los conquistadores españoles llega a la desembocadura del Amazonas, solo hay cadáveres a bordo. El único que sigue vivo es un loro parlanchín. Cuando la marea del Atlántico devuelve la balsa al caudaloso río, el loro grita sin cesar: «¡El Dorado, El Dorado!». Mientras rodábamos, sin embargo, encontré un desenlace mucho más bonito: cientos de monitos invaden la balsa y Aguirre fantasea con ellos sobre su nuevo imperio mundial. Hace poco me topé con un relato no confirmado sobre el final del personaje –ese sí, históricamente confirmado– de Aguirre. Abandonado por todos, tras haber asesinado a su propia hija para que no tuviera que presenciar su caída en desgracia, ordena al único hombre que le permanece fiel que le dispare. Este lo apunta con el mosquete y la bala le impacta en el pecho. «Eso no ha sido nada», protesta Aguirre, y le ordena disparar de nuevo. El hombre le da entonces en el corazón. «Esto debería bastar», dice Aguirre, y cae muerto.
Estoy seguro de que el desenlace de los monos es la más hermosa de todas las alternativas, pero me pregunto cuántas posibilidades, de cuántas alternativas no vividas he dispuesto. No solo como inventor de historias, sino en la vida misma. Alternativas que nunca se han hecho realidad, o solo lo han llegado a ser muchos años después.
De lo vivido en sus ochenta y un años nos hablará Herzog en estas páginas bajo el mismo título que ya utilizó para su película El enigma de Kaspar Hauser; aunque en aquella ocasión «casi nadie fue capaz de reproducirlo con exactitud».
Nos cuenta primero de su familia materna y paterna, y de su infancia arcaica, dura y austera, sin agua corriente ni otras comodidades, en una granja de Sachrang en la posguerra.
Mi hermano Till y yo crecimos rodeados de miseria, pero nunca fuimos conscientes de que éramos pobres, excepto quizá durante los primeros dos o tres años después de la guerra. Siempre teníamos hambre y mi madre no podía traer suficiente comida. Comíamos ensaladas de hojas de diente de león, y mi madre hacía jarabe de llantén y brotes de abeto frescos. Lo primero era más bien una medicina para la tos y los resfriados, mientras que lo segundo sustituía al azúcar. Solo una vez a la semana el panadero del pueblo nos daba una hogaza alargada de pan que cambiábamos por nuestras fichas de racionamiento. Con un cuchillo, nuestra madre hacía una marca en el pan para cada día, de lunes a domingo, lo que equivalía a una rebanada diaria para cada uno. Cuando el hambre apretaba de verdad, nos daba la ración del día siguiente porque esperaba encontrar algo más, pero normalmente el viernes ya habíamos terminado el pan, y los sábados y domingos se hacían especialmente duros. El recuerdo más intenso que tengo de mi madre, grabado a fuego en mi mente para siempre, es un momento en que mi hermano y yo estábamos aferrados a su falda, llorando de hambre. Ella se soltó con una fuerte sacudida y se volvió bruscamente, y en su rostro había una ira y desesperación que nunca había visto ni volvería a ver jamás. Entonces, con mucha calma y dominio de sí misma, dijo:
–Muchachos, si pudiera cortarme un trozo de carne de las costillas, lo haría, pero no puedo.
En ese momento aprendimos a no volver a quejarnos. La cultura del lloriqueo me resulta aborrecible.
Herzog también se detiene en sus viajes y aventuras de juventud, y en su estancia con su familia en la pensión de la Elisabethstrabe de Múnich, donde además de aprender a arreglárselas con el mínimo espacio y a concentrarse en medio del caos, conocería por vez primera al actor Klaus Kinski, con quien más adelante mantendría una complicada relación.
Así pues, sabía dónde me metía cuando empecé a trabajar con él quince años después.
Como no podía ser de otra manera, Herzog recoge en su libro su amplia trayectoria cinematográfica, tanto detrás como delante de la cámara, contando anécdotas, tan interesantes como increíbles, de sus rodajes.
En aquella época, Till y yo viajamos desde Lima a los Andes. Originalmente, Aguirre tenía que empezar sobre un glaciar a gran altura, con el plano de una lejana hilera de gente y animales, conquistadores españoles y esclavos indios encadenados, alpacas y una piara de cerdos negros, mosquetes, cañones y palanquines. Se suponía que los cerdos se tambalearían por el serpenteante camino aquejados de mal de altura, y quise hacer pruebas de ello con un veterinario, pero al final descarté la idea. Para facilitar el rodaje, busqué un glaciar cercano a una carretera transitable, y Till y yo condujimos tres horas, subiendo sin parar, desde lima, que está al nivel del mar, hasta el paso de Ticlio, situado a poco menos de cinco mil metros de altitud. En la cima había empezado a nevar y nosotros nos encontrábamos fatal debido al mal de altura. Decidimos descender por una carretera secundaria en busca del glaciar adecuado, pero el pavimento se hallaba en muy mal estado y por el camino fuimos encontrando cada vez más puntos que apenas eran transitables, en los cuales los corrimientos de tierra habían inundado o barrido en parte la carretera. La nevada era cada vez más copiosa. Finalmente encontramos una recóndita aldea donde resguardarnos. En cuanto llegamos a la plaza del pueblo, sin embargo, nos rodeó una multitud enfurecida. Los hombres golpeaban el coche con los puños. Detrás de nosotros, otro grupo bloqueaba la entrada del pueblo con piedras pesadas y, enfrente, en la salida, hacían otro tanto. Nos bajamos porque consideramos que era más peligroso quedarse en el coche. Empezaron a tironearnos, pero nosotros permanecimos impasibles. Algunos de los hombres que hablaban quechua entendían el español y traté de averiguar lo que estaba pasando en mitad de aquella salvaje conmoción. Aún hoy no tengo muy claro qué nos llevó a aquella situación pero, por lo que pude descifrar entre gritos, creo que tenía que ver con un accidente en una mina cercana en el que habían muerto trabajadores indígenas. Los aldeanos nos habían tomado por los ingenieros encargados de la mina. Sin embargo, de alguna manera, acabaron por darse cuenta de que no teníamos nada que ver con aquello y nos acompañaron a la posada, donde quisieron beber pisco con nosotros para hacer las paces. Pero a nosotros no nos apetecía beber, estábamos mareadísimos y a punto de vomitar, y yo tenía un dolor de cabeza tremendo. Entonces, para compensarnos, nos acostaron en un lecho de paja y trajeron a dos mujeres jóvenes. «Podéis montar estos potrillos toda la noche», nos dijeron. Fue una imagen extraña que me quedó grabada en la mente para siempre. Ambas mujeres se quedaron delante de nosotros, descalzas y vestidas con varias capas de gruesas faldas. El frío no parecía afectarlas. Sus mejillas tenían el intenso rubor de las personas que viven a gran altitud. Ambas llevaban el bombín característico de las mujeres quechuas. Se lo habían quitado y lo mantenían en alto. Y así permanecieron largo rato, escultóricas, como cinceladas en otra realidad. Yo no comprendía nada de esta manifestación tan ajena; estaba excluido de la realidad que me rodeaba, pero seguía profundamente inmerso en su misterio.
***
[Referido al rodaje de Fitzcarraldo] Pero nuestras desgracias eran muy tangibles, muy concretas. Tuvimos dos accidentes de avión, ambos Cessna monomotor, uno con suministros y otro con varios figurantes indígenas a bordo. En el despegue del último, una rama se enroscó y se enganchó en el plano de cola, el estabilizador horizontal de la cola del avión, y obligó a hacer al aparato un giro casi completo. Todos los ocupantes resultaron heridos y uno de ellos quedó parapléjico. Todavía me pesa en el alma. Más tarde le montamos un negocio en su pueblo para que así pudiera ganarse la vida. A uno de nuestros leñadores le mordió una serpiente, una shushupe, la más venenosa de todas. Él mismo sabía que en sesenta segundos entraría en parada respiratoria y cardíaca. El campamento con nuestro médico y el antídoto adecuado estaba a veinte minutos, así que cogió la motosierra del suelo, la puso en marcha y se amputó el pie. Sobrevivió. Tres de nuestros trabajadores locales fueron atacados por indios amahuacas a altas horas de la noche mientras se dirigían al Cenepa a pescar. Los amahuacas eran unos seminómadas que vivían a diez días de viaje río arriba, en las montañas. Eran radicalmente contrarios a cualquier contacto con la civilización, pero como estábamos viviendo la estación más seca que se recordaba, habían bajado siguiendo el curso del río medio seco, presumiblemente en busca de huevos de tortuga. Dispararon a nuestra gente con flechas de casi dos metros de largo e hirieron a un hombre en el cuello con una punta de bambú de treinta centímetros afilada como una navaja. La joven que yacía junto al hombre se despertó con el estruendo, pensando que un jaguar se le había lanzado a la yugular, y cogió una rama aún incandescente del fuego. Su brusco movimiento hacia las brasas la salvó por el momento. La alcanzaron simultáneamente tres flechas, tal vez dirigidas al cuello. Una le entró por el abdomen y se le rompió en el interior de la pelvis, otra le alcanzó el borde del hueso de la cadera y la tercera se le clavó justo al lado. El tercer herido tenía una escopeta, con la que disparó a ciegas en la oscuridad. Los atacantes huyeron. Al día siguiente, los ilesos trajeron a los dos heridos graves a nuestro campamento y decidimos operarlos in situ porque, de haber intentado trasladarlos, habrían muerto. Nuestro médico y el muy capacitado paramédico local operaron en la mesa de la cocina, y yo les ayudé iluminando con una potente linterna la cavidad abdominal abierta de la mujer. Con la otra mano sostenía una lata de insecticida para mantener a raya las nubes de mosquitos atraídos por la sangre. Ambos sobrevivieron.
El capítulo dedicado al alpinista Reinhold Messner, al Gasherbrum y el Cerro Torre en la Patagonia, donde rodó respectivamente el documental Gasherbrum, la montaña luminosa y el largometraje Grito de piedra, también hará las delicias de los amantes de la montaña.
Herzog con Reinhold Messner en el rodaje de Gasherbrum Fotografía: Archivo personal de Werner Herzog (1984) |
[Durante el rodaje de Grito de piedra] En cuestión de segundos nos encontramos en medio de una tormenta de nieve en la que no veíamos más allá de nuestra propia mano extendida, con ráfagas de viento de unos doscientos kilómetros por hora y una temperatura de veinte grados bajo cero. Nos aferramos unos a otros y llegamos a una sólida pared de nieve en la que nos atrincheramos. Llevábamos un piolet y la cuerda que Glowacz necesitaba para rodar su escena, pero no teníamos ni tienda, ni sacos de dormir ni comida.
Igual de escalofriante resulta comprobar las veces que ha salvado la vida por azar o por lo que él llama suerte existencial: un vuelo que se cancela, una cita a la que no asiste...
Al terminar Fitzcarraldo, en la década de los ochenta, la organización paramilitar Sendero Luminoso había ganado protagonismo en Perú. Cuando iniciaron su actividad terrorista en la sierra de Ayacucho, se desconocía por completo su estructura de mando e ideología. Era casi impenetrable desde el exterior. Masacraron a la población rural y el ejército peruano respondió con idéntica brutalidad. Consideramos hacer juntos un documental sobre ellos. Denis [se refiere al fotoperiodista de guerra Denis Reichle] estableció los primeros contactos y se acercó con cautela a la organización guerrillera a lo largo de un período de cinco meses. Recibimos una invitación para reunirnos con los altos mandos. También habían invitado a otros periodistas, pero Denis me dijo que había estado investigando el asunto con discreción a través de todos los contactos posibles y que era demasiado oscuro para él. Le pregunté qué debíamos hacer y solo me contestó: «No iremos». Así pues, la reunión se celebró sin nosotros y los ocho periodistas que asistieron a ella cayeron en una trampa. Les cortaron la cabeza a todos.
Herzog estaba escribiendo el final de sus memorias cuando levantó la vista y observó al otro lado de la ventana un colibrí que se precipitó hacia él. En ese momento decidió dejar de escribir, de ahí que la última frase se interrumpa en el momento en el que estaba. Un cierre abrupto, como el que nos espera a todos al final de nuestras vidas. Tras ese no punto final, viene anotada su filmografía, sus producciones de ópera y unos agradecimientos, entre los que incluye a su esposa Lena por haberle propuesto escribir este libro -«sino lo escribirá otro cuando te mueras»-. Desde este espacio, yo también quiero darle las gracias por ello. Y a Blackie Books por editarlo.
En el laberinto de los recuerdos me pregunto a menudo hasta qué punto fluctúan, qué fue importante en qué momento y cómo hay tanto que se ha evaporado o adoptado otros colores primarios. ¿Cuánto hay de cierto en nuestros recuerdos?
Como es normal, el libro te lleva a querer ver o revisitar las películas más famosas del director alemán, y estas, a su vez, te hacen volver a sus páginas, en un ciclo que es todo un disfrute para los que amamos el cine, la literatura, la aventura y los viajes.