lunes, 30 de septiembre de 2024

LAS MEMORIAS DE WERNER HERZOG


Cada uno por su lado y Dios contra todos. Memorias, de Werner Herzog
Editorial Blackie Books. Fotografía: Pedro Delgado

Cuando este libro entró en casa, allá por el mes de abril, yo ya sabía que terminaría engrosando la biblioteca del segundo de mis hijos. De hecho, en sus baldas ya figuran tres títulos anteriores del director alemán: Del caminar sobre el hielo (Gallo Nero, 2015), Conquista de lo inútil (Blackie Books, 2010) y Manual de supervivencia (El cuenco de plata, 2013). El segundo de ellos, lo tiene incluso firmado por el propio Herzog, que impartió una charla en la ECIB, la escuela de cine de Barcelona donde ha estudiado Dirección cinematográfica y donde este curso realizará un máster de Montaje cinematográfico.

 Fue el 21 de octubre de 2021, cuando apenas llevaba tres semanas en la escuela. Un compañero le dijo que Werner Herzog iba a visitarlos, y él, incrédulo, pensó que se trataba de una broma. Cuando vio que la cosa iba en serio fue a una librería y se hizo con un ejemplar de Conquista de lo inútil, el diario de rodaje de Fitzcarraldo en el Amazonas.

La conquista de lo inútil, de Werner Herzog (Blackie Books)
Fotografía: Pedro Delgado

 Cuando me lo contó por teléfono, le di unas instrucciones muy claras si quería que se lo dedicase, algo que, por otra parte, él ya pensaba hacer: «Siéntate lo más adelante posible y, en cuanto termine, lánzate a la mesa con el libro y el bolígrafo en la mano para que te lo firme. Va a firmar uno, dos o tres como mucho, y después alguien va a decir que el Sr. Herzog se tiene que marchar de inmediato por tal o cual compromiso». Efectivamente, Herzog solamente firmó un póster de Fitzcarraldo –colgado ahora en la escuela– y un par de libros antes de que una señora se lo llevara en volandas tras decir que no podía firmar nada más porque lo esperaban en otro lugar. Mi hijo intentó echarle el lazo durante el camino a la salida, donde lo esperaba un coche, pero Herzog, algo seco, rechazó su petición.

 Esa misma tarde, proyectaban el documental Nómada: En las huellas de Bruce Chatwin, de Werner Herzog, en la Filmoteca de Catalunya, y allá que lo esperó mi hijo media hora antes armado de paciencia. Junto a él lo aguardaba un hombre con un póster de Aguirre, la cólera de Dios, y los dos se lanzaron a por el director nada más verlo aparecer. Tras firmar el póster, agarró su libro, y mientras caminaba y le decía que no se lo podía firmar porque se tenía que ir, estampó su firma en él. Todo muy Herzog. Aún se le dibuja una sonrisa en la cara al recordarlo.

Autógrafo de Werner Herzog en Conquista de lo inútil
Fotografía: Pedro Delgado

 Con la satisfacción de la «prueba conseguida», se sentó a ver el documental sobre la figura del viajero y escritor británico del que yo tantas veces le había hablado. Mi hijo no había leído ninguna de sus novelas, pero había disfrutado con Cobra Verde, la adaptación cinematográfica de Herzog de la magnífica novela El virrey de Ouidah. El director alemán le dedica un capítulo de sus memorias –La mochila de Chatwin–, quince páginas en las que podemos leer cosas como estas:

Mientras preparaba Verdes hormigas en Australia, leí en un periódico que Bruce Chatwin había presentado en Sídney su nuevo libro, Colina negra. Conocía su extraordinario libro En la Patagonia y su novela El virrey de Ouidah, sobre un bandido brasileño que asciende hasta convertirse en el mayor traficante de esclavos de África Occidental y virrey de Dahomey. Yo había inventado la historia y escrito el guión de prácticamente todas mis películas, pero pensaba a menudo que esa novela podría ser la base de un largometraje. De repente, algo se despertó dentro de mí. Me puse en contacto con el editor en Sídney. No, Chatwin ya había desaparecido en las profundidades del outback, donde se estaba documentando para un nuevo libro. Dejé mi número de teléfono en Melbourne, donde estaba organizando el rodaje, y pedí que me avisaran en cuanto Chatwin volviera a estar localizable. Una semana más tarde recibí una llamada diciendo que, si telefoneaba a un determinado número del aeropuerto de Adelaida en los próximos sesenta minutos, podría hablar con él. Chatwin, para mi sorpresa, supo al momento quién era yo. Conocía varias de mis películas y, para mi sorpresa aún mayor, llevaba en la mochila mi libro Del caminar sobre el hielo, sobre mi caminata para reunirme con Lotte Eisner. Iba de regreso a Sídney y quería volver desde allí a Inglaterra. Le pregunté si podía desviarse a Melbourne y posponer su vuelo de regreso. Lo hizo sin dudar un segundo. Aterrizaría en Melbourne por la tarde. [...]
 Como me encontraba en pleno rodaje de mi nueva película, acordamos que abordaría su historia del traficante de esclavos Francisco Manuel da Silva en cuanto surgiera la oportunidad y consiguiera la financiación. Por precaución, también le dije que me avisara si alguien más estuviera interesado en comprar su libro. Supongo que el motivo de la rápida afinidad que surgió entre nosotros fue que ambos habíamos vivido la experiencia de caminar. Para ser más precisos: ninguno de los dos éramos mochileros que lleváramos la casa a cuestas con la tienda, el saco de dormir y los utensilios de cocina, sino que recorríamos largas distancias a pie casi sin equipaje. [...]
 A Bruce y a mí nuestra forma de caminar nos obligaba a buscar refugio y a relacionarnos con la gente, porque nuestra indefensión así lo requería. No recuerdo que ni a él ni a mí nos rechazaran nunca, porque en nuestra civilización existe un profundo instinto de hospitalidad, casi sagrado, que solo está aparentemente enterrado. [...]
 Un día, Bruce me informó por carta de que David Bowie quería comprar los derechos de su novela El virrey de Ouidah. Al parecer, también quería interpretar el papel principal. Llamé a Bruce y le dije: «¡Dios mío! Bowie no es el tipo adecuado, es demasiado andrógino para el personaje». Bruce estuvo de acuerdo, así que reuní todo el dinero que pude y compré los derechos de la novela. Kinski iba a interpretar al bandido, cuyas actuaciones habían impresionado mucho a Bruce. Cobra Verde, que fue el título de la película de 1987, se convirtió en la última colaboración entre Kinski y yo después de cuatro largometrajes. Kinski era entonces una especie de demonio hundido en la locura [...], nunca volví a trabajar con Kinski después de aquello [...].
Herzog con Kinski durante el rodaje de Cobra Verde en 1987
Fotografía: Collection Christophel / Alamy Photo
 Invité a Bruce a Ghana para el rodaje de Cobra Verde, pero me respondió por escrito que estaba tan enfermo que ya no podía viajar. Había contraído un hongo muy raro que se estaba expandiendo por su médula ósea. Solo se había encontrado el mismo hongo en una ballena varada frente a la costa de Arabia y en unos murciélagos en una cueva de Yunnan, en el sur de China, que él había visitado. Pero más tarde resultó que la infección fúngica no era más que una consecuencia del sida. Seguí insistiéndole para que viniera y, de repente, su estado mejoró un poco y me preguntó si podía visitarme en silla de ruedas. Le contesté que el terreno del lugar no era apto para ello. Le escribí: «Te prepararé una litera con seis portadores, además de un hombre con una sombrilla voluminosa, como los que tienen los caciques locales como guardia de honor». No pudo resistirse. Después de todo, ya podía caminar, aunque solo distancias cortas. Escribió sobre su visita en su libro ¿Qué hago yo aquí? [...]
Herzog y Bruce tras de un maratón de conversación de 48 horas
Fotografía: Archivo personal Werner Herzog
 El estado de Bruce se deterioró durante los dos años siguientes, sin que yo supiera lo mal que estaba. En 1987 estuvo en el festival Wagner de Bayreuth, donde dirigí Lohengrin. Fue hasta allí con su esposa Elizabeth y condujo la mayor parte del camino en su patito de hojalata, un Citroen 2 CV, un Dos Caballos. Posteriormente rodé un documental en el sur del Sáhara sobre el pueblo nómada de los wodaabe, más concretamente sobre una reunión tribal anual que celebraban en algún lugar del semidesierto de Níger, donde había una especie de mercado matrimonial. Allí eran los hombres, con toda probabilidad los más atractivos del mundo, los que se acicalaban y maquillaban en rituales que duraban días, y las mujeres elegían al más guapo y carismático. Elegían a uno de los bailarines para pasar la noche con él y lo devolvían si no les convencía. Le había hablado a Bruce sobre el documental y tenía muchas ganas de verlo. Cuando por fin terminé Wodaabe, los pastores del sol, recibí una llamada de Elizabeth desde Seillans, Provenza, donde Bruce se había refugiado en un viejo edificio. Se encontraba muy mal, pero quería ver mi documental sin falta. Me subí al coche y conduje desde Múnich para verlo. Llevaba mi película en una cinta de vídeo.
Wodaabe, los pastores del sol
Werner Herzog
 Cuando llegué, Elizabeth me detuvo en la puerta y me preguntó en un susurro si realmente quería entrar, pues Bruce se estaba muriendo. aunque esto me dio un momento para mentalizarme, justo después me quedé profundamente conmocionado. Todo lo que quedaba de Bruce era el esqueleto, dos grandes ojos brillando en su cráneo. Apenas podía hablar. Pidió quedarse a solas conmigo. Tenía la boca y la garganta cubiertas con una pálida capa de hongos que se había extendido a los pulmones. Lo primero que me dijo fue:
 –Me estoy muriendo.
 Le contesté:
 –Ya lo veo, Bruce.
 Quería que le ayudara a poner fin a su agonía y me pidió que lo matara. Le dije:
 –¿Crees que debería matarte a golpes con un bate de béisbol o asfixiarte con una almohada?
 Pero él pensaba más bien en una droga de efecto rápido. ¿Por qué no se lo había pedido a Elizabeth? No, dijo, era demasiado católica, imposible pedírselo. No volvió a plantearme su petición. Quería ver la película y le enseñé los primeros quince minutos. Luego se quedó inconsciente. cuando recobró el conocimiento, pidió ver el resto, y así la vio trozo a trozo. Fueron las últimas imágenes que vio. Le dolían las piernas, que él llamaba «sus chicas» y que ahora solo eran como husos de hueso. Me pidió que las cambiara de posición y así lo hice. Entonces se despertó de un semicoma y gritó:
 –¡Tengo que volver a la carretera, tengo que volver a la carretera!
 –Sí, bruce, ese es tu sitio –le respondí.
 Se miró las piernas y vio que no le quedaba nada, ya no tenía cuerpo, solo un alma ardiente, y me dijo:
 –La mochila me pesa demasiado.
 –Bruce, soy fuerte, puedo cargar tu mochila por ti –le contesté.
 Vio la película hasta el final. Después de casi dos días, me dijo que le daba vergüenza morir delante de mí y yo le dije que lo entendía, aunque no me habría dado miedo quedarme con él. Cuando, a petición suya, por fin iba a marcharme, me dijo en un momento de perfecta lucidez:
 –Werner, quédate mi mochila. Tú la llevarás por mí.
 Lo dejé y, unos días después, Elizabeth lo llevó a un hospital de Niza, donde murió horas más tardes. Fue ella quien me envió la mochila de Bruce, que estaba guardada en su casa cerca de Oxford. La mochila no es un simple recuerdo, sino que la uso de verdad. Es la más preciada de todas mis posesiones materiales, hecha de un resistente cuero por un guarnicionero de Cirencester.

 La historia de aquella amistad y de la mochila estaba recogida en Nómada: En las huellas de Bruce Chatwin, el documental que mi hijo había ido a ver a la Filmoteca, del que aquí les muestro el tráiler.

 Pero vayamos al inicio de Cada uno por su lado y Dios contra todos, las memorias de Werner Herzog (Múnich, 1942) editadas este año por Blackie Books con traducción de Marina Bornas Montaña. El libro se abre con una breve introducción del propio cineasta y aventurero bávaro, a la que sigue una cita de Gilgamesh, que desde que reseñé Gilgamesh. Más allá del confín del mundo (Ediciones Siruela) parece que me está persiguiendo.

Enkidu suspiró amargamente y dijo:
«Gilgamesh, el guardián del bosque nunca duerme».
Gilgamesh respondió:
«¿Dónde está el hombre que puede subir al cielo?».

 Comienza Herzog el prólogo de sus memorias con el final de una de sus películas más icónicas, Aguirre, la cólera de Dios.

En un principio mi película Aguirre, la cólera de Dios iba a terminar así: cuando la balsa de los conquistadores españoles llega a la desembocadura del Amazonas, solo hay cadáveres a bordo. El único que sigue vivo es un loro parlanchín. Cuando la marea del Atlántico devuelve la balsa al caudaloso río, el loro grita sin cesar: «¡El Dorado, El Dorado!». Mientras rodábamos, sin embargo, encontré un desenlace mucho más bonito: cientos de monitos invaden la balsa y Aguirre fantasea con ellos sobre su nuevo imperio mundial. Hace poco me topé con un relato no confirmado sobre el final del personaje –ese sí, históricamente confirmado– de Aguirre. Abandonado por todos, tras haber asesinado a su propia hija para que no tuviera que presenciar su caída en desgracia, ordena al único hombre que le permanece fiel que le dispare. Este lo apunta con el mosquete y la bala le impacta en el pecho. «Eso no ha sido nada», protesta Aguirre, y le ordena disparar de nuevo. El hombre le da entonces en el corazón. «Esto debería bastar», dice Aguirre, y cae muerto.
 Estoy seguro de que el desenlace de los monos es la más hermosa de todas las alternativas, pero me pregunto cuántas posibilidades, de cuántas alternativas no vividas he dispuesto. No solo como inventor de historias, sino en la vida misma. Alternativas que nunca se han hecho realidad, o solo lo han llegado a ser muchos años después.

 De lo vivido en sus ochenta y un años nos hablará Herzog en estas páginas bajo el mismo título que ya utilizó para su película El enigma de Kaspar Hauser; aunque en aquella ocasión «casi nadie fue capaz de reproducirlo con exactitud».

 Nos cuenta primero de su familia materna y paterna, y de su infancia arcaica, dura y austera, sin agua corriente ni otras comodidades, en una granja de Sachrang en la posguerra.

Mi hermano Till y yo crecimos rodeados de miseria, pero nunca fuimos conscientes de que éramos pobres, excepto quizá durante los primeros dos o tres años después de la guerra. Siempre teníamos hambre y mi madre no podía traer suficiente comida. Comíamos ensaladas de hojas de diente de león, y mi madre hacía jarabe de llantén y brotes de abeto frescos. Lo primero era más bien una medicina para la tos y los resfriados, mientras que lo segundo sustituía al azúcar. Solo una vez a la semana el panadero del pueblo nos daba una hogaza alargada de pan que cambiábamos por nuestras fichas de racionamiento. Con un cuchillo, nuestra madre hacía una marca en el pan para cada día, de lunes a domingo, lo que equivalía a una rebanada diaria para cada uno. Cuando el hambre apretaba de verdad, nos daba la ración del día siguiente porque esperaba encontrar algo más, pero normalmente el viernes ya habíamos terminado el pan, y los sábados y domingos se hacían especialmente duros. El recuerdo más intenso que tengo de mi madre, grabado a fuego en mi mente para siempre, es un momento en que mi hermano y yo estábamos aferrados a su falda, llorando de hambre. Ella se soltó con una fuerte sacudida y se volvió bruscamente, y en su rostro había una ira y desesperación que nunca había visto ni volvería a ver jamás. Entonces, con mucha calma y dominio de sí misma, dijo:
 –Muchachos, si pudiera cortarme un trozo de carne de las costillas, lo haría, pero no puedo.
 En ese momento aprendimos a no volver a quejarnos. La cultura del lloriqueo me resulta aborrecible.

 Herzog también se detiene en sus viajes y aventuras de juventud, y en su estancia con su familia en la pensión de la Elisabethstrabe de Múnich, donde además de aprender a arreglárselas con el mínimo espacio y a concentrarse en medio del caos, conocería por vez primera al actor Klaus Kinski, con quien más adelante mantendría una complicada relación.

Así pues, sabía dónde me metía cuando empecé a trabajar con él quince años después.

 Como no podía ser de otra manera, Herzog recoge en su libro su amplia trayectoria cinematográfica, tanto detrás como delante de la cámara, contando anécdotas, tan interesantes como increíbles, de sus rodajes.

En aquella época, Till y yo viajamos desde Lima a los Andes. Originalmente, Aguirre tenía que empezar sobre un glaciar a gran altura, con el plano de una lejana hilera de gente y animales, conquistadores españoles y esclavos indios encadenados, alpacas y una piara de cerdos negros, mosquetes, cañones y palanquines. Se suponía que los cerdos se tambalearían por el serpenteante camino aquejados de mal de altura, y quise hacer pruebas de ello con un veterinario, pero al final descarté la idea. Para facilitar el rodaje, busqué un glaciar cercano a una carretera transitable, y Till y yo condujimos tres horas, subiendo sin parar, desde lima, que está al nivel del mar, hasta el paso de Ticlio, situado a poco menos de cinco mil metros de altitud. En la cima había empezado a nevar y nosotros nos encontrábamos fatal debido al mal de altura. Decidimos descender por una carretera secundaria en busca del glaciar adecuado, pero el pavimento se hallaba en muy mal estado y por el camino fuimos encontrando cada vez más puntos que apenas eran transitables, en los cuales los corrimientos de tierra habían inundado o barrido en parte la carretera. La nevada era cada vez más copiosa. Finalmente encontramos una recóndita aldea donde resguardarnos. En cuanto llegamos a la plaza del pueblo, sin embargo, nos rodeó una multitud enfurecida. Los hombres golpeaban el coche con los puños. Detrás de nosotros, otro grupo bloqueaba la entrada del pueblo con piedras pesadas y, enfrente, en la salida, hacían otro tanto. Nos bajamos porque consideramos que era más peligroso quedarse en el coche. Empezaron a tironearnos, pero nosotros permanecimos impasibles. Algunos de los hombres que hablaban quechua entendían el español y traté de averiguar lo que estaba pasando en mitad de aquella salvaje conmoción. Aún hoy no tengo muy claro qué nos llevó a aquella situación pero, por lo que pude descifrar entre gritos, creo que tenía que ver con un accidente en una mina cercana en el que habían muerto trabajadores indígenas. Los aldeanos nos habían tomado por los ingenieros encargados de la mina. Sin embargo, de alguna manera, acabaron por darse cuenta de que no teníamos nada que ver con aquello y nos acompañaron a la posada, donde quisieron beber pisco con nosotros para hacer las paces. Pero a nosotros no nos apetecía beber, estábamos mareadísimos y a punto de vomitar, y yo tenía un dolor de cabeza tremendo. Entonces, para compensarnos, nos acostaron en un lecho de paja y trajeron a dos mujeres jóvenes. «Podéis montar estos potrillos toda la noche», nos dijeron. Fue una imagen extraña que me quedó grabada en la mente para siempre. Ambas mujeres se quedaron delante de nosotros, descalzas y vestidas con varias capas de gruesas faldas. El frío no parecía afectarlas. Sus mejillas tenían el intenso rubor de las personas que viven a gran altitud. Ambas llevaban el bombín característico de las mujeres quechuas. Se lo habían quitado y lo mantenían en alto. Y así permanecieron largo rato, escultóricas, como cinceladas en otra realidad. Yo no comprendía nada de esta manifestación tan ajena; estaba excluido de la realidad que me rodeaba, pero seguía profundamente inmerso en su misterio.
***
[Referido al rodaje de Fitzcarraldo] Pero nuestras desgracias eran muy tangibles, muy concretas. Tuvimos dos accidentes de avión, ambos Cessna monomotor, uno con suministros y otro con varios figurantes indígenas a bordo. En el despegue del último, una rama se enroscó y se enganchó en el plano de cola, el estabilizador horizontal de la cola del avión, y obligó a hacer al aparato un giro casi completo. Todos los ocupantes resultaron heridos y uno de ellos quedó parapléjico. Todavía me pesa en el alma. Más tarde le montamos un negocio en su pueblo para que así pudiera ganarse la vida. A uno de nuestros leñadores le mordió una serpiente, una shushupe, la más venenosa de todas. Él mismo sabía que en sesenta segundos entraría en parada respiratoria y cardíaca. El campamento con nuestro médico y el antídoto adecuado estaba a veinte minutos, así que cogió la motosierra del suelo, la puso en marcha y se amputó el pie. Sobrevivió. Tres de nuestros trabajadores locales fueron atacados por indios amahuacas a altas horas de la noche mientras se dirigían al Cenepa a pescar. Los amahuacas eran unos seminómadas que vivían a diez días de viaje río arriba, en las montañas. Eran radicalmente contrarios a cualquier contacto con la civilización, pero como estábamos viviendo la estación más seca que se recordaba, habían bajado siguiendo el curso del río medio seco, presumiblemente en busca de huevos de tortuga. Dispararon a nuestra gente con flechas de casi dos metros de largo e hirieron a un hombre en el cuello con una punta de bambú de treinta centímetros afilada como una navaja. La joven que yacía junto al hombre se despertó con el estruendo, pensando que un jaguar se le había lanzado a la yugular, y cogió una rama aún incandescente del fuego. Su brusco movimiento hacia las brasas la salvó por el momento. La alcanzaron simultáneamente tres flechas, tal vez dirigidas al cuello. Una le entró por el abdomen y se le rompió en el interior de la pelvis, otra le alcanzó el borde del hueso de la cadera y la tercera se le clavó justo al lado. El tercer herido tenía una escopeta, con la que disparó a ciegas en la oscuridad. Los atacantes huyeron. Al día siguiente, los ilesos trajeron a los dos heridos graves a nuestro campamento y decidimos operarlos in situ porque, de haber intentado trasladarlos, habrían muerto. Nuestro médico y el muy capacitado paramédico local operaron en la mesa de la cocina, y yo les ayudé iluminando con una potente linterna la cavidad abdominal abierta de la mujer. Con la otra mano sostenía una lata de insecticida para mantener a raya las nubes de mosquitos atraídos por la sangre. Ambos sobrevivieron.

 El capítulo dedicado al alpinista Reinhold Messner, al Gasherbrum  y el Cerro Torre en la Patagonia, donde rodó respectivamente el documental Gasherbrum, la montaña luminosa y el largometraje Grito de piedra, también hará las delicias de los amantes de la montaña.

Herzog con Reinhold Messner en el rodaje de Gasherbrum
Fotografía: Archivo personal de Werner Herzog (1984)

[Durante el rodaje de Grito de piedra] En cuestión de segundos nos encontramos en medio de una tormenta de nieve en la que no veíamos más allá de nuestra propia mano extendida, con ráfagas de viento de unos doscientos kilómetros por hora y una temperatura de veinte grados bajo cero. Nos aferramos unos a otros y llegamos a una sólida pared de nieve en la que nos atrincheramos. Llevábamos un piolet y la cuerda que Glowacz necesitaba para rodar su escena, pero no teníamos ni tienda, ni sacos de dormir ni comida.

 Igual de escalofriante resulta comprobar las veces que ha salvado la vida por azar o por lo que él llama suerte existencial: un vuelo que se cancela, una cita a la que no asiste...

Al terminar Fitzcarraldo, en la década de los ochenta, la organización paramilitar Sendero Luminoso había ganado protagonismo en Perú. Cuando iniciaron su actividad terrorista en la sierra de Ayacucho, se desconocía por completo su estructura de mando e ideología. Era casi impenetrable desde el exterior. Masacraron a la población rural y el ejército peruano respondió con idéntica brutalidad. Consideramos hacer juntos un documental sobre ellos. Denis [se refiere al fotoperiodista de guerra Denis Reichle] estableció los primeros contactos y se acercó con cautela a la organización guerrillera a lo largo de un período de cinco meses. Recibimos una invitación para reunirnos con los altos mandos. También habían invitado a otros periodistas, pero Denis me dijo que había estado investigando el asunto con discreción a través de todos los contactos posibles y que era demasiado oscuro para él. Le pregunté qué debíamos hacer y solo me contestó: «No iremos». Así pues, la reunión se celebró sin nosotros y los ocho periodistas que asistieron a ella cayeron en una trampa. Les cortaron la cabeza a todos.

 Herzog estaba escribiendo el final de sus memorias cuando levantó la vista y observó al otro lado de la ventana un colibrí que se precipitó hacia él. En ese momento decidió dejar de escribir, de ahí que la última frase se interrumpa en el momento en el que estaba. Un cierre abrupto, como el que nos espera a todos al final de nuestras vidas. Tras ese no punto final, viene anotada su filmografía, sus producciones de ópera y unos agradecimientos, entre los que incluye a su esposa Lena por haberle propuesto escribir este libro -«sino lo escribirá otro cuando te mueras»-. Desde este espacio, yo también quiero darle las gracias por ello. Y a Blackie Books por editarlo.

 En el laberinto de los recuerdos me pregunto a menudo hasta qué punto fluctúan, qué fue importante en qué momento y cómo hay tanto que se ha evaporado o adoptado otros colores primarios. ¿Cuánto hay de cierto en nuestros recuerdos?

 Como es normal, el libro te lleva a querer ver o revisitar las películas más famosas del director alemán, y estas, a su vez, te hacen volver a sus páginas, en un ciclo que es todo un disfrute para los que amamos el cine, la literatura, la aventura y los viajes.

sábado, 17 de agosto de 2024

MARCHAR O MORIR: A VUELTAS CON LA LEGIÓN EXTRANJERA


Marchar o morir, de Dick Richards*
Fotografía: Pedro Delgado

Al comienzo de la I GM la Legión Extranjera Francesa dejó sus acuartelamientos en Marruecos y se unió a los ejércitos aliados para combatir y derrotar a los alemanes en los campos de batalla de Europa.

 Su valentía los convirtió en los soldados más condecorados de Francia en aquella Gran Guerra. Después del armisticio, los legionarios supervivientes regresaron a París el 14 de noviembre de 1918.

Marchar o morir, de Dick Richards (1977)
Fotografía: cartelescine.wordpress.com

 Con la llegada de las tropas a la estación de tren de París arranca Marchar o morir, del director Dick Richards. Allí, bajo la pancarta «Vive la France!», los aguardan con expectación familiares, seres queridos y curiosos, que entonaran la Marsellesa cuando los legionarios abandonen en formación la gare.

Afiche de la película Marchar o morir, de Dick Richards
Fotografía: cartelescine.wordpress.com

 A los alemanes capturados que llegan escoltados en el tren se les pide que se enrolen en la Legión Extranjera. Y junto a ellos se encuentra Marco, el «Gitano», un ladrón de joyas famoso en toda la ribera al que también propondrán alistarse. Lo interpreta Terence Hill, con su cara y sus ademanes de pillo astuto, pero al que desgraciadamente uno no puede disociar de sus anteriores películas con Bud Spencer (Le llamaban Trinidad y un largo etcétera de películas de mamporros), lo que, en cierta manera, lastra Marchar o morir; aunque no por ello deje de ser una entretenida película de aventuras, cuyo título hace honor al lema: «En la Legión hay que marchar o morir».

Terence Hill y Gene Hackman en Marchar o morir
Fotografía: cartelescine.wordpress.com

 Poco después, aparece en la pantalla del televisor la portada del France-Soir con el titular: «Los árabes atacan en Marruecos. Una compañía de la Legión aniquilada». Junto a él, una noticia que tendrá un protagonismo destacado en la película: «Two curators missing from archaeological site at Erfoud».

 El mayor William Sherman Foster (Gene Hackman) es un estadounidense que sirvió doce años en Marruecos en la Legión Extranjera, y al que le ha dejado marca la guerra de trincheras en Europa. Pronto, y a su pesar, lo enviarán de nuevo a Marruecos, en compañía de François Marneau (Max Von Sydow), del departamento Norteafricano del Louvre, quien pretende hallar el tesoro de Erfoud, una ciudad que quedó cubierta por las arenas del desierto hace casi 3.000 años y donde está enterrada la Juana de Arco bereber, a la que aún llaman el Ángel del desierto.

El actor Max Von Sydow como François Marneau
Fotografía: cartelescine.wordpress.com

 «Según la leyenda, enterrada con ella hay una incalculable fortuna en oro y joyas que vale indudablemente mucho más de lo que Francia ha gastado para ganar la guerra», dice el arqueólogo pensando en la cámara de la tumba, a lo que el ministro de turno responde: «Creo que podemos arriesgar unos cuantos legionarios en beneficio de Francia. Al fin y al cabo, casi todos son extranjeros». Solo le faltó decir: al fin y al cabo, todos están muertos, se alistaron para morir.

 El mayor Foster, que prometió a su viejo amigo Abd el-Krim (Ian Holm) que no reanudarían las excavaciones, conoce bien el peligro de la misión –sabe que el líder bereber pretende unir a todas las tribus de Marruecos contra los franceses–, pero las órdenes no se discuten, así que no le queda otra que viajar con él en barco y en tren al cuartel general de la Legión Extranjera Francesa en Bousaada, Marruecos.

 Durante la cena en el barco, acompañados a la mesa por madame Picar (Catherine Deneuve) y el capitán del barco, la tensión es notoria:

Escena de la cena en el barco (Marchar o morir)
Fotografía: cartelescine.wordpress.com

Capitán del barco: –Un americano en la Legión Extranjera Francesa, ¿eh...?
Mayor Foster: –Sí. Por eso lo llaman Legión Extranjera, capitán.
François Marneau: –El mayor Foster es un héroe de guerra, capitán.
Mayor Foster: En una guerra no hay héroes, tan solo supervivientes.
Sr. Molar: Mayor, no debe ser modesto con nosotros.
Mayor Foster: –¿Modesto? Salí al frente de 8.000 hombres, volví con 200. Creo que me he ganado mi modestia.
[...]
Capitán del barco: –¿Van ustedes a hacer excavaciones en Marruecos, ¿no es así?
François Marneau: –Sí.
Mayor Foster: –A robar tumbas en realidad. Así se le llama a eso en mi tierra. Ambos trabajamos en eso de las tumbas, ¿no? Usted las deja vacías y yo las lleno.
François Marneau: –Lo que usted llama robar tumbas, mayor, es la búsqueda de nuestra herencia clásica, los secretos de nuestros antepasados.
Mayor Foster: –A mí me interesan mucho más los vivos que los muertos.
François Marneau: –La vida es cosa fácil de crear, no les parece. Cualquier campesina árabe puede hacerlo. Pero crear una obra de arte que enriquezca la vida, eso ya es difícil.
Mayor Foster: –Una suposición interesante. Me gustaría verle a usted explicar eso a las viudas de mi batallón.

 De Catherine Deneuve, o mejor dicho de Simone Picard, se enamorarán en la película Marco Segrain (Terence Hill) y el Mayor William Sherman Foster (Gene Hackman). Fuera de ella, supongo que se enamoraría todo el personal, pues la belleza y el magnetismo de la actriz saltan a la vista.

Catherine Deneuve con Hackman y Hill en Marchar o morir
Fotografía: cartelescine.wordpress.com

Catherine Deneuve como Madame Picard en Marchar o morir
Fotografía: cartelescine.wordpress.com

 Tampoco faltan en la película las escenas de fraternidad, las largas marchas por las dunas, los castigos militares y las cargas de beduinos, rifeños y bereberes.

Marchar o morir, película de 1977 dirigida por Dick Richards
Fotografía: cartelescine.wordpress.com

Marchar o morir, escena del castigo físico
Fotografía: cartelescine.wordpress.com

Marchar o morir, escena ataque
Fotografía: cartelescine.wordpress.com

Marchar o morir, escena asalto árabe
Fotografía: cartelescine.wordpress.com

 Pero es en el trayecto en tren donde se desarrolla la escena que más me gusta de la película, cuando Abd el-Krim detiene el convoy para saludar al mayor Foster. Me parece memorable.

Ian Holm en el papel de Abd el-Krim en Marchar o morir
Fotografía: cartelescine.wordpress.com

 Aquí les copio un par de líneas del diálogo, pero merece la pena ver la escena completa.

Mayor Foster: –Tengo órdenes de seguir las excavaciones en Erfoud.
Abd el-Krim: –Y yo tengo órdenes de alguien superior para impedírtelo. De Alá. Me maravillo ante la audacia de los franceses. Todavía creen que tienen derecho a repartirse las tierras de otros pueblos. Puedes venir con 10.000 trenes cargados de legionarios. No conseguirás llevarte nada de nuestra tierra. El desierto te da la bienvenida, Foster.

 En esta película de 1977, dirigida por Dick Richards, hay acción, aventuras y exotismo a raudales, en unas escenas rodadas a caballo entre España y Marruecos.

Catherine Deneuve y Gene Hackman en un zoco marroquí
Fotografía: cartelescine.wordpress.com

 Del casting en Marruecos se encargó el mítico Larbi Yacoubi, actor y diseñador de vestuario (diseñó el vestuario, entre otras, de la película Lawrence de Arabia, de David Lean) que falleció en Tánger en 2016 a los 86 años de edad.

Larbi Yacoubi
Fotografía: tanger.madeinmedina.com

 En España el diseño de producción corrió a cargo de Gil Parrondo, fallecido el mismo año que Yacoubi. Como él, también intervino en Lawrence de Arabia, amén de en un sinfín de títulos, entre los que se encuentran Espartaco (1960) y Doctor Zhivago (1965).

Gil Parrondo con sus dos premios Óscar
Fotografía: MUBI

Boceto dormitorio de tropa. Gil Parrondo para Marchar o morir
Fotografía: La magia de lo efímero (Gil Parrondo)

 Las escenas patrias se rodaron en Almería, concretamente en el desierto de Tabernas, donde se reutilizaron los decorados de la película El Cóndor, convirtiendo la fortaleza mexicana de aquel spaghetti western en el fortín de la Legión Extranjera (también se utilizaría para otras películas, como Conan el Bárbaro (1982)), un espacio que debería de rehabilitarse y ponerse en valor y que seguro atraería al turista cinematográfico.

Fuerte de la Legión Extranjera en Marchar o morir (Almería)
Fotografía: cartelescine.wordpress.com

 No sé qué recuerdos tendrá el bueno de Dick Richards de aquel rodaje a ambos lados del estrecho de Gibraltar, pero me gustaría preguntarle. Richards nació en el 36, como mi padre, así que a sus 88 años, seguro que tiene mucho que contarnos. Lástima que Nueva York quede tan lejos.

El director, guionista y productor de cine Dick Richards
Fotografía: wikipedia

 Y nada más de momento, porque no sé si sabrán que este año, en octubre, se cumple el centenario de la publicación en Reino Unido de Beau Geste, de P. C. Wren. Vi de pequeño la adaptación que hicieron al cine, la que protagonizó Gary Cooper, pero nunca leí la novela, así que igual ya le va llegando su momento. También de volver a visionar la película. Si es así, ustedes serán los primeros en saberlo.

Gary Cooper en Beau Geste, de W. A. Welman
Fotografía: IMDb

Nota: Probablemente vi Marchar o morir en las salas del desaparecido Cine París, en la Cruz de Humilladero, donde tantas y tantas películas vi de crío con mi padre y mis hermanos. A los dueños y empleados de aquel cine familiar quiero dedicar esta entrada. No saben cuánto me acuerdo de ellos y el dolor que me da ver sus instalaciones ocupadas por un Aldi (y antes por un bingo).

Cine París, en la Cruz de Humilladero
Inauguración: 22-12-1962. Cierre: 11-1-1981
Fotografía: Propiedad de Benapapel

*El DVD de Marchar o morir sobre un recortable Pro Patria, Editions Bouquet. Como me apunta mi amigo, el profesor de historia Miguel Ángel Ferrer, esta serie de recortables empezó a comercializarse en 1915 para recaudar fondos para la guerra y mantener el espíritu patriótico. La editorial seguirá publicando hasta los años cincuenta. Tienen la peculiaridad de estar impresos por las dos caras.

Otras entradas sobre la Legión Extranjera Francesa:

https://cartadesdeeltoubkal.blogspot.com/2024/05/gourrama-una-novela-de-la-legion.html

https://cartadesdeeltoubkal.blogspot.com/2024/06/el-hombre-de-la-legion-de-dino-battaglia.html

domingo, 14 de julio de 2024

LOIRA, LA NUEVA NOVELA GRÁFICA DE ÉTIENNE DAVODEAU


Loira, de Étienne Davodeau (Ediciones La Cúpula)
Fotografía: Lucía Rodríguez

Si ustedes buscan 'Loira' en internet, verán que es un río de la vertiente atlántica que discurre únicamente por Francia, y que sus casi 1.006 kilómetros de longitud lo convierten en el más largo del país. Desde estos últimos meses, también les aparecerá que Loira es la última novela gráfica de Étienne Davodeau, cuyas páginas, como el río, nos recuerdan que los caminos de la vida son siempre sinuosos.

 Las historias de Étienne Davodeau (Botz-en-Mauges (Maine-et-Loire), 1965) tienen la particularidad de que siempre logran alcanzarnos. Aunque sus cómics parezcan hablar de él, a través de sus personajes, transciende lo universal, erigiéndose en el notario de toda una generación de cincuentones o sesentones, sin la connotación irónica o despectiva que acompaña a veces a los vocablos donde se acopla el sufijo «-entón».

Corredores aéreos, de Étienne Davodeau (Ediciones La Cúpula)
Fotografía: Pedro Delgado

 Esa autoficción es algo muy francés. De hecho, Loira (Ediciones La cúpula, 2024) podría ser una de esas películas galas de Jean Becker, Patrice Leconte, Stéphane Brizé o Laurent Cantet en las que la vida discurre sin más, con sus giros y sus revueltas, sus luces y sus sombras, porque ninguna vida es solo maravillosa o terrible.

 Étienne nos muestra que, a pesar de los pesares y de que los años caen sobre nosotros a una velocidad de vértigo y pesan como una losa, todavía existen cosas bellas a nuestro alrededor por las que merece la pena vivir. Y en un mes negro de junio, en el que hemos perdido a la cantante Françoise Hardy, sin saber todavía cómo decirle adiós, y a la actriz Anouk Aimée, de la que me enamoré nada más verla en La dolce vita, podría decir que las páginas de Loira , además de una celebración madura de la vida, son también una reflexión sobre la relación de los vivos con los muertos.


Anouk Aimée (París, 1932-París, 2024)
Instagram de Manuela Papatakis, hija de Anouk
Fotografía: Giancarlo Botti

 El escritor Jordi Amat decía recientemente, en una columna sobre Bruce Springsteen, que "cuando se es adulto, la muerte debe ser contemplada con reverencia para poder celebrar cada instante de la vida. Enfrentarnos a la muerte para no dejar de vivir intensamente". Y a eso es a lo que nos lleva Étienne en este nuevo álbum. A eso y a comprender que no podemos deshacernos de nuestro pasado.

 Cuatro desconocidos –Louis, Jalil, Suzanne y Nicolas– se reúnen unos días en una casa en el campo, en el valle del Loira. Los ha convocado Agathe, la propietaria, una vieja amiga con la que compartieron una vez un periodo feliz de sus vidas. Faltan algunos más que no podían o no querían asistir.

Pág. 18-19 de Loira, de Étienne Davodeau (Ediciones La Cúpula)
Fotografía: Lucía Rodríguez

Pág. 20-21 de Loira, de Étienne Davodeau (Ediciones La Cúpula)
Fotografía: Lucía Rodríguez

 Han llegado de forma escalonada, y cuando ya están todos a la mesa, Lydia y Samuel, que han hecho hasta ese momento de anfitriones, les comunicaran una noticia que no esperaban.

Página 23 de Loira, de Étienne Davodeau
Fotografía: Lucía Rodríguez

Pág. 24-25 de Loira, de Étienne Davodeau
Fotografía: Lucía Rodríguez

Páginas 26-27 de Loira, de Étienne Davodeau
Fotografía: Lucía Rodríguez

Pág. 28 de Loira, de Étienne Davodeau
Fotografía: Lucía Rodríguez

 En torno a esa invitación y a esa noticia girará todo el cómic, cien páginas impecables teñidas de saudade, o mejor dicho, al ser una obra gala, de mélancolie.

 Étienne nos conmueve, pero también nos hace reír en este retrato de las relaciones humanas. A orillas del Loira, las jornadas serán largas, y en torno a la mesa no faltarán buenas viandas y bebidas que faciliten la evocación de los recuerdos y el conteo de experiencias que desembocaran en confesiones nunca antes compartidas. La catarsis de los protagonistas que indagan en aquello que fueron para poder confrontar lo que ahora son. Étienne Davodeau, que siempre se ha caracterizado por su curiosidad por el ser humano, hurgando sin anestesia en los complejos comportamientos de la condición humana.

 Esa podría ser la sinopsis de Loira, con personajes profunda y típicamente franceses que, a su vez, nos tocan a todos.

 Las viñetas de Étienne son un ejercicio soberbio de estilo, y sus delicadas acuarelas transmiten a la perfección el poder del río y la naturaleza. La vida, la mera existencia, palpita en las riberas del Loira como un milagro.

Pág. 78-79 de Loira, de Étienne Davodeau (Ediciones La Cúpula)
Fotografía: Lucía Rodríguez

 Hace años tuve la suerte de pasear por sus orillas en Nantes y en Saint-Nazaire, donde se encuentra su desembocadura, pero Étienne me muestra ahora su cauce lejos de los grandes núcleos urbanos. Y he de decir que, ahora que llegó la canícula, uno daría cualquier cosa por veranear cerca de esas aguas, en una casa aislada y solitaria como la que aparece en sus páginas. Acarrear hasta allí una maleta llena de libros y unas botellas de Pastis y otros licores franceses. Y brindar por todas aquellas personas que dejaron su huella en nosotros.

Loira, de Étienne Davodeau (Ediciones La Cúpula)
Fotografía: Pedro Delgado

Nota: Destacar la excelente traducción de Raúl Martínez Torres y el cuidadoso rotulado de Iris Bernárdez.

Pueden leer la reseña de la anterior novela gráfica de Étienne Davodeau en el siguiente enlace:

https://cartadesdeeltoubkal.blogspot.com/2022/02/corredores-aereos-o-de-como-aprender-no.html

lunes, 1 de julio de 2024

TODO ACABA EN MARCELA: LA NOVELA NEGRA DE SERGIO BARCE


Todo acaba en Marcela, de Sergio Barce
Coleccion Criminal de Ediciones Traspiés
Fotografía: Lucía Rodríguez

Alguien me dijo que el 'thriller' criminal y la novela negra están de moda, y yo le repliqué que llevan de moda muchos años pero que quizás esa manera de narrar que vemos en las series y en el cine había terminado frivolizando la violencia, convirtiéndola en algo entretenido. Sin embargo, la nueva novela de Sergio Barce, Todo acaba en Marcela (Ediciones Traspiés, 2024), nos produce el efecto contrario, ya que desde las primeras páginas transmite a la perfección el horror y la crueldad de la que somos capaces los seres humanos.

 Estaba sentado al volante de la Kangoo. Llevaba poco tiempo ahí, pero la cabeza era un torbellino que no cesaba de machacarlo. No sabía qué hacer con su madre, que iba perdiendo la memoria poco a poco, que no quería ingresar en ningún centro y que se empeñaba en continuar viviendo sola, pero sí lo que iba a hacer con Marcela. Solo pensar en ella lo dejaba más noqueado que los golpes de Puma Negro. Junto a Marcela creyó que acabaría siendo otro hombre, lo deseó con vehemencia, con la única pretensión de hacerla feliz. Con el tiempo, todos esos castillos construidos en el aire se fueron desmoronando poco a poco, porque Teo huele a carburante y el mal olor acaba por aparecer cuando tratamos de disimularlo con perfumes baratos. Y ahí estaba ahora, atormentándose con la premeditación de un suicida, sujetando el volante como para evitar que su cuerpo escapara de la furgoneta.
 Tomó aire varias veces tratando de calmarse, pero acabó por abrir la guantera y sacó una gorra del Unicaja. Se la guardó en un bolsillo, saliendo del vehículo, y luego se palpó el martillo que llevaba en la muslera del mono, mirando a un lado y a otro varias veces antes de dirigirse al portal de Marcela. Lo único que quería era quitarse de encima ese zumbido que lo martirizaba. A cada paso notaba un nuevo bombeo de ansiedad, un subidón de la polla a las sienes, de los cojones a las neuronas, como recargando las pilas de su lado oscuro. Respiraba con dificultad notando los pulmones henchidos de rabia. Y, mientras subía las escaleras, continuaba pensando, enfermizamente. Hubiera querido arrancarse la cabeza y arrojarla lejos para no escuchar esa voz que barrenaba y barrenaba. Hacía ya años desde que ella lo abandonara, pero desde aquel mismo instante se instaló la sospecha, esa lujuriosa mancha capaz de hacer cambiar de piel a cualquiera, igual que un tumor maligno que no se manifiesta en años, creciendo en silencio, asentando sus raíces en cada célula hasta que decide asomar la cabeza cuando ya nada ni nadie puede extirparlo. Siempre dudando de si ella no le habría puesto los cuernos antes de cortar. Imaginar ser un cabrón no entraba en sus diez mandamientos. Él, que solo pensaba en ella mientras Marcela tal vez pensaba en otro hombre al que quizá se lo tiraba mientras él estaba de grasa hasta las cejas. Ese resentimiento anquilosado en su cerebro. Hasta hoy.

 Antes que nada, debo reconocer que no soy fan del género policíaco o de la novela negra, es decir que, con la salvedad de algunos títulos clásicos, no suelo leer ni ver series o películas de este tipo. Sin embargo, la amistad que me une a Sergio y el saber las horas y el trabajo que hay detrás de cada novela, me hizo querer leerla de inmediato, más después de asistir a su presentación en El Tercer Piso de Proteo.

 Imagino lo difícil que habrá sido para Sergio meterse durante tantos meses en la piel de un psicópata tan peligroso como Teo. Convivir con él a diario, por la mañana, por la tarde y por la noche; pues cuando uno escribe una novela, los personajes te acompañan las veinticuatro horas del día.

 El protagonista de Todo acaba en Marcela es uno de esos hijos de puta que muchos años después de separarse de su pareja, envenenado por el resentimiento, decide acabar con ella cuando rehace su vida con otro hombre. A pesar de tener una orden de alejamiento, Teo mata a Marcela a martillazos nada más iniciarse la novela, en una escena que nos da mal cuerpo y nos revuelve el estómago. Y a partir de ahí, ese otro hombre, el inspector Iván Sotogrande, aquel con el que Marcela pensaba casarse, se pasará el resto de páginas buscando como un espectro –como ese «muerto en vida en el que se ha transformado en apenas veinticuatro horas»– a Teo para vengarse; aunque para ello tenga casi al final que cruzar el Estrecho y perseguirlo por Marruecos.

Ya tiene la información que necesitaba, la confirmación de lo que ya sospechaba. Teo el Bizco camino de Marruecos, como si cruzar el estrecho pudiera ponerlo a salvo de la ira divina. Entonces Iván deja al inspector Sotogrande con sus cavilaciones y se incorpora con una sola idea en la cabeza, una idea que no compartirá con nadie en el mundo, como si fuese el mayor de los pecados. Es el mayor de los pecados.

 Supongo que ante el arranque de esta novela habrá dos clases de reacciones o de lectores: los que cierren el libro asqueados tras la escena inicial, por la crudeza y porque presientan que el relato se centra en el asesino, y los que decidan continuar la lectura y comprobar que el autor tiene con la víctima la mayor de las empatías, que describe el drama humano de muchas mujeres y desdibuja los límites de la novela negra con otros géneros como el wéstern, cuando los protagonistas llegan a la destartalada población de Khemis Sahel, el thriller se torna rural y asistimos a ese duelo final en el granero, en unas páginas que resultan lisérgicas y de lo más cinematográficas (por favor, que nadie les desvele nada del final porque les destrozaría la experiencia).

 Desde aquí, los animo a atreverse y enfrentarse a la lectura. Si lo hacen, sentirán incomodidad en algunos momentos, pero esta se verá ampliamente recompensada conforme pasen las páginas.

 Es un cliché que los asesinos tengan cara de asesinos, pero un tópico siempre encierra algo de verdad, y en este caso, Teo es un tipo del que nos alejaríamos nada más verlo. Psicópata, narcisista, violento y mal encarado, regenta un taller de coches en Málaga, donde se desarrolla la mayor parte de la novela. También hay lugares comunes, igualmente no por ello menos veraces, en algunos de los comisarios, subinspectores e inspectores de la comisaría provincial, que tratan de dar con Teo antes que Iván para evitar el desastre. Pero todos los personajes son sólidos y coherentes. De entre ellos destacaría a Kaspárov, que se mueve como un viejo de  noventa años, y a Sadik Oubali, ese comisario tangerino que espero rescate Sergio para otras novelas.

 Los tres se miraban. Los matones esbozando sonrisas que no tenían ninguna gracia. Te llamas Kaspárov, repitió ahora el otro, el que no se había movido de la silla. Su pronunciación era más que aceptable. Sí, así me llaman, le respondió mirándole las manos. Eran llamativas, grandes, con un anillo en cada dedo. Diez anillos de oro como si fuesen dos puños de hierro dorados. Pero no eres ruso, añadió con una pizca de ironía. Soy del Llano de la Trinidad, le soltó levantando los ojos, preguntándose si esos dos serían los que le habían partido las piernas a la Tani y los que se la iban a partir a él.
***
(...) Alguien le ofrece un taxi en perfecto castellano, pero no le presta atención. Iván busca por encima de las cabezas de los que le rodean y entonces lo ve, y se dirige a su encuentro sorteando a los viajeros, a los maleteros, a los guías. Sadik se quita las gafas de sol al descubrir a Iván avanzar a su encuentro. Hola, Sadik. Y Sadik, le responde hola, jay. Assalam' aleikum. Se besan. Lo siento, añade. Y luego se abrazan. A Sadik se le saltan las lágrimas, pero Iván no se inmuta.
 Tengo el coche aquí al lado, le dice al separarse de él. Lo sigue un paso más atrás, fijándose en la figura de Sadik Oubali, sus hombros caídos, su andar desgarbado. Viste un traje gris y camisa blanca sin corbata. Saluda a un gendarme que se cuadra llevándose una mano a la visera de la gorra. Sadik es un hombre de unos cuarenta y pocos años, de cabello rizado y negro, con un bigote a lo Clark Gable, pasado de moda, y pómulos marcados. Aparenta un equilibrio que Iván sabe que es real. (...) ¿Cuánto hace que no nos vemos?, le pregunta. Unos cinco años, más o menos. Iván apenas hace el cálculo y lo dice al azar. Sadik menea la cabeza de un lado a otro. Diez años.  Ya han pasado diez años. Al principio no es capaz de asimilarlo, pero luego se da cuenta de lo rápido que ha transcurrido el tiempo. Joder, masculla Iván. Y Sadik suelta una carcajada deslucida.

 Iván Sotogrande y Sadik Oubali, que trabajaron en otro tiempo codo con codo, como Starsky y Hutch.

Juguete de Starsky & Hutch de la marca española Guisval
Lo tuve, y me duele decirlo en pasado

 Con ese Starsky malagueño –que el de arriba tenga a David Soul en su gloria después de abandonarnos el 4 de enero de este año– dejaremos Málaga para coger el barco y desembarcar en Tánger en la página 162. Nos aguarda Tánger y Khemis Sahel, sobre la que descargan los cielos su ira.

(...) Las calles se embarraron en apenas unos minutos, y vio que por algunas callejuelas ya corría el agua en pequeños arroyos descontrolados que aumentaban de caudal. Solo se oía el desplome del cielo, el llanto de los dioses que dejaban caer sus lágrimas de desaliento y desilusión. (...) Sonó un trueno, y la casa de los Sbiti pareció quebrarse igual que un árbol al que comenzaran a talar a hachazos. Maldito puñetero pueblo de mierda, farfulló antes de salir de nuevo. En cuanto abrió la puerta, vio a la familia corriendo de un lado a otro. Descubrió de refilón a Dris incorporarse de la seyada en la que rezaba, y a Qodsya y a su hermano Abdelhamid arrastrando unos sacos de arena que su padre les ordenaba apilar en la puerta de entrada. Se acercó para ayudar. El agua tratando de inundar la casa y ellos preparando las defensas. Dejaron caer cinco sacos más hasta crear una trinchera que Teo dudaba mucho que fuera suficiente para detener el avance de la riada. El agua bajando brava y amenazante llevándose cuanto encontraba a su paso. Miró al techo. El tejado crujía igual que el llanto de un niño. Otro trueno y las paredes temblaron.

 Marruecos es el punto de conexión de este trabajo literario con sus obras anteriores, pero he de decir que estamos ante un nuevo Barce, con una escritura más trabajada y depurada. Aquí las maneras, las formas, el tono y la voz son otras. Ha elevado el listón de exigencia de su narrativa, sobrepasándolo limpiamente para caer en las librerías transmutado en otro escritor.

 Creo que Sergio, gran aficionado al 'noir', tanto literario como cinematográfico, ha encontrado un camino a seguir. El género, como decía mi amigo, está de moda, o, como les decía yo, sigue de moda, con un público muy devoto. Ojalá encamine por ahí sus siguientes proyectos. No apearse de esta voz narrativa, y pelear porque Todo acaba en Marcela termine en una pantalla de cine o de televisión. Y que, insha'Allah, ustedes y yo lo veamos.