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En la ciudad líquida de Marta Rebón en Málaga, otra ciudad líquida. Fotografía: Lucía Rodríguez |
Durante unos días me he dejado poseer por la voz y la mirada de Marta Rebón. Sin oponer resistencia, me he sumergido en las páginas de En la ciudad líquida; en la corriente de sus palabras, que te arrastran por el texto como por las aguas de un río o te llevan a la deriva en un mar en calma. Aguas próximas a las orillas, en cuyas superficies se reflejan las ciudades líquidas.
Cuando estudiaba Eslavas, después de jornadas en que casi me rompía la crisma debido a los traspiés que daba por los vericuetos de la lengua rusa, recuerdo que a menudo tenía pesadillas. En concreto eran dos, y ambas compartían escenario: San Petersburgo, la metrópoli que el zar Pedro I erigió hace algo más de tres siglos en una marisma inhóspita junto al mar para poner coto al dominio de los suecos y abrir las ventanas de Rusia de par en par a la ciencia, la cultura y la moda de Europa. En el primero de esos sueños inquietos, me encontraba perdida en la ciudad sin lograr hacerme entender por ningún viandante, pues cualquier frase que balbuceaba obtenía por respuesta una mueca de infinita incomprensión. En otro de esos desvaríos nocturnos cobraban vida las avenidas, los palacios y los puentes que el emperador ruso mandó edificar sobre el agua a arquitectos extranjeros. Un colosal monstruo de granito, mármol y hierro forjado me perseguía sin tregua hasta que yo despertaba con alivio. De estas visiones alucinadas tenía la culpa un puñado de escritores que, inspirándose en la ciudad líquida, crearon la imagen de una urbe fantasmagórica en que el ensueño constituía una realidad tangible, y cuyas calles, más que la morada de personas de carne y hueso, daban la impresión de ser el telón de fondo ideal para una secuencia de escenas literarias.
Empecé a pasar algún verano que otro en la ciudad más premeditada del mundo cuando aún eran muy visibles, tanto en los comercios casi desiertos como en los rostros pétreos cual pisapapeles de sus habitantes, la hecatombe económica y la profunda herida emocional causadas por la disolución de la Unión Soviética. La ciudad, en lugar de emerger de las aguas, parecía un barco a la deriva a punto de hundirse en el Nevá. Arrojados al capitalismo sin un manual de instrucciones, quienes un día fueron leningradenses parecían cautivos en una jaula dorada hecha de una profusión de fachadas barrocas, neoclásicas, modernistas y estilo Imperio, aderezadas con un sinfín de columnas, pilastras, frisos y cariátides.
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Las cinco esquinas, San Petersburgo Fotografía: Ferran Mateo |
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Las calles de Oporto, salpicadas de cabinas rojas como las londinenses, siempre te arrastran hacia el río. Sigues los dibujos geométricos de la calçada, lees las tipografías y los rótulos antiguos de los comercios. Oporto es como un verso que espera paciente la siguiente rima. No tiene prisa, incluso el tiempo parece llegar tarde.
[…] La ciudad se movía como un barco. No. Tal vez el suelo se abriera en alguna parte. No. Era el mareo. La despedida. No. La ciudad tal vez fuera de agua. ¿Cómo sobrevivir a una ciudad líquida?
En Oporto te atrapan el graznido de las gaviotas, el vapor de las máquinas de café, el silencio condensado en las pequeñas librerías…
La ciudad parecía de cristal. Se movía con las mareas. Era un espejo de otras ciudades de la costa.
Los habitantes de Oporto tienen branquias y la ciudad se mueve como un barco a la deriva.
En los primeros compases de En la ciudad líquida, Marta Rebón, que es una de las más importantes traductoras españolas del ruso, nos narra sus inicios en el mundo de la traducción, esa profesión que te permite "trabajar por cuenta propia, estar rodeada de libros y tener un ordenador portátil a modo de oficina, con libertad plena para viajar".
Un día, desde la precariedad de mi mesa de becaria en una agencia de Barcelona, escribí a Jorge Herralde y me ofrecí como traductora de ruso para su editorial. Estudiaba las últimas asignaturas de Filología Eslava –hoy ya una carrera inexistente– y no veía la hora de sacudirme el polvo de las aulas universitarias.
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Atrezzo, Mosfilm, Moscú
Fotografía: Marta Rebón – Ferran Mateo |
Cuando empecé a pasar textos literarios de una lengua a otra, ignoraba que ocuparse de traducir libros es como enfundarse a diario el mono de buzo. Hay que sumergirse en las profundidades de una voz ajena que, si es lo suficientemente embriagadora, sugestiva e inteligente, logra hundirte en una placentera suspensión del tiempo, como si flotaras en una suerte de líquido amniótico. Si emerges a la superficie antes de lo previsto, la sensación es de un acusado malestar. Los enemigos de la inmersión son los ruidos, las llamadas y los estímulos externos que te expulsan violentamente de ese estado de ingravidez. En la ascensión vertiginosa se produce una brusca descompresión. El traductor es un escafandrista, un hombre rana que, pertrechado de diccionarios a modo de linterna y de fusil submarino para alumbrar y cazar palabras, trabaja en las entrañas de un mar de letras, perdido en remolinos de frases o sumido en un pozo de dudas. Lleva zapatos con suelas de plomo y un cinturón de lastre para no asomar fácilmente al exterior.
Durante años disfrutó "de los chapuzones diarios en las alborotadas aguas rusas"; sin embargo, Marta Rebón concibió ese trabajo como la antesala de la escritura. Algo nada disparatado pues, al fin y al cabo, como bien dice ella, ambas actividades "son ramas de un mismo árbol", y "muchos autores aprendieron su oficio haciendo traducciones, y viceversa".
Quería escribir sin saber del todo bien de dónde venía ese interés y si solo obedecía a una temprana afición a la lectura. […] Entendía, pues lo había experimentado frente a la hoja en blanco, que ponerse a escribir sin haber acumulado vivencias, lecturas y horas malgastadas carecía de sentido. Me apetecía viajar. […] Lo que a mí me seducía del viaje, no obstante, era más bien esta idea de Rilke: "Para dar a luz un solo verso hay que haber visto muchas ciudades, hombres y cosas, hay que conocer los animales, hay que sentir cómo vuelan las aves y saber con qué ademán se abren las flores pequeñas al amanecer". […] De entre todos los tópicos literarios, pocos me atraen tanto como el del homo viator, el hombre como viajero. El que viaja suele sentir la necesidad de escribir el viaje y de homo viator pasa a homo scribens.
"En el trabajo de los traductores hay una suspensión de la propia voz para ponerla al servicio de un autor", de ahí que tuviese tanto interés en descubrir la verdadera voz de Marta. Y he de decir que me encanta, pues fluye de manera natural, sin artificios, nada pretenciosa.
Y encima Marta Rebón ama dos de las cosas que más amo: los viajes y los libros, de ahí que por las páginas de En la ciudad líquida asomen tantos lugares y se citen tantísimos libros y autores.
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Sala circular, Biblioteca Nacional Rusa, San Petersburgo Fotografía: Ferran Mateo |
Y mientras Marta va desgranando sus afinidades literarias, enhebrándolas entre ellas, o con ciudades y países, a uno le dan ganas de agarrar un lápiz y un papel y hacer uno de esos diagramas sagitales que poblaban los libros de matemáticas del colegio.
Bruce Chatwin, el infatigable escritor de viajes cuya vocación literaria estaba íntimamente ligada a ese mal, según Pascal, de no ser capaz de estarse tranquilamente sentado a solas en una habitación, se preguntaba por qué los hombres vagan por la tierra en lugar de quedarse quietos. El inglés, que en un lúcido autodiagnóstico confesó padecer eso que Baudelaire llamaba la gran maladie: horreur du domicile, recogió en Anatomía de la inquietud una reflexión del historiador árabe Ibn Jaldún acerca de la inocencia original que persigue el viajero: "Los nómadas están más cerca del mundo creado por Dios y más lejos de las costumbres censurables que han infectado los corazones de los asentados".
En el segundo capítulo aterrizamos con Marta en Ecuador en el último trimestre de 2009, con "casi dos mil páginas en ruso para traducir en los próximos" trece meses. Marta "en la línea del ecuador, en la ciudad de la eterna primavera", traduciendo una novela que "transcurría en la nevada estepa rusa" y que no era otra que la aclamadísima El doctor Zhivago de Borís Pasternak.
Hacia el este estaba el valle, recordatorio de que no muy lejos de allí nacía la selva tropical, aunque una parte de mí tenía que vivir aún más al este, en Rusia, mirar por la ventana como lo había hecho Pasternak en su dacha de Peredélkino…
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Escritorio de Borís Pasternak, Peredélkino Fotografía: Ferran Mateo |
Es curioso, pero fue la traducción de esta novela, publicada por Galaxia Gutenberg en octubre de 2010, la que nos hizo contactar a través de las redes, a Lucía, a mi hermano y a mí, rendidos admiradores de su arte –pues qué es sino una buena traducción–.
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El Doctor Zhivago, óleo sobre tabla (20 x 20) Obra de Lucía Rodríguez Vicario |
Lucía escribió una entrada en su blog Manchando lienzos manejando colores* sobre pintura y literatura rusa, en la que hacía mención a El doctor Zhivago, libro que leyó durante uno de esos veranos que pasamos en Casarabonela. Al terminarlo escribió otra entrada que llevaba por título Aventuras con libros rusos y con las personas que los traducen**, y se la envió a Marta. Ella contestó y, a partir de ahí, intercambiamos periódicamente algunos correos, uniéndose a los mails mi hermano Marcial, que, como ya les he dicho más arriba, es un fervoroso seguidor de sus traducciones.
*http://luciarodriguezvicario.blogspot.com/2012/08/los-rusos-llegaron-para-quedarse.html
**http://luciarodriguezvicario.blogspot.com/2013/08/aventuras-con-libros-rusos-y-con-las.html
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En la ciudad líquida de Marta Rebón en el puerto de Málaga Fotografía: Lucía Rodríguez |
En 2018, Marta vino a Málaga a presentar En la ciudad líquida en el Museo Ruso, dentro de la programación cultural en torno a la exposición La mirada viajera, Artistas rusos alrededor del mundo, y allá que fuimos los tres para conocerla en persona.
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Marta Rebón, junto a Pablo Aranda, en el Museo Ruso de Málaga Fotografía: Ñito Salas |
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Programación en torno a la exposición La mirada viajera. Artistas rusos alrededor del mundo Museo Ruso de Málaga, 2018 |
Aún conservo la cartela del acto, y al mirar la fecha he visto que fue el 14 de marzo de 2018. Lo que no me hace falta mirar es quién presentó a Marta. Fue mi amigo Pablo Aranda, escritor y director del Aula de Cultura del diario Sur, que, como siempre, estuvo brillante y divertido, manteniendo con ella un diálogo de los más ameno. Al terminar, mientras hacía cola para que me firmase un ejemplar, estuve hablando con él de su nueva novela, La distancia, que llegaría a las librerías en mayo de la mano de Malpaso, y sobre la que ya escribí en este blog*.
*https://cartadesdeeltoubkal.blogspot.com/2018/10/de-la-ultima-novela-de-pablo-aranda-el.html
También conversamos acerca de escritores rusos y de las últimas traducciones de Marta. Mi hermano temía que ella, ahora que se había convertido en escritora, dejase de traducir, y, cuando nos llegó el turno, le rogó que no lo hiciera. Recuerdo que mi hermano le preguntó si las traducciones eran propuestas por las editoriales o si ella podía hacer alguna traducción de una novela que le gustase y ofrecérsela luego a una editorial. Marta le dijo que imperaba lo primero, pero Marcial, que se había divertido mucho leyendo Muerte con pingüino, de Andrei Kurkov, le pidió que tradujese algunas de sus obras, pues sólo existía esa en castellano. Marta se apuntó el título (al igual que Pablo) y le dijo que curiosearía en internet el resto de la obra de Kurkov. Y he aquí que, no sabemos si por la insistencia de mi hermano o por azares editoriales, que Blackie Books publicó este año El jardinero de Ochákov, una divertida y lúcida sátira de Kurkov sobre el antiguo régimen soviético, con traducción, claro está, de Marta Rebón.
Las pasiones literarias se rigen por fuerzas gravitatorias misteriosas. Algunas son tan potentes y su atracción es tan grande como las que ejercen los agujeros negros, esas regiones del espacio-tiempo de las cuales ni siquiera escapa la luz. Schopenhauer clasificó a los escritores comparándolos con cuerpos celestes: estrellas fugaces, astros errantes y planetas. Los primeros son un deleite momentáneo, atraen nuestra atención el tiempo que dura un fogonazo. Los segundos brillan con intensidad, pero solo para sus contemporáneos o compañeros de órbita, y por un tiempo limitado. Por último, invariables en el firmamento, están los planetas. No pertenecen a una sola galaxia o sistema, sino al universo entero.
Como a Marta, a mí también me gusta "pasear por las mismas calles que recorrieron los artistas que admiramos, sentarnos a su mesa, mirar por las ventanas de sus escritorios, tomar un café en el local que frecuentaron y entrar en las habitaciones donde los embargó la felicidad más inmensa o una tristeza desconsolada". Visitar sus tumbas para rendirles homenaje: dejar unas flores, unos cigarrillos o un trago de alcohol.
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Fosa común donde descansan los restos de Isaak Bábel, Moscú Fotografía: Marta Rebón |
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Tumba de Lev Tolstói en Básnaia Poliana Fotografía: Marta Rebón |
Marta no se limita a los escritores, y cita a cineastas, fotógrafos, pintores y músicos, llenando las páginas de nombres asociados a una historia o a una anécdota. Y encima lo ilustra con fotografías: imágenes suyas y de Ferran Mateo, su pareja sentimental y artística, con el que ha expuesto en Moscú, La Habana, Barcelona, Granada y Tánger. Me gustan sus instantáneas, sobre todo las que se muestran a doble página. Detienes la lectura, contemplas un paisaje, una calle, el interior de una biblioteca, un museo o una casa y te zambulles de nuevo en el libro.
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Ksar de Ait Ben Hadu, Marruecos Fotografía: Marta Rebón |
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La habitación y media, San Petersburgo Fotografía: Ferran Mateo |
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Biblioteca Nacional Rusa Fotografía: Marta Rebón |
En la ciudad líquida Marta Rebón va enlazando una historia con otra, deteniéndose aquí y allá para hacer una digresión, cambiar de escenario o de época, haciendo que la lectura sea muy placentera. En unas páginas podemos estar en Siberia con Dostoievski y en otras en Marruecos con Saint-Exupéry, Burroughs, Chukri, Paul y Jane Bowles.
Sea cual sea la hora a la que os hayáis ido a la cama, o si ni siquiera habéis dormido, el Gran Café de Paris os espera con sus butacas de cuero marrón orientadas en su mayoría a la calle para disfrutar del espectáculo urbano: rostros, colores, retazos de conversaciones en una multitud de idiomas. En la ciudad blanca nunca se hace dos veces el mismo recorrido. En una de sus mesas tu amigo, el fotógrafo lisboeta Daniel Blaufuks, te dijo que los camareros eran los mismos desde hacía décadas. El portugués cumplió con un peregrinaje habitual entre los extranjeros interesados en el mito de Tánger y viajó a la ciudad para conocer a la persona que más alimentó, aun sin quererlo, esa leyenda. Le atraían los libros de Paul Bowles, pero sobre todo su vida. Se presentó en el inmueble Itesa y llamó a su puerta con el pretexto de tomarle algunos retratos para una publicación. Al contrario que otros colegas, le dijo que no tenía prisa, algo que sin duda sorprendió gratamente al americano. Por las tardes acudía a visitarlo, lo acompañaba al mercado y a la oficina de correos. Gracias a esa cotidianidad compartida, pudo fotografiarlo con una calma que se percibe en sus instantáneas en blanco y negro. Para el visitante de Tánger, sobre todo el occidental todos los caminos acaban por conducir a los Bowles, a Paul y a Jane.
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Paul Bowles en su escritorio (1990) Fotografía: Daniel Blaufuks |
Tánger, Tarfaya, Cagliari, Tiksi, Moscú, San Petersburgo, Sajalín, Quito, Oporto…, donde sea, las palabras de Marta siempre son como un abrazo cálido. Ojalá no deje de traducir a los rusos, pero tampoco de escribir libros como este.
Y como me gustan las entradas ríos, quiero terminar esta con las fotos de Daniel Blaufuks, más sabiendo que Marta sigue viviendo a caballo entre Barcelona y Tánger, donde la vida es más barata y el canto del almuecín te llega como una ensoñación en la madrugada.
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Pessoas en la ciudad (Tánger) Fotografía: Daniel Blaufuks |
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Flores en la cama (Tánger) Fotografía: Daniel Blaufuks |
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Paul Bowles (Tánger) Fotografía: Daniel Blaufuks |
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Fin del día en Tánger Fotografía: Daniel Blaufuks |
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Viejo con ventanas Fotografía: Daniel Blaufuks |
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My Tangier, fotolibro de Daniel Blaufuks y Paul Bowles
(1991) |
Ferran Mateo también me recomienda otros dos fotolibros del fotógrafo lisboeta: Terezín y Sob céus estranhos, uma história de exilio. A ver si alguien se anima a traducirlos y los publican en castellano.
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Fotolibro Terezín Daniel Blaufuks |
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Fotolibro Sob céus estranhos Daniel Blaufuks |
Gracias mil a Marta Rebón, Ferran Mateo, Daniel Blaufuks y Lucía Rodríguez por proporcionarme las fotos para la elaboración de esta entrada.
Me ha encantado este texto, que además me ha permitido volver al libro de Marta Rebón, que me encantó, y a tantas otras lecturas y a tantas ciudades de las que hablas, de las que habláis, por las que yo también he paseado.
ResponderEliminarMuchas gracias por la mención, es todo un honor.
Un abrazo muy fuerte
Pablo