Una tarde de domingo del ya lejano mes de febrero salí del Museo Thyssen de Málaga con los ojos ahítos de fotografías y una frase anotada en la entrada, esa que rebusco ahora entre mis papeles para compartirla con ustedes.
«Me veo a mí mismo fundamentalmente como un explorador que ha pasado su vida en un largo viaje de descubrimiento».
Dicha declaración, expresada poco antes de su fallecimiento, resume el más de medio siglo de búsqueda creativa del fotógrafo Paul Strand (Nueva York, 1890-Orgeval, Francia, 1976).
En la exposición de fotografías de Paul Strand Museo Thyssen de Málaga, febrero de 2022 Fotografía: Lucía Rodríguez |
En la última sala de la exposición Paul Strand. La belleza directa, dedicada al fotógrafo norteamericano, se encontraban algunas de las fotografías que este tomó en Ghana y Marruecos. Las de Marruecos ocupaban el panel del fondo de la sala.
Eran apenas nueve imágenes, que se siguieron proyectando en mi retina cuando abandoné el museo. Sobre todo una, correspondiente al mercado de Tahannaout, cerca de Marrakech y de los pies de la cordillera del Atlas. De vez en cuando me asalta la imagen, y me recuerda los mercados semanales con los que me topé en mis viajes por el país.
A esos mercados volví hace unos días con la lectura de El Rif (Ediciones Traspiés, 2010), del melillense Mokthar Mohatar y el granadino José Antonio López.
La combinación de un Doctor en antropología y un fotógrafo convierten este librito (cabe en el bolsillo trasero del vaquero) en una pieza de colección para los que amamos esas tierras, siendo a la vez un estudio sociológico, un álbum de fotografías, un cuaderno de viaje y un testimonio donde los propios rifeños nos hablan de sus vidas y de los cambios que la modernidad les produce en ellas.
La obra, encuadrada dentro de la colección de libros ilustrados Vagamundos, cercana al libro de artista, gira en torno al zoco como espacio de trueque y lugar de encuentro. «El zoco del que nos hablan, con sus excelentes fotos y textos escogidos con inteligencia», dice el catedrático José Antonio González Alcantud en la introducción, «es un zoco rural, ciertamente. Está en el corazón de una zona rural, donde con frecuencia regular acuden los montañeses a vender, trapichear, solicitar crédito, orar juntos u obtener satisfacción a sus querellas. El morabito del santo cheik, que protege y da baraka, símbolo de un Islam más heterodoxo de lo que quisieran los ulemas de las ciudades, lo preside todo. El zoco en el Rif era y es también el lugar donde dirimir las pasiones humanas. Es sitio, asimismo, donde se intercambian noticias y el rumor se amplifica. Y en torno a él la vida montañesa alcanza densidad societal».
Desgraciadamente, y frente a la fortaleza del zoco urbano, los zocos rurales están abocados a desaparecer, debido a la continua e irremediable merma de la población campesina. De seguir así, las imágenes que guardamos en las retinas (afortunadamente también se conservan en archivos y libros), de este espacio rural de intercambio de bienes y servicios, no serán más que retazos de un pasado arrasado por la globalización.
Desde comienzos del año 2000, Mokthar Mohatar y José Antonio López visitan gran parte de los zocos de la región del Rif, intentando captar todo lo que ven. Hacen cientos de fotos y registran en una grabadora docenas de horas de conversaciones, hasta que comprenden que todo lo acumulado no refleja la realidad que están viviendo, que con un inventario no lograrían comprender lo que estaba en juego en la región del Rif. «A partir de entonces», nos apunta López, «el trabajo dio un giro importante; en vez de partir del zoco fuimos abordándolo a través de la gente que vivía de él o para él. Paradójicamente tuvimos que salir del zoco para comprender qué ocurría en el mismo».
De esta forma, los porteadores de la frontera, los artesanos o los agricultores cobraron una dimensión distinta, empezamos a verlos y a tratarlos como padres, maridos, amigos... Dejamos de centrarnos en los aspectos de su trabajo para hacerlo en sus expectativas, sus nostalgias o sus sensaciones.
De la frontera a los zocos comienza con estas palabras:
La frontera. Una franja de escasos metros, vital para la vida de los habitantes de la zona. Lugar de paso donde sólo podemos apreciar caos, gritos, carreras, peleas, mujeres aburridas tumbadas bajo la sombra de un árbol; una franja que atravesamos infinidad de veces para visitar los zocos de la región, en un principio sin conceder importancia a lo que allí ocurre: miles de hombres y mujeres transportando grandes fardos de mercancías que, a la postre, acaban suministrando parte importante de los productos que pueden encontrarse en los zocos de los alrededores.
Pero es a través de nuestras visitas a los zocos cuando comprendemos la importancia de la frontera, por eso cada vez nos resulta menos indiferente, hasta el punto de que ya no nos limitamos a cruzarla, sino que se convierte en parte del estudio. Ahora seguimos a los porteadores, trabajamos como ellos, fotografiamos su trabajo desde dentro; entonces nuestra percepción se transforma y lo que antes era caos ahora parece más ordenado: las peleas son los avisos a los transportistas para advertirles del momento preciso en el que tienen que cruzar, la extensión de las manos de los aduaneros es un impuesto personal que posibilita el incumplimiento de un impuesto estatal, las mujeres aburridas bajo los árboles no son sino la larga espera para poder cobrar.
Y tras unas líneas más, las fotografías de la frontera y varios testimonios de los que se dedican al oficio.
«Me he levantado a las tres y media de la madrugada, y, tras tomar un té y un bocadillo de aceite, me he ido a la frontera para guardar cola, pues es importante estar muy temprano si quiero hacer varios viajes al día (...). Hoy he hecho dos viajes, por cada uno de ellos me han dado 60 dh (...). Como yo nos encontramos muchas mujeres, en cuyos ingresos se apoya la familia. Nos conocemos de vista, de hablar durante las largas esperas en la cola, son mujeres como yo, que han llegado de todas partes de Marruecos para instalarse en la zona porque era un sitio donde había trabajo».
Fadila, 48 años
Porteadora, viuda y a cargo de cuatro personas
Originaria de Fez e instalada en Benienzar en 1992
***
«Todos los que estamos aquí vivimos gracias a la frontera, al fin y al cabo es lo único que puede darnos nuestra región, ser mulos de cargas. ¿Acaso -entre risas- servimos para otra cosa? (...), es un lugar donde siempre había trabajo; venías, te presentabas frente a un patrón, y te daba un bulto. Poco a poco te vas acostumbrando a los días de lluvia y sol, a los empujones, a los gritos de los perros aduaneros y a la incertidumbre de si hoy habrá mercancía o no. La frontera es algo duro, pero qué hubiese hecho yo si no hubiera tenido la posibilidad de venir todos los días y llevarme a casa al menos 50 dh; ¿quién me hubiese ofrecido algo mejor?».
Mohamed, 51 años
Porteador, casado, y tres personas a su cargo
Originario de Nador
«Aún celebrándose un día a la semana, es el catalizador de la economía y vida social de la región», leemos en Notas sobre los zocos. Y luego nos cuentan las transformaciones a las que se ha visto expuesto a lo largo del siglo XX, siendo la instauración del protectorado español un periodo de importantes cambios.
En Notas sobre el desarraigo, leemos con tristeza:
Parece como si se hubiese fraccionado esa conciencia que los mantenía unidos, no sin conflicto y contradicción, a una tierra ruda y poco fértil. Desarraigados, las decisiones sobre sus vidas -el hecho de partir, sus elecciones matrimoniales, etc.- no son sino continuas rupturas ante un mundo del que ya no se sienten protagonistas, del que intuyen que ha dejado de tener sentido (...).
Es en los zocos donde se manifiestan con más claridad los efectos de este desarraigo. Porque, si bien son los agricultores los primeros afectados, no dejan de arrastrar a ciertos oficios: herreros, carpinteros, ceramistas, etc., cuya dedicación principal es la de dispensar servicios y productos a estos campesinos. Paradójicamente, conversando con ellos, intentando comprender el modo en que hacen frente a unos oficios condenados a desaparecer, fue como nos dimos cuenta de la dimensión de esta crisis.
Del mismo modo en que los campesinos comienzan a adoptar una actitud distante hacia el sentido de la agricultura como actividad, los artesanos acaban también adoptando cierto distanciamiento hacia sus oficios. Tanto unos como otros, en algún momento de nuestros encuentros, coinciden sobre lo que pasa, una frase de lo que para ellos es un nuevo descubrimiento: «lo que pasa es que esto no es un trabajo de verdad. Realmente estamos en paro».
Cuaderno de campo: Ait Wariaghel
junio 2002
Notas sobre el desarraigo, capítulo de El Rif (Ediciones Traspiés) Fotografía: José Antonio López |
«El taller está cerrado y sus fogones apagados. Lo cerré hace algunos años porque me resultaba muy costoso mantenerlo para el poco trabajo que hay que hacer. En el nuestro trabajaban tres personas de la misma familia: una encargada de mantener el fuego, un aprendiz y yo, que soy el maestro herrero (...). Que yo recuerde, tan sólo en Ait Abdellah había abiertos hace veinte años al menos seis talleres y ahora todos están cerrados (...). Paso por los zocos de los alrededores para cambiar las herraduras de los burros y poco más. En cambio, mis hijos están pensando en instalarse definitivamente en la ciudad. Allí siempre pueden trabajar como soldadores en las muchas obras de construcción que hay (...). Las cosas cambian, y esto no tiene vuelta atrás (...). Yo soy el primero que les animé a que se fueran. Esta claro, el futuro de los herreros es trabajar como soldadores en la ciudad».
Nasser, 58 años
Herrero. Ait Abdellah
***
«Llevo cuarenta años como carpintero y es en estos últimos diez años que me doy cuenta de que las cosas van cambiando muy rápido. Antes, a lo largo de la semana iba visitando los zocos de los alrededores y, en función de la temporada, había que hacer un tipo de trabajo u otro para los campesinos. En este zoco por ejemplo, Imzouren, podías ver a todos los campesinos cómo me traían sus arados para reparar (...) ahora mírame, toda la mañana aquí parado, no hay arados, porque ya no queda agricultura... Mi nieto me acompaña los días del zoco; si bien no hay mucho trabajo, hay servicios que tengo que hacer porque aun me queda «vergüenza», pues hay gente que conozco desde hace muchos años y cuentan conmigo (...) en cambio, mi nieto Ahmed pasa el tiempo en la ciudad, trabajando en las construcciones, poniendo ventanas y puertas; pero eso es otra cosa, como yo digo, es otro oficio...».
Mohamed, 62 años
Maestro carpintero. Imzouren
Cierra el libro Las cerámicas de Fátima, donde se anota el toque de muerte que el progreso le está dando a este oficio, y cómo esta pervierte el sentido original de la alfarería, convirtiendo las piezas de cerámica en meros souvenirs para turistas.
«Lo que está pasando es que las jóvenes se casan y se van a vivir a la ciudad y, por tanto, la cerámica no tiene sentido, ya que sólo se dan las condiciones de fabricarla si vives en el campo; además allí no la vas a utilizar (...) han pasado los años y creo que soy la única que sigo bajando las cerámicas al zoco. Ahora hay algunos intentos de una asociación para dar cursos a las chicas, pero el problema no es de aprender cómo se hace, sino que tiene menos utilidad. Cada vez hace menos falta porque ya todo (la leche, el queso, mantequilla, etc.) lo que se compra en el zoco no es producido por los campesinos, sino que viene de las fábricas ya envasado».
Fátima, 47 años
Ceramista. Roadi
***
«Hemos intentado cambiar algo los productos, y en verano le he dicho a Fátima que hay que fabricar cosas para los turistas y dejar de ir al zoco. Hay que ir a la ciudad para venderlas en la playa. Ya no tiene que ser grandes vasijas, sino cosas de decoración».
Zaid, 52 años
Ceramista. Roadi
Al final, tras todas esas palabras, uno deja el libro en la estantería y guarda silencio, un silencio propicio para la reflexión.
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