Un millón de pasos, de Álvaro Machín (El Desvelo Ediciones) Fotografía: Lucía Rodríguez |
La señora se dejó caer en el asiento de al lado, se arrellanó en él e intentó darme palique hablando del calor que hacía. Yo venía de una sesión de rehabilitación, pues tengo el piramidal tocado, e iba absorto en la lectura de Un millón de pasos, del periodista santanderino Álvaro Machín, así que por educación respondí «que no era normal», aún a sabiendas de que siempre es normal que haga calor en Málaga en agosto. Como la mujer vio que yo no estaba por la labor, se dirigió con lo mismo del calor a la señora que estaba sentada al otro lado del pasillo del autobús –el de la línea 8, que es el que suelo usar para ir de casa al centro y viceversa–.
«Ahora se ducha una, te pones fresquita y ya te quedas tranquilita toda la tarde en la casa», le respondió la mujer, más diestra en el cuerpo a cuerpo. «Uff, yo es que no puedo. Es meterme en la casa y se me caen las paredes encima. Yo tengo que salir adonde sea, pero encerrarme en la casa, eso sí que no. Aunque sea a ver escaparates...». La otra mujer asintió con una sonrisa: «Yo es que tengo aire acondicionado, y se está tan agustito...». «Yo también lo tengo, pero ni por esas. Es que si no salgo me deprimo. A mí me gustaría irme de viaje, a cualquier parte, ¿pero a dónde va a ir una como está la economía?».
En ese punto yo me había subido al Transiberiano y estaba a punto de beberme una tetera (así es como lo sirven) de vodka con Álvaro y el gigantón campeón de halterofilia con el que compartía camarote. Íbamos a brindar con un «Nazdarovia», pero a esas alturas ya no había quien se concentrara en la lectura. Cerré el libro, y me contuve las ganas de decirle a aquella señora que por menos de lo que le costaba echarse el tinte en la peluquería podía irse de viaje con aquella lectura.
Portada de Un millón de pasos, de Álvaro Machín El Desvelo Ediciones |
Me entretuve observando la ilustración de la portada, una acuarela de Pedro Sainz Guerra en la que plasma el interior del compartimento del Transiberiano. Luego leí de nuevo el título, Un millón de pasos, y al hacerlo pensé en la conocida frase del filósofo chino Lao-Tse, aquella que dice que «un viaje de mil kilómetros empieza con un solo paso». Ese paso poderoso de inicio lo dio el autor, Álvaro Machín, en Sri Lanka, el antiguo Ceylán. Y ese simple primer paso le proporcionó, como a tantos de los que pateamos el mundo, la confianza que necesitaba para lanzarse a recorrer el planeta.
Álvaro Machín no es ningún Indiana, tiene vértigo, le dan miedo las serpientes y lleva en la mochila una camiseta de la selección española con el número de Xabi Alonso medio despegado y una gorra del Bubba Gump, de ahí el subtítulo del libro: Las vueltas por el mundo de un tipo corriente. Quizás por eso le resulte tan fácil al lector identificarse con él.
Álvaro Machín, autor de Un millón de pasos (El Desvelo Ediciones, 2022) |
Abre el libro Moynaq. Sobornos, serpientes y barcos en el desierto. Moynaq es una ciudad del noroeste de Uzbekistán, a donde una vez llegaron las aguas del Mar de Aral.
(...) El símbolo de Moynaq es un pez de color amarillo que salta sobre las olas. Cerca hay otro dibujo. Una gaviota sobre las mismas aguas.
Pero aquí se viene a ver, precisamente, cómo el mar se ha ido. Sólo a eso. No hay otra cosa. Lo que queda es una caricatura de ciudad, una avenida triste con trazas de mejores tiempos donde la comida y las personas dejaron atrás la fecha de caducidad. (...) Moynaq era un puerto del Mar de Aral pintado en las crónicas como un buen lugar para vivir. Pesca, algo de industria vinculada a las conserveras... Al menos eso me explicaron. El deseo de producir algodón en grandes cantidades llevó a los soviéticos a desviar el curso del Sir Daria y el Amu Daria. A construir canales por los que el agua dejara de llegar a un gran lago que es mar y acabara regando su factoría agrícola. Porque el algodón, que luego dejó de ser importante, necesita agua. Grandes cantidades de agua. El Aral era mucho más extenso y hacía su trabajo. Mantener la economía local a largo plazo, refrescar un clima duro... Pero se fue echando atrás. Los textos cuentan que alguien, en Rusia, dijo que el Aral «debía morir como un soldado en la batalla». También en una guerra química, porque se abusó de pesticidas y fertilizantes. Se evaporó el lago y se envenenó la tierra. El azul emigró de Moynaq y dejó desierto y un poblado casi fantasma. Casi, porque aún viven personas.
Es lo bueno de la literatura, que nos alecciona. Uno lee ese primer capítulo, y a los pocos días, mientras desayunas hojeando la prensa, te encuentras con el siguiente titular: Vida y muerte de un pantano andaluz. Un pantano que está en la malagueña comarca de la Axarquía, aquí mismo, en Málaga, y que conozco bien porque mi padre, Francisco Delgado Acosta, ganó un año el certamen literario de La Viñuela, el pueblo de 2.045 habitantes que ve como el pantano se está convirtiendo en un secarral por culpa del aumento de la producción agrícola de regadío –aguacate y mango, sobre todo, que requieren mucha más agua de la que cae–, en una zona tradicionalmente de secano. Construido en 1989, con capacidad para 165 hectómetros cúbicos, apenas llega ahora a los 20 hectómetros, de los que cinco no pueden utilizarse por su mezcla con el fango. Si al regadío le sumamos el cambio climático, con una sequía latente, y el incremento de la población en verano, debido al turismo, nos encontramos con que el pantano más grande de Málaga podría morir como murió el Mar de Aral, y que algún guiri viaje hasta aquí y escriba, al modo de Álvaro, su visita al no pantano de la Viñuela. Ojalá que se haga más caso a gente como Rafael Yus, biólogo, docente, portavoz de Ecologistas en Acción en la Axarquía y coautor de La burbuja de los cultivos subtropicales y el colapso hídrico de la Axarquía que viene advirtiendo del peligro desde hace años. Hace falta un cambio de modelo de agricultura, y no sólo a nivel local, sino a nivel nacional, pues esto es algo que está pasando en toda España. Si la superficie de regadío en el país consume alrededor del 80% del agua embalsada, ya sabemos que no van a cuadrar las cuentas.
Pero volvamos a Un millón de pasos. De Uzbekistán, pasamos a Benín, donde aparecen unas monjas que me recordaron a otras que me acogieron una tarde en Mauritania, «mujeres de bandera en África que se olvidan a menudo cuando se hace balance del papel de la Iglesia».
Le sigue Sri Lanka, la isla adonde hubiera querido acompañar a mi primo Sergio cuando realizó aquel reportaje gráfico sobre un orfanato de elefantes.
Luego el Transiberiano y el Transmongoliano en tres partes: Rusia, Mongolia y Pekín, capítulos con títulos tan sugestivos como Ángeles de la guarda, De paquete por la estepa y Timadores en Tiananmén. Porque me sirve para darle las gracias a todos esos ángeles de la guarda que también se cruzaron en mi camino y a los que me habría gustado poder devolverles el favor, anoto aquí estas líneas de Ángeles de la guarda:
(...) Cuentan que todos los moscovitas han pasado alguna vez por la plaza Komsomólskaya, la de las tres estaciones y los miles de trenes en todas las direcciones. El dato sirve para hacerse una idea sobre un lugar poco idóneo para un estreno con dudas y sin experiencia. Por confuso, no por otra cosa. Y porque las estaciones, en general, se prestan a las páginas gruesas de las historias oscuras. Al menos todo eso me vino a la cabeza al ver que en la puerta del gran edificio que me señaló el conductor había un cartel enorme con letras únicamente en ruso y unas también enormes cadenas con dos candados. (...)
Él me vio en mitad de todo aquello. Hasta los ateos saben que hay ángeles de la guarda. Sergey Barakhovic fue el mío y le debía estas líneas y la esencia de este capítulo. Iba en pantalones cortos, con gorra y al rato supe que había estudiado un máster en Alemania. Me preguntó si hablaba inglés y, después, me indicó el camino. Pero el tipo, seguramente al leer un mensaje de cierto miedo estúpido en mi rostro, decidió acompañarme. Él y los suyos. Porque Sergey no estaba solo. Tiraba del carrito en el que iba Alisa, un bebé de tres meses que Helena, su mujer, acompañaba en todo momento con la mirada. Ella tenía que comprar un billete para un viaje a primera hora. Me guiaron hasta la taquilla, compraron su billete y repasaron el mío con el operario de la compañía de ferrocarriles. Me indicaron el andén, la hora exacta, el número de tren, el compartimento (estaba todo escrito con el alfabeto ruso). Pero fue mucho más que eso. En este universo de desconfianzas la bondad no siempre tiene precio. No siempre se darán la vuelta para pedirte algo a cambio (algo que siempre parece que estemos esperando). Mi ángel de la guarda no pidió nada. Ni cuando me llevó a un supermercado tras explicarme que sería bueno que comprara agua y algunas cosas para el viaje. Ni cuando recorrió las estanterías para que no me gastara demasiado dinero al elegir los productos. Y tampoco cuando cargó con buena parte de mis trastos hacia el andén. Sergey me acompañó hasta que llegó el tren. Sin un exceso de sonrisas ni de palabras. Él buscó el vagón exacto de mi compartimento y no se marchó hasta que mi equipaje y yo estábamos dentro. En el asiento siete del vagón siete del tren número dos con destino a Irkutz. Aún quedaban algunos minutos para partir y hasta me pidió disculpas por tener que marcharse porque la niña no dejaba de llorar. Me dio un abrazo y yo pensé que el mundo necesitaba un ejército de tipos como él. Santos sin alardes. Ángeles de la guarda. Junto a su nombre y su correo escribí en el cuaderno un millón de gracias. Estuvo conmigo casi cuatro horas. No lo olvidaré.
Después vienen Torun –la ciudad polaca en la que nació Copérnico–, Pretoria –adonde viaja el autor con unos amigos para vivir en directo el Mundial de Sudáfrica que ganamos–, Budapest –para traer a colación a Puskas y aquella selección húngara que le metió un tres a seis a los ingleses en Wembley–, Camboya –con los templos de Angkor que visité en compañía de Lucía y Pedro en el verano de 2018–, Rumanía –con Bucarest y el castillo de Bran o de Drácula, cerca de Brasov, donde una familia (otros ángeles de la guarda) nos acogió a Lucía y a mí en uno de nuestros Inter Rail de adolescentes–.
Fortalezas de Ayaz Khala en Uzbekistán Fotografía: Álvaro Machín |
Los campamentos de refugiados saharauis próximos a Tinduf, el desierto de Atacama, México, los Balcanes y Vietnam –país que recorrí de punta a punta en compañía de mi hijo Pedro aquel verano de 2018, cuando estuvimos dos meses viajando por el sudeste asiático– completan la terna de lugares donde se desarrollan las crónicas, más que relatos, de sus viajes. Y es que se nota que Álvaro Machín es periodista. A veces viaja por trabajo, otras por placer o necesidad; en algunas ocasiones lo hace en compañía de su pareja, de sus amigos o su sobrino, y la mayoría de las veces en solitario, que es cuando te ocurren más cosas que merezcan la pena escribirse.
Sin duda, este libro ayudará a los indecisos a dejar el miedo atrás e iniciar viajes largos, al igual que a los trotamundos como yo, que se quedaron sin viajar este año, nos permitirá coger la maleta sin tener que salir de casa.
Mi casa siempre estuvo junto a las vías del tren. Me gusta pensar que eso supone tener siempre la maleta preparada.
Soy Álvaro Machín, autor del libro. Quería agradecerte tu original reseña. Un millón de gracias
ResponderEliminarPues muchas gracias, Álvaro. Yo también te las doy a ti por compartir tus experiencias viajeras.
EliminarUn abrazo desde Málaga.