jueves, 14 de septiembre de 2023

DE LA PRESA, MI POSITIVO EN COVID-19 Y LOS LIBROS DE WALLAPOP


De La presa, los libros de Wallapop y mi positivo en COVID-19
Fotografía: Pedro Delgado

Leí La presa, de Kenzaburo Oé (Uchiko, 1935–Tokio, 2023), en los primeros días de agosto, en unas condiciones muy parecidas a las del protagonista, ese piloto del ejército estadounidense capturado en una remota y aislada aldea japonesa en los días de la guerra del Pacífico. Si aquel soldado estaba encerrado en una bodega, a la que se accedía por una trampilla que hacía pensar en una madriguera, yo me encontraba encerrado en mi cuarto por haber dado positivo en un test de COVID-19. La claustrofobia, la fiebre, la tos, la asfixia y el malestar no hacían más que acercarme a aquel prisionero herido. Además, la narración también se desarrollaba en el corazón del verano.

 La voz del narrador, de ese crío que vemos madurar a marchas forzadas, y lo que nos cuenta, me enganchó de inmediato.

Cerca del alba, me despertó un fuerte ruido; algo se había estrellado contra el suelo y propagaba por él un furioso fragor. Vi a mi padre medio incorporado encima de sus mantas colocadas sobre su lecho, con la mirada aguzada por la codicia, al igual que una fiera al acecho de noche en el bosque y a punto de saltar sobre una presa. Sin embargo, en lugar de eso, se tumbó de nuevo y pareció dormirse.
 Esperé largo rato, con el oído alerta; pero el estruendo no volvió a repetirse. Aguardaba pacientemente, respirando en silencio el aire húmedo que olía a bichos y a moho, a la pálida claridad de la luna que se colaba en el almacén por un elevado tragaluz. Pasó mucho rato. Mi hermano, que dormía apretando contra mi costado su frente empapada de sudor, comenzó a gemir suavemente. También él había esperado que la tierra volviera a retumbar; pero sin duda la espera había durado demasiado y no había podido aguantar. Puse la mano sobre su cuello grácil y fino como el tallo de una planta; y reconfortándolo con levísimos achuchones, acunado por el movimiento de mi brazo, me dormí de nuevo.
 Cuando me desperté, la brillante luz de la mañana penetraba en el almacén por todas las rendijas de los tablones de madera. Ya hacía calor. Mi padre no estaba allí. Tampoco estaba su escopeta colgada en su lugar habitual. Sacudí a mi hermano para que se despertara y, semidesnudo, salí al umbral del almacén. Una claridad implacable inundaba la carretera y la escalera de piedra. Los niños de la aldea ya correteaban por allí gritando como cachorros; algunos estaban de pie distraídamente inmóviles, otros despulgaban a sus perros tumbados al sol, con los ojos entornados por la intensidad de la luz... pero no se veía a ningún adulto. Mi hermano y yo corrimos hasta la herrería, bajo la sombra densa del alcanforero; al fondo del oscuro recinto no se alzaba ninguna llama de las brasas; el fuelle estaba silencioso; tampoco se veía al herrero, por lo general ocupado en levantar con sus brazos extraordinariamente tostados y descarnados, enterrado hasta medio cuerpo, los hierros incandescentes. Era la primera vez que encontrábamos vacía la forja en plena mañana. Cogidos del brazo, regresamos en silencio por la calle mayor. En toda la aldea, ni un solo adulto. Las mujeres, invisibles, debían de permanecer dentro de las casas. Sólo quedaban los niños, envueltos por el sol que caía a raudales. Una extraña inquietud embargó mi corazón.
 Morro de Liebre estaba echado en los escalones que bajaban a la fuente. Nos vio y, agitando los brazos, se nos acercó corriendo. Se esforzaba en adoptar una actitud presuntuosa, y de su labio partido salía una ligera espuma blanca de saliva.
 –¡Eh! ¿Sabes lo que ha ocurrido? –me gritó al tiempo que me daba una palmada en el hombro–. ¿Lo sabes?
 –¿Qué? –vacilé.
 –¡El avión que vimos ayer se estrelló anoche en la montaña! ¡Todos los hombres están batiendo la zona, con sus escopetas, para encontrar a su tripulación!
 –¿Piensan matar a los soldados enemigos? –preguntó mi hermano, agitado.
 –Seguro que no, no tienen suficientes cartuchos –explicó Morro de Liebre amablemente–, más bien intentan capturarlos.
 –¿Qué puede haberle ocurrido a ese avión? –pregunté.
 –Cayó en el bosque de abetos y se partió –contestó apresurado Morro de Liebre, con los ojos encendidos de excitación– [...].

 Y si entrañable es el narrador, también lo son su hermano pequeño y el crío al que apodan Morro de Liebre, a los que el color negro de la piel de aquel prisionero les causa asombro y pavor.

[...] Fue una sorpresa para mí descubrir, rodeado por nuestros mayores, a un gigante negro. Me quedé petrificado de miedo.
La comitiva avanzaba, con los labios apretados gravemente, rodeando la «presa», los torsos echados hacia adelante, igual que a la vuelta, en invierno, de una cacería de jabalíes. La «presa», por su parte, no llevaba un mono de vuelo de seda ocre ni botas negras de aviador de piel suave, sino una cazadora y un pantalón caquis y, en los pies, unas botas nada especiales que parecían muy pesadas. La «presa» caminaba con su ancha cara negra y reluciente levemente levantada hacia el cielo, donde todavía se demoraba un resto de luz, y cojeaba ligeramente arrastrando una pierna. Le habían rodeado los tobillos con una cadena de trampa para jabalíes que rechinaba con un sonido metálico. Inmediatamente detrás de los hombres que escoltaban a la «presa» iba el enjambre, silencioso, como está mandado, de la chiquillería. El cortejo avanzó con lentitud hasta la plaza, delante de la escuela, y se paró sin agitación ni ruido. Abriéndome paso en medio de los niños, llegué hasta la primera fila; pero el viejo jefe de la aldea nos ordenó, levantando la voz, que nos largáramos. Retrocedimos hasta los albaricoqueros, en una esquina de la plaza, fijamos allí resueltamente el límite de nuestro repliegue, y, de lejos, a través de la oscuridad que se iba espesando, seguimos contemplando [...].

 Poco a poco, el soldado, «al igual que los perros, los niños y los árboles», acabará formando parte de la vida de la aldea, hasta el punto de que sin él, el verano «sólo sería una concha vacía» para los críos.

 El prisionero acabó por convertirse en algo que llenaba por completo la vida cotidiana de los niños de la aldea, en la única y exclusiva preocupación de los chiquillos que ocupaba cada minuto, cada segundo, de nuestra existencia. Era como una enfermedad contagiosa que nos contaminó sucesivamente a todos. Pero los adultos, en cambio, eran inmunes al contagio, tenían otras cosas de que ocuparse; no tenían tiempo para estarse de brazos cruzados esperando las instrucciones del ayuntamiento, que, además, no acababan de llegar nunca. Y cuando mi padre, por su parte, a quien tocaba la misión de vigilar al prisionero, volvió a cazar, el acceso al soldado negro encerrado en la bodega dejó de estar restringido.

 Y si es impresionante el arranque de la novela, más impresionante aún es su desenlace, ese final que te golpea en el estómago y te deja sin aliento, que te produce un nudo en la garganta y cierta desazón en el espíritu. Parece mentira que esta sea una obra de juventud del autor. Con ella ganó el premio Akutagawa del año 1959, otorgado a las jóvenes promesas de la literatura japonesa. Así, no es de extrañar que se alzara con el Premio Nobel en 1994, a los 59 años de edad.

El escritor japonés Kenzaburo Oé (1935-2023)
Fotografía: Ricard Cugat (elperiodico.com)

 Mi hermano Marcial había adquirido aquella novela corta o relato largo en una de las tiendas benéficas que tiene Cudeca en la ciudad, y después de leerla me la había pasado para que también la leyera yo y después se la vendiera por Wallapop. El libro color crema, como todos los de la colección Panorama de narrativas de Anagrama, era una 3ª edición del año 2000, y tenía una pequeña pegatina de la Fnac en la contraportada, donde figuraba su precio en pesetas (1.425) y en euros (8,56), lo que me hizo pensar en lo mucho que han subido los libros desde entonces. Nunca me deshago de un libro que he leído con agrado, así que no tuve que ponerle un precio para subirlo a Wallapop. La presa se quedaba en la biblioteca de casa. Además, Kenzaburo Oé había fallecido recientemente, el 3 de marzo, y me pareció una falta de respeto hacia el escritor deshacerme de su libro.

 Por cierto, La presa fue llevada al cine por el prestigioso Nagisha Oshima, director entre otras de películas como El imperio de los sentidos o Feliz Navidad, Mr. Lawrence. A ver si Filmin la añade a su catálogo y puedo verla.

Cartel de la película japonesa Shiiku (La presa)
Nagisha Oshima

 Destacar también del libro el prólogo de Justo Navarro, el escritor granadino afincado en Nerja (Málaga) que dirige ahora el Centro Andaluz de las Letras; aunque recomiendo dejar su lectura para el final de la novela.

 Por arte de birlibirloque, unas semanas después de terminar La presa, me encontré en EL PAÍS con este artículo de Ana Iris Simón. Llevaba por título Los libros de Wallapop, así que no pude evitar acordarme de mi hermano y de Kenzaburo Oé y todos esos otros autores que no conseguimos echar de nuestros hogares ni a patadas.

Ana Iris Simón rodeada de libros en la cuesta de Moyano, Madrid
Fotografía: Leticia Díaz de la Morena

Los libros de Wallapop

Comparto vida y hogar con un bibliófilo. Así dicho suena bonito y la verdad es que lo es, pero tiene sus cosas, como la dificultad que eso añade a las mudanzas. En la primera que hicimos juntos, me puso una condición: a la casa común solo nos llevaríamos 10 títulos cada uno. El resto se quedarían en la de nuestros padres hasta que tuviéramos una propia. Me imaginé entonces que estaba renunciando a acumular libros por un tiempo, pero simplemente estaba dejando espacio.
 Porque a esa veintena inicial se le han ido sumando, casi cada semana, libros antiguos y nuevos, de tapa blanda y dura, ediciones refinadas y ejemplares intonsos. E incluso colecciones como la Gredos Clásica, que tenemos repetida porque la muchacha de la inmobiliaria nos dijo que iban a tirar una de un piso que habían vendido y ¿cómo íbamos a dejar que hicieran eso? Mucho mejor subir los casi cien ejemplares a pulso a un cuarto sin ascensor.
 Nuestras últimas adquisiciones, sin embargo, no han sido donadas ni compradas en librerías. Ni siquiera en IberLibro, donde debemos tener la distinción vip, sino en Wallapop, una aplicación en la que se venden bicicletas estáticas que ya se utilizan solo como perchero, cunas portátiles que uno no ha usado jamás y, por lo visto, también libros.
 Wallapop está siendo la madriguera de Alicia de mi pareja. Se mete, hace scroll y el tiempo se para. Allí encuentra tesoros que lleva años buscando a cinco euros o libros que no se han reeditado y son difíciles de conseguir. Cuando llega el pedido siempre le hago la misma pregunta: que para qué quiere tantos libros si no tiene tiempo de leer todos. Ni siquiera es retórica, porque conozco la respuesta: algunos compran más libros de los que leerán para construir un yo al que aspiran; otros, porque quieren dejarle una biblioteca en herencia a sus hijos, que en realidad es legarles una forma de mirar el mundo; otros, porque cuando compran libros creen estar comprando tiempo para leer, y los mejores porque saben, simplemente, que hay lecturas que no pueden quedarse sin comprar. Pero detrás de todas ellas subyace una sola razón: compramos más libros de los que podemos leer porque queremos ser mejores.
 Mientras barrunto esto, empezamos a abrir las cajas. Detrás de cada paquete de Wallapop no hay un obrero cobrando cuatro duros como en los que manda Amazon, sino un particular. Un particular que a veces tiene a bien enviarte tus nuevos libros con sus fotocopias del curso de alemán hechas bola a modo de acolchamiento, o envueltos en un trapo de cocina para que no se le doblen las esquinas, o cuidadosamente forrados en un almanaque de 2021 de la Carnicería Antón de Santander donde hay apuntadas un par de citar médicas.
 Después los abres y resulta que alguno tiene subrayados y apuntes, y en otro descubres, porque de pronto deja de haber anotaciones, que se lo dejaron a la mitad. Algunos, los más desgarradores, tienen incluso dedicatoria. Casi siempre acabas planteándote quién lo vende, si su dueño o el nieto del que un día lo compró, si el ex despechado o el intelectual que está sin un duro. Así, los libros de Wallapop acaban teniendo no dos sino tres vidas: la que viven con su primer comprador, la que viven con el segundo, y la que quien los compró de segunda mano imagina que tuvieron antes de llegar a él.
EL PAÍS, sábado, 26 de agosto de 2023

 Como la pareja de Ana Iris Simón, soy incapaz de deshacerme de un libro que me guste. Por eso no encontrarán libros míos en mi Wallapop, sino de mi hermano mayor, que por falta de espacio se deshace de los que no le convencen.

Nota: La presa, editada por Anagrama en 1994, tiene una traducción del japonés de Yoonah Kim, con la colaboración de Joaquín Jordá. Y la ilustración de la portada es del veteranísimo Ángel Jové, arquitecto, cineasta, actor y diseñador, uno de esos artistas pluridisciplinares del Renacimiento.


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