sábado, 13 de mayo de 2023

CÓMO CAZAR UN TOPO


Lanita y Cómo cazar un topo, de Marc Hamer
Fotografía: Lucía Rodríguez

Me gusta sentirme hermanado con la naturaleza, de ahí que no sea extraño que, de vez en cuando, aparezca por aquí la reseña de algún libro de lo que los anglosajones llaman nature writing, la literatura de la naturaleza –también llamada literatura rural–, que, como es obvio por su nombre, gira entorno a la naturaleza y a la relación y el vínculo emocional que tenemos con ella y con los seres vivos que la pueblan.

 Mi última lectura, Cómo cazar un topo: Y encontrarte a ti mismo en la naturaleza (Editorial Ariel, 2020), del británico Marc Hamer (traducción de Beatriz Ruiz), se encuadra claramente en esta categoría literaria, libros que nos enseñan a abrazar un poco de esa vida salvaje que habita más allá de la puerta de nuestra casa.

Contraportada de Cómo cazar un topo (Editorial Ariel)
Fotografía: Pedro Delgado

 Lo primero que me cautivó, y que dio pie a que quisiera adentrarme en sus páginas, fue la ilustración de las cubiertas, con esos simpatiquísimos topos, dibujados por Joe McLaren, que me recordaron al afable y bondadoso Topo de El viento en los sauces, ese clásico de la literatura infantil que escribió Kenneth Grahame.

El viento en los sauces, de Kenneth Grahame

 Los topos casi nunca se dejan ver, pero yo tuve la suerte de ver uno de chavea en Casarabonela, en uno de esos veranos de libertad y contacto con la naturaleza que teníamos los niños al llegar el estío. El recuerdo brotó durante la lectura. En aquellos días de alberca y luciérnagas, explorando los terrenos por los que discurrían las acequias, me encontré, o nos encontramos, porque creo que iba con alguno de mis hermanos, con un topo. Estaba inmóvil porque estaba muerto, pero aún no habían llegado los insectos ni otros depredadores a devorarlo. Mediría unos 10 o 15 centímetros y tenía las patas y el hocico rosados. Lo cogí con cuidado, era muy liviano y se convirtió en una bolita de pelo negro en mis manos. Me pareció que aún estaba caliente, y le acaricié el pelaje aterciopelado. Tenía unas patas delanteras, anchas y musculosas, con forma de pala y uñas grandes y largas. No se le veían las orejas ni los ojos, cubiertos quizás por el pelo. Aún así, daba la sensación de ser un animal muy dulce y tierno. Lo dejamos en el mismo sitio y en la misma posición, deseando que sólo se hubiera hecho el muerto al oírnos llegar.

 Ahora, tras unos días en compañía de Marc Hamer y de esos pequeños, solitarios y misteriosos mamíferos que viven bajo tierra en la oscuridad, no puedo dejar de pensar en él y en ellos cada vez que cojo el metro para visitar a mis padres. El tren del metro y sus líneas como metáfora de los túneles que recorren los topos, con su vía principal, sus ramales alternativos y sus cabezas de línea a modo de toperas. Sin embargo, sus túneles, a unos quince centímetros por debajo de la superficie del terreno, tienen un diámetro de tan solo seis centímetros, y en ellos, salvo para aparearse, pasarán tan a gusto el resto de sus vidas, engullendo el alimento que vaya cayendo de las paredes de las galerías, mientras que a nosotros, salvo por alguna excursión de espeleología, se nos hace incómodo estar bajo tierra.

 Lo primero que descubrimos al empezar la lectura son los motivos que lleva a alguien a querer cazar estas criaturas tan adorables.

Los cazadores de topos publican folletos publicitarios y crean páginas web. Cuentan que los topos que aparecen en las pistas de aterrizaje pueden causarles graves problemas a los aviones en el momento de aterrizar, que los túneles que excavan podrían derrumbarse bajo el peso de un caballo al galope, lo que provocaría la caída del jinete. Estando en los potreros, los caballos podrían romperse una pata al tropezar con un túnel hundido excavado por un topo, y habría que sacrificarlos. Un puñado de topos puede sembrar de toperas una amplia extensión de terreno cultivable, que rápidamente quedaría plagado de malas hierbas, lo que causaría una merma en las cosechas y en la producción, la tierra dejaría de ser idónea para el pastoreo y los granjeros sufrirían pérdidas económicas. Los topos engendran aún más topos, que se desplazan a los terrenos adyacentes y echan a perder todavía más cosechas y pastos.
[...] Si la tierra de las toperas se mezcla con el grano, lo estropea y ya no sirve para nada. Si se recolecta accidentalmente junto con el forraje que se emplea para alimentar a los animales, esta tierra puede ocasionar listeriosis en el ganado y en la leche que produce, y hacer que esta no sea apta para el consumo humano.

 A todos ellos hemos de sumar el odio que les profesan los maniáticos de los jardines domésticos perfectos, que viven como una afrenta personal que aparezca alguna que otra topera en ellos.

Después del equinoccio de otoño, en septiembre, los días se van acortando y empieza a sonar el teléfono. La gente ha descubierto que hay toperas irrumpiendo en la perfección de su césped y las quieren fuera de allí, hacen que el lugar se vea descuidado.
***
 Los topos no viven en las toperas; la mayoría de las toperas no son más que pilas de residuos domésticos, tierra y piedras, montones de desechos a los que el topo no regresa, a no ser que el túnel se derrumbe. Con frecuencia en las toperas se encuentran trozos de cerámica y cristales. En el norte de Inglaterra y en Dinamarca los arqueólogos tamizan las toperas en busca de fragmentos que los topos extraen del subsuelo. Buscan vestigios de civilizaciones pretéritas sin necesidad de alterar el terreno: lo llaman toperalogía.

Toperas, ilustración de Joe McLaren
Fotografía: Lucía Rodríguez

 Marc Hamer nos cuenta cómo, siendo jardinero, se convirtió en un gran cazador de topos al que nunca faltaba el trabajo. Cazaba topos en pastos, en campos deportivos, en pequeños jardines urbanos y en inmensas y ondulantes fincas rurales, y lo hacía empleando las trampas más eficientes y menos agónicas, de manera que la muerte de aquellas pequeñas criaturas resultara un acto apacible y sereno, nunca violento.

 Cazo topos por dinero y esta actividad me mantiene ocupado cuando los jardines descansan. Pero, por supuesto, para que alguien se sienta atraído por esta clase de trabajo detrás tiene que haber alguna motivación personal. En las fiestas, cuando le explico a la gente cómo me gano la vida, ellos se ríen. Tampoco es que acuda a muchas fiestas. Es comprensible que para la gente de ciudad la caza del topo sea una especie de chiste de cabaret, algo más propio de un pintoresco pasado rústico, como ser deshollinador [...].
***
 Cuando empecé a aprender cosas sobre jardinería fue una ingenuidad por mi parte pensar que esta sería una ocupación sensual, enriquecedora y pastoril, relacionada principalmente con las flores, los campos, las frutas y los árboles. Enseguida me di cuenta de que también las plagas forman parte de mi trabajo. Tenía que vérmelas con topos, babosas, pulgones, avispas, ratas, hierbajos y muchas otras cosas que tenían que seguir su curso vital. Para algunos buena parte de la jardinería tiene que ver con matar cosas. En mi caso esta ha sido siempre un área de conflicto: mis lugares preferidos son los silvestres, donde no hay nada que matar. Me costaba matar. Pero eran ellos o yo: tenía una tarea que cumplir, un trabajo que necesitaba para dar de comer a mi familia y a mí mismo. Pero matar un insecto es una cosa, matar a un mamífero es algo muy distinto. Antes de empezar me pregunté cuáles eran mis límites, qué clase de hombre era yo: ¿estaba preparado para hacerlo y cómo me sentiría después?
 [...] Procuré concentrarme en matar a los topos sin ejercer la violencia, en hacerlo de la forma más humana posible.

 Antes de ser cazador de topos y jardinero, Marc trabajó en una garita de señales del ferrocarril durante siete años. Luego lo dejó para estudiar pintura y escultura en la escuela de arte, pero aquello no se le daba del todo bien –«tenía las manos demasiado grandes y torpes, estaban hechas para manejar el rifle de un soldado, un pico o una pala, no una pluma ni un pincel»–. Y antes de todo eso, Marc fue vagabundo.

La vida cambia en los solsticios y en los equinoccios. En otro invierno de hace mucho tiempo, el invierno en que cumplí dieciséis años, mi madre murió y al principio de la primavera siguiente mi padre me dijo que yo «sobraba» y que debía irme. No me sentía en absoluto deseado ni atendido, así que estuve de acuerdo. Metí mis cosas en la mochila y salí temprano a la mañana siguiente. No avisé. No dejé ninguna nota. Los pocos libros que tenía se quedaron en la estantería. Las fotos familiares, la ropa y los objetos de mi infancia, en los cajones. Dejé la llave sobre la mesa y cerré la puerta sin hacer ruido, para no despertar a nadie, para no tener que hablar. Soy un cobarde. Dejé atrás todas las cosas que había acumulado y obedecí a la llamada del vacío.
 Me hice aprendiz y ganaba demasiado poco dinero como para alquilar un sitio donde dormir, así que dormía en el sofá de las casas de los padres de mis amigos, y luego en casas ruinosas y en un almacén abandonado. Una noche que pasé en vela tumbado en la cubierta de una barcaza medio hundida en el canal de Leeds a Liverpool, justo enfrente de la tienda de aceros de Wigan Pier en la que trabajaba, mirando las estrellas decidí que haría lo que se me daba bien, que era andar, y que haría lo que me gustaba, que era deambular y observar las cosas y tratar de desentrañarlas. Era una parte de mí que mi padre detestaba. Lo recuerdo diciéndome una vez que yo era «demasiado estúpido como para resguardarme siquiera de la lluvia», y pensar «pero la lluvia es interesante». Era un niño soñador.
 Dejé el empleo y me puse a andar por el camino de sirga*. Seguí andando durante dieciocho meses. No levantaba polvo, no dejaba marcas, procuraba no dejar recuerdos en las mentes de los demás. Me gusta pensar que era fácilmente olvidado, que pasaba como un fantasma. No sé hasta dónde llegué porque si estás midiendo no estás andando. Salí de la ciudad, dejé atrás las construcciones abandonadas de los molinos, las esclusas y la caseta del vigilante de las esclusas y salí al campo, donde recuerdo días en los que me sentaba encima de la mochila a comer manzanas y a lanzar los corazones a la lenta corriente parda [...].
 Me pasé la primavera, el verano y el otoño de mis dieciséis años caminando. Las estaciones avanzan a una velocidad de tres kilómetros por hora de sur a norte. Si hubiera seguido andando hacia el norte, habría podido vivir siempre en primavera. Pienso en esos días como mi época de «dormir con los pájaros». Me imaginaba que vivía como un soldado. Recorría kilómetros esquivando el contacto con otras personas. Trataba de ser invisible. Las personas sin hogar son víctimas de maltrato, de modo que fui perfeccionando mi habilidad para ocultarme y me metí bajo tierra. Como un topo, evitando la luz, como una lombriz [...].
 [...] Cada cierto tiempo el canal discurría junto a alguna localidad y yo podía entrar a la tienda del pueblo para comprar algo de comida, y luego reemprendía la marcha. El camino de sirga era perfecto, puesto que ofrecía de vez en cuando grifos de agua operativos para los tripulantes de las barcazas, que habían desaparecido mucho tiempo atrás [...].
 En aquellos tiempos nadie empleaba el término sintecho: se hablaba de vagabundos o de «caballeros errantes».

*Camino de sirga: camino que a orillas de los ríos y canales sirve para llevar las embarcaciones tirando de ellas desde tierra. Los propietarios ribereños deben dejarlos para ese uso público sin recibir a cambio ninguna indemnización.

***
 Si uno no es demasiado quisquilloso, siempre hay algún sitio donde dormir en la orilla de un río de de un canal, o junto a una parcela [...].
 Normalmente, después de todo un día de camino, el sueño llegaba raudo y duraba lo que duraba la oscuridad. En primavera y en otoño la noche era larga, y en verano el sueño, corto. Me acostaba a la vez que los pájaros y contemplaba la puesta de sol en el agua o en las colinas al oeste, y esperaba a que amaneciera. Luego, más tarde, me despertaba con las aves: primero el mirlo, después los petirrojos, con el sol saliendo a mi espalda y alumbrando la niebla o el rocío en la hierba y las hojas. Estando allí tendido se me ocurrió pensar que tal vez existieran los presagios. Que si veía una urraca querría decir que ese día encontraría algo rico para comer. Que tres cuervos podían significar que se aproximaba un cambio. Era demasiado joven para saber que el cambio siempre está próximo y que no anuncia su llegada.

Petirrojo del acebo, ilustración de Joe McLaren
Fotografía: Lucía Rodríguez

 Quizás debido a aquel deambular, la relación que Marc establece con la naturaleza es tan especial, de una onda compenetración. Marc se siente un animal igual que los demás, sin sensación de permanencia. Su hogar está en cualquier sitio. Su hogar es simplemente el aire libre, el campo, dondequiera que fuese. «Cuando dejo de pisar la alfombra o el parqué para pisar la tierra es cuando sé quién soy. Pertenezco a la tierra y la adoro. Es un organismo vivo y mi deseo es sentirla en la piel».

 En el norte de Inglaterra y en Escocia no preguntan dónde vives ni de dónde vienes, ellos preguntan «¿Dónde te quedas?», como si vivir en un sitio no fuera otra cosa que una parada en mitad de un trayecto, como si todos fuésemos viajeros. Es aquí, en Gales, donde yo decidí quedarme. Es el hueco de la cama en el que me dejo caer cuando estoy cansado, el lugar por donde mi mujer y mis hijos saben que tienen que empezar a buscarme. Pero en realidad todos somos viajeros.

 El libro esta dedicado a Peggy, su pareja, de la que también nos habla en algunos páginas del libro.

 Nos estamos haciendo viejos, Peggy y  yo, y hemos construido un hogar y una vida juntos y quiero estar allí. Somos libres. Podemos comer siempre que queramos. Podemos irnos a cualquier sitio que está a nuestro alcance sin pedir permiso a nadie. Podemos dormir cara a cara sin tocarnos, pero respirando el aliento del otro una y otra vez hasta que no quede oxígeno entre nosotros, y uno de los dos al menos tenga que apartarse o morir. Nuestro amor ha ido creciendo más y más con el paso de los años. Peggy dice que lo estamos haciendo de atrás adelante, que deberíamos habernos amado apasionadamente al principio y a estas alturas ese amor tendría que haberse ido desgastando para procurarnos una edad madura de cascarrabias. Es la forma que tiene la naturaleza de prepararnos para la separación, dijo.
***
 El fragmento de cerámica que he recogido antes sigue en mi bolsillo; me hace pensar en la familia, en mí, en Peggy, en nuestros hijos, que están lejos y viven su propia vida. Partes fragmentadas de algo que fue una sola cosa. Es triangular, y su forma y tamaño parecen hechos a medida para encajar entre dos de las tres grandes líneas de la palma de mi mano izquierda.

Mi mano izquierda como si fuera la de Marc Hamer
Fotografía: Pedro Delgado

 A todos los pasajes memorísticos, cargados de filosofía, se le une un interesantísimo (si es usted uno de esos, como yo, a los que les gusta los animales) tratado sobre los topos: su morfología y tipología, sus sentidos, su sexo y reproducción, su hábitat, alimentación y modos de vida, así como apuntes históricos relacionados con esta solitaria criatura.

 En febrero de 1702, Guillermo III, también conocido como Guillermo de Orange, iba montado en su caballo Sorrel en Richmond cuando este tropezó con una topera e hizo caer al rey al suelo, donde se rompió la clavícula con fatales consecuencias: sucumbió a una neumonía y falleció al mes siguiente. Catorce años antes, Guillermo el protestante y su reina, María, habían depuesto al entonces católico rey Jacobo II de Inglaterra y VII de Escocia. No obstante, muchas facciones en Inglaterra, Escocia, Irlanda y en otros lugares del extranjero apoyaban al depuesto Jacobo, lo que dio origen al brindis jacobino al topo, «por el pequeño caballero de terciopelo azul», que aún hoy se oye ocasionalmente. Hay una maravillosa estatua de bronce en la plaza de St. James de Londres: Guillermo, vestido con amplias ropas clásicas, va montado orgullosamente a caballo, todo un rey victorioso, la cabeza del caballo algo volteada y erguida con su crin al viento, con la pezuña trasera izquierda justo encima de una pequeña topera. 

 Es en el penúltimo capítulo del libro, La historia de la caza del topo, cuando se nos revela el motivo que llevó a Marc Hamer a apartarse de la profesión. En ese momento, uno visualiza la escena y se te encoge el corazón. Y no podemos pensar más que, Marc, es un gran tipo, alguien con quien nos tomaríamos un whisky al calor de una chimenea.


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