HUGO "STARDUST" PRATT, obra de Sergio Camacho © Sergio Camacho |
Se llamaba Ugo Prat, sin hache y una sola te.
Se hizo famoso bajo el seudónimo de Hugo Pratt y vivió 24.518 días con toda la intensidad que cabe en una vida. Dibujante de cómics, publicó más de quince mil planchas, lo que representa unos ochenta mil dibujos, a los que se deben sumar más de quinientas acuarelas.
Fue, por supuesto, el creador de Corto Maltés.
Nació el 15 de junio de 1927 en Rímini; muere el 20 de agosto de 1995 en Suiza. Extraña forma de expresarlo: «nació», «muere», como si el último aliento durase eternamente.
La aventura soñada. Un retrato de Hugo Pratt, de Thierry Thomas Estanterías de mi escritorio. Fotografía: Lucía Rodríguez |
El francés Thierry Tomas soñaba con ser dibujante de tebeos, y por eso fue a Venecia al encuentro de Hugo Pratt, con su carpeta de dibujos bajo el brazo.
Jöell Laroche, editor de la revista Zoom, acababa de reunir las primeras aventuras de Corto en un álbum que parecía un libro de arte, tan bonito que proclamaba que aquel medio de expresión no andaba muy lejos de la pintura. Sus imágenes me cautivaban. Analizaba la composición de cada plancha, el encuadre de cada viñeta, me esforzaba por reproducir todo aquello. Había descubierto que Hugo vivía frente a Venecia, en un barrio llamado Malamocco, en la punta de la isla del Lido. Mi hermana, que apoyaba mis planes a pesar de su nulo interés hacia el cómic (aun así, le encantaban las gaviotas que volaban alrededor de Corto), me acompañaba. No teníamos la dirección, pero todo el mundo conocía a Hugo: «Por allí, al final de la calle...». Llamamos al timbre de un edificio mastodóntico, sin encanto, como los que se ven en los barrios ni pobres ni ricos de la mayoría de las ciudades italianas. Con la diferencia de que esta construcción se situaba en el límite entre dos mundos: más allá, después de un dique y unos juncos, se desplegaba el Adriático. Hugo se asomó a una ventana del último piso; todavía lo oigo preguntar: «Chi è?», e invitarnos a subir.
Thierry era mucho más joven que él: unos quince años y él unos cuarenta. Y aunque Hugo lo instó a perseverar a diario y le aconsejó que aprendiera a narrar, con el paso de los años dejó de dibujar.
Poco a poco, con el paso de los años, dejé de dibujar. Y hasta de garabatear mientras hablaba por teléfono, mucho antes de que los móviles condenaran esa manía. Ocurrió sin que yo me diera cuenta. Dejé morir, apagarse, esa pulsión que formaba tan parte de mí como mi mano, como mis dedos. Nunca he entendido por qué. Y no sé si fue una gran pérdida o si, a cambio de aquella renuncia, se me concedió otra cosa.
Tal vez porque siguió al pie de la letra el consejo de Hugo, Thierry acabaría siendo escritor y documentalista. Y sobre todo, se dedicó a estudiar y glosar la figura y la obra de Pratt.
Sus amigos adoraban, adoran aún, hablar de Hugo. Para algunos, el tiempo que pasaron a su lado ha acabado rezumando una leyenda, como las abejas segregan miel; una leyenda dorada, precisamente. «¿A qué se dedica usted? A hablar de Hugo». Sus excentricidades, sus atrevimientos, sus disfraces. Su pasión por la aventura. ¡Cuántas veces habré oído esa palabra, «aventura», de su boca, de boca de sus admiradores! En sus últimas entrevistas para la televisión o la radio, ni siquiera se molestaba en pronunciarla con claridad (le costaba dominar el francés, a diferencia del español o el amhárico). Le bastaba con mascullar un sonido en el que se reconocía vagamente «...tura», y todo el mundo completaba: «aventura». Palabra-pantalla, que impide ver, que solo expresa que es preciso marcharse a otra parte.
Thierry Thomas ha escrito una biografía muy peculiar, muy onírica. «Si quiero comprender a Hugo, debo soñarlo», nos dice al final del primer capítulo. Quizás por eso, sus páginas parecen una ensoñación: imágenes de Hugo en el festival de Lucca; en el tren camino de la crucial entrevista con Georges Rieu, redactor jefe de la revista Pif Gadget; en Abisinia buscando la tumba de su padre; en Londres; en Buenos Aires... Quizás detrás de esa elección, de ese mundo soñado, esté la influencia de Fellini, que aparece en numerosas páginas del libro y a quién también fue a visitar Thierry en su adolescencia.
En aquel viaje en tren que les he mencionado, fue donde se le ocurrió que Corto regresara, crear una serie en la que él fuese el héroe. Tiene que sacar un héroe del fondo del tintero para elevarle una propuesta al editor de Pif, pero un héroe no se busca: se encuentra. Y allí, en la soledad de ese compartimento, un indio viene a darle la clave. ¡Un indio! ¡Un piel roja! A Hugo no le extraña la aparición. El ama a los indios. «Es por las lecturas de su niñez, por la novelas de Zane Grey y James Oliver Curwood, por las epopeyas del Lejano Oeste y las del Gran Norte canadiense; es por El último mohicano».
Acuarela de Hugo Pratt (www.cortomaltese.com) |
Poco antes de Módena, unas hojas muertas se desperdigan por el compartimento. Hay un indio sentado en el banco de enfrente. Ha traspasado las mallas de la redecilla para equipajes con la agilidad de una pantera. Si las hojas han traicionado su presencia, es porque él así lo ha querido; de lo contrario, habría permanecido mudo como la luna. El indio y el fumettaro se observan. El recién llegado, casi desnudo, ataviado solo con un taparrabos y una cresta en el centro del cráneo rasurado, es hurón. No es el primero que ve Hugo.
–¿Quién eres?
–Karanahoga.
–¿Vienes de parte de Georges Rieu?
Los hurones, efectivamente, son aliados de los franceses.
–Vengo a ayudarte.
–¿Como guía?
El indio levanta la mano derecha y la gira ante él. El gesto significa «ir».
–Por supuesto, debo «ir», Karanahoga, pero ¿adónde?
Feliz de poder utilizar la lengua de signos, que aprendió hace tiempo, Hugo posa la mano derecha sobre la izquierda, como la noche recubre el día. Un destello divertido atraviesa la mirada de su interlocutor, y se siente un poco bobo. En efecto, la noche cae temprano en enero; los hurones no lo ignoran. Hablar para no decir nada, incluso con las manos, resulta mortificante.
–Sonríes igual que Dino Battaglia...
Pero Karanahoga no modifica la posición de su mano. ¿Será que solo tiene esa palabra a su disposición, «ir»? Los hurones no tienen rival cuando se trata de espiar, cazar o tender emboscadas mortales, pero lo que es el arte de la conversación... Al no saber qué ademán hacer (el dedo en el aire, que significa «hombre», no supondría mucho avance), lanza una ojeada hacia el exterior. No le sorprende lo que ve, más bien lo maravilla: una canoa, débilmente iluminada por la luz del compartimento, se destaca sobre las sombras vespertinas. Flota ingrávida, en el éter del campo en el crepúsculo, canoa de corteza, más liviana de lo que será jamás cualquiera de sus trazos. Esa canoa los acompaña, ángel de la guardia o bien, simplemente, canoa voladora. Le preocupa lo que ocurrirá con tan frágil embarcación cuando sufra el impacto de entrar bajo el túnel del Simplon. ¿Se desintegrará?
–No te preocupes.
¿Ha sido Karanahoga quien ha hablado? Su mano, en cualquier caso, no se ha movido. Si no conociera la agilidad legendaria de los indígenas (hay que verlos salvar cualquier clase de obstáculo: barreras, rocas, riachuelos, cabezas de colonos), se plantearía seriamente la posibilidad de que al hombre le hubiera dado un calambre. Pero no es posible. Entonces se le ocurre que Karanahoga, al mostrar la mano, no hace más que mostrar una mano:
–Mira: aquí se encuentra tu salvación.
Al borde de la vía, un cable eléctrico que reluce con un resplandor desgarra la tela de la noche. Hugo ve de nuevo ese corte en la carne que el personaje llamado Corto Maltés cuenta haberse hecho, en La balada del mar salado: «Cuando era niño me di cuenta de que me faltaba en la mano la línea de la fortuna. Entonces cogí la navaja de afeitar de mi padre y, ¡zas!... Me hice una a mi gusto».
Un gesto heroico...
¿Y si fuera él?
El héroe ya estaba allí, tan solo bastaba con recuperarlo. Quizás en agradecimiento, «Hugo, sintiendo que se avecinaba el fin, se afeitó la cabeza dejando solo una cresta. Quería morir con el peinado de esos indígenas que tan a menudo dibujó, y tanto amó».
El secreto de Tristán Bantam, de Hugo Pratt Fotografía: Lucía Rodríguez |
«Corto Maltés descansa perezosamente en el único mirador de la pensión de Java, en Paramaribo (Guayana Holandesa). A primera vista, se aprecia que es un aventurero. Con gesto estudiado, enciende uno de los delgados cigarrillos que solo se fuman en Brasil y en Nueva Orleans...».
Antes de leer el arranque de El secreto de Tristán Bantam, episodio que inaugura esa serie nueva, Corto Maltés, que se publicaría en Pif entre 1970 y 1973, vemos a un hombre con gorra de marinero. El eje de su mirada pasa tan cerca del nuestro que parece vernos sin vernos, como si solo existiéramos para que él pueda existir.
Su cigarrillo, como una paja gruesa, oscila entre los dedos índice y medio, único movimiento que se intuye en la imagen. Llama la atención un zarcillo en la oreja izquierda, pero lo único que importa es la presencia global de esa criatura que se cuela en nuestra vida.
Algunas páginas de La aventura soñada (Ediciones Siruela, 2022) nos llevan a querer sacar de las estanterías los tebeos de Corto para cotejar sus viñetas con las notas de Thierry Thomas. Para releer algunas de sus historietas. Por supuesto que la presencia de Corto es muy importante en las páginas de La aventura soñada, pero en ellas también aparecen Jesuita Joe, Ernnie Pike, Koinsky... y tantos otros personajes, algunos tan reales como Saint-Exupéry.
Jesuita Joe, de Hugo Pratt Fotografía: Pedro Delgado |
Conversación en Mululhé, de Hugo Pratt Fotografía: Lucía Rodríguez |
Hugo, que el primer libro que leyó, siendo un niño, fue una antología de fragmentos de la Ilíada y la Odisea, reconocía a tres maestros: Homero, Stevenson y Milton Caniff. «Y a unos pocos más, de menor importancia...».
Hugo amaba Terry y los piratas, la obra cumbre de Milton Caniff. Con ella descubrió que «dibujar y contar, dibujar y escribir, es el mismo acto, puesto que es el mismo gesto». Por eso en Hugo el dibujo y la escritura se fusionan. Recientemente, en un viaje a Barcelona, me topé con La Bola, una encantadora almoneda, una cueva de Alí Babá llena de cómics, libros, juguetes y objetos de coleccionismo.
Allí compré para mi colección unos tebeos antiguos. En la portada de uno de ellos se veía un dibujo de Milton Caniff, y en su interior algunas tiras de prensa de su obra Miss Lace. Supuse que Hugo, de haber entrado en aquella tienda, también se lo habría llevado. Io mi drogavo con Milton Caniff, dejó escrito en un pósit en su taller.
Comix Internacional nº 10, con Milton Caniff y su Miss Lace Fotografía: Pedro Delgado |
Aunque La aventura soñada ganó el Premio Goncourt de Biografía 2020, esta obra no se ajusta a lo que yo entiendo por una biografía. Como indica el subtítulo: Un retrato de Hugo Pratt, es más un peculiar retrato, al estilo de los pintores impresionistas. Así que no busquen aquí la vida pormenorizada de Hugo Pratt desde el nacimiento hasta la muerte. Aquí encontrarán imágenes, notas o apuntes de Hugo y de su obra, a veces desenfocadas o de apariencia inacabadas. Pinceladas ante las que es necesario tomar cierta distancia para poder ver a nuestro protagonista de una pieza. Quizás sea el último capítulo el que mejor defina esto. Lleva por título El verano aún no ha dicho la última palabra, y en él Thierry contempla centenares de fotografías de Hugo esparcidas por el suelo formando un damero. Camina descalzo entre ellas con sumo cuidado de no pisarlas. Y se arrodilla o acuclilla aquí y allá para examinar de nuevo alguna instantánea.
Hugo murió hace veinte años. Debo realizar un documental sobre él para el canal ARTE. Me propongo filmar las fotografías haciendo circular la cámara por encima de esa especie de fotonovela deconstruida, de historieta cuyas viñetas se hubiesen mezclado: su vida...
***
Hugo me cerca. Hay tantas fotografías. De su familia, o tomadas por él. Y, sobre todo, de él. Ochocientas sesenta y cuatro; sabré la cifra exacta cuando llegue Anne en compañía de Xavier, el director de fotografía, y escanee este desbarajuste oceánico mientras escucha música brasileña.
***
Me gustaría que estuviera aquí para ordenar las fotografías: a fin de cuentas, es su vida.
Entre todas esas imágenes hay una de 1992, de cuando realizó un último periplo por el Pacífico para volver a ver las islas de La balada del mar salado. Ese día había ido a visitar la tumba de Stevenson, pero ya está enfermo y no consigue subir a lo alto de la colina donde reposa el autor de La isla del tesoro. «Se sienta en el tronco de un árbol caído, en medio de una humedad asfixiante. Le dan algo de beber. Hasta el final, quiso creer que lo real contiene su sueño».
Cierro el libro, traducido por Regina López Muñoz, y observo dos siluetas que se alejan juntas con un macuto al hombro, el macuto de las partidas. Tras ellas caminan algunos gatos con la cola levantada, y unas gaviotas sobrevuelan la escena. Me pregunto a dónde irán esos dos, y con el interrogante me asalta un impulso, uno que me lleva a levantarme y a salir corriendo tras ellos. Los felinos se asustan al sentir mis pasos y salen huyendo, pero Hugo y Corto se giran y me esperan. Y al llegar, me echan un brazo sobre el hombro. Y así, como tres camaradas que llevan más de media vida juntos, caminamos en busca de la próxima aventura.
Epílogo
Como les narré en mi anterior entrada*, este libro se lo estaba leyendo a mi padre en el Hospital Civil, donde ingresó por las secuelas de un ictus. A pesar de que aún le queda mucho para recuperar la movilidad del lado derecho de su cuerpo, el viernes 17 de este mes le dieron el alta y regresó a su casa. Allí, en el hogar donde me crié, terminé de leerle ese mismo fin de semana la biografía de Hugo Pratt. Al acabar y dejar el libro sobre el mueble del salón, entre decenas de fotografías de la familia, me fijé en una foto de mi infancia. En ella aparezco con mis padres y dos de mis tres hermanos, montados en un barco que salía del puerto de Málaga para dar un paseo por la bahía. Cogí la foto y se la mostré a mi padre. «¿Quién es este?», le pregunté. «Pues tú», me dijo, y luego añadió con una sonrisa: «El Corto Maltés de niño».
Con mis padres, dos de mis hermanos y la gorra de Corto En el dorso, con la bonita caligrafía de mi padre, se lee: Puerto de Málaga, 19 de abril de 1970 |
*https://cartadesdeeltoubkal.blogspot.com/2023/02/del-cohete-chino-el-ictus-de-mi-padre.html
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