Noticia sobre la alarma por la caída de la chatarra espacial china EL PAÍS, sábado 5 de noviembre de 2022 Fotografía: Lucía Rodríguez |
El día 4 de noviembre del año pasado, parte de un cohete chino cruzó la península y fue a estrellarse al mar. Unas horas después, como si el paso de esa chatarra espacial sobre la península hubiese provocado una perturbación en la cabeza de mi padre, éste sufrió un ictus hemorrágico y tuvo que ingresar en la Unidad de ictus del hospital Carlos de Haya. Estaba en un estado semicomatoso, y nos dieron pocas esperanzas de vida. Lo más probable era que le repitiese otro episodio en los próximos cinco o quince días y no saliese vivo de aquel hospital en el que habíamos nacido sus cuatro hijos.
Mi padre era lector asiduo del diario Sur, y por alguna extraña razón decidí fiar su supervivencia al hecho de guardarle el periódico a diario. No quería caer en el desánimo, y me agarré a aquel gesto banal con la convicción de que se iba a obrar el milagro. Los primeros días tenía que recorrer los quioscos de media Málaga para conseguirlo, pero después aprendí la lección y lo compraba nada más salir a la calle, antes de que se agotase. Y así los fui amontonando en casa, con la esperanza de que al salir del hospital pudiera leerlos, o leérselos yo, y tener un resumen del tiempo en el que se le detuvo el mundo.
Afortunadamente, mi padre recuperó la conciencia y, poco a poco, a pesar de lo grande del derrame, su estado se fue estabilizando; aunque no movía el lado derecho del cuerpo, ni conseguía emitir palabra alguna, como si la capacidad del lenguaje se le hubiera borrado del disco duro del cerebro.
El 25 de noviembre lo trasladaron al hospital Civil para recibir tratamiento de fisioterapia, logopedia y terapia ocupacional. Y allí sigue ingresado. Cuando por fin se echó a hablar, lo hizo de manera ininteligible, pero con el paso de los días, empezó a hilar vocales y consonantes y consiguió que lo entendiéramos. Los avances motores son muchísimo más lentos, tanto que a veces se desespera. También nosotros nos desesperamos, pero desde que está allí tengo la sensación de que las cosas importantes ya no lo son tanto y que no hay nada mejor que hacer cada tarde que visitarlo. Tiene la cabeza perfecta, así que jugamos al dominó, repasamos la prensa y, como hacía con mis hijos cuando eran pequeños, me doy el placer de leerle alguna novela. La primera ha sido Stoner, del estadounidense John Williams. Me la regaló por Reyes mi hermano Marcial. «No es más que la historia de un profesor de Literatura en una universidad estadounidense, pero te va a encantar», me dijo. Y así fue: nos encantó a los dos (a pesar del capítulo del examen que creo le corta el ritmo).
Stoner, de John Williams Fotografía: Pedro Delgado |
Stoner es la vida de un crío que nace en 1891 en una pequeña granja de Misuri central, y que a los diecinueve años va a estudiar agricultura a la Universidad de Columbia. Allí, durante el primer semestre de su segundo año, cursará una asignatura requerida para todos los estudiantes universitarios, un estudio de literatura inglesa impartido por el profesor Archer Sloane que le abrirá los ojos al mundo de los libros y lo llevará a cambiar sus asignaturas de ciencias por la filosofía, la historia antigua y la literatura inglesa. A sus 27 años, William Stone recibió el título de Doctorado en Filosofía y aceptó una plaza de profesor en la misma universidad, donde enseñará hasta su muerte en 1956. Entre esas dos fechas, 1891-1956, la vida. Recogida en 240 páginas que se disfrutan de principio a fin, con personajes secundarios memorables, como ese Dave Masters, que a pesar de morir joven en la Primera Guerra Mundial no nos abandonará durante toda la lectura del libro.
También le contó que Dave Masters había sido enviado a Francia y que, casi exactamente al mes de su alistamiento, había caído en Château-Thierry, junto con las primeras tropas estadounidenses que habían entrado en combate.
La traducción de Stoner (Editorial Baile del Sol) corre a cargo de Antonio Díez Fernández, que ha hecho un magnífico trabajo, algo que se comprueba al ser leída en voz alta. Impagable ver las caras que ponía mi padre ante los avatares que le sucedían al protagonista, y el interés con el que aguardaba un nuevo capítulo, como si fuera un serial de la radio.
Ahora le estoy leyendo La aventura soñada, la biografía de Hugo Pratt, escrita por el francés Thierry Thomas, y aunque no está escrita para ser leída en voz alta como Stoner, también nos está gustando. A mí porque soy muy fan de Pratt y de todos sus personajes, con Corto Maltés a la cabeza, y a él porque también conoce al protagonista y porque, a sus 87 años, cumplidos en el hospital, repasar otras vidas (la del profesor William Stoner o la de Hugo Pratt) le sirve para revisar la suya.
Y me gusta mucho verlo sonreír cuando nos encontramos con alguna sincronía. Ayer mismo, tras terminar de leerle un pasaje de La aventura soñada (Ediciones Siruela) en el que se mencionaba a Mandrake el mago, uno de sus personajes de cómic favoritos, abrimos el periódico por la trasera y vimos que en la segunda cadena de Televisión Española echaban esa noche Raíces profundas, la película que más le gusta, dirigida por George Stevens y protagonizada por un impresionante Alan Ladd. Un western basado en la novela Shane, de Jack Schaefer, que le regalé un día por su cumpleaños en una cuidada edición de la colección Frontera de la editorial Valdemar.
Raíces profundas (Shane) en La 2 Fotografía: Pedro Delgado |
«Bueno, bueno. Hoy va la cosa de favoritos», le dije. Y por su cabeza volvieron a cruzarse las viñetas de Lee Falk y aquella secuencia al inicio de la película en la que Shane desciende el valle montado en su caballo y llega a la granja mientras suena Call of the Faraway Hills. «¿Recuerdas el duelo del final?», le pregunté. «Con Jack Palance», afirmó. «Y la conversación con el crío al final de la película», añadió. Y en ese momento, el «Shane. Shane. ¡Vuelve!» retumbó en los pasillos del hospital.
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