Portada de Aballay, de Antonio Di Benedetto Adriana Hidalgo editora |
Hace varias Navidades, le regalé a mi hijo pequeño una joyita en forma de libro; se trataba de Aballay, del escritor argentino Antonio Di Benedetto, editado con mimo y cuidado por Adriana Hidalgo editora. El relato venía acompañado del guión cinematográfico de Fernando Spiner, Javier Diment y Santiago Hadida, lo que le daba un valor mayúsculo a los ojos de mi hijo, apasionado del cine. Los cómics y los westerns son otras de sus pasiones, así que si les digo que el libro también incluye la versión gráfica del relato, y que éste es un western gaucho, comprenderán por qué califico de joyita al libro.
Aballay es un sanguinario forajido reconvertido en anacoreta, que recorre en penitencia por sus pecados los llanos y cañadas de la pampa en compañía de su fiel caballo, del que no desmonta ni de noche ni de día, como aquellos estilitas que se encaramaron a columnas para acercarse al cielo y separarse del suelo donde habían pecado, para servir a Dios a su manera.
Esta noche, Aballay ha decidido despegarse de la tierra.
(…) Está firme, a conciencia, en el trato consigo mismo de separarse del suelo y llevar su vida en penitencia. Mató, y de un modo fiero. No se le perderá la mirada del gurí, que lo vio matar al padre, uno de los escasos recuerdos que le han quedado de aquella noche de alcohol.
Pero él no podría quedarse quieto con su remordimiento. Él tiene que andar. Salirse (de un sitio en otro).
¿Cómo, si quiere copiar a los de antes, lo que contó el cura?
El fraile, dijo que montaban a la columna. Él, Aballay, es hombre de a caballo. Tempranito, a los primeros colores del día, Aballay monta en su alazán.
Le palmea con cariño el cuello y consulta: "¿Me aguantarás?". Supone que su compañero acepta y, mientras avanza al trote suave, lo prepara: "Mirá que no es por un día… Es por siempre".
El día a día de Aballay, su vagar por la pampa, con ese "yugo que él mismo se echó", nos es contado por Antonio Di Benedetto con un lenguaje conciso y seco, en contraposición con la poesía de sus imágenes.
En una trocha tropieza con cuatro indios mansos. Desprendidamente, le ofertan pescado, que a poco hiede. Está crudo, lo transportan en canastas de totora expuestas al sol, a campo traviesa, para feriar en poblado. Aballay no acepta, pero retribuye la intención: de sus alforjas les provee dos puñados de sal.
De inmediato, los indios acampan, prenden un fuego, destripan y asan los bichos de escamas nacaradas.
Ahora huelen pasablemente, para el hambre sin curar de Aballay. Aguarda, de horqueta en su potro.
Los cuatro pescadores se han puesto efusivos y pretenden forzarlo a bajar con ellos. Él no accede pero recibe su porción.
Los indígenas mascan en cuclillas. Uno lo observa de reojo, prolijamente, en todos los instantes. Deduce que no es que el blanco no quiera, sino que no puede despegarse de los lomos del animal, y traslada a su clan esta preocupada conclusión: "hombre-caballo".
***
Cae, Aballay, cree que volteado por el relámpago o el rayo, y al golpearse despierta y ya lo empapa la lluvia. Un instante disfruta del agua que le contenta la boca ardida. Hasta que descubre que ha tocado tierra con todo su cuerpo.
Batidos los ojos por el chaparrón, intenta no obstante elevar la mirada, al menos la frente, en un confuso acto que no sabría desentrañar él mismo: ¿está pidiendo perdón, haciendo valer que no fue a propósito…?
Embarrado y trastornado, salta sobre el pingo y a su juicio y riesgo, aunque temeroso, decide que esa bajada no hay que ponerla en cuenta. Admite que lo tiene agarrado un yugo que él mismo se echó. Lo acata con la obediencia más sumisa.
***
Así terminó la primavera y pasó el verano, Aballay.
El invierno le hizo pensar que el estío había sido una gloria, para su vida al raso.
Por el fondo de los campos estaba subiendo el sol, pero Aballay no terminaba de despertarse. Helaba, y él se estaba helando. Lo poseían vagas sensaciones de vivir un asombro, y que se había vuelto quebradizo. No intentaba movimiento y lo ganaba una benigna modorra.
Mucho rato duró el letargo, ese orillar una muerte dulce, mas atinó a reaccionar su sangre a las primeras tibiezas de la atmósfera.
Al tomar conciencia del riesgo que había vadeado, se santiguó, besó la cruz de palo y controló sus apoyos, sobre los que discurrió: "Si muriera encima de un caballo… ¿quién me despegaría de él? ¿Podría, la muerte…?".
***
Desde su carretón ambulante, el mercachifle lo convocó con una voz: "¡Gaucho!", que Aballay no reconoció para sí o lo predispuso contra la intención de quien lo nombraba de esa manera, por unos cuantos aplicada con menoscabo. Iba a desentenderse de él; no obstante, el otro, a gritos para hacerse oír, sólo quiso preguntarle si tenía plumas.
Aballay se contuvo.
–¿Plumas?
–De avestruz. Las compro, o cambio por mercancía, buena mercancía.
Por este encuentro y la tal propuesta, Aballay creyó hallar oficio que no lo hiciera renegar de su voto.
Tuvo que correrse a la llanura central, menos árida, más solitaria, y rumbear al sur, hasta confines odiosos por sus peligros, los de tener encimados los territorios de tribus no avenidas con el blanco.
Acechó al ñandú. No para faenar sus carnes (empresa imposible sin echar pie a tierra). No que quedara sin vida, quería Aballay, que quedara sin plumas.
***
Una mujer le pide que le salve al hijo.
Aballay no entiende. ¿Que le ayude a llevarlo adonde se pueda dar con un médico…?
No. Que él lo bendiga y el niño se pondrá sano.
Aballay se espanta de esta atribución: lo están confundiendo con un santón.
Después se duele: "De haber podido, yo…"
A base de capítulos cortos, Antonio Di Benedetto nos muestra la evolución del personaje y el paso del tiempo, los meses y los años que nos acercan poco a poco al final rumiado por el propio Aballay, un momento que, por supuesto, no voy a desvelarles aquí; aunque en realidad puedas saber el desenlace sin que pierda interés la lectura. De hecho, me leí antes el guión que el relato, para poder apreciar de inicio el trabajo de los guionistas, los argentinos Fernando Spiner, Javier Diment y Santiago Hadida, siendo el primero de ellos el director de la película.
El guión, y con ello la versión cinematográfica, filmada en 2010, son muy diferentes al cuento original, que data de 1978. Sobre la encantadora parsimonia del texto, Fernando Spiner impone la acción, centrándose en la parte final de la historia e imaginando escenas, e incluso un personaje femenino, que no escribió Antonio Di Benedetto.
Quise acompañar el regalo con el Blu-ray de la película pero, siendo argentina, sólo encontré una edición alemana, y eso sí que no.
La edición del libro de Adriana Hidalgo contiene también unas notas del director: tres interesantes artículos que llevan por título Un western gaucho, Filmar un western y Filmar en Amaicha.
Un western gaucho
Hay coincidencias geográficas y sociales entre la vida rural del lejano oeste norteamericano y la pampa sudamericana: las grandes extensiones no conquistadas, los hombres que viven a caballo y la ley ausente, que deja lugar al culto de las armas y la pelea; el relato agrega los componentes de la venganza y el duelo, que es una problemática propia del género humano, y aborda, así, una temática de alcance global.
"Aballay" es también un nuevo abordaje en la gauchesca, con el desafío de salirse del estereotipo de la gauchesca pampeana (en esta ocasión, es el gaucho habitante de los Valles Calchaquíes con su importante influencia indígena) y de redescubrir al gaucho como personaje, con la liturgia de sus armas, su relación con la ley y su íntima vinculación con el caballo, protagonista fundamental de la colonización.
Aballay, la película, retoma un género con una tradición que, entre otros títulos, abarca Nobleza gaucha (1915), de Humberto Cairo, Enrique Ernesto Gunche y Eduardo Martínez de la Pera, primer éxito del cine argentino; Pampa bárbara (1945), de Lucas Demare y Hugo Fregonese; y Juan Moreira (1973), de Leonardo Favio.
En el segundo de los artículos, Fernando Spiner nos habla de la curiosa relación que mantuvo con la sobrina del legendario director Hugo Fregonese, cuya película, Pampa bárbara, era el gran referente de ese género en Argentina.
Cuando le manifesté a Clarita que había visto algunas películas de su tío, como Pampa bárbara, Apenas un delincuente y La mala vida, me contó que Hugo Fregonese había muerto meses atrás, en esa misma casa que yo ahora alquilaba.
Cada mes, visitaba a Clarita para pagarle el alquiler; en esos encuentros siempre surgía entre nosotros una charla sobre su tío.
Hugo Fregonese |
Al cabo de un tiempo, ella comenzó a regalarme algunos objetos que habían sido de Fregonese (…).
Así, poco a poco, me fui armando mi propio santuario dedicado a Hugo Fregonese (…).
Atesoré aquellos objetos de Fregonese durante veinte años, hasta que pude hacer un western, y entonces los llevé a la filmación de la película, en los Valles Calchaquíes tucumanos. Y estuvieron conmigo, acompañándome, en mi cuarto de hotel, durante todo el rodaje, y cada mañana los saludaba antes de salir a filmar.
El director cinematográfico Fernando Spiner (su parecido con Benedetto es cada vez más evidente) |
El escritor Antonio Di Benedetto |
En el tercer artículo, Fernando Spiner nos narra como fue la experiencia de rodar en Amaicha del Valle en la provincia de Tucumán. Y de su relación con la comunidad indígena a la que pertenecían las tierras.
Alquilamos sus caballos, aperos y ranchos de adobe para el rodaje, y muchos de ellos actuaron en la película como habitantes de La Malaria, peregrinos de la procesión y también como actores en la banda de Aballay. El indio de la película llamado Pastrana, es el heredero del mítico Juan Pastrana que en 1872 viajó a caballo hasta Buenos Aires a pedir al Poder Ejecutivo nacional que interviniera para que los indígenas de Amaicha no fueran desalojados.
Al iniciar el film, la gente de la comunidad hizo una fiesta de la Pachamama para bendecir la película.
Escena de la película Aballay |
Escena de la película Aballay |
Al terminar de leer Aballay, y desde aquí les apremio a hacer lo mismo, me acordé de unos tebeos argentinos que compraba mi padre. Se llamaban D'artagnan y los publicaba la Editorial Columba. En cada número venían unas diez historias, a color y en blanco y negro, conclusivas y de temática variada. Dentro de esa variedad, siempre había espacio, quizá por el país de origen de la editorial, para una serie gauchesca: Pehuén Curá, con guión de Julio Álvarez Cao y dibujos de Juan A. Castro en el único número que conservo (Año XVIII nº 338), aunque me consta que tuvo otros guionistas (como Jorge Claudio Morhain) y dibujantes (como Juan Arancio y Adalberto Ascanio Martínez). En la página 87, en la última viñeta de ese tebeo, alguien pregunta «¿Qué quiere decir Pehuén Curá?», y otra voz responde: «No lo sé, es una voz india. Me suena a entereza y a hombría de bien».
Mi padre también nos había contado acerca de Martín Fierro, así que con todo aquello era normal que cuando me regalaron aquel par de bolas de plástico rígido, unidas con un cordel, que había que hacer entrechocar por abajo y, cuando cogían velocidad, por arriba, las usase de boleadoras para disgusto de mi madre.
Taca taca, juego años 70 |
Creo recordar que las mías eran celestes. A saber adónde fueron a parar.
Postal argentina, gaucho con boleadoras |
Nota: todos los textos a color pertenecen a la 1ª edición en España de Aballay, de Antonio Di Benedetto, publicada en 2010 por Adriana Hidalgo editora.
Faja libro Aballay, de Antonio Di Benedetto (Adriana Hidalgo editores) |
Un artículo excelente y muy curioso. No conocía ni el libro ni la película, pero sí a Hugo Fregonese. Habrá que hacerse con él.
ResponderEliminarTe va a encantar, Sergio, que tú también eres otro buen amante del cine y los westerns.
EliminarUn placer descubrirte títulos o autores que terminan siendo referentes para ti y tu literatura. Por cierto, te tengo preparada una sorpresa a cuenta de tu último libro de relatos (“Una puerta pintada de azul”, Ediciones del Genal), así que estate atento al blog.
Un abrazo.