martes, 16 de febrero de 2021

EL SONIDO DE UN CARACOL SALVAJE AL COMER


El sonido de un caracol salvaje al comer, Elisabeth Tova Bailey
Editorial Capitán Swing
Fotografía: Lucía Rodríguez

No es este un libro oportunista nacido a la sombra de la pandemia, pues fue escrito mucho antes de que la covid-19 viniera a alterar nuestras vidas –ganó el National Outdoor Book Award en 2010–; sin embargo, hay una cita, unas líneas en el prólogo y un mensaje en sus páginas, que parecen premonitorios.

«Los virus constituyen piezas fundamentales del entramado de la vida».
Luis P. Villareal
***
Diez días de fiebre con un dolor que me martillea la cabeza. Urgencias. Análisis. Nunca he estado tan enferma. Ni la neumonía que pasé de niña ni la mononucleosis del instituto fueron nada en comparación con esto.
 […] empiezo a caer en una profunda oscuridad y sigo cayendo hasta estar increíblemente lejos. No puedo volver; no puedo llegar hasta mi cuerpo. La lejana sirena de una ambulancia. Los lejanos sonidos de la conversación de los médicos. Los párpados me pesan como piedras. Intento abrirlos un poco, solo unos segundos, pero vuelven a cerrarse en contra de mi voluntad. Lo único que puedo hacer es respirar.
 Los médicos sabrán qué hacer para curarme. Arreglarán esto. Sigo respirando. ¿Y si dejo de respirar? Necesito dormir, pero me da miedo hacerlo. Intento velar por mí. Si me duermo, puede que nunca despierte.

 A la edad de treinta y cuatro años, durante un breve viaje a Europa, un misterioso patógeno vírico o bacteriano se instaló en el cuerpo de Elisabeth Tova Bailey, la autora de El sonido de un caracol salvaje al comer. Y si bien su nombre es un seudónimo, su historia es totalmente verídica.

La ensayista y escritora de cuentos Elisabeth Tova Bailey (Estados Unidos)

 Elisabeth pensaba que era indestructible, que, si le pasaba algo, la medicina moderna la curaría. Pero no lo hizo. Aquel virus le provocó graves síntomas neurológicos que, tras una serie de recaídas, terminaron por postrarla en una cama.

Unas nuevas pruebas más sofisticadas, revelaron que la mitocondria de mis células no funcionaba correctamente y que se habían producido daños en mi sistema nervioso autónomo; todas las funciones que no se controlan conscientemente, como la frecuencia cardiaca, la presión arterial y la digestión, estaban descontroladas.
***
Cuando el cuerpo se vuelve inútil, la mente sigue corriendo como un sabueso a lo largo de unas ya trilladas pistas de neuronas, siguiendo el rastro de las preguntas que se repiten: la confusa familia de los porqués, los qués y los cuándos, y su extremadamente alejado familiar el cómo. [...] Habida cuenta de la facilidad con la que la buena salud infunde sentido y propósito a la vida, es sorprendente la rapidez con la que la enfermedad nos roba esas certicumbres. Lo único que podía hacer para superar cada momento era reflexionar y cada momento me parecía una hora interminable, y pese a ello, los días pasaban inadvertidamente en silencio. El tiempo que no se utiliza y solo se soporta también desaparece, como si el propio tiempo estuviera muriéndose de hambre y se tragara cada día de un solo bocado, sin dejar migajas ni recuerdos ni ningún rastro de él.

 Dice otra cita del libro, en este caso de la enfermera Florence Nightingale, que «una pequeña mascota es, a menudo, un excelente compañero». Mi sobrina Guadalupe podría corroborarlo, pues además de dos pájaros, tres gatos y un pequeño pez azul, tiene unos cuantos caracoles de mascota. La autora decidió llamar al suyo simplemente «el caracol», pero Guadalupe, mientras les ponía una hoja de lechuga en una caja de zapatos con la tapa agujereada, los bautizó con el nombre de Gari, Marri, Manchita, Mar, Nieve, Rosi y Estrella. Ella dice que son como sus hijos.

Guadalupe Delgado con sus caracoles
Fotografía: Lucía Rodríguez

 Pues bien, a nuestra protagonista le regalan un caracol que vendrá a hacerle compañía y a cambiarle la existencia.

Al principio de la primavera, una amiga mía fue a dar un paseo por el bosque y, al fijarse en el sendero, a sus pies vio un caracol. Lo cogió, lo colocó con cuidado sobre la palma de la mano y volvió al estudio en el que yo estaba convaleciente. Vio que había unas violetas silvestres al borde del césped. Fue a por una pala de jardinería, sacó unas cuantas violetas con tierra, las trasplantó a una maceta de terracota y colocó al caracol debajo de las hojas. Entró al estudio con la maceta y la dejó junto a mi cama.
 –Me he encontrado un caracol en el bosque. Lo he traído y está justo aquí, debajo de las violetas.
 –¿Ah, sí? ¿Por qué lo has traído aquí?
 –No sé. Pensé que te gustaría.
 –¿Está vivo?
 Mi amiga cogió la concha marrón del tamaño de una bellota y miró dentro.
 –Creo que sí.
 […] Mi amiga me dio un abrazo, se despidió y se fue.
***
Las violetas silvestres de la maceta junto a mi cama estaban frescas y llenas de vida, al contrario de lo que ocurría con el típico ramo de flores que me traían otros amigos. Esas flores solo duraban unos cuantos días y dejaban tras de sí un agua turbia y maloliente en el jarrón. Cuando era joven me ganaba la vida como jardinera, así que me alegraba tener este trocito de jardín junto a mi cama. Incluso podía regar las violetas con el vaso que usaba para beber.
 Pero ¿qué hacer con este caracol? ¿Qué podía hacer con él? Por pequeño que fuera, estaba ocupado con sus cosas cuando lo cogieron del suelo. ¿Qué derecho teníamos mi amiga y yo a trastocar su vida? Aunque tampoco era capaz de imaginar el tipo de vida que tendría un caracol.
 [...] Durante el resto del día el caracol se quedó dentro de su concha y yo estaba tan exhausta tras la visita de mi amiga que no volví a pensar en él.
***
 Durante varias semanas, el caracol vivió en la maceta a solo unos pocos centímetros de mi cama, durmiendo debajo de las hojas de violeta durante el día y explorando los alrededores por la noche. Cada mañana, mientras yo desayunaba, él volvía a subir a la maceta y se echaba a dormir en el pequeño hueco que había hecho en la tierra. Aunque habitualmente el caracol dormía durante todo el día, era reconfortante echar una mirada a las violetas y ver su pequeña forma circular oculta bajo una hoja.
 Al final de la tarde, el caracol se despertaba y, con una asombrosa elegancia, avanzaba graciosamente hasta el borde de la maceta y se asomaba por encima para estudiar, una vez más, el extraño terreno que lo rodeaba. Ponderaba sus circunstancias con un aire regio, como encaramado en lo alto del torreón de un castillo, y agitaba sus tentáculos primero a un lado y después al otro, como contestando a una distante melodía.
 Cada pocos días regaba las violetas con agua del vaso que utilizaba para beber y el agua sobrante se colaba hasta el platillo que había debajo de la maceta. Esto siempre despertaba al caracol, que se deslizaba hasta el borde de la maceta y se asomaba a mirar, ondeando sus tentáculos con suavidad, obviamente encantado, antes de abrirse camino hasta el platillo para beber. A veces, después de beber, empezaba de nuevo a subir por la maceta, aunque se paraba a medio camino y se quedaba dormido otra vez. Se despertaba cada poco tiempo y, sin moverse de sitio, estiraba su cuello hasta el agua y tomaba un buen trago.
***
Observarlo deslizarse de un sitio a otro me distraía, y constituía una especie de meditación. Mis a menudo frenéticos y frustrados pensamientos se iban calmando gradualmente hasta ajustarse a su ritmo tranquilo y suave. Con su movimiento fluido y misterioso, el caracol era el maestro de taichí por excelencia.

Terrarium. Fotografía: Stacey Cramp

 La cuidadora de la autora le buscó un acuario rectangular de cristal, y lo convirtió en un espacioso terrario con plantas del bosque del caracol, un lugar más seguro y más natural que la maceta para su diminuta mascota. Y a medida que Elisabeth empezó a obervar y a familiarizarse con su gasterópodo, comenzó a estudiarlo. Se leyó un libro de tapa blanda publicado varias décadas antes titulado Odd Pets (Mascotas extrañas), de Dorothy Horner, y los doce volúmenes de The Mollusca (Los moluscos), y escribió este ameno y encantador ensayo sobre estas criaturas de cuerpo blando que carecen de espina vertebral y arrastran la casa a cuestas; en el que igual tiene cabida un comentario sobre sus abuelos, médicos misioneros en Birmania, que un relato de Patricia Highsmith sobre los caracoles gigantes carnívoros de Kuwa.

Los grises y polvorientos volúmenes pesaban tanto que tenía que apoyarlos contra otros libros y tumbarme de lado para leerlos. A medida que los leía pausadamente, un poco cada día, fui descubriendo que en todas las disciplinas científicas, desde la biología y la fisiología hasta la ecología y la paleontlogía, había muchísima información sobre los gasterópodos. Era asombrosa la abundancia de detalles, desde los compejos patrones de sus dientes hasta la bioquímica del proceso de fabricación de la baba y los detalles íntimos de la vida amorosa específica de su especie. No obstante, incluso en los numerosos volúmenes de The Mollusca, faltaba un cierto punto de vista sobre la vida del caracol. Y entonces descubrí a los naturalistas del siglo XIX, esas almas intrépidas a las que no les suponía ningún problema pasar innumerables horas en el campo observando a sus diminutas criaturas. También encontré poetas y escritores que, en algún momento de su vida, se habían sentido atraídos por la vida del caracol.

Estrella
Fotografía: Guadalupe Delgado

  Es este un libro muy especial, con un título que a priori da para un What the fuck?, pero que termina resultándonos de lo más apropiado.

Escuché atentamente. Podía oírlo comer. Era como el sonido de alguien minúsculo masticando apio sin descanso. Lo observé, paralizada, mientras –durante el curso de una hora– el caracol se comía meticulosamente un pétalo morado entero para cenar.

 Después de leer esta joyita, y aprender sobre la espiral de su concha, la mucosidad de su cuerpo, sus órganos vitales y sus sentidos, el cortejo, el apareamiento y la puesta de huevos, entre otras tantas cosas, no puedo evitar seguir el brillo de los múltiples rastros plateados que dejan los caracoles tras una noche de lluvia en las baldosas de barro del porche. Y miro si descansan en algún mullido hoyito bajo una hoja seca o colgado del vacío en la hoja, arqueada por el peso, de algún helecho, los mismos que florecían en el terrario y que la autora veía desplegarse a un ritmo indetectable, pues yo también soy un amante de los helechos Polypodium, con sus imberbes brotes aún enrollados con forma de cabeza de violín, y tengo unas cuantas macetas con ellos en casa.

Helecho Polypodium
Fotografía: Lucía Rodríguez

En varias ocasiones tuve la suerte de verlo acicalándose; arqueaba el cuello por encima de la parte superior curvada de su propia concha y limpiaba cuidadosamente el borde con la boca, como un gato se lame el pelaje de la parte posterior del cuello.
***
Yo, con mis escasos treinta y dos dientes en la edad adulta, que además tenían que durarme toda la vida, descubrí que sentía envidia de los dientes de mi compañero gasterópodo. Me parecía mucho más razonable pertenecer a una especie que había evolucionado para reemplazar sus dientes de manera natural que pertenecer a una especie que había inventado la profesión de dentista.

 Para mi sorpresa, buscando la fotografía de la autora, me he topado con el trailer del corto que ella misma ha escrito y dirigido. Un corto de quince minutos, titulado igual que el libro, que está causando sensación en los festivales en los que se proyecta.

 También os dejo el trailer del libro; aunque está en inglés, podréis escuchar al inicio el sonido amplificado de un caracol al comer.

 Por último, deciros que en la página de la escritora (www.elisabethtovabailey.net) podéis encontrar una guía para trabajar con los alumnos, aunando la asignatura de ciencia con la de Lengua y Literatura. 

 Nota: Todos los textos a color pertenecen a El sonido de un caracol salvaje al comer, de Elisabeth Tova Bailey, editado por Capitán Swing con una traducción de Violeta Arranz.

El sonido de un caracol salvaje al comer, Elisabeth Tova Bailey
Editorial Capitán Swing
Fotografía: Lucía Rodríguez

«El sonido de un caracol salvaje al comer es un ensayo ligero y de una belleza honesta sobre la enfermedad, la recuperación y cómo a veces son las pequeñas cosas que ocurren en nuestras vidas las que nos hacen darnos cuenta de lo que realmente importa y de quiénes somos. Un extraordinario y profundamente conmovedor viaje de supervivencia y capacidad de recuperación, destinado a convertirse en un clásico que nos muestra cómo una pequeña parte del mundo natural puede iluminar nuestra propia existencia humana, a la vez que proporciona una apreciación de lo que significa estar plenamente vivo».
Capitán Swing

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