lunes, 31 de julio de 2017

SUEÑOS ÁRTICOS O DE CÓMO COMBATIR ESTOS CALORES


Sueños árticos: una recomendación para estar más frescos este verano
Fotografía: Lucía Rodríguez

Si son de los que están hartos de que el telediario anuncie una ola de calor tras otra, y no soportan las playas atestadas de bañistas, les propongo que se sumerjan en las páginas de Sueños árticos hasta que llegue septiembre.

El libro del estadounidense Barry Lopez, recién editado por Capitán Swing, ganó el National Book Award en 1986, y constituye una especie de Biblia o libro de cabecera para viajeros, naturalistas y escritores de la talla de Robert Macfarlane, quien nos asegura en la presentación que Sueños árticos cambió el curso de su vida: "me convirtió en escritor".
En 1997, el verano en el que cumplí veintiún años, pasé varias semanas en el noroeste de Canadá escalando las Rocosas y recorriendo los caminos salvajes de la cuenca del Pacífico. Estuve solo durante largos periodos de tiempo, con horas y horas que llenar en tiendas de campaña, por lo que pasé mucho tiempo leyendo. Siempre que regresaba a una ciudad, entre viaje y viaje, me dirigía a la librería más cercana para hacerme con suministros. Estaba ojeando estanterías en Vancouver cuando encontré un ejemplar de Sueños árticos. Tenía poderosas razones para no comprarlo. Nunca había oído hablar de Barry Lopez. Su subtítulo (Imaginación y deseo en un paisaje septentrional) me pareció entonces propio de la novela rosa. Era caro para mis posibilidades. Y sobre todo, era pesado: cerca de quinientas páginas en papel grueso. Puesto que tenía que cargar a la espalda cuanto quisiera leer, había decidido evaluar mis posibles lecturas según la lógica propia del pemmican, ese concentrado alimenticio de los nativos norteamericanos: máximo aporte calórico intelectual por gramo. 
 Por algún motivo que ahora no puedo recordar, dejé a un lado estas objeciones, compré el libro y lo leí mientras recorría la costa oeste de la isla de Vancouver, acampado en playas azotadas por las olas y con la comida suspendida de los árboles y lejos de mi tienda, en consonancia con las normas para prevenir indeseados encuentros con osos. Lo leí entonces y me maravilló. Lo volví a leer, perdí el libro en algún lugar cerca de Banff (Alberta), compré otro ejemplar, se lo regalé a mi padre, se lo cogí prestado y lo volví a leer, una y otra vez, una y otra vez. Todavía tengo aquel libro (con una dedicatoria en tinta roja para mi padre fechada el 18 de agosto de 1997): el lomo está abierto, la portada rasgada, los márgenes colmados de anotaciones y las páginas se mantienen juntas con cinta adhesiva que ya se ha oscurecido. 
 Sueños árticos cambió el curso de mi vida: me convirtió en escritor. Es una combinación de ciencia natural, antropología, historia cultural, filosofía, periodismo y observación lírica que me mostró que la literatura de no ficción puede ser tan experimental en la forma y tan hermosa en su lenguaje como cualquier novela.
Robert Macfarlane

 Finalmente este mes de agosto voy a viajar a Albania, por lo que, como Macfarlane, voy a dejar esta lectura para cuando me adentre en Canadá y Alaska tras los pasos de Jack London. Seguro que sus páginas me animan a subir más al norte, a la zona de Inuvik y Tuktoyaktuk, esta última localidad ya en la costa ártica. Espero que sea el verano que viene. Aún así, y como lo tengo en la mesita de noche, no puedo resistir la tentación de abrirlo al azar y refrescarme en sus páginas.

 Por la mañana salí a la cubierta de proa y me quedé contemplando cómo se abrían limpiamente las olas verdinegras de dos metros para dar paso a la proa del barco. Acechantes tras la niebla, las moles de hielo que habían impedido conciliar el sueño a unos cuantos de nosotros seguían avanzando inexorablemente hacia el sur, coronadas por una guirnalda de silencio gris, incipiente bajo el aire frío. Solo con que hubiésemos rozado una la noche anterior, un estrépito de alarmas y bocinas habría desgarrado el buque. Nos habríamos precipitado escaletas arriba vestidos con el equipo de tormenta, camino de los minúsculos botes salvavidas, tropezando con las ropas mal puestas, arrastrados hasta el límite mismo de la supervivencia. El descenso al encuentro del hielo y la oscuridad entre olas de seis metros, el terror agazapado como un perro salvaje en el pecho.


 Todavía estaba oscuro y me pareció que llovía un poco. Aparté el faldón de la tienda. Un cielo de nubes empujadas por la tormenta cruzada velozmente la cara de una abultada luna. Tal vez se despejaría al amanecer. El tintineo que había escuchado no era de la lluvia, solo del viento. Una tormenta, camino de algún otro lugar.


 Los primeros narvales que pude ver vivían lejos de allí, en el estrecho de Bering. El día que los vi comprendí que ningún elemento de la historia natural de la Tierra me había hecho dar jamás un salto tan rápido hasta un tiempo tan remoto. Fue como si viera encarnarse ante mis ojos una figura salida de un bestiario, una criatura de un exotismo comparable al de una jirafa. Fue como si acabara de verificar a simple vista la prueba de la existencia de un ser cuya realidad no tenía motivos para poner en duda, pero en la que, sin embargo, no podía acabar de creer del todo; parecía una fábula demasiado extravagante.


 El frío provocaba congelaciones y amputaciones, terribles dolores de cabeza y letárgica entre la marinería de los barcos que permanecían anclados todo el invierno en aquellas zonas. No había ropas ni refugios capaces de ofrecer protección suficiente contra él. El frío, que volvía ardiente el metal al contacto, dificultaba y complicaba todas las tareas. Hasta la obtención de agua para beber representaba un esfuerzo. Y el mortal aburrimiento de los cuarteles de invierno en un barco húmedo y helado solo multiplicaba los temores al escorbuto y a la muerte por inanición.


 La entrada de una osera bien situada estará resguarda del viento y orientada más o menos hacia el suroeste, para aprovechar el calor del sol de la tarde. Los cachorros se asoman a este porche protegido y soleado algunos días después que la madre y durante las primeras semanas casi no se alejan de allí. La madre a menudo los amamanta allí tumbada al sol, con la espalda apoyada contra una pared de nieve. Los cachorros se tienden sobre su vientre. Mientras maman, la osa inclina la cabeza hacia atrás y mira al cielo o bien la hace girar lentamente de un lado a otro o mece suavemente a sus crías entre las patas delanteras.


 La capacidad del mar helado de destruir bruscamente un barco aplastándolo como una nuez entre dos piedras era una idea que atormentaba a las gentes hasta reducirlas a un estado de agotamiento, de abyecta capitulación. Durante días el hielo parecía estar jugueteando con el barco: lo levantaba lentamente un par de pies fuera del agua o lo inclinaba 15º a babor para retenerlo luego allí. Los hombres dormían durante semanas seguidas con las ropas puestas, preparados para abandonar el barco en cualquier momento, conscientes de que el tajamar de proa podía abrirse de pronto con un estallido y el agua verde empezaría a derramarse sobre ellos a través de la fisura. O cualquier noche podía ser otra de aquellas en las que el hielo se limitaba a murmurar contra el casco o aullaba como un fantasma y se encabritaba astillándose en medio de la oscuridad, pero lejos de ellos.

Y como no sólo hay literatura de viajes en los libros del género, mañana viajo a Albania acompañado de varias novelas de Ismaíl Kadaré, el más insigne de sus escritores. Nos vemos a mi vuelta.

Novelas de Ismaíl Kadaré que me acompañarán en mi viaje a Albania
Fotografía: Lucía Rodríguez


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