domingo, 1 de junio de 2025

BUTCHER'S CROSSING


Butcher's Crossing, de John Williams
Fotografía: Pedro Delgado

En el día de Reyes, le regalé a mi padre Butcher's Crossing, de John Williams, el mismo autor de Stoner, la novela que le leí cuando estaba ingresado en el hospital recuperándose de un ictus*.

 Regalar un libro a alguien que no puede sostenerlo bien entre sus manos es regalarle también tu tiempo para leérselo. No hay nada más poderoso que un buen libro, y nada más gratificante que narrar o escuchar una historia. Y si en ella hay un pueblo polvoriento, grandes praderas y manadas de bisontes..., porque Butcher's Crossing es un western, miel sobre hojuelas.

 Eso sí, leerle a una persona octogenaria, cuando no se puede hacer a diario, requiere a cada nueva sesión de lectura una breve recapitulación de lo leído, unas frases sencillas que lo sitúen de nuevo en la novela.

 «Acuérdate, papá», le decía los primeros días, «estamos en Burcher's Crossing, Kansas, un incipiente pueblucho del lejano Oeste donde la gente se dedica al comercio de las pieles. Hasta allí ha llegado William Andrews, un joven estudiante del Harvard College de Boston que ha sentido la llamada de lo salvaje. Pregunta por un tal J. D. McDonald, un comerciante de pieles amigo de su padre que le ofrece trabajo, pero que este rechaza, pues lo que él quiere no es llevar un negocio sino conocer a los cazadores y a la región lo más a fondo posible. McDonald lo manda entonces a ver a Miller, un veterano cazador de búfalos». Y, una vez asentía, continuaba con la lectura.

–De modo que ha preferido no atarse a McDonald.
–No es lo que yo buscaba.
–Esto es un pueblo de cazadores, muchacho –comentó Miller–. Poca cosa más se puede hacer por aquí, si decide quedarse. Una posibilidad es trabajar para McDonald y sacar algún dinero, otra montar su pequeño negocio de lo que sea y confiar en que sea cierto que el ferrocarril pasará por aquí, y otra más apuntarse a una partida de caza.
–Es más o menos lo que me dijo el señor McDonald.
–Y la última idea no le gustó.
–Eso parece –dijo Andrews con una sonrisa.
–No le caen bien los cazadores –dijo Miller–. Y a ellos tampoco les cae bien él.
–¿Por qué?
Miller se encogió de hombros antes de responder.
–Los cazadores hacen el trabajo, y todo el dinero se lo queda McDonald. Para ellos, él es un sinvergüenza; McDonald, en cambio, cree que los cazadores son tontos. Ambas partes tienen razón; no culpemos a nadie.
–Pero usted también es cazador, ¿no es así, señor Miller? –le preguntó Andrews.
Miller  meneó la cabeza.
–No como los de por aquí. Además, no trabajo para McDonald. Él organiza sus propias partidas, les da cincuenta centavos por cabeza a cuenta de pieles crudas; pieles de verano, poco más que un cuero fino. Tiene siempre a más de treinta grupos cazando; obtiene montones de pieles, pero tal como está estipulado el reparto de beneficios, suerte tendrá el cazador que saque lo suficiente para pasar el invierno. Yo cazo por mi cuenta o no salgo a cazar... –Miller se interrumpió.
Francine regresó con un cuarto de botella y vasos limpios, y uno pequeño de cerveza para ella. Charley Hoge cogió con celeridad el whisky que ella le puso delante; Miller ahuecó una manaza peluda alrededor del suyo; Andrews tomó un sorbito. El licor le quemó los labios y la lengua y le calentó el gaznate; el ardor le impidió notar sabor alguno.
–Llegué a este pueblo hace cuatro años –prosiguió Miller, el mismo año que McDonald. ¡Dios mío, si hubiera visto usted esta región entonces! En primavera mirabas desde aquí y todo eran bisontes hasta donde alcanzaba la vista, como si el suelo estuviera cubierto por una hierba oscura. En aquel entonces éramos muy pocos en la zona, y no era raro que una sola partida consiguiera mil o mil quinientas cabezas en un par de semanas de cacería. Y hablo de pieles de primavera, que son las buenas. Ahora queda muy poca caza. Los bisontes viajan en pequeñas manadas, y suerte tiene un cazador si consigue doscientas o trescientas cabezas por viaje. Dentro de un par de años, aquí en Kansas no habrá nada que cazar.
Andrews tomó otro sorbo de whisky.
–¿Qué hará usted entonces?
–Ya veremos. Poner trampas otra vez, o dedicarme un tiempo a la minería, o cazar cualquier otro bicho. –Miró ceñudo su vaso–. O cazar más bisontes. Si uno sabe buscar, hay sitios donde todavía quedan.
–¿Por esta zona? –preguntó Andrews.
–No –respondió Miller. Se rebulló inquieto en la silla, con su corpachón vestido de negro; empujó el vaso intacto hasta el centro de la mesa–. En el otoño del sesenta y tres estuve cazando castores en Colorado. Fue un año después de que Charley perdiera la mano; él estaba instalado en Denver pero entonces no iba conmigo. Ese año los castores tardaron en echar el pelo, de modo que dejé mis trampas cerca del río donde estaba trabajando y me fui en mulo hacia las montañas, con la esperanza de cazar un par de osos; había oído decir que ese año su piel era buena. Durante casi tres días trepé por aquella ladera sin avistar ni un maldito oso. El cuarto día continué el ascenso, pero ahora más hacia el norte; llegué a un punto donde la montaña caía a pico sobre una cañada. Pensé que  quizá allí abajo habría algún riachuelo en el que los animales irían a beber, de modo que empecé a bajar con el mulo. Tardé no sé cuántas horas, y una vez abajo no encontré más que un lecho reseco, de unos diez o doce pies de ancho, duro como la piedra, que parecía un camino abierto en pleno monte. En cuanto lo vi, supe de qué se trataba, pero no me lo podía creer. Eran bisontes; habían apisonado la tierra yendo y viniendo por aquel camino, durante años y años. Seguí el cauce cuesta arriba, y ya casi de noche salí al lecho de un valle tan llano como un lago. El valle entraba y salía de las montañas hasta donde alcanzaba la vista, y por todas partes había bisontes, pequeñas manadas. Pieles de otoño, pero más espesas y mejores que las de invierno en las zonas de pradera. Desde donde me encontraba, calcule que había unas tres o cuatro mil cabezas, más las que estaban ocultas a la vista en los recodos del valle. –Cogió el vaso que había dejado en el centro de la mesa y lo apuró de un trago, estremeciéndose un poco al beber–. Tuve la clara sensación de que ningún ser humano había pisado jamás aquel valle. Quizá algunos indios, mucho tiempo atrás, pero ningún blanco. Estuve allí dos días enteros y no vi una sola señal de presencia humana, como tampoco a la vuelta. Cerca del río, el sendero se ceñía a la ladera de la montaña y quedaba oculto entre árboles; remontando la corriente, ningún hombre podía verlo.
Andrews carraspeó, y su voz le sonó hueca y extraña al hablar:
–¿Ha vuelto alguna vez a ese sitio?
Miller negó con la cabeza.
–Nunca. Sabía que todo estaría igual. Nadie podría encontrarlo a no ser que supiera el lugar exacto, o que se topara con él por casualidad, como me ocurrió a mí; y eso es poco probable.
–Diez años –dijo Andrews–. ¿Cómo es que no ha vuelto?
–Las cosas no salieron bien. Un año a Charley le dio la fiebre, otro año me había comprometido para otro trabajo, al siguiente estaba sin blanca. Entre una cosa y otra nunca he podido reunir la partida adecuada.
–¿Qué clase de partida debería ser? –preguntó Andrews.
Miller no le miró al responder.
–Una que me dejara toda la iniciativa. Ya no quedan muchos sitios como ese, y no quisiera mezclar en eso a ninguno de los otros cazadores.
Andrews sintió crecer en su interior una gran emoción.
–¿Cuántos hombres se necesitarían?
–Depende de quién lo organice –respondió Miller. Entre cinco y siete hombres, para una partida normal. Pero, en este caso concreto, creo que cuanta menos gente, mejor. Con un cazador bastaría, porque dispondría de todo el tiempo del mundo para cobrar piezas; tendría a los bisontes siempre a su disposición. Un par de desolladores y alguien que se ocupara del campamento. Creo que cuatro hombres podrían hacer el trabajo. Y cuanta menos gente hubiera, mayor sería la tajada.
Andrews guardó silencio. Vio cómo Francine se inclinaba hacia delante y se acodaba en la mesa. Charley Hoge inspiró hondo, con brusquedad, y tosió un poco. Tras la pausa, Andrews dijo:
–¿Se podría organizar una partida, en esta época del año?
Miller asintió, mirando por encima de la cabeza de Andrews.
–Sí, supongo que se podría.
Se hizo otro silencio.
–¿Cuánto dinero se necesitaría?
Miller bajó ligeramente la vista hasta encontrar lo ojos de Andrews y esbozó una sonrisa.
–¿Habla por hablar, muchacho, o es que está interesado de verdad?

 La exquisita prosa de John Williams, que ya nos enganchó en Stoner, esta vez traducida por el Luis Murillo Fort, recoge en las páginas de Burcher's Crossing el viaje iniciático del joven Andrews al mundo duro, austero y violento de los cazadores de bisontes que esquilmaron las praderas del salvaje Oeste en la década de 1870.

 Miller disparó, volvió a cargar, disparó y cargó otra vez. La neblina de humo acre se hizo más densa alrededor de ambos hombres; Andrews tosió, respiró boqueando y pegó la cara al suelo, donde el humo era menos denso. Al levantar la cabeza pudo ver ante sus ojos un sinfín de cadáveres de bisonte, y el resto de la manada –que, en apariencia, apenas había menguado– pululando en círculo de un modo casi mecánico, como si obedeciera al oscuro ritmo marcado por los disparos que Miller efectuaba a intervalos precisos. Las detonaciones lo dejaron sordo [...]

 Con su estilo cinematográfico, John Williams escenifica los cambios internos que se van produciendo en los personajes, no ya sólo en sus físicos, sino también en sus almas.

De la manada original quedaban unas dos terceras partes, o poco más. En un trecho largo e irregular que se extendía casi una milla, el suelo estaba sembrado de montículos oscuros. Andrews tenía las rodillas en carne viva de arrastrarse al lado de Miller, pues habían seguido avanzando en dirección sur conforme la manada se desplazaba hacia allí en su perpetuo girar. Le ardían los ojos de tanta humareda y los pulmones le dolían de respirarla; el ruido de los disparos le había dado dolor de cabeza; en la palma de una mano empezaban a salirle ampollas de sujetar los cañones calientes. Había pasado la última hora apretando los dientes para reprimir cualquier expresión de dolor.
 Pero, a medida que aumentaba el dolor en distintas partes de su cuerpo, su mente pareció distanciarse de él, sobrevolarlo de alguna forma, y fue capaz de verse a sí mismo, y a Miller, con mayor claridad que antes. Durante la última hora acabó viendo a Miller como una suerte de autómata, un mecanismo puesto en marcha por el discurrir de la manada; y la matanza de bisontes, no como un ansia de sangre, de pieles o de lo que pudieran reportar, y ni siquiera al final como una descarga de la furia que anidaba en el interior de Miller; acabó viendo la matanza como una fría y ciega respuesta a la vida en la que Miller se había metido de lleno. Se miraba a sí mismo, arrastrándose entumecido detrás de Miller por el lecho del valle, recogiendo las vainas vacías, tirando del barrilete, ocupándose del rifle, limpiándolo, pasándoselo a Miller cuando lo precisaba..., se miraba y no era capaz de reconocerse ni de entender qué hacía allí.
***
 A medida que los bisontes, siguiendo su instinto, se empeñaban en alejarse del valle, la matanza se hacía más intensa. De por sí reservado y parco en palabras, Miller se obsesionó cada vez más con la matanza; incluso por la noche, en el campamento, ya ni siquiera utilizaba la voz para expresar sus necesidades más primarias; pedía café señalando simplemente la cafetera, gruñía cuando alguien pronunciaba su nombre, impartía las instrucciones a base de escuetos gestos de manos y brazos, sacudiendo la cabeza o gruñendo por lo bajo. Iba a cazar con dos escopetas, y tantos eran los disparos que los cañones de ambas llegaban casi al punto de arder.
 Schneider y Andrews tenían que darse más prisa en despellejar los animales que Miller iba dejando tirados en el suelo; casi nunca terminaban la tarea antes de ponerse el sol, y en consecuencia cada mañana se levantaban antes del amanecer para bregar con el duro cuero de unos bisontes tiesos. Durante el día, mientras sudaban, cortaban y arrancaban en un esfuerzo desesperado por no rezagase, oían cómo el rifle de Miller quebraba el silencio de manera inexorable, insistente, monótona, hasta dejarlos desquiciados y con los nervios a flor de piel. Por la noche, cuando los dos volvían agotados hacia el resplandor rojizo que señalaba la posición del campamento en la oscuridad, encontraban a Miller junto al fuego, encorvado, el gesto ausente; salvo por la mirada, estaba tan quieto y desprovisto de vida como los bisontes a los que mataba. Incluso había dejado de limpiarse la pólvora que se le pegaba a la cara al disparar; ahora el polvillo negro parecía formar parte de su piel como si estuviera grabado en ella, una máscara que resaltaba el furibundo y penetrante brillo de sus ojos.

 Will Andrews, Miller, el huraño desollador Fred Schneider y el borrachuzo Charley Hoge, con los que el joven ha emprendido la búsqueda de un valle secreto poblado de manadas de bisontes, son los protagonistas de esta novela junto a McDonald y la prostituta Francine; todos retratados finamente por el autor, que recoge de manera pausada la evolución de sus emociones y de su percepción de la realidad. Además de ellos, asoman otros secundarios, a modo casi de extras de una película, que aparecen y desaparecen de las páginas en un suspiro.

En dos ocasiones se cruzaron con pequeñas partidas que llevaban su misma dirección. Una de ellas la formaba un hombre, su esposa y tres niños. Sucios de polvo, la cara chupada y la expresión hosca por el cansancio, la mujer y los niños iban acurrucados en un pequeño carro tirado por cuatro mulos y no dijeron nada; el hombre, ansioso por hablar y atragantándose casi de tantas ganas como tenía, les dijo que venían de Ohio, que habían perdido allí su granja y que se dirigía a California, donde un hermano suyo tenía un pequeño negocio; habían iniciado el viaje con una pequeña caravana, pero uno de sus mulos cojeaba y ahora el grupo principal le llevaba ya dos semanas de ventaja, y no tenía esperanzas de alcanzarlos. Miller examinó el mulo que renqueaba y aconsejó al hombre desviarse hacia Fort Wallace, donde podría dejar descansar al tiro y esperar a que pasase otra caravana. El hombre estaba indeciso y Miller, cortante, le dijo que el mulo no llegaría mucho más allá de Fort Wallace y que seguir camino él solo era una estupidez. El hombre negó con la cabeza, tozudo. Miller no insistió; tras hacer una seña a Andrews y Schneider, el grupo dio un pequeño rodeo y siguió su camino dejando atrás al hombre, la mujer y los niños. Al anochecer divisaron el polvo que levantaba el carromato, muy lejos a sus espaldas. Miller meneó la cabeza.
 –No lo conseguirán. Ese mulo no aguantará ni dos días. –Escupió al suelo–. Deberían haberse desviado por donde les he dicho.

 Y como suele suceder en los westerns, junto a todos ellos brillan con luz propia los paisajes y los animales, no ya solo el bisonte de la portada –comprensible que figure en casi todas las ediciones– sino también los bueyes y los caballos.

Portadas ediciones de Butcher's Crossing (Montaje Pedro Delgado)

Portadas ediciones de Butcher's Crossing (Montaje Pedro Delgado)

 De todas las portadas, me quedo con la española, la de Lumen, por la paz que transmite y porque junto al búfalo americano aparece otro de los grandes protagonistas de la novela: la nieve.

 –Un momento –dijo Schneider. Tenía la vista perdida, y por el gesto de la cabeza parecía estar escuchando algo.
 –¿Qué hay? –dijo Miller.
 –Marchémonos de aquí. –Schneider se volvió lentamente hacia él. Su voz sonó queda.
 Miller torció el gesto, lo miró pestañeando.
 –¿Qué pasa?
 –No lo sé –dijo Schneider–. Pero hay algo. Algo no me acaba de gustar.
 Miller resopló.
 –Te asustas más rápido que los bisontes. Vamos, aún quedan muchas horas de luz. Dentro de un rato se habrán calmado y podré tumbar unos cuantos antes de que anochezca.
 –Escuchad –dijo Schneider.
 Se quedaron los tres inmóviles en las sillas de montar, tratando de oír algo que desconocían. El viento había cesado, pero el aire seguía siendo frío. No oyeron más que silencio; ni murmullo de ramas ni canto de pájaros. Uno de los caballos resopló; alguien hizo crujir la silla al moverse. Miller, ansioso por romper el silencio, se palmeó una pierna y, volviéndose hacia Schneider, dijo en alta voz:
 –Qué demonios...
 Pero no continuó. El brazo estirado de Schneider, la mano y un dedo que parecía señalar a ninguna parte, le conminaron al silencio. Andrews los miró alternativamente, desconcertado, pero de pronto sus ojos se detuvieron en un punto entre los dos hombres. En el aire, cayendo despacio, como una pluma, vio un gran copo solitario de nieve. Y estaba mirándolo cuando apareció otro más, y un tercero.

 La trama en las novelas de John Williams avanza muy lentamente. A veces, como en Stoner, ya sabemos desde el inicio hacia donde nos conduce; pero eso no tiene la mayor importancia, porque la magia de este autor, un desconocido hasta hace poco en estos lares a pesar de que obtuvo el National Book Award en 1973, no reside en lo que cuenta, sino en cómo nos lo cuenta. En el estilo. En cómo consigue con ese tono y ese lenguaje aparentemente sencillos meternos a base de detalles dentro de la historia, empotrarnos con sus protagonistas y provocarnos las más diversas e intensas emociones.

John Williams (Clarksville, Texas, 1922-Fayetteville, Arkansas, 1994)
Fotografía: Archivos de la Universidad de Denver

 Yo siempre iba en la lectura unos cuantos capítulos por delante de mi padre, pues al regresar a casa sentía la imperiosa necesidad de continuar leyendo, de forma que cuando volvía a leerle, al cabo de los días, yo ya sabía exactamente qué era lo que le esperaba en aquellas páginas: como un dios magnánimo que sabe lo que va a pasar en la Tierra. De paso, al leer por dos veces los capítulos, me fijaba más en la construcción de las frases y en los recursos que utilizaba el escritor, tratando de aprender su estilo y la técnica de la que se servía.

 Al final de la segunda parte del libro –se divide en tres partes–, John Williams nos agarró a ambos por las solapas y nos zarandeó a base de bien. A mí por segunda vez, sintiendo el mismo estupor de la primera. Mi padre emitió un «¡Oh!» de sorpresa y meneó la cabeza a los lados repetidas veces, como si quisiera negar lo que acababa de suceder.

 Y al terminar la tercera parte y decir aquello del punto final, mi padre definió aquella novela como un western de altura literaria, nada que ver con las novelitas baratas que tenía antaño en su mesita de noche.

 Bret Easton Ellis, el autor de American Psycho y de Los destrozos, al que oí hablar una tarde en el auditorio del Museo Picasso de Málaga, también fue exquisito en sus palabras para definirla: «Butcher's Crossing desmantela el mito del Oeste, revelando una historia de terror sobre el día a día agotador de la mera supervivencia... [un] lirismo sobrio y magnifico... incluso en sus momentos más suaves no exagera en nada, y la crítica moral está en la precisión del lenguaje, la ahora famosa prosa simple y elegante de Williams».

 Y The New York Times Book Review la emparentó con Cormac McCarthy, del que ya disfruté Meridiano de sangre: «Dura e implacable, pero de tono apagado, Butcher's Crossing allanó el camino para Cormac McCarthy. Fue quizás el primer y mejor western revisionista».

 ¿Y qué es un western revisionista?, se preguntarán ustedes. Pues les daré la definición que encontré en mm guionistas (Manuel Fajardo y Marc Cosdán):

El western revisionista es un subgénero del cine del oeste que se desarrolló a partir de la década de 1960 y que busca cuestionar y subvertir las convenciones y estereotipos tradicionales asociados con las películas del oeste clásicas. A diferencia de las narrativas simplistas y maniqueas que solían presentarse en los western tradicionales, el western revisionista se caracteriza por ofrecer una visión más realista, compleja y crítica de la historia del Oeste americano y de los personajes que lo habitan.
 Las principales características del western revisionista incluyen:
 1. Ambigüedad Moral: Los personajes en el western revisionista son más complejos y no se dividen claramente entre "buenos" y "malos". Los protagonistas a menudo tienen motivaciones ambiguas y pueden estar llenos de contradicciones. Los antagonistas también pueden tener razones comprensibles para sus acciones.
 2. Contexto Histórico Realista: A diferencia de los western clásicos que presentaban una visión idealizada y heroica del Oeste americano, el western revisionista tiende a retratar un ambiente más auténtico y verosímil. Se abordan temas como la violencia, el racismo, la avaricia, el conflicto entre colonos y nativos americanos, y las dificultades que enfrentaron los pioneros y forajidos.
 3. Cuestionamiento de Mitos y Leyendas: El western revisionista desafía los mitos y leyendas tradicionales que rodean la historia del Oeste. Busca presentar una perspectiva más crítica sobre la conquista del Oeste y los eventos históricos que han sido idealizados en las películas clásicas.
 4. Estilo de Dirección Innovador: Los directores de western revisionista a menudo adoptan un enfoque más moderno y estilizado en su dirección. Pueden utilizar técnicas cinematográficas innovadoras, narrativas no lineales y elementos simbólicos para contar sus historias.
 5. Reinterpretación de Arquetipos: El western revisionista revisa y redefine los arquetipos tradicionales del género. Los héroes pueden tener rasgos más oscuros y conflictivos, mientras que los villanos pueden tener motivaciones más complejas.

 Y ya que hablamos de cine del oeste, les diré que en 2023 Netflix estrenó la adaptación de Butcher's Crossing a la gran pantalla. Dirigida por Gabe Polsky, y con Nicolas Cage en el papel de Miller y Fred Hechinger en el de William Andrews.

 ¿Qué decirles de ella? Pues que la película que me monté en la cabeza conforme leía la novela es muchísimo mejor que ese trailer que he visto, y que quizás habría sido mejor colocar a Kevin Costner en el papel de Miller en lugar de al casi siempre sobreactuado Nicolas Cage.

 A pesar de ello, tengo ganas de verla para ver las diferencias con la novela –por ejemplo, ese carro que se despeña por un barranco, cosa que no sucede en el texto–. Y quién sabe, igual al final me termina gustando. Ya les dejaré un comentario cuando la vea.

 Lo que sí puedo recomendarles, y lo hago de manera encarecida, es la novela. Si solo van a poder leer un libro este año, que sea este. Lo terminamos de leer hace unos meses y todavía sigue retumbando en nuestra cabezas.

 ¡Sí!, y los poetas mandan al espíritu enfermo a visitar verdes pastos, de la misma manera que a un caballo que cojea se lo saca a la pista sin herrar para que renueve sus cascos. Curanderos a su modo, los poetas sostienen que tanto para corazones apenados como para pulmones doloridos, la naturaleza es el gran remedio. Pero entonces ¿quién dejó que mi cochero muriese congelado allá en la pradera? ¿Y quién tuvo la culpa de que Peter el Salvaje se volviera idiota?
HERMAN MELVILLE, El estafador y sus disfraces

*Pueden leer la reseña de Stoner, de John Williams, clicando en el siguiente enlace:

Stoner, de John Williams. Fotografía: Pedro Delgado

https://cartadesdeeltoubkal.blogspot.com/2023/02/del-cohete-chino-el-ictus-de-mi-padre.html

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