viernes, 12 de marzo de 2021

EL CAMINO IMPERFECTO DE PEIXOTO


Jaula, souvenir de Luang Prabang (Laos)
Fotografía: Lucía Rodríguez

Eso que ven en la imagen es una jaula para pájaros. Es tan diminuta porque no está hecha para que viva en ella el pájaro, sino para que éste aguarde allí su liberación. Se venden a las puertas de los templos en muchos lugares del sudeste asiático, y se compran por aquello del karma. La buena acción de abrir la puerta de la jaula y dejar salir al asustado pájaro redundará en nosotros en ésta u otra vida. La que les muestro la cogí en el mirador del templo de Wat Chom Si, construido en la cima de Phousi Hill, en Luang Prabang, Laos; pero similares las vimos en Tailandia, Myanmar y Vietnam (ahora no recuerdo si también en Camboya). En ningún país pude mejorar mi karma a costa de aquellos gorriones, pues cada vez que hacía ademán de comprar uno, mi hijo pequeño me lo impedía. Decía que mi acción a lo único que contribuiría sería a que siguieran capturando y enjaulando a aquellas inocentes e indefensas criaturas. La jaula que ven la recogí de la barandilla del templo, donde alguien la había abandonado tras su "piadosa" acción. Como un souvenir más del viaje. De él fue de lo primero que me acordé al iniciar El camino imperfecto del portugués José Luís Peixoto. Del souvenir y del templo Wat Traimit en el Chinatown de Bangkok, Tailandia, donde Peixoto liberó a uno de esos pájaros.

LOS OJOS DEL PÁJARO eran dos puntos clavados en el negro absoluto, como si existiese una noche enorme por detrás de ellos, como si aquellos pequeños puntos fuesen la única comunicación entre este mundo y esa noche infinita. En el interior de la jaula, el pájaro no sabía cómo huir del miedo: todos sus instintos eran inútiles, su experiencia no le garantizaba lo que iba a suceder.
 Yo sujetaba la jaula con las dos manos, era de madera ligera. Su peso contenía el del propio pájaro: gramos de pánico. A nuestro alrededor todo era mucho más pesado: los bloques de piedra del templo Wat Traimit, muros de piedra, escalones de piedra que llegaban hasta allá arriba, al altar del Buda de Oro, Phra Maha Suwan Phuttha Patimakon, la mayor estatua de oro macizo del mundo, cinco toneladas y media.
 Hasta el aire era pesado –espeso, húmedo, caliente como sopa, como tom yak picante, hierba limón–, hasta el cielo era pesado.
 El humo de incienso subía hacia el cielo, se mezclaba con él, lo tenía. Bangkok entera subía al cielo: avenidas llenas de tráfico, millones de voces. El templo Wat Traimit se sitúa en Chinatown, en el centro de un laberinto. La única salida, me parecía, era el cielo.
 Abrí la puerta de la jaula. El pájaro se encogió durante unos instantes, con miedo del firmamento, conociendo su tamaño mejor que yo. Y, de repente, salió disparado. No dio tiempo para que Makarov le sacase una fotografía.
 A petición mía, Makarov estaba con la máquina preparada para registrar el momento en que soltase el pájaro –libertador vanidoso de pájaros–, pero ese segundo pasó demasiado deprisa. Solo conseguimos levantar la cabeza y verlo desaparecer.
 En el budismo tailandés la idea de Karma dio origen a la idea de hacer méritos. La idea de hacer méritos dio origen a la liberación de pájaros. La liberación de pájaros crea una posibilidad que, más tarde, regresará a su autor.
 Es una lógica perversa cuando se sabe que antes esos pájaros eran libres. Fueron capturados y enjaulados apenas con el propósito de venderlos –cien bahts– y volverlos a liberar.
 Pero en aquel momento yo no pensaba en eso.

 Por esas extrañas conexiones que se dan en las cabezas de los que estamos aburridos, me ha brotado de pronto una frase un tanto presuntuosa que seguramente mañana querré borrar: «Los libros son pájaros enjaulados que hay que liberar». Abres sus tapas y, al leer sus páginas, los liberas. Quizás de ahí venga el nombre de Librerantes, la revista que edita una pequeña –ya llegará a ser grande– distribuidora de libros con un interesante catálogo de editoriales independientes. Recogí su primer número en la librería Proteo, y al hojearla en el autobús, de vuelta a casa, me topé con la portada de El camino imperfecto, de la editorial La Umbría y la Solana. «Un libro de no-ficción en el que José Luís Peixoto cuenta los tres viajes que hizo a Tailandia. Sorprende por lo que cuenta, se aleja de los lugares comunes de aquel país y se detiene en los aspectos menos conocidos de su cultura, de su historia, de su religiosidad, de muchas otras cosas», se leía al lado de aquella espalda tatuada con un enorme dragón.

El camino imperfecto, de José Luís Peixoto
Editorial La Umbría y la Solana

 El por qué, el dónde y el cuándo de esa portada nos lo cuenta Peixoto muy al final.

AHORA RECUERDO INSTANTES QUE SALTAN de unos a otros, como si no hubieran sucedido en una secuencia. Recuerdo fotografías y no una película.
 El día terminaba. Entraba poca luz entre los edificios –casi tocándose en lo alto– de una callejuela del Chinatown de Bangkok. Había unos hombres o chicos en cuclillas, en la puerta de un almacén, comiendo cuencos de sopa y fumando al mismo tiempo. Habían pasado el día descargando camiones llenos de cajas, llevándolas en carretillas a través de un laberinto y guardándolas en el almacén. Estaban desnudos de cintura para arriba, con las camisetas enrolladas y atadas a la cintura. Uno de ellos tenía un tatuaje de un dragón que le cubría la espalda.
 Sin pensar, ignorando la timidez, interrumpí la conversación, la sopa sorbida, el humo exhalado, y pregunté si podía sacarle una fotografía. Él entendió los gestos y se levantó.
 Miré mi máquina y tenía la lente errónea: demasiado cerca. Necesitaba más luz, pensaba, pero usar el flash sería excesivo. Los que habían seguido en cuclillas provocaban al que estaba de pie, decían frases sueltas en chino y se reían. Disparé dos veces.
 Él estaba impaciente, quería acabar con la situación. Cuando se iba a girar le fotografié una vez más. Se giró, le di las gracias, seguí mi camino.
 Después de la primera esquina –pocos pasos–, fui a ver el resultado. Las dos primeras fotografías habían salido mal. La última, sin embargo, la había sacado en el instante exacto en que su cuello tapaba un cartel y, más difícil todavía, en que la luz era perfecta. El movimiento del cuello –su prisa– había creado la posición ideal.
 Mirando todavía la pequeña pantalla de la máquina, recordando lo que ya había escrito y lo que todavía quería escribir, comprendí de inmediato que aquella fotografía sería la portada del libro: este libro.

 De Peixoto había leído Cementerio de pianos, una novela que me encantó y de la que escribí una reseña* en Calle 1, mi blog deportivo, así que quise hacerme con un ejemplar de inmediato. Y esta semana blanca, a pesar del confinamiento, regresé a Tailandia. Esta vez no me acompañaban ni mi hijo pequeño ni mi mujer, sino Peixoto y, a ratos, su amigo Hugo Makarov, el tatuador que lo acompañó en el último de sus viajes a Tailandia y que ha ilustrado seis de las 199 páginas del libro. La verdad es que el tipo de dibujo no me pega con la cuidada edición de La Umbría y la Solana. Sabiendo que Peixoto es el autor de la imagen de la portada, habría preferido que éste hubiese trocado las ilustraciones por algunas de sus fotografías; aunque supongo que la intención del portugués fue mostrarnos qué demonios estaba dibujando Makarov en sus cuadernos de dibujo.

MAKAROV DIBUJABA bajo la luz de los frenos de los coches; tenía el cuaderno abierto en el regazo. Después de poco más de dos semanas en Tailandia, estaba a punto de terminar el primer cuaderno. En otros momentos, en las mesas de los restaurantes, las camareras se asomaban detrás de sus hombros mirando los dibujos; llamaban a sus colegas para que también los viesen y pudiesen admirarse todas juntas.

Ilustración de Hugo Makarov para El camino imperfecto de Peixoto
Fotografía: Lucía Rodríguez

 No es éste un libro de viajes al uso, ni Peixoto nos cuenta a fondo su viaje por el país (hay además una brevísima visita a Laos y 14 páginas dedicadas a Las Vegas), pero el que conozca bien Tailandia, irá de recuerdo en recuerdo, constatando un montón de cosas que observó y aprendió en su visita al antiguo reino de Siam, y el que no lo conozca, arderá en deseos de que todo se normalice para poder viajar a Bangkok y recorrer el país de norte a sur y de este a oeste. A estos, Peixoto les da el mejor de los consejos: evitar cualquier tipo de enfrentamiento. Más en un país en el que el muay thai –boxeo tailandés–, es el deporte nacional.

SUDARAT ME EXPLICÓ QUE LA IRRITACIÓN significa debilidad, la impaciencia significa falta de control. Es muy difícil encontrar un tailandés que levante la voz.
 Las críticas públicas son vergonzosas e insoportables. Hay que prestar atención a detalles menos obvios. Una sonrisa puede significar incomodidad, puede ser una fuga.
 El enfrentamiento abierto debe evitarse al máximo. Unos no lo provocan y, si pasa por accidente, los otros no lo aceptan. Nadie se muestra en desacuerdo con nadie. A primera vista, no existe desacuerdo. Todo es preferible a una disputa.
 Se debe tener cuidado para no plantear preguntas que dejen al otro sin salida. No tener respuesta es una humillación, una pérdida de reputación.
 Como en otros países asiáticos, perder reputación es una deshonra irreversible. Cuidado con el que cae en esa desesperación, porque ya no tiene nada que perder.
***
EN LOS DESCANSOS ENTRE ROUNDS se colocaban unos bancos viejos de madera para los luchadores en rincones opuestos. […] Los luchadores respiraban nerviosos. Mientras el maestro les gritaba en medio de la cara, un hombre sumergía un trapo en un balde de agua y se lo pasaba por los músculos del pecho, por el cuello o por el rostro ensangrentado. Cuando sonaba la campana para recomenzar el combate, los bancos se retiraban a toda prisa. La tina era arrastrada con cuidado para no derramar la mezcla de agua, sangre y sudor.
 Y volvía  a empezar la sarama, música tradicional que se toca sin parar durante los combates de muay thai. […]
[…] Los primeros golpes después de los descansos –puñetazos, rodillazos, patadas– sacudían el agua en los cuerpos de los luchadores: hacían que se deslizase por la piel aceitosa, la proyectaban en chorros. Algunas de estas gotas llegaban a la segunda fila y me golpeaban.
 El estadio Ratchadamnoen estaba lleno de hombres: gradas con miles de hombres. Durante el combate gritaban una maraña de voces, como el rugido de una tempestad. Durante los descansos gritaban todavía más, agitaban los brazos y gesticulaban números con los dedos: apostaban con urgencia.

Combate de Muay Thai en Bangkok (8 Muay Thai Super Champ. Julio 2018)
Fotografía: © Pedro Delgado Fernández

 Los luchadores eran jóvenes. Después de los rituales, después de honrar a los maestros pasados y presentes, después del entusiasmo de los primeros rounds, el combate se aproximaba a su final cuando las piernas empezaban a temblar, cuando caían con más facilidad. Las últimas patadas y puñetazos eran acompañados por el coro de los asistentes, como si toda la multitud recibiese esos golpes.
 Las patadas eran siempre de espinilla contra espinilla, hueso contra hueso. El árbitro escogía los momentos en los que los separaba, protegía celosamente al que cayese.

 Al transcribirles estos párrafos del texto, me acuerdo de los combates que presencié en Bangkok, organizados por un gimnasio que había al lado del hotel. Nos sentamos en lo alto de una de las gradas desmontables, retirados de las cuerdas del cuadrilátero, pero hasta allí nos dolían los golpes. «Madre mía», decía mi hijo pequeño –en ese momento tenía quince años– cada vez que terminaba un combate y tenían que ayudar a bajar del ring al luchador que había sido derrotado.

Combate de Muay Thai en Bangkok (8 Muay Thai Super Champ. Julio, 2018)
Fotografía: © Pedro Delgado Fernández

 A Peixoto también lo acompañan, en alguna de sus visitas al país, su mujer y su hijo pequeño. No sé el suyo, pero el mío alucinó con algo tan poco exótico como los pequeños supermercados 7-Elevens, pues aparecían como objetos descargables en el Animal Crossing de la 3DS.

Hay casi nueve mil 7-Elevens en Tailandia, solo unos pocos centenares menos que en todos los Estados Unidos.
 El aire acondicionado de los 7-Elevens de Tailandia está siempre al máximo. Bangkok puede estar hirviendo –las ropas pegadas a la piel por el sudor grueso– pero dentro de un 7-Eleven hace siempre un frío polar, como en Alaska.

 Junto a las impresiones de sus viajes, Peixoto incluye escenas de su pasado, imágenes autobiográficas: recuerdos de su padrino sentado a la puerta de su casa en una silla de camping; de su madre sirviendo un caldo de gallina al calor de la lumbre de una chimenea con los perros tumbados en el suelo esperando cualquier cosa que su padre dejase caer de la mesa; el acoso y las peleas en el colegio; sus hermanas…

 También salpica sus páginas con su visión de los viajes y del turismo, y con las dudas y los miedos que asaltan al escritor que pretende llevar lo vivido, lo viajado, al papel; su proceso de escritura y su pelea por la frase perfecta; el por qué escribe.

 Y todo ello lo sazona con multiples referencias, entre las que se incluyen la novela The Beach, escrita por Alex Garland y adaptada al cine hace veinte años con Leonardo DiCaprio en el papel principal; la taquillera Resacón 2: Ahora en Tailandia; los tatuajes que Angelina Jolie se hizo en Pathum Tani; el tsunami que arrasó los resort turísticos de sus costas el 26 de diciembre de 2004, dejando más de ocho mil víctimas entre desaparecidos y muertos; o ese subgénero de novela negra que se dedica a retratar Bangkok a partir del mundo de los bares y de la prostitución.

 Y cómo no venirme arriba con esa referencia a Bruce Lee, del que tanto les he hablado en mi otro blog*.

LOS CHICOS EXHALABAN BOCANADAS DE HUMO en dirección a la luz del proyector. Las sillas de madera eran incómodas.
 Las imágenes nacían de la mecánica del proyector, atravesaban el humo –chorros furtivos o un cuerpo de humo paralizado en la penumbra del salón de la Sociedad Filarmónica– y chocaban de frente contra la sábana. Yo y todos cambiábamos de posición en las sillas, nos quedábamos colgados de esas imágenes, sobre todo cuando Bruce Lee tenía que dar una lección a alguien que se la merecía, o cuando varios hombres se juntaban para coger a Bruce Lee por sorpresa, o cuando por fin Bruce Lee ajustaba cuentas con todos los que se le habían enfrentado a lo largo de aquellas dos horas.
 Después de esas matinés nos quedábamos inventando golpes de kung fu en la acera, enfrente de la Sociedad. Era siempre sábado y primavera, nadie se hacía daño.

 O a los gatos, cuyas imágenes coleccioné en mi iPad mini 4 durante aquel viaje.

Gato (Bangkok, Tailandia)
Fotografía: © Pedro Delgado Fernández

EN LAS CALLES DE BANGKOK HAY MILES DE GATOS. En tailandés-inglés se llaman soi cata. Se sabe que hay cerca de trescientos mil son dogs en Bangkok, pero no se sabe exactamente cuántos gatos hay.
 En los rincones de cualquier mercado, en la parte trasera de cualquier restaurante, en las márgenes del río, en los callejones, hay siempre gatos sin dueño. En los templos no faltan gatos de varias generaciones: está prohibido expulsar a cualquier ser vivo de ese espacio.
 Varias razas de gatos tuvieron su origen en Tailandia. Se cree que los siameses vienen de la ciudad real de Ayutthaya.
 Los gatos se estiran en el cemento, cubiertos por todos los ruidos de la ciudad, por la espesura húmeda del calor. Por detrás de sus párpados, se aferran a un lugar más justo.

Aunque el tono crepuscular de la última parte del libro me parece excesivo para un escritor que sólo tenía 42 años en aquel momento, Peixoto cierra de manera espectacular su narración, con un The End que entronca con las primeras líneas del texto.

 Háganme caso. Si quieren sentirse por unas horas como un farang, háganse con un ejemplar de El camino imperfecto.

FARANG ES LA PALABRA QUE LOS TAILANDESES USAN para referirse a los extranjeros occidentales blancos.

 Hace más de cuatrocientos años, los mercaderes portugueses llevaron las primeras guayabas a Tailandia. Entre muchas otras hipótesis, esa es una de las razones probables de que se llame farang a los extranjeros blancos. En tailandés, guayaba se dice farang.
 A veces, entre otros sonidos, es posible distinguir las silabas de la palaba farang. Acompañada por prefijos, sufijos u otras palabras, se usa también como parte de los nombres de productos que llegaron de la mano de los extranjeros blancos: patata se dice man farang; chicle se dice mak farang; cilantro se dice phak chi farang.
 A los turistas occidentales blancos de bajos recursos –sandalias y mochila–, los tailandeses les llaman farang khi nok, que significa literalmente farang-caca-de-pájaro.

Pedro Delgado en Bangkok (20 de julio de 2018)
Fotografía: Lucía Rodríguez

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