Vale un potosí, novela negra de Isabelle Fougère (Blume) Fotografía: Pedro Delgado |
Hace Dios con las manos lo que quiere, pero más hace el diablo con la cola.
Jacques Prévert, Fatras, 1966
Aguardaba la Semana Negra de Gijón para mostrarles esta reseña, pero el pasado sábado leí en el suplemento literario Babelia un artículo sobre el festival BCNegra, que reúne en Barcelona a los grandes autores del género literario, y me dije que este era el mejor momento para hacerlo.
Vale un potosí (Editorial Blume) son dos libros en uno. Por un lado, tenemos una sorprendente novela negra ambientada en Bolivia, y por otro, un magnífico trabajo fotoperiodistico de Miquel Dewerer-Plana centrado en los mineros de Potosí, Bolivia. Hoy, por lo que les decía sobre la BCNegra, voy a poner el foco en la novela, dejando la otra cara del libro para otra reseña.
El noir es un género que se reinventa continuamente, y estoy seguro de que si su autora, Isabelle Fougère, fuera boliviana, en lugar de francesa, ya se estaría hablando del noir boliviano como subgénero, al igual que se habla del noir nórdico, el tarta noir o el thriller vasco.
Vale un potosí es una novela negra atípica, con una cholita como protagonista, Doña Consuelo, a la que uno termina por cogerle cariño, un personaje fuerte y testarudo muy bien construido.
[...] surge del socavón a la velocidad de una bala de cañón. Un par de botas manchadas de barro y por encima una pollera verde constituyen la poderosa barrea que los detiene. Más arriba de la pollera, palpita un pecho de generosas curvas, jadeante. De la sombra circundante emerge un rostro poco ameno, coronado por un casco del que salen dos negras trenzas, donde se ven unos cuantos hilos plateados. Es la patrona.
Doña Consuelo Orco de Pizaro, con una «r», ojo con pronunciarlo como «rr», y ella le da gran importancia para que no se la asimile al famoso conquistador Francisco Pizarro. Se tiene que apoyar en los dos mineros para retomar el aliento, entrecortado este por la falta de oxígeno y los 40 grados en el túnel cavado en el cerro.
En la primera página ya aparece el cadáver, el cuerpo sin vida de Gustavo Condori, un pobre minero al que alguien le ha dejado un pico clavado entre los omóplatos en la mina Pizarro.
Paralizados, con los brazos colgando, se quedan mirando el pico clavado como un ancla en la espalda de uno de los suyos, tumbado cara al suelo en medio de un extenso charco negro.
En lo hondo de la mina, pierde su insolente color rojo la sangre.
Y yace a los pies del Tío de la mina, el dios del mundo subterráneo, al que los mineros rinden tributo para que los proteja y les de una buena veta. Un Tío que asume el papel de narrador en algunos capítulos.
Soy el Tío, el diabólico genio que habita en las entrañas de la montaña de plata. Mis súbditos-esclavos, mineros de Potosí, se matan la salud aquí desde hace siglos, desde la época de los conquistadores, con la esperanza de encontrar una veta que traiga suerte.
Tío de la mina. Potosí (Bolivia, 2008) Fotografía: Pedro Delgado |
La trama se desarrolla en Potosí, ciudad que visité en el verano de 2008, en uno de mis viajes a Bolivia. Allí, como en Oruro, bajé a las famosas minas, departí con los mineros e hice ofrenda de alcohol, hojas de coca, dulces y cigarrillos al Tío de la mina, ese diablo de falo enhiesto que fecunda la roca y al que veneran los trabajadores del subsuelo para que no se cobre sus vidas y les conceda sus favores.
Cerro Rico, como llamaban los españoles al Cerro de Potosí Bolivia, verano de 2008. Fotografía: Pedro Delgado |
Pedro Delgado en Cerro Rico, Potosí Bolivia, verano de 2008 |
–Habría que llamar al curandero, doña Consuelo, si no, el Tío se va a agarrar su alma –murmura con voz tembleque Alfonso Quispe, al cabo de un cuarto de hora.
Antes que el curandero, aparece en el lugar del crimen el comisario con sus ayudantes.
El hombre de ley, petiso él, de unos cincuenta corpulentos años, tiene por acompañantes a dos tipos desgarbados que llevan linternas eléctricas, doblados en dos para no chocarse con las paredes ni el techo de la galería.
Tras él, llega el curandero, que tras echar las hojas de coca pide sacrificar una llama frente a la bocamina, un ritual al que asistí compungido varias veces en aquel viaje.
Sacrificio de la llama en una bocamina de Oruro Bolivia, verano de 2008. Fotografía: Pedro Delgado |
Recuerdo también que las condiciones de trabajo de aquellos mineros eran casi las mismas que hace cien años, arañando las laderas de la Pachamama con técnicas demasiado peligrosas en busca de plata, zinc y estaño. Y al riesgo de quedar sepultado, se le añadía la toxicidad del aire de los socavones y el polvo metalúrgico que envenenaba el aire, no ya solo de la mina, si no de toda la ciudad.
–[...] Hasta en el campo se pudre la quinua. ¡Y están repletas de arsénico las llamas y ovejas que pastan las escasas hierbas que aun crecen en la montaña!
Pero dejemos a un lado los riesgos y centrémonos de nuevo en el caso. Tenemos un muerto y un comisario con dos ayudantes grandullones, pero la verdadera detective del caso va a ser Doña Consuelo, amante de las películas policíacas y una suerte de teniente Colombo (Columbo en Hispanoamérica) con pollera en lugar de gabardina. Una auténtica mosca cojonera.
Luego de dos horas y media, el cortejo deja la ruta principal para tomar un camino de tierra embarrado que se va adentrando en un valle. Luego de varias curvas con baches, que hacen resbalar el ataúd de Gustavo de un lado a otro, de manera peligrosa, el viento despeja la neblina y el sol arroja sus rayos sobre un paisaje árido. Se dibuja a lo lejos una quebrada angosta rodeada de farallones calcáreos. Empiezan a aparecer casuchas de adobe, minúsculas aldeas de cuatro o cinco viviendas. Triste meseta. Nadie a la vista, salvo grupos de ovejas y cabras que pastan plácidamente una hierba seca y gris.
«Aún más flacuchos que en Potosí», observa para sus adentros doña Consuelo, que durante todo el viaje se ha estado concentrando en cómo proseguir su investigación. Piensa en los DVD amontonados debajo de su cama y en todas esas películas policíacas de las que se alimenta de noche en su viejo televisor, cuando no tiene amante que la distraiga. Una de sus preferidas es la serie del inspector Columbo. El muy astuto no se pierde un solo entierro. Con las manos en el bolsillo de su viejo impermeable, con cara de yo no fui, se aparta un poco y observa a los asistentes. Lo ha visto repetidas veces. Los asesinos, y quien lo dice es Columbo, suelen asistir a los entierros de sus víctimas. Piensan que estar presentes es prueba de su inocencia. Doña Consuelo está agarrando su carterita tejida que lleva en bandolera, bien apretada sobre su pollera. Adentro, siente al tacto su libretita y su lápiz.
Y todo nos lo cuenta un narrador omnisciente, salvo en seis de los veintiún capítulos en los que toma la palabra el mismísimo Tío de la mina.
[...] Don Ricardo se ha puesto la sotana de los días de fiesta, no cada día asisten feligreses de la ciudad.
Pobre Gustavo, no vino mucha gente a tu entierro. ¡Qué ironía la de este momento! Rezan al Dios de los conquistadores para que te otorgue la vida eterna, pero todos piensan en mí, el dios de abajo, el que se come a los hijos del campo transformados en esclavos del inframundo.
Tío de la mina, Oruro (Bolivia) Fotografía: Pedro Delgado |
Tío de la mina, Oruro (Bolivia) Fotografía: Pedro Delgado |
No les adelantaré nada más. Tan solo decirles que la novela está muy bien ambientada y que es un fiel reflejo del mundo de la minería en el país andino y de la vida cotidiana de sus protagonistas. El bello Sebastián García Huanca, José Luis Castro Ferrer, alias «el Dinamita», Alfonso Quispe o Efraín Orco, me hicieron recordar a aquellos otros mineros con los que compartí unas horas en Potosí y Oruro. Ojalá la vida haya sido generosa con ellos.
Los cuatro hombres se sientan para ponerse las botas y verificar las lámparas de sus cascos. Se embuten en la boca unas cuantas hojas de coca, después de haberles quitado la nervadura central. Luego mordisquean lentamente una piedrita de cal que, al mezclarse con la coca, va formando una bolita. La mantendrán en la boca durante varias horas. Desde que los conquistadores españoles comprendieron el poder estimulante que tenía sobre sus esclavos indígenas, la coca se ha vuelto para los mineros una compañera indispensable.
Mineros de Oruro, Bolivia. Verano de 2008 Fotografía: Pedro Delgado |
El festival BCNegra celebra su decimoctava edición entre el 6 y el 12 de febrero en Barcelona.
Cartel BCNegra 2023 |
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