Puente de los Alemanes o de Santo Domingo, Málaga Tres formas de atravesar un río, de Agustina Atrio (Ediciones Menguantes) Fotografía: Pedro Delgado |
En su camisón de verano, descalza, en el hall de casa, mi madre me dice: «Que encuentres lo que vas a buscar».
Tres formas de atravesar un río, Agustina Atrio
Málaga tiene un río que corta la ciudad en dos, una larga cicatriz que la recorre desde la presa del Limonero hasta su desembocadura en el mar, frente al Centro de Arte Contemporáneo y el colegio García Lorca, donde estudió sus primeros años el mayor de mis hijos.
Su nombre, Guadalmedina, es de origen árabe –Wādī al-Madīna– y significa «Río de la ciudad». Nace en el pico de la Cruz, en la sierra antequerana de Camarolos y tiene una longitud de 47 kilómetros.
Puentes sobre el Guadalmedina, Málaga Fotografía: Archivo Municipal, Fundación CIEDES |
A lo largo de su historia, sus aguas se han desbordado en alguna ocasión irrumpiendo en la ciudad, e incluso llevándose por delante los puentes de la Aurora, de Santo Domingo y del Ferrocarril en la gran riá de 1907.
Pasillo de Santo Domingo, Málaga 23 de noviembre de 1907 Fotografía: Club Bellas Artes de Málaga |
En el recuerdo tengo las imágenes de los coches y de los contenedores que flotaban en las calles de la ciudad en 1978 y 1989. Las dos veces ocurrió en noviembre, y me acuerdo que la primera vez cortaron las clases en el colegio y nos mandaron para casa antes de tiempo. Mi madre no nos dejó salir a la calle, pero vimos las escenas por televisión. La tormenta se transmutó en diluvio.
Calle Cuarteles, Málaga, en las inundaciones de 1978 Fotografía: Archivo fotográfico Municipal de Málaga |
Calle Puerta del Mar, Málaga, en las inundaciones de 1978 Fotografía: Archivo fotográfico Municipal de Málaga |
Para algunos, el Guadalmedina es una herida abierta sangrante que requiere de medios quirúrgicos, y cada cierto tiempo alzan la voz, meten ruido, y reclaman su soterramiento. Aunque apenas suela llevar agua, yo no quiero que lo soterren. Lo quiero abierto. Y lo prefiero así por varios motivos: el primero es que me gustan los ríos, el segundo que me gusta contemplar sus aguas marrones cuando abren las compuertas de la presa –normalmente cuando llueve de forma intensa varios días sobre la ciudad– y bajan raudas y agitadas arrastrándolo todo a su paso; el tercero es que me gusta ver desde el puente de la Esperanza a la muchachada hacer cabriolas con sus monopatines en el skatepark del lecho y a los inmigrantes jugar al voleibol, al futvóley o al fútbol entre el puente de los Alemanes y el puente de la Trinidad. También observar el parecido entre los perros y sus dueños, que les tiran una pelota o un palo para que se lo traigan en la boca a la carrera como unos Sísifos peludos. Pero el motivo principal, que va antes del primero, es sentimental, y está ligado a mi abuela paterna, Ana Acosta Florido, ya fallecida.
Ana Acosta Florido (Málaga, 1912-2004) Fotografía: Lucía Rodríguez |
Recuerdo que me contaba cómo con nueve o doce años se cayó al río, al romperse uno de los tablones de la pasarela de madera que cruzaba el Guadalmedina para comunicar el barrio de la Trinidad con el centro de la ciudad –antes de que se construyera el actual puente de la Aurora, inaugurado en junio de 1930 con el nombre de Puente de Alfonso XIII–. Aquel día, me decía, el río bajaba crecido, y si no fuera por un hombre, que se lanzó al agua para socorrerla, se habría ahogado. Me hubiera gustado localizar a esa persona para darle las gracias por su acción pues de no haber sido por ella no habría llegado a nacer mi padre y por ende ni yo ni ninguno de mis hermanos.
Mi abuela se fue a vivir con mis padres cuando se casaron, así que cuando mis hermanos y yo llegamos al mundo ella ya estaba allí, y nos cuidó como una segunda madre. Luego, a los once años, ella se fue a vivir a la calle Cerrojo, a los corralones que había en el espaldar de la iglesia de Santo Domingo. Desde la ventana de los dormitorios se veía su campanario, y a mí me encantaba ver y oír las campanas de replicar. Aquellos corralones eran, sin duda, un magnífico ejemplo de la arquitectura de la época, pero incomprensible los echaron abajo para construir el adefesio donde se encuentra el Conservatorio Superior de Danza, una tropelía arquitectónica más de las tantas que han ocurrido y ocurren en Málaga. A mí y a mis hermanos nos encantaba quedarnos a dormir en su casa algunos fines de semana. Mi abuela era de costumbres fijas, y cada mañana, al levantarnos, realizábamos con ella el mismo recorrido. Primero parábamos en la capilla de la Virgen de los Dolores del Puente, donde se santiguaba, encendía una vela y pedía por todos nosotros.
Capilla de Ntra. Sra. de los Dolores y acceso al puente de Santo Domingo Fotografía (años 70): Málaga ayer y hoy en Twitter |
Luego subíamos los escalones de piedra que daban acceso al Puente de Santo Domingo o de los Alemanes, un puente que donó Alemania tras la tragedia de la Gneisenau, una fragata-escuela que el temporal hundió en el morro de levante un 16 de diciembre de 1900. Fallecieron 41 marineros, pero otros muchos fueron rescatados por los malagueños, que no dudaron en exponer sus vidas para salvar la de los alemanes. La ciudad se volcó con los supervivientes, sumando el título de «Muy hospitalaria» al escudo de la ciudad. Y Alemania, años más tarde, en un gesto de agradecimiento, sufragaría la construcción del puente que se llevó la riada de 1907.
Puente de Santo Domingo o de los Alemanes, Málaga Fotografía: Pedro Delgado |
Tras cruzarlo, seguíamos recto hasta la calle Marqués, donde nos tomábamos un chocolate con churros en Casa Baro. Acto seguido, hacía algunas compras por la calle San Juan, y a continuación, atravesábamos la plaza de Félix Sáenz para ir a una carnicería que había en la calle Puerta del Mar. Me acuerdo que era pequeña y que tenía las puertas de madera pintadas de rojo. Supongo que también haría algunas compras en el cercanísimo Mercado Central, pero no tengo el recuerdo de ello. Sí de comprar en Casa Luis, la tienda de comestibles que había en la misma calle Cerrojo.
Cuando expropiaron los corralones para meter la piqueta, mi abuela se fue a vivir a Portada Alta. Poco a poco, echaron abajo todos los edificios de la calle y de sus alrededores, salvo el edificio de Italcable y la iglesia, de forma que un barrio con personalidad y casas únicas desapareció para dar paso a dos hoteles horrendos y dos plazas igual de horrendas –otra barbaridad urbanística y arquitectónica más de las muchas que han perpetrado políticos y promotores en la ciudad–. A pesar de ello, el aura de mi abuela se había quedado impregnado en aquella capilla de los Dolores y en aquel puente de los Alemanes, así que cuando falleció, decidimos echar sus cenizas bajo el puente para que su espíritu, su alma o sus moléculas hechas ceniza se quedaran por allí pululando y nos envolviera cada vez que atravesáramos el río, motivo por el que siempre lo cruzo por el mismo sitio.
Les cuento todo esto porque voy a hablarles de Tres formas de atravesar un río (Ediciones Menguantes, 2021), de la argentina Agustina Atrio, un libro que, entre la crónica y el diario, explora su relación con otros cuatro ríos: el Paraná, el Manzanares, el Limmat y el Sihl; corrientes fluviales que también han marcado su vida.
Agustina Atrio |
El agua, sin embargo, no es el motor de este viaje. Lo es una serie de búsquedas: el deseo de experimentar la vida en lugares nuevos, el amor, las casualidades. El agua no motivó mi búsqueda, pero en cada lugar que transité me descubrí deseándola y yendo a su encuentro cuando la sentía lejos. [...] En este relato de agua dulce y salada reinvento, recuerdo, reviso, recreo; tejo memorias, imágenes y pensamientos.
Del prólogo de Tres formas de atravesar un río
Tras un breve prólogo, el libro se divide en tres partes. En la primera de ellas, en la página 24, recordé una de las enseñanzas más importantes que aprendí en mi viaje por el Amazonas en el año 2004. Fue en el pueblo de pescadores de Alter do Chão, a 37 kilómetros de Santarém. Yo cruzaba a nado el trecho que separaba la aldea de las paridisíacas playas de la Isla del amor, bañadas por las tibias aguas del río Tapajós y el Lago verde, y la dueña de la posada donde me alojaba observó que no echaba a nadar hasta que el agua me cubría el pecho. Se trataba de acortar el tramo, que otros hacían en pequeñas barcas o canoas, para no cansarme mucho. Al volver, a última hora de la tarde, realicé la misma operación. Caminé los primeros veinte o treinta metros hasta no hacer pie, y volví a caminar al final para salir del agua. La mujer estaba sentada en la terraza de la posada, contemplando las orillas y la selvática isla, y nada más verme llegar me reprendió. Si cruzaba así, podía ser que pisara una raya que estuviese semi-enterrada en la arena, el animal se sentiría atacado, me clavaría su aguijón venenoso y ella perdería a su huésped.
Viviendo en contacto con el río aprendí ciertos modelos de conducta: arrastrar los pies al entrar en el agua para no pisar una raya que pueda enojarse y clavar su aguijón; no adentrarse en los camalotes por si escondieran víboras; no tirarse al agua en la costa desde la embarcación sin antes tantear la profundidad con un remo o palo para evitar accidentes desagradables, quedarse en tierra si hay tormenta. Estos comportamientos fluviales, entre otras recomendaciones, son transmitidos de generación en generación.
Agustina Atrio también me recordó los cuentos de la selva de Horacio Quiroga. Yo había leído y disfrutado algunos de ellos en una edición juvenil e ilustrada de la editorial Vicens Vives (Anaconda y otros cuentos de la selva), y también había leído A la deriva el año pasado en el tomo Viajeros de la editorial Alba.
Cuentos de la selva de Horacio Quiroga Fotografía: Pedro Delgado |
Han pasado casi veinte años desde ese viaje y mis recuerdos son selectivos y confusos. Sin embargo, hay imágenes que vuelven a mí nítidamente, como las de la visita a la casa-museo del escritor uruguayo Horacio Quiroga.
De camino hacia Foz de Iguazú, en la cima de una colina, encontramos una casa de madera, en mitad de un amplio terreno. Cuando llegamos allí, yo era ya una apasionada lectora y había devorado varios de los cuentos del escritor: me provocaban fascinación y espanto en partes iguales. Caminando aquella tarde por su jardín, quedé atrapada en una especie de trance mientras observaba toda esa vegetación. En mi mente se sucedían escenas de algunos de sus relatos, y en particular del cuento A la deriva, aquel que narra el trayecto de un hombre que ha sufrido la mordedura de una serpiente y su intento de trasladarse en bote por el río arrastrando un pie cada vez más hinchado y deformado. El Paraná se presenta como un cajón fúnebre que, con sus barrancas-murallas, aprisiona un río oscuro y silencioso. Lo lúgubre no solo forma parte de la obra del escritor; también recorre su vida. Mientras caminamos por un pasillo oscuro y frío formado por tallos de bambú, el guía nos dio detalles acerca de cómo la muerte persiguió al cuentista rioplatense desde joven –varias personas que lo rodearon se quitaron la vida, y él mismo decidió acabar con la suya bebiendo cianuro–.
Llegamos a un punto de la colina que se transformó en balcón: una amplia vista se abría sobre una extensión vegetal infinita. El sol brillaba, infinidad de plantas verdes y rosadas me rodeaban y, ante nosotros, el todo, la naturaleza, respiraba impasible. Me hubiera quedado allí por horas imaginando mis propias historias, pero la casa era un museo con sus horarios de visita, y yo tenía once años. No me quedó más remedio que seguir a mis padres.
Acompaña al texto un listado de canciones para el viaje, entre las que no encuentro la canción que le cantaba su abuela por teléfono cuando la llamaba. Esa mujer que era maestra y bibliotecaria y vivía en Santa Fe, a 146 kilómetros río al norte de la ciudad de Rosario, donde vivía la autora, fue la que le inculcó el amor por los libros.
Cuando me llamaba por teléfono, siempre me cantaba una canción, no importaba que yo tuviera cinco o quince años. Esa canción era mía, y se oía del otro lado del teléfono en cuanto mi abuela reconocía mi voz. Esta canción, colombiana, contaba la historia de una iguana que se peinaba la melena en el río Magdalena.
La canción, como no podía ser de otra manera, resultó ser una canción infantil y pegadiza que no deben escuchar sino quieren que se les quede en la cabeza.
Al madrileño Manzanares, al otro lado del océano, llegará Agustina Atrio en un vuelo intercontinental.
Antes, el cuerpo sentía la distancia y la habitaba. Hoy, un viaje de doce horas en avión nos resulta interminable.
El antropólogo inglés Tim Ingold distingue al deambulador del pasajero: mientras que el primero pasea y recorre un territorio, el segundo es transportado de un lugar a otro. Este último disuelve el lazo que une su recorrido con la percepción del entorno; es decir, lo que percibe al ser movido no guarda relación con su propio movimiento. Un navegante de vela o de Kayak y un pescador son deambuladores; su movimiento es guiado, no solo por su conocimiento del entorno, sino también por su percepción del clima, los vientos y la corriente. Los demás nos dejamos transportar mientras miramos por la ventanilla, sin interesarnos en ser uno con lo que nos rodea.
El nombre de Madrid procede de la voz árabe Mayrit, que significa «abundancia de ríos de agua». Gran sorpresa, nos dice Agustina Atrio, para quien llega a la capital y se encuentra con el bajo caudal del Manzanares. Más tarde descubrirá que los arroyos corren soterrados debajo del asfalto de la ciudad.
Más adelante recorro y camino a lo largo de las orillas del Manzanares, conozco su historia y lo que se ha dicho de este. Exploro esa línea divisoria que separa el centro de Madrid de la parte sur, la más pobre de la ciudad. Encuentro a los seres de la media tarde paseando por los parques del costado del río, pero también a los usuarios de fin de semana, los migrantes de América Latina, quienes conservan la costumbre de utilizar los parques públicos como lugar de encuentro y celebración.
Tras dejar en Madrid una parte de sí y llevarse una parte de la ciudad consigo, la escritora argentina se traslada a Zúrich, a la que llegan dos ríos: el Limmat y el Sihl, el segundo de los cuales desemboca en el primero en el mismo centro de la ciudad. De ambos nos hablará Agustina Atrio, y de esa urbe en la que reside actualmente. ¿Y cómo no hablar de las montañas cuando se está en Suiza?
Todo el mundo aquí parece amar las montañas, y aquellos que son la excepción tienen que admitir que, al menos, les resulta extraño vivir sin ellas. Es muy probable que una llanura los enloqueciera; el mundo perdería todas aquellas cualidades que le otorgan seguridad; el cuerpo en permanente verticalidad se rebelaría ansioso ante esa planicie que no promete ni una sola curvatura, ni el uso de los verbos «escalar», o «descender».
A mí, sin embargo, vivir cerca de las montañas me sigue sorprendiendo. Las encuentro hermosas, propias de otro mundo, extraordinarias. Y a la vez, imponentes y amenazadoras.
Vista de los Alpes desde Zúrich |
***
Escribo desde mi nuevo hogar suizo sobre la ciudad donde nací y el río que me vio crecer; las imágenes se mezclan en mi cabeza y el recuerdo se convierte en presente. En mi cuerpo siento el verano, la humedad, el olor de la lluvia; se despliega ante mí el ancho Paraná marrón y mi lengua sabe a mate con bizcochos. Pero ahí fuera es invierno, cae la nieve –algo impensable en mi ciudad–, el río es azul y angosto y el bello lago que lo acompaña sirve de espejo a las montañas que asoman por detrás. Como si fuera una foto de doble exposición, dos paisajes distintos se superponen apaciblemente.
Por último, quiero terminar esta reseña con unos versos del poeta argentino Juan L. Ortiz que leí hace tiempo en un artículo* de la también argentina Gabriela Cabezón. Juan L. Ortiz «Juanele» vivió el siglo pasado en Entre Ríos, ahí donde empiezan las islas del Delta del Paraná, y en su poema Fui al río, dice lo siguiente:
De pronto sentí el río en mí, / corría en mí / con sus orillas trémulas de señas, / con sus hondos reflejos apenas estrellados. / Corría el río en mí con sus ramajes. / Era yo un río en el anochecer, / y suspiraban en mí los árboles, / y el sendero y las hierbas se apagaban en mí. / ¡Me atravesaba un río, me atravesaba un río!
Fui al río, Juan L. Ortiz
«Lo mínimo que le debemos a nuestros hijos, y a los hijos de ellos, es un mundo habitable. Y el éxtasis de sentir que nos atraviesa un río vivo».
Me atravesaba un río, Gabriela Cabezón
No hay comentarios:
Publicar un comentario