miércoles, 18 de mayo de 2022

HACH WINIK, EL SOSIEGO EN UN LIBRO DE FOTOGRAFÍA


Hach Winik, de Miquel Dewever-Plana (Editorial Blume)
Con un relato de Paul Bowles
Fotografía: Lucía Rodríguez

El otro día me comentaba uno de mis hijos que hay gente que ve las series y las películas en la televisión con un plus de velocidad. Es decir, que aceleran la imagen con el mando a distancia, como si esas imágenes que desfilan por la pantalla no requirieran de la participación activa del espectador, de su interpretación. Lo miré incrédulo, y le pregunté a qué se debía esa prisa. Y me dijo que mucha gente siempre tiene la sensación de que se está perdiendo algo.

 Con la vida ocurre lo mismo, pensé. Hay personas que viven aceleradamente, siempre con prisas, enfrascadas en un montón de actividades que no les dejan ni un momento de sosiego.

 Conforme cumplo años, entiendo menos esas urgencias, y valoro más dejar un tiempo de reposo en el día; y no me refiero a la hora de la siesta, sino a un tiempo para no hacer nada, para contemplar la lentitud con la que se desarrollan las plantas en el porche –el que haya visto cómo se abren los helechos, o cómo surgen las hojas en una higuera, sabrá a lo que me refiero–, para ver una película –a la velocidad a la que la concibió su director, por supuesto–, o para leer un buen libro. A veces, cuando el día ha sido especialmente vertiginoso, o cuando siento mucho ruido tanto por fuera como por dentro a causa de guerras y desgracias, me refugio en algún libro de fotografía.

 Hoy voy a hablarles de uno de esos libros. Se trata de Hach Winik, del fotoperiodista francés de origen catalán Miquel Dewerer-Plana, primorosamente publicado por la editorial Blume en 2019.

 Los hach winik u «hombres verdaderos», como se autodenominan los indígenas mayas-lacandones, viven en la selva de Chiapas, en el sudeste de México, una región separada de Guatemala por el río Usumacinta. Durante diez años, el autor penetró en la reserva natural de Naha' para pasar largas temporadas con ellos, trabando una amistad que le ha permitido recoger en imágenes una forma de vida y una cultura que a causa de la globalización, entre otras cosas, ya empezaba a desaparecer. Son imágenes de un tiempo fugaz que se escapa y se consume delante de nuestros ojos sin que podamos hacer nada por evitarlo.

Hach winik, fotolibro de Miquel Dewever-Plana (Editorial Blume, 2009)
Fotografía: Lucía Rodríguez

Hach winik, fotolibro de Miquel Dewever-Plana (Editorial Blume, 2009)
Fotografía: Lucía Rodríguez

Hach winik, fotolibro de Miquel Dewever-Plana (Editorial Blume, 2009)
Fotografía: Lucía Rodríguez

 Miquel Dewerer-Plana, que desde niño siempre había soñado con vivir en la selva con los lacandones, constató cómo los dioses de la rica cosmogonía lacandona, venerados en la «casa de los dioses», son reemplazados por Jehová, el Dios de las sectas evangélicas y sus Apocalipsis; cómo en la espesura de la selva proliferan los pastizales, abiertos por campesinos zapatistas sin tierra que invaden la reserva en busca de terrenos donde cultivar o criar el ganado, y cómo el gobierno estatal controla todas las riquezas de la zona: madera, energía hidroeléctrica, etc.

Hach winik, fotolibro de Miquel Dewever-Plana (Editorial Blume)
Fotografía: Lucía Rodríguez

Hach winik, fotolibro de Miquel Dewever-Plana (Editorial Blume)
Fotografía: Lucía Rodríguez

 Sus imágenes sinceras, oníricas y vaporosas de estos indígenas vestidos con túnicas blancas y el pelo largo, y del entorno mágico, pero amenazado, en el que viven, constituyen una crónica visual única, que viene precedida de un interesantísimo texto, escrito a modo de cuaderno de viajes por el propio Miquel.

 A veces, lo que nos cuenta tiene hechuras de relato y otras de ensayo.

El chofer consulta el reloj: son las once en punto de la mañana. Del techo tira un cordel de cuyo extremo pende una Virgen con rostro atormentado pintada en un enorme medallón. El sonido ensordecedor del claxon avisa a los pasajeros rezagados sobre la inminente salida. Tras varios intentos infructuosos, el motor traquetea y se decide por fin a arrancar. Comienza entonces para mí un viaje de cinco horas bajo un sol de justicia. A los pocos minutos de abandonar la pequeña ciudad de Ocosingo, el autobús sobrepasa la majestuosa y desconocida zona arqueológica maya de Toniná. Al poco, la carretera asfaltada deja paso a una pista descuidada. Es la puerta de entrada a una región que durante mucho tiempo acogió todo tipo de sueños: de las empresas de maderas preciosas, de los productores de caucho, de miles de campesinos sin tierra e incluso de algunos indígenas ansiosos de libertad. Como si se tratara de un péndulo, el autobús se balancea tranquilamente de un lado al otro, adaptándose al pésimo estado del camino. Uno tras otro, atraviesa pueblos mayoritariamente tzeltales, donde unos grandes carteles dan la bienvenida a los viajeros, recordando que nos encontramos en territorio zapatista. A pesar del calor asfixiante, intentamos cerrar las escasas ventanas aún en uso, pero a cada frenazo una enorme nube de polvo penetra en el interior y engulle, durante algunos segundos, todo a su paso.
***
Los lacandones fueron el último pueblo libre e independiente de Chiapas, hasta que en 1695 los españoles sometieron los últimos núcleos de resistencia, con lo que se inició un largo proceso de agonía. Los que sobrevivieron fueron confinados en un pueblo del Departamento de Retalhuleu, en Guatemala, donde en 1769 un juez tan sólo pudo constatar la existencia de una mujer y dos varones lacandones, de edad avanzada, y sin descendencia. Tras más de siglo y medio de lucha, aquellos indígenas ansiosos de libertad acabaron sus vidas en cautividad.
Los lacandones de hoy son, con toda probabilidad, descendientes de las poblaciones mayas de la península de Yucatán en México y del Petén en Guatemala. Al huir del yugo de la colonia española en el siglo XVIII, buscaron refugio bajo los imponentes árboles protectores de la selva chiapaneca, territorio de sus antepasados desaparecidos. Aquellos fugitivos, organizados en pequeños grupos con el fin de pasar inadvertidos, reinventaron una vida seminómada adaptándose de manera remarcable a las difíciles condiciones de supervivencia de su nuevo hábitat. Adoptaron las grandes ciudades prehispánicas que los antiguos mayas habían abandonado en el siglo X: Palenque, Yaxchilán y Bonampak. Así fue como el dios Hach Ak Yum, creador de los hach winik, se instaló en los templos desertados de aquellos pueblos precolombinos.

 Es en la parte final de su texto cuando Miquel nos habla de Paul Bowles y de El pastor Dowe en Tacaté, el otro relato que contiene el libro, un extra de enorme valor para todos los que adoramos al escritor, compositor y viajero estadounidense.

Paul Bowles (Nueva York, 1910-Tánger, 1999)
©Biblioteca de la Universidad de Delaware, Newark

 Paul Bowles escribió este relato en Nueva York en 1946, después de sus numerosos viajes a México durante los cuatro años y medio anteriores. El cuento, ambientado en la zona, es tan inquietante y tiene tal fuerza que te obliga a leerlo del tirón. En mi caso ha sido una relectura, no por ello menos fascinante, pues ya lo había leído hace veinte años en el volumen que sacó la editorial Alfaguara bajo el título Un episodio distante (otro de los cuentos sublimes del libro junto a Delicada presa), donde se recogían relatos escritos entre 1939 y 1948, traducidos al castellano por Guillermo Lorenzo. La mayoría de esos relatos estaban ambientados en el territorio africano de Marruecos o Argelia, a donde había regresado en 1947 para establecerse en Tánger, y otros discurrían en Colombia, México, Centroamérica o el Caribe. 

 Como nos apunta Miquel en un pie de página, «quizá Bowles se inspirara en el pastor estadounidense Philipp Baer, el primer misionero que en 1944 entró en contacto con los habitantes Naha'. A instancias del Instituto Lingüístico de verano, tradujo la Biblia a la lengua lacandona e intentó convertir a los habitantes de la región. Hacia 1955 se instaló en Lacanha', donde la población «aceptó» los preceptos de su Biblia».

 En El pastor Dowe en Tacaté, asistimos a la propia fragilidad del protagonista, un misionero evangelista, en un territorio que le es ajeno y que nunca podrá comprender ni entender.

 Cómo ha penetrado la palabrería estridente de los pastores evangélicos en la región, los seres míticos y las divinidades que pueblan la cosmovisión lacandona, la «casa de los dioses», los incensarios, el lago y la gruta de Metzabok, donde residen las almas de los antepasados..., todos esos detalles que nos explica Miquel en su crónica aparecen luego en el relato de Paul Bowles, aportándonos un conocimiento extra de ese mundo plagado de incertidumbres por el que se mueve, con incomodidad e impaciencia, uno de esos pastores norteamericanos que se instalaron en la región en los años cincuenta.

Hach winik, fotolibro de Miquel Dewever-Plana (Editorial Blume)
Fotografía: Lucía Rodríguez

Hach winik, fotolibro de Miquel Dewever-Plana (Editorial Blume)
Fotografía: Lucía Rodríguez

 También nos cuenta Miquel un detalle fundamental para entender algo que sucede en la parte final del relato de Bowles, y es la costumbre que llevaba a los jóvenes a tomar como compañera a una cría de pocos años, a la que debían educar como a su propia hija hasta que creciera y se convirtiera en su mujer. «Los lacandones son poco numerosos y el miedo a no encontrar esposa al alcanzar la pubertad llevaba a los adolescentes a practicar esta costumbre, hoy en día erradicada, para evitar así los conflictos en la edad adulta».

Hach winik, fotolibro de Miquel Dewever-Plana (Editorial Blume)
Fotografía: Lucía Rodríguez

 El relato de Bowles se inicia así:

El pastor Dowe pronunció su primer sermón en Tacaté una luminosa mañana de domingo, poco después del comienzo de la estación de lluvias. Asistió casi un centenar de indios y algunos de ellos habían recorrido todo el trayecto desde Balaché, en el valle. Permanecieron sentados en silencio en el suelo mientras él les hablaba durante más o menos una hora, en su propio idioma. Ni siquiera los niños alborotaron; reinaría el silencio más completo siempre que él siguiera hablando. Pero él veía que su atención nacía del respeto más que del interés. Como era una persona concienzuda, el descubrir esto le inquietó.
 Cuando terminó el sermón, cuyo título era «Significado de Jesús», los feligreses se levantaron despacio y empezaron a alejarse pensando ostensiblemente en otras cosas. El pastor Dowe estaba desconcertado. El doctor Ramos, de la Universidad, le había asegurado que su dominio del dialecto era suficiente para permitir a sus futuros feligreses seguir sus sermones, y no había encontrado dificultad alguna al conversar con los indios que le habían acompañado a subir desde San Gerónimo. Se quedó de pie, entristecido, bajo el pequeño templete de paja situado en la explanada ante su casa, viendo cómo se iban dispersando hombres y mujeres en varias direcciones. Tenía la sensación de no haberles comunicado absolutamente nada.

 He de confesarles que llegué a Hach Winik por Paul Bowles, al que rindo culto y del que atesoro todos sus libros. Así que ahora puedo decir que Paul me descubrió a Miquel, todo un acierto.

 A través de sus textos, con 60 años de distancia en el tiempo, ambos «nos hacen partícipes de sus experiencias y pensamientos sobre ese pequeño y único pueblo que intenta preservar la esencia de su ser... y por ende nos obligan a reflexionar sobre nosotros mismos».

 Lo dicho, cuando se sientan aturdidos por la vorágine de los días, o quieran refugio para una mente cansada, abran un buen fotolibro y sumérjanse en él, como los japoneses se meten entre los cerezos en flor al llegar la primavera buscando un poco de sosiego espiritual en esa belleza.

Hach winik, fotolibro de Miquel Dewever-Plana (Editorial Blume, 2009)
Fotografía: Lucía Rodríguez




Miquel Dewerer-Plana (1961) es autor también de La verdad bajo la tierra, Mayas, La otra guerra, Alma, Entre dos aguas y Vale un potosí, editados todos por Blume. Por el primero de ellos le otorgaron en 2008 el premio Periodismo y derechos humanos.


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