martes, 21 de julio de 2020

EL ARTE DE PERDERSE


Senderismo por los alrededores de Sapa, Vietnam
Fotografía: Pedro Delgado

Le pedí a mi madre que me contase la anécdota de cuando mi hermano Marcial se perdió de pequeño en calle Nueva, en el centro de Málaga, y descubrí que fui yo el que se perdió en dicha calle. Mi hermano lo había hecho un tiempo antes en una adyacente, la calle Cinco Bolas. Mi hermana Inmaculada también se perdió en otra ocasión, pero más lejos del centro de Málaga, en Torremolinos. El único que no se perdió nunca fue mi hermano Paco, que al ser el pequeño siempre estaba más vigilado. Afortunadamente, nos teníamos aprendido el discurso y nunca nos movíamos del lugar donde nos habíamos perdido, con lo que mis padres no tardaban en encontrarnos. "Si os perdéis, os quedáis quietos en el sitio hasta que tu padre o yo aparezcamos", nos decía cada vez que íbamos a la Feria, al Tívoli o a cualquier bulla de gente donde pudiéramos perdernos.
 Cuando terminó de contar la historia, le pregunté cual de los cuatro hermanos se había perdido más ya de mayores. Pensaba que diría algo así como 'tú, que cada dos por tres coges la puerta y te vas por ahí de viaje', pero no, para ella nos habíamos perdido todos por igual, pues vivía el no tenernos en casa con ella como una pérdida. Para ella todos nos habíamos extraviado. "Menos mal que todas las semanas vienen a vernos…"


 Todo esto viene a cuento del libro de Rebecca Solnit (San Francisco, 1961) que me acabo de leer: nueve ensayos autobiográficos reunidos y editados por Capitán Swing bajo el título Una guía sobre el arte de perderse.


 Rebecca dice que los equipos de búsqueda y rescate han desarrollado un arte del encontrar y una ciencia de cómo se pierde la gente. Según ella, la explicación está en "que muchas de las personas que se pierden no van prestando atención en el momento en que se pierden, no saben qué hacer cuando se dan cuenta de que no saben volver o no reconocen que no saben volver".
Hay todo un arte consistente en prestar atención al tiempo atmosférico, a la ruta que sigues, a los hitos del camino, a cómo si te giras para mirar atrás puedes ver las diferencias entre el camino de vuelta y el de ida, a la información que te proporcionan el sol, la luna y las estrellas para orientarte, a la dirección en la que fluye el agua, a las mil cosas que convierten la naturaleza salvaje en un texto que pueden leer quienes conocen su lenguaje. Muchas de las personas que se pierden son analfabetas en ese lenguaje, que es el de la propia Tierra, o bien no se paran a leerlo. También existe otro arte, el de encontrarse a gusto estando rodeado de lo desconocido, sin que esto provoque pánico o sufrimiento, el arte de encontrarse a gusto estando perdido.
 Durante mis estudios en el INEF de Granada recibí formación sobre las técnicas de orientación, y gracias a ello, junto a mi instinto y mi intuición, logré no perderme nunca en mis excursiones o viajes. Aún así, siempre encontré placer en abrir camino por lo desconocido.

De Valbona a Thethi. A través de las montañas de Albania
Fotografía: Pedro Delgado

 Realmente, nos dice Solnit, el concepto de perdido tiene dos significados diferentes. «Perder cosas tiene que ver con la desaparición de lo conocido, perderse tiene que ver con la aparición de lo desconocido»; en esta segunda acepción, el mundo se vuelve mayor que tu conocimiento del mismo.
La palabra lost, «perdido», viene de la voz los del nórdico antiguo, que significa la disolución de un ejército. Este origen evoca la imagen de un grupo de soldados rompiendo filas para volver a casa, una tregua con el ancho mundo. Algo que me preocupa hoy en día es que muchas personas nunca disuelven sus ejércitos, nunca van más allá de aquello que conocen. La publicidad, las noticias alarmistas, la tecnología, el ajetreado ritmo de vida y el diseño del espacio público y privado se confabulan para que así sea. En un artículo reciente sobre el regreso de los animales salvajes a los barrios residenciales de las afueras de las ciudades se hablaba de jardines nevados que están llenos de huellas de animales y en los que no hay presencia alguna de huellas de niños. Para los animales, estos barrios son un paisaje abandonado, así que deambulan por ellos con total tranquilidad. Los niños rara vez deambulan, ni siquiera en los lugares más seguros. A causa del miedo de sus padres a las cosas espantosas que podrían ocurrir (y que es verdad que ocurren, pero muy de vez en cuando), quedan privados de las cosas maravillosas que ocurren siempre. En mi caso, ese deambular durante la infancia fue lo que me hizo desarrollar la independencia, el sentido de la orientación y la aventura, la imaginación, las ganas de explorar, la capacidad de perderme un poco y después encontrar el camino de vuelta. Me pregunto cuáles serán las consecuencias de tener a esta generación bajo arresto domiciliario.
En mi caso, ese deambular durante la infancia fue lo que me hizo desarrollar el deseo por lo desconocido, por viajar, por perderme de todo y de todos. Y espero habérselo transmitido a mis hijos.

 Durante la lectura de Una guía sobre el arte de perderse, han ocurrido dos casualidades que no dejan de sorprenderme. La mayor, recibir un correo de mi primo Sergio con un podcast del programa de radio de La Cultureta en el que hablaban de Cabeza de Vaca y sus aventuras. Sus palabras, cosa de meigas, me llegaron justo después de haber leído el cuarto ensayo del libro, en el que Rebecca Solnit cuenta la apasionante historia de Álvar Núñez Cabeza de Vaca.
Nadie se encontrará perdido nunca más de la forma en que estaban perdidos aquellos primeros conquistadores, deambulando por un continente del que nada sabían, cuyo clima y cuya topografía desconocían, cuyos habitantes no hablaban la misma lengua que ellos, adentrándose en un territorio en el que carecían de las palabras para nombrar esos lugares, plantas y animales que tan diferentes eran de los del continente del que ellos procedían.
 La otra coincidencia fue leer el ensayo Guirnaldas de margaritas, días después de decirle a mi padre que convendría ponerle voz por escrito a todas esas fotografías familiares antiguas que él y mi madre guardan en las viejas cajas metálicas del Cola-Cao.
En mi familia las cosas tienen tendencia a desaparecer. Una vez, siendo yo mucho más joven, la hermana pequeña de mi padre me enseñó una caja llena de fotografías familiares, y la pared en blanco que había estado levantada hasta entonces detrás de mi propio nacimiento se derrumbó bajo un torrente de imágenes de extraños rostros anónimos y poses formales, reforzadas con cartón y en toda la gama que iba del sepia al color gris de la gelatina de plata. Sentadas con la caja de cartón en el cuarto de estar de mi tía, sumido en una penumbra casi permanente por la sombra de las secuoyas, estuvimos largo rato pasando imágenes mientras ella iba recitando nombres, algunos que yo ya conocía y otros que no. La fotografía que más me impresionó fue una de mi abuela y sus dos hermanos pequeños, posando en la isla de Ellis o por la época en que atravesaron aquella gran puerta de entrada de inmigrantes en el puerto de Nueva York. Aparecían en fila, con los cuerpos solapados y por orden de altura, siguiendo las convenciones de la fotografía de retrato de la época. Les habían rapado el pelo, quizás por los piojos o la tiña, y tenían esa mirada ojerosa y atormentada de muchos de los inmigrantes de entonces: tres niños con trajes blancos de marinero a juego que habían cruzado toda Europa y el Atlántico y que iban a atravesar otro continente solos.
 Cuando mucho tiempo después le pregunté por las fotografías, mi tía dijo que aquella caja no existía y que debía de habérmelo imaginado todo. Unos años más tarde volví a preguntarle y reconoció que la caja había existido, pero dijo que había desaparecido. Las fotografías, que se supone que tienen que servir de pilares de un pasado objetivo, son tan inestables como todo lo demás en la historia de mi familia paterna. Con mi padre y mi tía fallecidos, y con sus padres fallecidos mucho antes que ellos, ya no hay nadie que repita o contradiga las escasas historias que contaban muy de vez en cuando.
  Rebecca Solnit dice al respecto que "hay momentos de armonía que llegan al nivel de la serendipia y la coincidencia y que van incluso más allá, y hay periodos en los que parece que abundan esa clase de episodios. […] Esos momentos parecen indicar que nos hemos rendido ante la historia que se está narrando y estamos siguiendo el argumento en lugar de intentar contarlo nosotros mismos, interrumpiendo y replicando con nuestra débil vocecita al destino, a la naturaleza, a los dioses".

Pedro Delgado en la cima del Korab, la montaña más alta de Albania (Agosto, 2017)

 En La puerta abierta, sin ella saberlo, me catapultó directamente a las montañas de Albania, al verano de 2017, cuando ascendí al Korab o Korabit y en la aldea de Dibër una familia me acogió en su casa. Un miembro del clan sufrió la pérdida de un hijo en aquella montaña, alcanzado por un rayo. Hacía unos años del desgraciado suceso, pero uno podía ver la pena infinita en los ojos de aquel hombre corpulento. Quizás por ser padre, interioricé aquella pena y la hice mía. Y creo que ya nunca se me va a ir.
Yo habría seguido andando por aquellos montes eternamente, pero los truenos procedentes de la masa de nubes que se había formado y la aparición de un enorme rayo llevaron a Sallie a decidir que diéramos la vuelta. Cuando íbamos bajando, le pregunté por los rescates que más la habían marcado. Uno fue el de un hombre al que había matado un rayo, una forma nada extraña de morir en esos montes y la razón por la que estábamos bajando de aquella espléndida cresta.
 Y cuando en Una casa, una historia habla de la tortuga del desierto, me acordé de mi encuentro con una de ellas en uno de mis primeros viajes a Marruecos. Rocco iba conduciendo su furgoneta por las sinuosas carreteras del Atlas, y al ver aquel ejemplar en medio del asfalto, andando tan despacio, se detuvo para que la apartara. Me bajé, caminé hacia ella y la agarré con las dos manos tratando de no asustarla, pero en cuanto la alcé del suelo me soltó una tremenda meada. A pesar de ello, la dejé delicadamente a unos metros de la carretera, y al regresar al vehículo me encontré con las risas de Rocco que no dejaba de señalar mis pantalones. También se me vino a la cabeza mis visitas a distintos desiertos.
Una vez amé a un hombre que era muy parecido al desierto, y antes de eso amé el desierto. No era por cosas concretas, sino por el espacio entre ellas, por esa abundancia de ausencia: esa es la atracción que ejerce el desierto. […] Lo que yo amaba del desierto era la inmensidad, así como una sobriedad que también era un placer para los sentidos. ¿Y el hombre?
 Fui a visitarle a su casa, en pleno desierto de Mojave, un atardecer de finales de primavera.
 El libro es un compendio de saberes eruditos y de historias curiosas que la autora va hilando finamente hasta tejer los cuadrados de patchwork que conforman cada uno de sus capítulos. Así, al final, la manta o la alfombra resultante, hecha de múltiples retales, abarca desde Daniel Boone a Bob Dylan, desde la música country a la pintura del renacimiento, pasando, entre otros, por elementos tan dispares como el movimiento punk rockers, la película Vértigo, el Salto al vacío de Yves Klein, las tribus indias, Virginia Woolf, Borges, los monjes budistas o los fotógrafos Peter Hujar y David Wojnarowicz.
Hay todo un género de canciones que surgió con el blues y que consiste en buena parte en una sucesión de nombres de lugares, un recitativo sobre geografía; la famosa Route 66 es la más popular, pero no la única. […] Una perspicaz aproximación desde los márgenes a la esencia de este género es Wanted Man, compuesta por Bob Dylan en 1969 y cuya versión más famosa fue interpretada por Johnny Cash. Es una lista cargada de fanfarronería de todos los lugares en los que se busca a un delincuente, enumeración que incluye Albuquerque, Tallahassee, Baton Rouge y Buffalo, un solapamiento de ser deseado por las mujeres con ser perseguido por la justicia que contiene perturbadoras insinuaciones sobre los motivos para cometer un crimen.
  
Wanted Man, Bob Dylan y Johnny Cash 
 Que la vida es un viaje es algo que se da por sentado en estas canciones, que al fin y al cabo surgieron en el contexto del traslado del campo a la ciudad de los blancos de zonas rurales y de la emigración al norte de los negros del sur. El amor por el lugar es tan intenso, sin embargo, que este viaje no se formula como el relato de un descubrimiento de lo desconocido lleno de revelaciones, sino como una historia más conservadora sobre la pérdida del territorio conocido en el que nos hemos formado, un territorio que en la canción solo existe en forma de recuerdo, como un mapa trazado en la profundidad de las entrañas que podrá leerse en las paredes del corazón en nuestra autopsia. Nadie supera nada; el tiempo no cura ninguna herida; si hoy él ha dejado de quererla, como dice uno de los temas más famosos de George Jones, es porque está muerto. El paisaje en el que se supone que está cimentada la identidad no es un terreno sólido: está hecho de recuerdos y de deseos, no de tierra y piedra, igual que las canciones.
 He Stopped Living Her Today, George Jones
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Sería bonito imaginar que hubo un tiempo en que los wintus estaban tan perfectamente ubicados en un mundo con fronteras conocidas que no conocían la experiencia de perderse, pero sus vecinos del norte, el pueblo Pit River o achumawi, sugieren que probablemente no fuera así. Un día había quedado en reunirme con unos amigos en un espectáculo que se celebraba en un parque de la ciudad, pero al no encontrarlos entre el público me fui a una librería de segunda mano. Allí encontré un viejo libro en el que Jaime de Angulo, el indómito narrador y antropólogo español que hace ochenta años pasó un periodo considerable de tiempo con este pueblo, escribió: «Quiero referirme ahora a un fenómeno curioso que se da entre los indios Pit River. Los indios se refieren a ello con un término que podría traducirse como "vagar". Dicen de una persona que "Está vagando" o que "Ha empezado a vagar". Pareciera que, en ciertos momentos de malestar psicológico, a un individuo se le hace insoportable la vida en su entorno habitual. Ese individuo empieza a vagar. Se dedica a deambular por el campo sin rumbo fijo. Va haciendo paradas en distintos sitios, en los poblados de amigos o familiares, siempre de paso, sin detenerse más de unos pocos días en ningún lugar. No da ninguna muestra externa de dolor, pena o preocupación. […] La persona errante, hombre o mujer, evita los pueblos y poblados, permanece en lugares agrestes y solitarios, en las cumbres de las montañas, en el fondo de los desfiladeros». Esta persona errante no es muy distinta de Woolf, quien también conoció la desesperación y el deseo de lo que los budistas llaman el no ser, deseo que acabó llevándola a meterse en un río con los bolsillos llenos de piedras. No es una cuestión de haberte desorientado y estar perdido, sino de intentar perderte.
 De Angulo continúa diciendo que ese vagar puede conducir a la muerte, a la pérdida de la esperanza, a la locura, a distintas formas de desesperación, o que puede dar lugar a encuentros con otras fuerzas en los lugares remotos a los que llega la persona errante. Concluye diciendo: «Cuando te has vuelto totalmente salvaje, es posible que algunos seres salvajes se acerquen a echarte un vistazo y quizá alguno te coja simpatía, no porque estés sufriendo y tengas frío, sino tan solo porque le gusta tu aspecto. En ese momento se acaba el vagar y el indio se convierte en un chamán». Te pierdes porque sientes el deseo de estar perdido, pero en ese estado que denominamos perdido se encuentran cosas extrañas. «Todos los hombres blancos son personas errantes, dicen los ancianos», comenta el editor de De Angulo.
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Boy on Raft, fotografía de Peter Hujar, 1978. The Peter Hujar Archive
LLC Courtesy Pace/MacGill Gallery and Fraenkel Gallery
 
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Desde hace muchos años me ha conmovido el azul del extremo de lo visible, ese color de los horizontes, de las cordilleras remotas, de cualquier cosa situada en la lejanía. El color de esa distancia es el color de una emoción, el color de la soledad y del deseo, el color del allí visto desde el aquí, el color de donde no estás. Y el color de donde nunca estarás. Y es que el azul no está en ese punto del horizonte del que te separan los kilómetros que sean, sino en la atmósfera de la distancia que hay entre tú y las montañas. «Anhelo –dice el poeta Robert Hass–, porque el deseo está lleno de distancias infinitas». […] Y es que, como sucede con el azul de la distancia, la consecución y la llegada solo trasladan ese anhelo, no lo satisfacen, igual que cuando llegas a las montañas a las que te dirigías estas han dejado de ser azules y el azul ha pasado a teñir las que se encuentran detrás. Aquí se encuadra el misterio de por qué las tragedias son más hermosas que las comedias y por qué algunas canciones e historias tristes nos producen un inmenso placer. Siempre hay algo que está lejos.
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En el siglo XV, los artistas europeos empezaron a pintar el azul de la distancia. Los pintores anteriores no habían prestado mucha atención a lo remoto en sus obras. […] Los pintores empezaron a interesarse más por la verosimilitud, por representar el mundo tal como lo veía el ojo humano, y en aquellos tiempos en que el arte de la perspectiva estaba empezando a desarrollarse adoptaron el azul de la distancia como una forma de dar profundidad y volumen a sus obras. La franja azul que aparece en la zona del horizonte a menudo resulta exagerada: empieza demasiado cerca del primer plano, genera un cambio demasiado brusco de color, es demasiado azul, como si se regocijaran en aquel fenómeno excediéndose en su uso. Debajo del cielo y encima del supuesto tema principal del cuadro, en la zona que quedaba delante del horizonte, pintaban un pequeño mundo de color azul: unas ovejas azules, un pastor azul, unas casas azules, unas colinas azules, un camino azul y una carretera azul.
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Arthur Rimbaud in New York, fotografía de David Wojnarowicz, 1978-1979
Cortesía de PPOW Gallery, New York y Estate of David Wojnarowicz
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«El vacío es el sendero por el que se mueve la persona centrada», dijo un sabio tibetano hace seiscientos años. El libro en el que encontré esta afirmación continuaba con una explicación de la palabra para decir «sendero» en tibetano: shul, «una marca que permanece después de que pasa lo que la hizo; una huella, por ejemplo. En otros contextos, shul se emplea para describir la cavidad rugosa que queda donde solía haber una casa, el canal erosionado en la roca por la que ha pasado la crecida de un río, la mella en la hierba donde durmió un animal la noche pasada. Todas esas cosas son shul: la impresión de algo que estuvo ahí. Un sendero es un shul porque es una impresión en el suelo dejada por el paso regular de pies, que se ha mantenido libre de obstrucciones y conservado para que lo usen otros. Como un shul, el vacío puede compararse a la impresión de algo que estuvo ahí. En este caso, semejante impresión está formada por las mellas, cavidades, marcas y rugosidades dejadas por la turbulencia del ansia egoísta».
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Uno de los cuentos budistas más conocidos es sobre dos monjes que han hecho el juramento de no tener contacto físico de ningún tipo con mujeres. Un día llegan a la orilla de un turbulento río y se encuentran con una mujer que les ruega que la ayuden a cruzarlo (las antiguas fábulas siempre andan escasas de mujeres atléticas), así que uno de ellos la levanta y cruza el río con ella en brazos. Cuando los dos monjes llevan un rato caminando por la otra orilla, el segundo monje le reprocha al primero que haya incumplido sus votos y este le contesta: «¿Por qué tú sigues llevándola en brazos? Yo la he dejado en el suelo al llegar a la orilla».
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Salto al vacío. Yves Klein, 1960
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Siempre se habla del montañismo como si la llegada a la cumbre fuera una conquista, pero a medida que asciendes el mundo aumenta de tamaño y te sientes más pequeño en relación con él, abrumado y liberado por la magnitud del espacio que te rodea, la magnitud del territorio que recorrer, la magnitud de lo desconocido. Te has pasado todo el día subiendo con gran esfuerzo con la mirada puesta en la ladera, ascendiendo por senderos y por caminos en zigzag, atravesando y rebasando pinares, y la vista de detrás se ha ido ampliando poco a poco hacia el norte, el sur, el este. A veces los pájaros, los árboles o las piedras del camino te hacen prestar atención a lo más inmediato, a veces vas mirando directamente a la pendiente que te espera, pero a veces un giro o una parada te permiten volver a ver la inmensidad que se extiende en esas tres direcciones, un manto infinito de aire que te cubre la espalda mientras prosigues tu camino. Al final, a unos cuatro mil metros sobre el nivel del mar, alcanzas no la cumbre, que no es un cambio tan drástico, sino la cresta. El Whitney no es más que el punto más alto de una larga cresta. Al llegar a ella, el mundo que se extiende al oeste aparece de repente ante ti, un terreno inmenso aún más salvaje y remoto que el del este, una sorpresa, un regalo, una revelación. El mundo duplica su tamaño.
 A la noche, después de pergeñar la reseña y dejarla en reposo, le pregunté a mi mujer si alguno de nuestros dos hijos se había perdido alguna vez. Me recordó que Enzo se perdió de pequeño una vez al terminar la cabalgata de Reyes, y que se fue directamente para la casa y nos lo encontramos en el portal esperando. "¿Y no te acuerdas cuando se te perdió en el tren camino del Círculo Polar Ártico?". "Es verdad, tengo que añadir esa historia". Así que, al despertar, la añadí para todos ustedes.
El tren empezó a reducir la velocidad y la gente comenzó a levantarse y a coger sus cosas. Papá consultó su reloj y dijo que llegábamos con 32 minutos de retraso. Como iba lleno, me dijo que esperásemos a que saliese la gente para poder bajar más cómodamente la maleta del portaequipajes, pero que recogiese rápido mis cosas de la mesa. La verdad es que yo pensaba que el tren había llegado a su destino final, y que se detendría allí hasta la hora en la que tuviese que iniciar su viaje de regreso a Alemania, así que empecé a recoger con mucha parsimonia. Papá me apremió para que me diese prisa, no fuésemos a quedarnos allí. Me apresuré cuanto pude, recorrí el pasillo y bajé al andén. Papá me seguía un paso por detrás y aún no había acabado de bajar cuando la puerta se cerró de golpe delante de sus narices. Me giré y miré hacia papá, que acababa de soltar una exclamación, pues la puerta estuvo a punto de pillarle. Con desconcierto, buscó el botón verde para abrir la puerta y lo presionó varias veces, pero éste estaba apagado y no respondía. "¡Papá! ¡Papá!, grité nervioso, con los ojos agrandados por la sorpresa. La gente que había a mi alrededor se dio cuenta de lo que pasaba y sus ojos, tensos y esperanzadores, también se clavaron en papá, que aún tenía la patética esperanza de que aquella puerta se abriera. Un hombre con una maleta apareció tras él, pero tampoco pudo abrirla. Le indiqué por señas que fuese a otro vagón que aún tenía la puerta abierta, pero papá, a quién ya se le había pasado el estupor inicial, lo único que hizo fue repetir varias veces con la mano el gesto de tranquilo, tranquilo, que ya lo arreglo yo. Unos segundos más tarde, lentamente, casi con delicadeza, el tren empezó a ponerse en marcha. Caminé unos pasos siguiendo el movimiento del tren, mirando suplicante a papá. Incluso estiré los brazos instintivamente, como si pudiese agarrar al tren y detenerlo. Mi padre volvió a hacer los gestos de tranquilo, tranquilo. Y allí me quedé, con la vista fija en el último vagón. Papá me había explicado un día que un agujero negro era una especie de desagüe, como el del lavabo o la bañera, pero cósmico, que en vez de tragar agua y pelos, se tragaba planetas, estrellas y hasta galaxias enteras. Pues bien, en aquel instante, me parecía que un agujero negro había succionado a aquel tren y con él a mi padre, y que por un buen rato íbamos a estar como en dos dimensiones distintas: la del andén, del que no me pensaba mover, y la del vete tú a saber dónde estaría mi padre.
 Lo importante era no perder la serenidad. Papá regresaría. Eso era indudable, así que no debía dejar que el pánico y la desesperación se apoderaran de mí. Aún no se había disuelto el corrillo que se había formado en torno a mí, cuando una voz a mis espaldas pronunció el nombre de mi padre. Me volví. El hombre seguía repitiendo el nombre al aire, sin percatarse del pequeño barullo que había a mi alrededor. Lo miré con la misma sorpresa que debió sentir Robinson Crusoe al encontrar a Viernes en su isla. "Es mi padre", le dije. El hombre me miró con expresión interrogativa, como preguntándome dónde estaba. Cuando comprendió lo que había pasado, me dijo que no me preocupara. Tenía la certeza de que mi padre aparecería más tarde o temprano, y en ese instante no podía más que disfrutar de aquella sensación de aventura.
 Efectivamente, papá apareció corriendo escaleras abajo 15 o 20 minutos después, y al verme suspiró aliviado. Dejó caer al suelo la maleta y la mochila, se inclinó sobre mí y me besó en la frente. Luego me dio un abrazo y celebró que Ramón hubiese venido a recogernos a la estación. Le preguntó qué había dicho y hecho yo, y si me había asustado mucho, pero Ramón alabó mi valentía. Papá nos contó que había buscado al revisor para explicarle lo sucedido, y que éste le había dicho que se bajase en la siguiente parada, que estaba a pocos minutos de allí, donde podía tomar otro tren en dirección a la Estación Central. "Los trenes salían cada dos minutos, pero menos mal que en cuanto llegué a la estación pude salir en uno para acá. ¡¡Uff!! Continuamente me preguntaba si estarías llorando, incluso si estarías aquí o si te habrías ido con las mujeres que se te acercaron a buscar a la policía". "Pues de llorar nada", dijo Ramón. "Y lo que más claro tenía era que no se movía de aquí hasta que tú vinieses". "Pues cuando me he bajado del tren y he visto que no había nadie en el andén… He pensado que estaría con alguien de la estación, pero luego me he dado cuenta de que estaba en la vía 7, en lugar de en la 1, y he corrido escaleras arriba y abajo para buscarle. Menos mal que estaba contigo".
No subestimes el poder de Santa Claus 
Pedro Delgado Fernández
 Quién sabe, quizás algún día ustedes también lean la historia completa; aunque de momento sigue perdida en el disco duro del ordenador a la espera de que la encuentre alguna editorial.

https://pedrodelgadofernandez.blogspot.com/2014/12/sos-navideno.html

Notas: 

 Esta entrada está dedicada a mi madre, que el pasado viernes, 17 de julio, cumplió 86 años. Te quiero, mamá.

 Todos los textos a color pertenecen a Una guía sobre el arte de perderse, de Rebecca Solnit, editado por Capitán Swing en 2020 en una traducción de Clara Mistral.

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