La guerra en Europa oriental, de John Reed (Editorial Txalaparta) Fotografía: Lucía Rodríguez |
El 22 de mayo de este año mi madre ingresó en el hospital Carlos de Haya por una pancreatitis, y lo que parecía iba a ser una breve estancia se alargó hasta un mes, pasando por la UCI y la UCRI.
Durante esos días, en las horas largas y llenas de incertidumbre en las que mi madre se entregaba al sueño, y los ruidos de la calle y las sirenas de las ambulancias llegaban amortiguados, yo abría un libro para despejarme: La guerra en Europa oriental, de John Reed (Editorial Txalaparta, 2006), del que ya había leído México insurgente.
Al final de la semblanza biográfica del estadounidense, que precede al texto, unos versos del propio Reed me estremecieron:
«Así viene la muerte, yo lo sé: suave como la nieve y con gentil frialdad».
El mismo día en que mi madre entró al hospital se murió uno de sus dos canarios, una hembra que tenía algún tipo de parálisis en las patas, así que todos le callamos la noticia, no fuera a interpretarlo como una mala señal. Aquellos versos también me parecieron un signo de mal agüero, un mal sino que afortunadamente no tuvo lugar.
Aunque en los hospitales no es necesario mirar la hora, porque el tiempo esta regulado por la luz del sol y de la luna que entra por el ventanal y por las comidas y las entradas puntuales del personal sanitario, a mi madre le gustaba tener su reloj de números romanos bien grandes colgando de la barandilla. Cuando despertaba del sueño y conversábamos, a ambos nos venían recuerdos familiares, y la certeza de que las cosas pasan cuando nadie se las espera: la enfermedad y el no poder asistir a la deseada comunión de su nieta. A veces no tenía ganas de hablar, y me animaba a coger mi libro de la mesita, sobre la que se amontonaban vasos de plástico, botellas de agua y de suplementos hipercalóricos y blísteres vacíos de pastillas, junto a un abanico y un bote de colonia que me recordaba al olor de mi limonero.
Una vez me preguntó qué leía, y tuve que explicarle que aquel libro narraba el periplo del periodista John Reed por el frente oriental durante el transcurso de la Primera Guerra Mundial. Al oír la profesión de Reed, me recordó que yo de pequeño quería ser periodista, y que ella siempre me decía que cómo iba a serlo, si siempre llegaba tarde y preguntando qué había pasado.
En cierto modo, mi madre tenía razón: un buen periodista tenía que ir por delante de la noticia. Y en eso John Reed no dejaba de sorprenderme. Y sino, fíjense en lo que decía de Serbia y acuérdense de Yugoslavia y la guerra de los Balcanes.
Son el único pueblo de los Balcanes que no se ha mezclado desde su llegada a la región, hace ocho siglos, y el único que ha construido su propia civilización, y que nada ha conseguido modificar. Los romanos poseían una línea de fortalezas en la región, pero no establecieron colonias. Los cruzados tan sólo pasaron. Los serbios han mantenido sus estrechos desfiladeros contra los tártaros de Bulgaria, los lacios de Rumanía y los hunos y los checos del norte y, mucho antes que sus vecinos lo hicieran con la ayuda armada de las naciones europeas, Serbia se liberó del yugo de los turcos por sí sola. Mientras Europa imponía dinastías extranjeras a Bulgaria, Rumanía y Grecia, Serbia era gobernada por una dinastía propia. Con tal herencia y tal historia, con el impulso imperialista que crece día a día, hora a hora en el corazón de sus campesinos-soldados, ¡a qué terribles conflictos no va a ser arrastrada Serbia por su ambición!
Le comenté que en el libro había otra pandemia. Si aquí estábamos inmersos en una quinta ola de coronavirus, en el texto eran la peste y el tifus los que campaban a sus anchas. Y ya había por entonces gente que despreciaba las medidas profilácticas.
(…) los ingleses habían persuadido al Gobierno serbio para detener todo el tráfico ferroviario durante un mes, a fin de prevenir la extensión del contagio; tras lo cual, habían hecho tomar medidas sanitarias en las sucias ciudades, impuesto la vacunación contra el cólera y comenzado a desinfectar a amplios sectores de la población. Los serbios se reían de ello: estaba claro que esos ingleses eran unos cobardes. (…) Para los serbios, tomar medidas de prevención era prueba de pusilanimidad. Contemplaban los inmensos estragos de la epidemia con una especie de melancólico orgullo: de la misma manera que la Europa medieval consideraba la peste negra.
***
(…) una bandera negra, signo de, al menos, una muerte en casa, colgaba de casi todas las puertas.
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–¡El tifus! –Johnson señaló los muros de las casas, a cada lado de la carretera– Casi todos estaban pintados con una cruz blanca, a veces con dos o tres.
–Cada cruz significa un caso de tifus en la casa. En menos de un kilómetro, conté más de un centenar. Parecía que ese país, risueño y fértil, ya no producía más que muerte o estelas funerarias.
John Reed, que ya había recorrido como corresponsal la línea de guerra franco-alemana, a finales del verano de 1914, encontró en la primavera de 1915, en la otra punta del frente, la misma brutalidad (espeluznantes la atrocidades cometidas por austriacos y húngaros en Serbia y los pogromos rusos contra los judíos) y el mismo sinsentido.
Leer este libro de John Reed es entrar en una máquina del tiempo, y aparecer en la Europa de abril de 1915. La narración empieza con John Reed navegando en el Torino por las aguas del mar Egeo, en compañía del dibujante canadiense Boardman Robinson. El buque los lleva desde Brindisi a una Salónica devastada por la peste y las incertidumbres del conflicto, un lugar en el que el Este y el Oeste se encuentran frente a frente.
Poco a poco, una ciudad gris y amarilla se destacaba en el árido paisaje, como si trepara por una abrupta elevación que surgiera del mar, con anchos tejados de tejas irregulares y redondas cúpulas coronadas por un centenar de minaretes. Una ciudad rodeada por la gran muralla almenada edificada en tiempos del Imperio latino: ¡Salónica, la puerta oriental de la guerra!
(…) El viento nos traía el pregón de los mozos de cuerda árabes, los gritos del bazar, los extraños cantos entonados por los marinos de las costas del Asia Menor y del Mar Negro al izar las velas latinas de sus embarcaciones, de proas decoradas con ojos cuya forma parece más antigua que la historia; un muecín llamando a los fieles a orar; rebuznos de asnos y flautas y tambores que tocaban una gemebunda música de danza desde alguna casa con celosías, allá arriba en el barrio turco. A menos de doscientos metros de nosotros, enjambres de barcas multicolores, tripuladas por morenos piratas descalzos, se atropellaban violentamente en medio de un gran concierto de aguas algaradas.
(…) Es la antigua Tesalónica. Aquí botó Alejandro sus flotas. Había sido una de las ciudades libres del Imperio romano; una metrópolis bizantina sólo superada por Constantinopla y el último baluarte de aquel romántico Imperio latino, donde los vencidos restos de los cruzados, derrotados, se aferraron desesperadamente al Levante que habían ganado y perdido. Hunos, eslavos y búlgaros la asediaron; sarracenos y francos asaltaron esa, hoy ruinosa, muralla amarilla, masacraron y saquearon en esas sinuosas calles; griegos, albaneses, romanos, normandos, lombardos, venecianos, fenicios y turcos la gobernaron sucesivamente y San Pablo la agobió con sus visitas y epístolas. Austria casi la conquistó en la Segunda Guerra balcánica, Serbia y Grecia rompieron la Liga balcánica para apoderarse de ella y Bulgaria se lanzó a una desastrosa guerra para poseerla.
Salónica no es una ciudad de ninguna nación y es ciudad de todas las naciones: es cien ciudades, cada una con un pueblo diferente, con costumbres y una lengua diferentes.
***
La oscuridad llegó de forma súbita. En un instante, la blanca cima del Olimpo resplandeció con un rosa sobrenatural que se extinguió poco a poco. En el cielo infinito millones de estrellas se iluminaron repentinamente; la luna creciente brillaba en medio de la noche. Por debajo de nosotros, los muecines salieron a los pretiles de diecisiete minaretes con minúsculos farolillos amarillos y los izaron bamboleares sobre sus mástiles. Desde el lugar en que estábamos, podíamos oír cómo sus voces, agudas y disonantes, llamaban a los fieles a la oración.
(…) Hoy la ciudad turca declina y el tranquilo curso de su vida se reduce, año tras año, ante el flujo ascendente de los griegos curiosos y activos. Las mezquitas caen en ruinas una tras otra y cada mes un nuevo minarete, desde el que el muecín llamaba desde hacía siglos a la plegaria, deviene mudo y desierto. La Meca ha devenido igualmente lejana e impotente y, cualquiera que sea la salida de la guerra, Estambul ya no reinará nunca más sobre Salónica; los turcos de Salónica agonizan. La ciudad misma agoniza: está separada de tierra adentro, las fiebres suben periódicamente desde las marismas del Vardar que discurre por debajo de ella, el limo invade lentamente su magnífico puerto y la voraz corriente del río devora ya la ciudad. Bien pronto Salónica ya no valdrá una guerra.
La erudición y la capacidad de descripción de Reed son las que hacen realidad ese salto en el tiempo. De su mano, a través de sus crónicas publicadas en el Metropolitan Magazine de Nueva York, continuaremos viaje, siempre al filo de la navaja, por Serbia, Rusia, Constantinopla, Rumanía y Bulgaria.
En aquel puesto fronterizo abandonado, habían avisado de nuestra llegada y, en una habitación con olor a cerrado y que nadie había limpiado desde hacía largo tiempo, un hombre pequeño, miserablemente vestido, visó nuestros pasaportes. Escoltados por dos soldados, retomamos nuestro camino hacia el río donde nos esperaba una barcaza medio llena de agua; una cuerda tendida, desde la ribera, se perdía en la oscuridad: ¡hacia Rusia! No podíamos ver la otra orilla, pero cuando empezamos a deslizarnos por la sombría corriente, la orilla rumana se desvaneció tras nosotros; durante un momento, fuimos a la deriva por un mar sin orillas, luego, a la luz de la débil claridad de un cielo rojizo, vimos dibujarse algo: un gigantesco soldado con un fusil con larga bayoneta, con su alto gorro de través, sobre la frente, como sólo los rusos lo llevan. Cerca de él se adivinaban los vagos contornos de un coche de dos caballos.
Sin mediar palabra, el centinela cargó nuestros equipajes en el coche y subimos. Saltó a su asiento, hizo restallar su látigo y partimos, hundiéndonos en la arena… Un repentino saludo gutural brotó de la oscuridad y otro inmenso soldado salió de la noche, al lado del coche. Nuestro guía le tendió un pedazo de papel que el otro hizo como si leyera, a pesar de que estaba al revés, era noche oscura y él era analfabeto.
–Chorošo! ¡Bien! –gruñó y nos hizo una señal con la mano–: Pozalujsta! ¡Por favor!
John Reed y Boardman Robinson en 1915 |
Reed y Robinson buscan con mil argucias llegar a la primera línea del frente de batalla para contar la guerra, y para ello no dudan en arriesgar sus vidas –tomados por espías alemanes, son retenidos y a punto de ser fusilados en Cholm (Rusia)–. Quieren ver in situ una carga de los feroces cosacos del Kuban o a los turcos combatir en Gallípoli, pero "su destino fue siempre llegar en el curso de un relativo estancamiento de las hostilidades". Es por eso que, más que la guerra en sí, lo que nos cuenta Reed es la barbarie, el caos y la miseria que ésta produce, a la vez que nos da a conocer cómo la viven los distintos pueblos que la sufren.
En un escenario mediatizado en todo momento por los horrores de la guerra, busca a la gente en cafés, bazares, mercados y habla, regatea, bebe con ella, ya que a pesar de la guerra la vida sigue transcurriendo y es ahí donde mejor puede nutrirse del material humano con que escribir después los artículos sobre la contienda.
Juan Carlos Berrio Zaratiegi
(de la semblanza biográfica de John Reed)
Los hechos que jalonan la vida de Reed lo equiparan con los periodistas, escritores y aventureros estadounidenses por antonomasia: Jack London y Hemingway; y si estos dos ya aparecían dibujados por Hugo Pratt en los cómics de mi querido Corto Maltés, el periodista Juan Antonio de Blas también fantaseó en un artículo (aparecido en el álbum Corto Maltés. La juventud, de Hugo Pratt (NORMA Editorial, 2004)) con el encuentro entre Corto Maltés y John Reed.
Jack London en Corto Maltés. La juventud (Norma Ed.) Hugo Pratt |
Hemingway en Bajo la bandera del oro, cómic de Corto Maltés (Norma Ed.) Hugo Pratt |
El cuarto documento que poseemos sobre la juventud de Corto relata un hecho poco conocido de la biografía de su amigo John Reed. En 1910, Corto era segundo oficial en el S.S. Bostonian, un barco destinado al transporte de animales que enlazaba Boston con Liverpool. Durante uno de sus viajes, dos estudiantes norteamericanos, Reed y Pierce, se enrolaron como tripulantes. Debido a la rudeza del trabajo, el segundo desertó, prefiriendo efectuar la travesía en un bardo de línea. Pero su desaparición, que se descubre cuando ya está en alta mar, le vale a John Reed la acusación de homicidio, ya que se encuentran en su camarote pertenencias, papeles y parte del dinero de Pierce. Corto no se fía de las apariencias y decide creer la versión de Reed. Así que, por vía de navíos más rápidos que el suyo, moviliza a sus amigos en Inglaterra. Cuando Reed comparece delante de la Corte de Manchester para responder del asesinato, Corto introduce en la sala del tribunal al mimo Pierce que, entretanto, se ha encargado de encontrar. Al severo capitán del Bostoniano, la acusación se le torna ridículo, y Reed es puesto en libertad. A Corto, la aventura le vale perder el empleo y ser inscrito en la lista negra de la mafia de los capitanes. Pero gana un amigo. Corto deja de navegar en los barcos yanquis para meterse en el contrabando entre las Antillas y el Brasil.
Juan Antonio de Blas
Retrato del marino adolescente
Mi madre salió del hospital para volver a entrar a las dos semanas. Y allí sigue. No quiere morirse, ni ninguno de nosotros quiere que lo haga, así que sigue presentando batalla a la enfermedad. Todos estamos pendientes de ella, sobre todo mi hermano mayor, que es médico en el mismo hospital y le revisa a diario los drenajes y el tratamiento, vigilando su evolución. Él aplaca nuestros miedos y los nervios de mi madre, que teme que vuelvan a ingresarla en la UCI o en la UCRI. Mientras tanto, nos turnamos para arroparla, para que no se sienta sola tumbada en esa cama articulada –que ya no sabe en qué postura colocar–, y con ese camisón que no es el suyo. Mi madre cumplió 87 años el pasado día 17, y los celebró en el hospital. Así que todos tenemos la ilusión de que salga pronto y podamos celebrar en condiciones el convite de la comunión de su nieta y su cumpleaños.
Nota: Los textos de color naranja pertenecen a la primera edición de La guerra en Europa oriental, publicada por la editorial Txalaparta en enero de 2006, con la traducción a cargo de Antonio Iori. El libro contiene fotografías en blanco y negro de la contienda y dibujos a tinta y plumilla de Boardman Robinson.
La editorial Txalaparta también tiene publicadas las otras obras de Reed: México insurgente, Diez días que estremecieron al mundo, Hija de la revolución y Rojos y rojas.
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