viernes, 1 de agosto de 2025

LA OTRA CIUDAD, DE PABLO ARANDA


La otra ciudad, de Pablo Aranda (Espasa Calpe, 2003)
Fotografía: Lucía Rodríguez

Por motivos que no vienen al caso, estuve sumergido unas semanas del mes de junio en las páginas de La otra ciudad (Espasa Calpe, 2003), del añorado Pablo Aranda.

 Paco va hacia el río, la perra a su lado. Le gusta pasearla por el río porque allí todo está tranquilo, apenas hay gente. Aunque le agobia un poco caminar por el valle, el cañón que es el cauce de un río seco: altos muros a los lados. El río es un paréntesis de la ciudad, un respiro, sin casas, sin coches, sin gente. A veces, debajo de uno de los puentes, verá Paco a las viejas glorias del barrio, los jóvenes emprendedores que trabajaron la plaza antes que su hermano Manolo, miembros de la generación anterior que, solidarios, han cedido su puesto de venta en la plaza para dedicarse –tras algunos años de intensa vida laboral en el campo del trapicheo– a deambular, a buscar la forma de conseguir dinero para conseguir la dosis que les dé fuerzas para buscar la forma de conseguir dinero, a entrar y a salir de la cárcel, a ir perdiendo la compostura y los últimos atisbos de dignidad, a bajar al río a fumar chiné cuando ha habido suerte, mientras Paco ya va creciendo y va dejando de ser aquel niño que jugaba cuando eran ellos los reyes del efímero imperio de la plaza, Paco que pasará junto a ellos acompañado de un perro enano y negro que no se separa de él, Paco que pasa y les mira un instante con indiferencia, casi como si no estuvieran, igual que ellos que ni le miran, como si no pasara Paco que va creciendo y baja al río a pasear a la perra, porque allí, en el río, se está tranquilo, sin gente, sólo a veces dos o tres fumando, sombras de ellos mismos, humo.
***
 Se estaba bien en el río, en calma. Ya estaba oscureciendo. Paco bajaba casi todos los días, a esa misma hora o un poco más tarde. A veces, solos Richa y él, otras los cuatro, otras él solo. Meses más tarde dejaría de ir al río, desde el encontronazo que tuvo con uno al que confundió con su hermano. Entonces cambió el río por El Ejido, que también era tranquilo. Lo malo del Ejido era que para subir hasta allí tenía que andar un trecho más que para el río, pero una vez allí se estaba hasta mejor, sin la leve claustrofobia de los muros del cauce que impedían ver casi todo lo que había más allá de los muros, dando la impresión de que no existiera el otro lado, sólo ocultándolo; era ésta una sensación que notaría Paco después, cuando ya no iba al río.
***
 Caminaba despacio Paco y la perra junto a él. De cuando en cuando se acercaba, la perra, a algún arbusto a olisquear y volvía correteando. Por la noche, y los sábados y domingos durante todo el día, era mejor ir al Ejido, mejor que por la mañana. Por la noche no había nadie. El Ejido es como una isla, un monte sin habitantes en el centro de la ciudad, sin viviendas al menos alrededor de aquel parque flanqueado por el instituto y por varios edificios de la universidad que quedaban desiertos por la noche. Entonces, de noche, aparecía Paco por el parque que hacía un rato había cruzado Rafa, un parque por el que a esas horas sin luz no se atrevían a pasar ni los que vivían en las calles de atrás, al otro lado de las escuelas y facultades de la universidad. Era muy grande el parque cuando no había nadie. Llegaba Paco hasta las puertas del instituto por el que tantas veces había entrado y allí se daba la vuelta: frente a él árboles frondosos rodeados de tierra, atrás el instituto y un teatro, a la derecha edificios de la universidad, paredes viejas que se repetían también a la izquierda, fachadas sucias de una universidad que crecía a varios kilómetros de allí, al frente nada.
Parque de El Ejido, Málaga
Fotografía: Pedro Delgado

I.E.S. Cánovas del Castillo "El Ejido" junto al Teatro Auditorio
Fotografía: Pedro Delgado

 La otra ciudad fue su primera novela, y con ella alcanzó la gloria literaria: fue finalista del Premio Primavera 2003 y recibió un adelanto de la misma editorial para escribir su siguiente novela. Con ella, el sueño de ser un escritor profesional, de poder vivir de las letras, se le hizo realidad. Él lo aceptó gustoso, pero sin aspavientos. Aquello le cambió la vida, pero no su forma de ser. No se convirtió en un ser engreído y vanidoso, si no que siguió siendo el mismo Pablo de siempre: cercano, afable, buena gente, «corazón blanco» que le dijo aquel argelino.

Pablo Aranda fotografiado por Julián Rojas

 Yo no había leído sus dos primeras novelas, y me sorprendió encontrar ya en esta primera la madurez, el estilo y los temas de las posteriores. En las cerca de trescientas páginas de La otra ciudad ya asoman los grandes momentos literarios de Pablo: lo personal de su estilo y su voz; la construcción no lineal del relato con esos saltos en el tiempo; las repeticiones sobre las que se cimienta la historia; el monólogo interior que da acceso al flujo de conciencia de los protagonistas; los personajes en el centro de la trama; la inmigración; la mirada social, reflejando la vulnerabilidad de esos personajes que están un tanto al margen de la sociedad y a los que trata con ternura; y la ciudad como escenario real por el que estos se mueven. Todo ello, marca de la casa.

 La novela abarca un arco temporal grande, por lo que hay días de lluvia y de terral en Málaga, y críos que se hacen hombres y mujeres débiles que se hacen fuertes.

 El personaje principal de la novela es Paco, un tipo introvertido y sensible en todas sus variantes: porque a ratos tenemos al Paco adolescente que va al instituto de formación profesional, y en otras al Paco adulto que trabaja en el taller de mecánica de Ramón y espera un hijo de Nadia, una inmigrante marroquí –o bereber, que preferiría decir ella– con la que se ha arrejuntado, «una mora que no parece una mora», con unos padres que llevan años en España pero parece que están en Marruecos, que nunca hayan salido de allí. Igual que su hermano, que cuando llega tarde le pregunta de dónde viene, «como lo preguntan los hombres en Marruecos, con ese tono de ira y desprecio del que quiere tener el control y piensa que tal vez no lo tenga».

–¿Bereber?
–Sí, aquí somos todos moros, y en los libros somos todos árabes. Asun, ya la conoces, la del curso de mujeres, también hablaba de árabes, pero yo no soy árabe, soy bereber, y en Marruecos, cuando vivía con mi tía, hablábamos en bereber.
–¿Y con tu padres también?
–No, con mis padres en una mezcla de árabe y de bereber.
–¿Y con tus amigos?
–En árabe. En una ciudad grande casi todo el mundo se entiende en árabe.
–Y cuando tú eras chica vivías en el pueblecito ese de las montañas, con todos los bereberes.
–No –sonrió Nadia, le enternecía la ingenuidad de Paco, su dulce ignorancia, su infantil curiosidad cuando estaba con ella, el privilegio de conocer a un Paco hablador, sólo de puertas hacia dentro–, mi madre se fue del pueblo cuando se casó, mi padre ya vivía en la ciudad.

 Y junto a ellos tenemos a la familia de Paco: su padre, Manolo, señor de la barra, siempre acodado en la del bar del Chato, alcohólico; su madre, Encarnación; su hermano Manolo, señor de los futbolines, que es el chulo del barrio, cinco años mayor que él, con el que no se habla desde que le dio una paliza por cogerle una camiseta de su armario, un tipo mal encarado y violento que acabará malamente de adulto; y su hermana Lucía, que tiene un churumbel, Ismael, abandonado por su padre antes de nacer. Lucía e Ismael, pendientes de la trabajadora social, con los que Pablo abre el primer capítulo del libro.

Llueve en la ciudad. Primero poco, gotas dispersas. Alguien dice me ha caído una gota y nadie le hace caso hasta que otro añade a mí también. El suelo va llenándose de círculos negros, despacio, cada vez más. Lucía coge al niño de la cintura rodeándolo con el brazo, le aprieta y el niño se queja. Espera, mi vida, le dice, vamos a recoger las sábanas. Piensa que podía haberlas recogido esa mañana porque seguramente ya se habrían secado. Mientras deja al niño en el suelo diciéndole, gritándole, de aquí no te muevas, a ver si me dejas recoger lo que tendí ayer antes de que esté empapado del todo, coño con la lluvia que tenía que empezar a llover justamente ahora, para que se me mojen los trapos, no podía haberse esperado hasta mañana. Mientras deja al niño en el suelo va quitando las pinzas –algunas las sujeta con los labios– y toca para ver si vale la pena descolgar la ropa, que se ha mojado muy poco. Está cansada, todo lo hace con prisa. Y encima el niño. El niño que requiere toda la atención del mundo, a ver si me conceden ya el pase ese para poder dejarlo en una de las guarderías del ayuntamiento, cuánto tiempo esperando, y encima me dará pena cuando lo lleve, seguro que lloro yo más que él la primera vez que pase toda la mañana allí, con los otros niños y con las encargadas, que no me creo yo que les importe mucho cuando un niño se ponga a llorar y a lo mejor, cuando se caga uno, lo dejan un rato antes de limpiarle el culo al pobre, como le pasó al niño de la Juana, que vino con el culo escocío el pobrecito mío que es que se le quitan las ganas a una de dejar al niño con nadie, porque la verdad es que mejor que con su madre no va a estar en ningún lado, eso que no me lo discutan, pero una no puede llevarlo todo para adelante, imposible, si por lo menos me durmiera bien, mira, pero así como duerme que es que da hasta pena verlo, tan chiquitito y con esas lloreras por la noche, angelito, pero ojalá me den el permiso para la guardería, yo creo que sí me lo van a dar, y muy pronto, que me lo dijo la trabajadora social que es muy apañada la chiquilla y me dijo que volviera el jueves y que a lo mejor ya me lo ha conseguido porque ella sabe muy requetebién que no tengo ni un duro y además si dejo al niño por las mañanas puedo ir al sitio ese, donde me dijeron que necesitaban una mujer para limpiar las escaleras y también podría echarle una mano a Nadia, que tiene que estar a punto de parir.

 Además, están los amigos del instituto de Paco, donde estudia un módulo de mecánica: Richa, Fali y Pelusa, la pandilla con la que compartir cháchara y batidos de litro de chocolate como si fueran de cerveza, y con los que, ya de adulto, camina hacia el Materno una tarde de agosto. Cruzar todo el barrio y más, bajo un sol imponente, para llegar al hospital donde Nadia va a dar a luz.

 Andan rápido los hombres. Dejan atrás un callejón que da a otro descampado. Es imposible caminar en línea recta: tienen que esquivar montones de escombros. Mira Paco hacia los lados, sin aminorar el ritmo que él impone.
 –Esto eran casas –murmura, y nadie le contesta, lleva todo el rato así, hablando para él mismo, en voz baja, como si pensara, por eso los otros le miran de reojo y siguen caminando, sin decir nada.
 Paco se mira de nuevo las manos de grasa. Ya se ha quejado varias veces, mierda, se me ha olvidado lavarme las manos con las prisas, me las tengo que lavar. Van sudando. El sol pega fuerte, arriba, sin dejar lugar a las sombras, vertical. Los cuatro hombres andan deprisa, Paco el primero. Todos en un silencio que sólo rompe de cuando en cuando Paco en voz baja, para comentar algo sin mucho sentido, para quejarse de las manos llenas de grasa. Serán las cinco. No se cruzan con nadie.
***
 –Paco, espera –le dice Fali.
 Paco se para, se vuelve, interrogándole con la mirada.
 –Vamos a subir un momento a casa de mi tía que vive aquí, para beber agua y si quieres te lavas las manos.
 Le sentó bien el agua fría, lavarse al fin las manos y la cara, meter la cabeza debajo del grifo y salir con el pelo chorreando. Darle las gracias a la tía de Fali que le decía ya verás como todo sale bien, y bajar de nuevo de dos en dos los escalones, seguido de sus amigos. Volver a la calle caliente, sola, dudar un momento si torcer a la izquierda o seguir recto. Continuar.
 –Ya falta menos –dijo Richa.
 Un perro diminuto salió de una casa y les siguió unos metros ladrando. Ahora, cruzando un nuevo descampado, los cuatro en línea. Fali, muy delgado, el más alto; Pelusa con el pelo muy corto, casi rapado, patillas largas, bajo, fuerte; Richa grande y gordo, con melenas, sudando más que ninguno, con un aro en la oreja izquierda; Paco ni alto ni bajo, los músculos de la cara marcados. Juntos los cuatro. Adónde irán los cuatro, había gritado una señora del barrio al verles pasar. Adiós, Dolores, le contestó Pelusa.
 Dejaron atrás la calle Salamanca, el mercado, salieron a las grandes calles cercanas al río, al otro lado del puente pararon un momento sin haber dicho nada, en una sombra. Fali sacó un cigarro, pero no lo encendió, se lo puso en la oreja. Un poco más allá se veía el gris de los muros del hospital.
Calle Cruz del Molinillo con el mercado de Salamanca al fondo
Fotografía: Pedro Delgado

 Entre esos amigos del instituto también está Raúl, que en vez de mecánica estudiaba un módulo de diseño gráfico, pero que se juntaba bastante con ellos porque era de los que jugaba al fútbol, y que acabaría siendo policía nacional.

 Cuando terminó de estudiar Raúl se puso a estudiar más. No se le veía apenas, de su casa a la academia donde se preparaba, de la academia a su casa, de su casa al gimnasio o a correr y del gimnasio a su casa a estudiar más. Así un año entero hasta que un día llegó a los bancos, estás blanco Raúl, a ver si vas a la playa, tanto estudiar, que te vas a quedar ciego y se te va a olvidar cómo es la calle, les informó de que habían salido las listas, qué listas, las de ingreso, y les dijo que había entrado en la academia de policía y que se tenía que ir en un mes a Ávila, donde, por lo visto, hacía un frío que no veas en invierno y estudiaría dos años, y después sería un policía y todos le miraron como si fuera muy importante y Raúl les habló de las clases de tiro y del uniforme y del sueldazo que iba a tener todos los meses durante toda la vida, en serio, tíos, toda la vida.

 Y está Laura, de la que se enamoró platónicamente a los catorce años –antes de cruzarse en una gasolinera de Huelva con Nadia, cuando se averió el autobús de vuelta de un viaje de estudios a Portugal–.

[...] Solían comprarse un bocadillo cada uno en el bar del instituto y un litro de batido para todos. Se sentaban en la parte de atrás, donde los campos de deporte, y allí se iban pasando el batido. Se juntaban ocho o diez que no siempre eran los mismos, pero ya estaban los que se harían amigos incondicionales de Paco (al que acompañarían años más tarde en la odisea de cruzar los prados urbanos de casas, manzanas enteras arrancadas, en busca de Nadia). Éstos eran Richa, Pelusa y Fali. Los otros eran de la clase, o alguna muchacha de otro curso, pues en el módulo de mecánica prácticamente todos eran varones. A Paco le encantaban los recreos, estar allí sentado escuchando lo que otros contaban. Le gustaba saberse miembro de ese grupo, sentirse amigo de ellos, notar que todos le miraban de una forma extraña y bonita, como con respeto sin tener él que esforzarse por conseguirlo.
 Aquella mañana todo fue diferente para Paco. Estaban allí sentados, más o menos, los de todos los días. Había, además, uno de los miembros itinerantes: Laura. A Paco le sonaba su cara de antes del instituto, pero no sabía de qué. Solía andar con Juana, una vecina de Richa, y a veces se iban las dos con ellos en los recreos. Paco buscaba momentos cortos para mirarla sin riesgo de ser sorprendido: cuando estaba bebiendo de la botella de batido, cuando todos observaban algo que no estaba allí. Paco la miraba y se conformaba con mirarla.

 Y Rafa, apodado el «Cura», educador social y profesor de ética del instituto, enredado en la tarea de escribir un ensayo: La ciudad agresiva; Maribel, enfermera y pareja/expareja del primero; Asun, la trabajadora social; y Carmen, la vecina gitana a la que otro chulo de barrio, el «Gato», le hizo un hijo, Isaac, al que ella amamanta y cría con el miedo de que acabe pareciéndose a su padre, dieciséis años ya en la cárcel.

 A Carmen se le vino el mundo encima cuando una noche llamaron a la puerta y abrió Rosa, una sobrina suya que vivía en la casa, y entró al salón con la cara descompuesta que no tuvo que decir nada para que Carmen saliera a la puerta, envejeciendo varios años por el pasillo, donde estaba él, más delgado, más viejo, con el pelo largo y la misma mirada –por qué está tu marido en la cárcel, le había preguntado un día Paco hacía muchos años, cuando niño, no es mi marido, dijo ella, bueno, continuó Paco, el padre del niño, por qué está en la cárcel, insistió Paco, por hijoputa, contestó Carmen–, la misma mirada de siempre.
 –Qué haces aquí –dijo Carmen.
 –He venido a ver al niño.
 –¿Ahora? Hace once años que nació.
 –Ahora es cuando me han dado un fin de semana de permiso –dijo él con la voz distorsionada y un deje de mala leche.
 –No es el primer permiso, ¿por qué no viniste a verle las otras veces?
 –No pude.
 Y Carmen se le quedó mirando fijamente unos segundos y fue a cerrar la puerta de golpe, pero él puso el pie y de un empujón que casi tira a Carmen la volvió a abrir.
 –Te he dicho que he venido a ver al niño –dijo–, dile que salga o entro yo a por él.
 –Está acostado.
 –Pues levántalo.
 Entró Carmen sin cerrar la puerta, encontrando a Isaac incorporado en la cama porque ya le había avisado Rosa, su prima, está ahí tu papá, le dijo, y él no se lo creía, ¿mi padre?, pero si yo nunca he visto a mi padre.

 Y Mariló, la novia del hermano de Paco, Manolo el de los brazos fuertes que, ya de adulto y dueño y señor del barrio, trapichea con costo en la plaza.

 Sin olvidarme de Francis y Antonia, los vecinos de la casa de la familia de Paco. Personajes tiernos y entrañables que uno quisiera proteger, y que nacen del pozo que dejó en Pablo Aranda los dos años que trabajó de monitor en una residencia de enfermos mentales.

[...] Francis vivía en la primera planta, con su mujer, o su novia, Antonia. La gente de la calle decía que estaban locos. Él era gordo, con barba. Siempre que se cruzaba con alguien en las escaleras, o incluso en la calle, saludaba sin mirar, andando con pasos cortos, pesados, respirando dificultosamente, de la mano de Antonia que casi nunca saludaba, siempre mirando hacia abajo, a veces moviendo los labios, puede que hablando sola. A menudo Francis se soltaba de ella un momento y se dirigía a alguien para pedir tabaco.
 –¿Tiene usted un cigarro? –preguntaba. Y la gente, según le pareciera, le daba o no le daba.
 A veces se oían gritos bestiales de Francis en su casa y la madre de Paco solía comentar que en uno de esos ataques iba a cargarse a la loca, que lo que había que hacer era llamar a la policía y que se los llevaran de allí a un manicomio, que ella, la madre de Paco, ya tenía bastante aguantando al grupo de cuerdos que le había tocado para encima soportar a los locos, que se fueran al manicomio, coño, como había sido toda la vida de Dios.
 Al principio de irse a vivir allí Francis y Antonia, los niños del barrio algunas tardes apedreaban a Francis por ver si se ponía rabioso como decía Manolo, el hermano de Paco, que se apostaba a veces en su casa y lo único que conseguían era que se echara a llorar amargamente. Un día entró en el bar del Chato y cuando éste le preguntó qué te pongo, Francis contestó que es que los niños le estaban tirando piedras, llorando, y el Chato se debió enternecer porque salió a la calle y se fue para los niños con un palo a modo de porra que guardaba detrás de la barra y dirigiéndose a Manolo, que por aquel entonces tendría doce años y ya era el jefe de la cuadrilla, dijo algo así como la próxima vez que molestéis a este hombre os meto con el palo este en la boca y os mando a la playa y después venid con vuestro padre, que lo mando también a la playa. Ya no le apedrearon más. El Chato le invitó a un café aquel día y le dijo solamente ya está. A la semana siguiente apareció por la calle la trabajadora social y habló con algunas madres y algún que otro padre. Dijo inserción, enfermos mentales, comprensión, y dos o tres palabrejas más, pero lo que realmente entendieron los oyentes fue lo de si no habrá que ponerse serios. Todos dependían de una manera o de otra de ella: les arreglaba papeles, les incluía en la lista de los que recibían cajas de alimentos. Entre el Chato y la trabajadora social lograron el respeto para Francis y Antonia.

 Y junto a todos ellos, la ciudad de Málaga. Que no es otra que la suya. La Málaga de aquella época, llena de solares, con el centro histórico en pleno proceso de gentrificación –qué bien nos explica Pablo lo que significa esa palabra odiosa–. Una Málaga que ha acabado convertida, quién nos lo iba a decir, en un decorado para los turistas, una ciudad de cartón piedra que soporta una turistificación masiva que ha encarecido la ciudad y disparado el precio de la vivienda.

Descampado en el centro de Málaga, julio 2025
Fotografía: Lucía Rodríguez

 Se había agotado la ciudad musulmana, los dos ejes que cruzaban la ciudad, de norte a sur, uno, y de este a oeste, el otro, y que convergían en una plaza ahora con fuente y banderas, donde muchos siglos antes los agricultores de los arrabales acudían a vender. Los ejes –las calles principales– que marcaban el diámetro que tenía la ciudad, rodeada de murallas que cerraban sus puertas al anochecer.
 Y lo que no eran las arterias de la ciudad –lo construido entre los ejes– era el laberinto de callejas que ahora terminaba, la distribución de manzanas arbitrarias en las cuales ya no daría sombra en las tardes de septiembre, cuando ya no sacaría nadie la silla a la calle para pasar las horas charlando, mirando a los niños. Ahora una mano poderosa cogía –¿arbitrariamente también?–, como si fueran las fichas de un juego, las casas, y dejaba vacíos los casilleros que habían ocupado, los prados urbanos, la ciudad muerta, la ciudad musulmana. Agotada.
***
El Balneario y su playa (Málaga, 9 de septiembre de 2024)
Fotografía: Pedro Delgado
El Balneario, donde estaba tomando café con Miguel como tantos años atrás, era, había dicho Miguel, la concentración en un espacio chiquitito de La Habana Vieja, una sucursal de Cádiz, de Argel, que ahora querían transformar.
 –Fíjate, Miguel, de esto no hablo en La ciudad agresiva, del Balneario, nos lo van a arrancar, y esto no es que sea también ciudad musulmana, esto es más. Esto es un rincón donde se refugia la esencia, mira estas columnas que por parecer romanas ya son romanas, que no sujetan nada, que son ruinas, y ese trozo de muro que da al mar y que tú dices que es La Habana, el malecón aquí concentrado, y lo dices tú que has estado allí.
 –Pero esto no es la ciudad agresiva, Rafa, esto es la ciudad agredida, la ciudad que no puede defenderse de una agresión.
***
Mercado de Salamanca, en el barrio de El Molinillo
Fotografía: Pedro Delgado
 Sólo Rosa reparó en la silueta que se recortaba bajo la puerta con arco de herradura del mercado. La inmensa luz de la calle chocaba justo en la puerta con la suave y fresca oscuridad del interior a los ojos del que entrara. En el pasillo de los puestos de pescado, hombres con delantales de plástico fuerte y botas de goma charlaban en voz alta, las manos grandes (algunas sosteniendo los botellines de un quinto de litro de cerveza) y rojas de abrir pescado introduciendo un dedo preciso que sacaba las tripas que iban a parar al cubo de basura. El tono era jocoso. Reían. La jornada había empezado pronto, muy pronto, para ellos, y ya podían permitirse el lujo de dejar solos los puestos un rato, las pilas de mármol cubiertas de hielo picado, perejil, y el pescado preparado, atendidos los comercios por las mujeres, esposas, madres, hermanas o, en aquellas pescaderías más grandes, por algún empleado que soñaba con tener algún día su propio negocio y por las noches se imaginaba llegando de la lonja con el pescado para su puesto, recreándose en el aspecto de su tienda, su empresa, pescadería Mi Ana, mientras ella, Ana, dormía junto a él, la respiración pesada, casi roncando. Reían los hombres sobre el suelo inclinado por ambos lados hacia un canalillo central que formaba un charco: ya habían pasado la manguera. La gente que compraba casi toda eran mujeres. Mujeres que hablaban también a voces. No, sardinas no que son muy chicas. A cómo están las coquinas, niño. Ponme dos jibias, no, ésa no, la otra. Cómo está tu madre, dale un beso de mi parte, a ver si me paso una tarde a verla, la pobre. Dame seiscientas pesetas, y esto de regalo, para que no diga.
 Paco entró sin fijarse, bajó los escalones. Ya dentro, se detuvo unos instantes, su silueta todavía oscura, negra, él arriba, como un dios, como el pistolero de la película del domingo por la tarde, cuando volvió a la granja para vengarse [...].

 Una tarde, paseando por Carretería, Pablo le contó a su amigo César –el productor y director de cine Martínez Herrada– que el foco escénico de su novela estaba en las calles paralelas, en el laberinto de callejuelas y callejones próximos que había en el interior de la muralla musulmana, plagado de derribos, solares y escombros.

 Hay en la ciudad calles que no aparecen en los planos. Calles del centro, pasajes que existen desde siempre. Callejones que es inútil buscar en los planos de la ciudad de las oficinas de turismo. Sin embargo esas calles existen, unen calles más grandes abiertas al tráfico. En uno de los pasajes que tal vez existan –antes habría que dejar claro qué se considera existencia– hay, entre dos portales de casas antiguas, de viviendas, donde vive gente que nunca sabrá que su calle, ellos, es como si no existiera, una puerta donde un perro de presa dormita a la puerta de un improvisado taller en el cual un muchacho de apenas dieciocho años arregla motos y rectifica motores, borra numeraciones, discute con su novia, a gritos. En las calles que tal vez no existan la gente lo hace todo a voces y si miras hacia arriba buscando el cielo, entre las fachadas que casi se rozan incumpliendo las actuales normas de urbanismo –ah, la ciudad musulmana–, es posible ver la ropa tendida a un sol que hasta allí no llega. Camisas, pantalones, enormes calzoncillos, los gritos, sirven de crónica actual y viva de lo que allí se cuece. Nunca visitará estas calles una autoridad extranjera, quizá un turista arriesgado a quien le gusta salirse del recorrido oficial y que reconoce en esos grupos de jóvenes sentados en un bordillo (fumando, pasándose una cerveza), a otros grupos similares en todas las ciudades del mundo pero que él relaciona con las que conoce. Nápoles, Marsella, Sevilla. Jóvenes a los que sonreiría sin pensárselo, jóvenes que tal vez piensen en quitarle su cámara, su cartera, el reloj. Muchachos acompañados por uno, por dos perros de presa: en las calles que no existen hay perros chicos y feos o perros de presa, las únicas razas puras admitidas son las de perros capaces de destrozar. Las calles que no existen también están podridas.
 Sin embargo, hay lugares bellos en estas calles. Como la tienda donde una vieja acaricia a un gato mientras charla pausadamente con una vecina antes de preguntar qué desea a alguien que ya hace unos minutos que entró, como un quiosco en el que no te preocupes, ya me lo pagarás otro día, como puerta abiertas de par en par, como un niño solo que sentado en un escalón se te queda mirando descaradamente y te sonríe, como una muchacha de ojos muy oscuros que te pregunta la hora de una forma que quisieras que te lo volviera a preguntar una y otra vez, como un bar que no existe porque está en una calle que no existe y donde los hombres hablan a voces de fútbol y se exaltan y parece que van a llegar a las manos y después casi se pelean por invitarse.
 En las calles que no existen –las del centro y las barriadas que rodean al centro–, los tatuajes forman dibujos torpes de un solo color tinta azul gastada. Hay sombra normalmente en las calles que no existen, y en verano la gente saca las sillas afuera de sus casas y a veces charla y a veces mira, por mirar miran. En las calles que no existen de la ciudad agresiva el volumen de los televisores aleja cualquier intento de sentirse lejos, perdido y solo. Débil, sentirse débil. Y desear que nadie se aproveche de eso, que tu cuerpo acurrucado encuentre la forma exacta de unos brazos que lo cobijen.

 Y que el origen de la historia le había surgido un caluroso día de verano, cuando trabajaba como educador social en un piso habitado por enfermos mentales. Aquel día caminaba con tres de ellos por la zona del colegio La Goleta, donde también estaban derribando edificios antiguos para sustituirlos por nuevas construcciones, modernas, pero feas y faltas de personalidad. Atravesando uno de esos solares, donde aún no habían metido las grúas, se toparon con un drogadicto de aspecto cadavérico que les pidió un cigarrillo. Pablo no fumaba, así que pasaron de largo. Sin embargo, aquel drogadicto siguió habitando la cabeza de Pablo. ¿Quién sería antes aquel tipo? ¿Habría sido durante un tiempo el rey del barrio, el chulo al que todos los muchachos miraban con respeto y admiración? Aquel drogadicto, en la mente de Pablo, en su imaginación, resultaría ser Manolo, el violento hermano de Paco y Lucía. Y los cuatro que caminaban abatidos por el terral terminaron por ser Paco, Richa, Fali y Pelusa.

 Eran cuatro hombres los que avanzaban, los que cruzaban suelos sin forma llenos de escombros y restos de hogueras. La tarde pegaba las camisas a la piel que empapaba las camisas de sudor, al ritmo de los jadeos del andar rápido, de ruidos de cubiertos al otro lado de algunas ventanas donde aún no sesteaban los que tenían la suerte de poder hacerlo. Era primeros de agosto y el sol alto, implacable, no daba sombra a los tres hombres que caminaban deprisa detrás del que iba mirándose las manos y murmurando para sí palabras incomprensibles. Nada es solo, dijo. No habría resultado larga la distancia que los separaba del Hospital Materno Infantil una tarde de primavera, pero era verano. De hecho habían pensado cruzar las calles del centro en coche, pero el encargado de traerlo apareció sin él –se lo llevó mi hermano esta mañana y todavía no ha vuelto, se disculpó– y el que andaba primero no dio opción, nervioso, agarrotado, aguantando los rápidos e intensos latidos de su corazón, a que cogieran un taxi que les aliviase la distancia y el tiempo.
 Cerca de allí, Nadia se agarraba con fuerza a Lucía que, extrañamente, permanecía callada a su lado, pasándole la mano por la frente y el pelo negro, casi meciéndola, como si fuese su hijo (que se había quedado con una vecina) el que tuviera en brazos y quisiera dormirse y ella que se durmiera. Nadia también callaba y se mordía los labios y apretaba su mano en el antebrazo de Lucía y dejaba escapar la primera lágrima, que bajó demasiado rápido hasta la boca y se perdió entre el pelo y el cuello. Maldecía por dentro al médico deseando que llegase ya de una vez, que se apurase el médico y la ayudase ya a terminar con esa tarde horrible que no había hecho más que empezar. Maldecía a Paco que no había aparecido todavía y estoy aquí agarrada al brazo de tu hermana en vez de al tuyo. Deberías estar ya aquí y decirme cosas, o no decirme nada pero estar aquí, conmigo, Paco, Paco de mi vida, aquí conmigo.
 Eran cuatro los hombres que no se detuvieron al levantarse ante ellos el edificio enorme –cristal, gris– del hospital. Aflojaron el ritmo. No buscaron el semáforo ni el paso de cebra. Vieron una puerta grande en un lateral, la puerta que les esperaba, que les empujaría al pasillo que desembocaba en un ascensor largo y estrecho, al otro lado del cual, esperando con la misma ansia con que Paco deseaba encontrarla, estaba Nadia. Ahí mismo. En ese edificio en el que se sumergían.
Hospital Materno Infantil de Málaga
Fotografía: Pedro Delgado

 César quizo comprar los derechos del libro para hacer una película, pero finalmente estos acabaron en manos de otra productora que dejó morir el proyecto en un cajón. Ojalá alguien algún día se acuerde de La otra ciudad y la convierta en la miniserie que nadie pensó rodar la primera vez.

 Para ella ya está escrito el final, ese The end que te arranca una sonrisa, una de esas que siempre te arrancaba Pablo en sus encuentros. Porque Pablo, así lo recuerdo, era un tipo gracioso, noble y tierno, que hoy, 1 de agosto, hace cinco años que nos dejó –aunque siga pululando por las cabezas de todos los que lo conocimos–.


No hay comentarios:

Publicar un comentario